Concordia do Livre Arbítrio - Parte V 3
Parte V - Sobre a vontade de Deus
Disputa III: En la que explicamos que Dios no es causa del pecado, ni siquiera entendido en sentido material
1. Algunos, en primer lugar, reproducen las palabras que he ofrecido en la tercera conclusión de la disputa anterior, a saber: «Dios no posee la voluntad absoluta de que se produzcan los actos pecaminosos que el arbitrio creado comete; ahora bien, Dios posee la voluntad absoluta de permitirlos y también quiere con voluntad absoluta concurrir con el libre arbitrio creado, a través de su influjo general, en la realización de estos actos. Lo primero es dogma de fe y ya lo hemos demostrado aduciendo numerosas razones en nuestros comentarios a la cuestión 14, artículo 13 (desde la disputa 31)». También reproducen otras palabras que he añadido un poco más adelante, a saber: «Por ello, Dios no quiere con voluntad absoluta la existencia de todas las entidades reales que aparecen en la naturaleza, aunque quiera con voluntad absoluta concurrir con todas ellas, al menos con su concurso general y en tanto que causa universal de todas las cosas».
2. En segundo lugar, dicen: Si en la primera parte de la tercera conclusión se está hablando de los actos pecaminosos en tanto que actos pecaminosos, es correcto lo que se dice; pues sería una conclusión absolutamente verdadera. Pero como es evidente que, por lo que añado a continuación, me estoy refiriendo a los actos pecaminosos en tanto que entidades naturales, es decir, en ausencia de toda consideración de la maldad e indignidad del pecado, se asombran de que yo afirme que la primera parte de mi conclusión es dogma de fe y que lo he demostrado a partir de la disputa 31, a pesar de que aquí sólo explico que Dios no es causa del pecado. Añaden que la conclusión entendida de esta manera dista tanto de ser dogma de fe que se opone a la verdad y al parecer común de los escolásticos. Además, añaden que Dios quiere la entidad natural que se encuentra en el pecado, considerada en ausencia de la maldad de éste, con voluntad absoluta, pero no antecedente, sino consecuente o incluso concomitante; también afirman que esta entidad considerada de esta manera procede de Dios y, por ello, no aborrece de su existencia; pues «no odia nada de lo que hace». Confirman todo esto recurriendo a San Agustín (In Iohannis evangelium, I, 3): «Todo existe por Él y sin Él nada existe»; siendo la nada, es decir, el pecado en cuanto tal, lo único que Dios no habría hecho, según San Agustín.
3. También piensan que es ajeno a la manera común de hablar lo que digo en mis comentarios a la cuestión 14, artículo 13 (disputa 33, al final del punto 21), a saber: Aunque Dios quiera otorgar su concurso general e indiferente para la producción de nuestras obras moralmente malas o las contrarias a éstas, no obstante, no puede decirse en términos absolutos que Dios sea causa de sus entidades en particular, sino añadiendo lo siguiente: «causa universal que no dirige con su causalidad estas acciones». Pues dicen que los Teólogos que defienden un concurso general de Dios con las causas segundas en términos absolutos y sin adición ninguna, están afirmando que Dios es causa de las acciones a las que se debe la consideración pecaminosa en relación a la propia entidad. Además, añaden que resulta un tanto contradictorio que yo diga que Dios quiere con voluntad absoluta concurrir en la acción pecaminosa, sin que este concurso sea otra cosa que la producción que otorga el ser a la acción, y que, sin embargo, Dios no quiera el ser de la propia acción, sobre todo si Dios no concurre en las acciones exteriores a Él con una potencia ejecutiva distinta de su voluntad, sino con una potencia inmediata a través de su propia voluntad, como muchos enseñan y como yo mismo he dicho en mis comentarios a la cuestión 14, artículo 13 (disputa 26, punto 14); en mis comentarios a la cuestión 25, me extenderé sobre este punto. Y si, según dicen, en la disputa anterior y en la 33 sólo quise afirmar que Dios no quiere con voluntad absoluta y antecedente los actos pecaminosos ─tampoco en términos substanciales─ y que no los predefine, debí haber explicado esto con mayor claridad.
4. A la primera objeción debo decir que, en la primera parte de la conclusión, hablo de los actos pecaminosos en tanto que actos pecaminosos, pero hablo de ellos no sólo considerando su entidad de pecado formal y de maldad, sino también su parte material, que es fundamento de la formal, en tanto que fundamento de ella ─es decir, considerando aquello a lo que se debe su ser de fundamento─, como explico con toda claridad en mis comentarios a la cuestión 14, artículo 13 (disputa 29 y disputa 30). Para explicar ahora este punto con mayor claridad, debemos decir que nos referimos a la propia acción pecaminosa, en tanto que recibe con eficacia de nuestro arbitrio un ser opuesto a la ley divina por obra de un influjo que es propio de nuestro arbitrio y que, según San Agustín, sería un uso del arbitrio dirigido a hacer aquello para lo cual Dios no nos lo habría concedido y por el cual el propio arbitrio abusaría de sí mismo y también del concurso general de Dios con objeto de realizar un acto y alcanzar un fin para los cuales Dios no nos lo habría concedido. Pero del mismo modo que el hecho de que la acción real del pecado posea esta especie de naturaleza, se debe a que el arbitrio, determinándose a sí mismo libremente, influye de este modo, así también, a este mismo arbitrio, influyendo del mismo modo aquí y ahora con estas circunstancias y obrando ─tan sólo por su parte─ contra la ley de Dios, se deberá que el pecado pueda considerarse así en sentido formal, que es el único al que se refiere quien objeta. De ahí que la causa real del pecado, según dice San Agustín en los lugares citados, sea el propio arbitrio, cuando influye de este modo y obra o coopera en este acto, y no Dios, cuando coopera con el arbitrio en dicho acto, porque la cooperación del arbitrio se dirige contra la recta razón y contra la ley de Dios, pero no así la cooperación divina. Así pues, afirmamos que Dios Óptimo Máximo no sólo no puede complacerse en la parte formal, es decir, en la entidad de razón del pecado, sino que tampoco puede complacerse en la propia acción del pecado, tal como ésta emana del arbitrio ─del modo que hemos explicado─ por obra de un influjo que es peculiar y propio de él y contrario a la ley de Dios; también sostenemos que Dios no puede preceptuar al arbitrio esta acción o influjo, ni moverlo o inclinarlo hacia ella, ni aconsejarle este influjo, ni predestinarlo, porque todo esto es intrínsecamente malo por su propia naturaleza y, además, es contrario a la bondad infinita de Dios y a su ley eterna que Él quiera o haga todo esto.
De ahí que, en la disputa 32, considerando e impugnando como insuficiente o nula la razón que muchos Teólogos antiguos ofrecen para explicar por qué, aunque Dios coopere en nuestras acciones malvadas, sin embargo, no es causa del pecado, afirmamos lo siguiente: «Pero este razonamiento o bien no explica en la medida necesaria esta cuestión o bien carece de relevancia. Ciertamente, aunque es cosa clarísima que, en sus operaciones, Dios ─que es la suma bondad─ de ningún modo puede dejar de ser sujeto tanto para otros, como propiamente para sí mismo, no obstante, en Él la ley es eterna, porque la ley no es sino el propio Dios y todo lo que se dicta a sí mismo: qué puede hacer con rectitud, qué cosa sería vergonzosa en el caso de que Él la hiciera y, por esta razón, qué cosa implicaría contradicción en el caso de hacerla, por ser contraria a su suma bondad. Así colegimos lo siguiente: Dios no puede, de ninguna de las maneras, mentir por sí mismo, ni por medio de otro; tampoco puede, bajo ningún concepto, ordenar pecados, ni mover o inclinar hacia acciones consideradas pecaminosas, así como tampoco aconsejarlas o predestinar a alguien a ellas, porque estas acciones y otras semejantes repugnan a la recta razón, tanto humana como divina, y a la bondad infinita. Esto parecen dar a entender los testimonios de las Sagradas Escrituras, las definiciones de la Iglesia y los pareceres de los Santos Padres que hemos presentado en la disputa anterior. Por esta razón, no sólo es contrario a la fe que Dios sea causa del pecado porque, si lo fuese, Él mismo faltaría a su regla cooperando con nosotros en el pecado con objeto de que faltemos a nuestra regla, sino que también sería contrario a la fe que Dios fuese causa del pecado porque, si lo fuese, ordenaría o aconsejaría hacer un acto malvado o predestinaría, movería e inclinaría hacia él a través de su influjo y de su operación; ahora bien, si fuese causa del pecado en este segundo sentido, lo sería también en el primero, porque Él mismo faltaría a su ley eterna. Ciertamente, Dios podría, sustrayendo antes alguna acción ─por medio de la adición de alguna circunstancia─ de la consideración de pecaminosa, ordenarla o mover hacia ella, a pesar de que, en ausencia de esta circunstancia, dicha acción sería contraria al derecho natural y, en consecuencia, pecado. De este modo, como Señor de la vida de cualquier hombre, Dios ordenó a Abraham sacrificar a su hijo Isaac, lo cual, en aquella circunstancia, le estaba permitido a Abraham y no era contrario al quinto precepto del decálogo, una vez concedida al padre esta facultad en relación a su hijo. Pero que Dios ordene o mueva hacia algo que en la causa segunda debe considerarse pecado, implica contradicción con toda claridad, porque se opone a la bondad divina y a la ley eterna».Seguidamente añadimos cómo Dios no puede propiamente dispensar del cumplimiento de los preceptos del decálogo, aunque en función de las circunstancias que establece, puede sustraer muchas acciones de su sujeción a los preceptos del decálogo, pero sin que esto signifique propiamente dispensar de su cumplimiento.
5. Ciertamente, quien nos plantea estas objeciones parece engañarse, porque no tiene en cuenta que, aunque la acción del pecado ─en la totalidad de su ser y como totalidad de efecto─ proceda de Dios, sin embargo, todo su ser también procede del libre arbitrio que influye y coopera contra la ley de Dios, aunque no por medio de otra acción numéricamente distinta o por medio de otra consideración formal de la acción, sino por medio exactamente de la misma acción que, en términos precisos en tanto que procedente del libre arbitrio, recibe la denominación de «influjo, acción del libre arbitrio, pecado en sentido material y acción contra la ley de Dios», pero que, en términos precisos en tanto que procedente de Dios con inmediatez, recibe la denominación de «influjo y acción de Dios»; sin embargo, considerada de este modo, no es pecado ni siquiera en sentido material o fundamental, ni acción contra la ley de Dios; es más, tampoco posee esta especie de naturaleza por proceder de Dios de esta manera, sino tan sólo por proceder con inmediatez del libre arbitrio, como hemos repetido a menudo.
Puesto que la buena acción posee una sola causa total y la mala procede de efectos particulares, por ello, la siguiente consecuencia no es correcta: Toda esta acción, considerada en términos de la totalidad de su concepto real y formal, procede de Dios a través de su concurso general entendido como causa y, en tanto que procedente de Él, esta acción no le desagrada; por tanto, esta misma acción considerada en los términos de ese mismo concepto real y formal, no le desagrada; pues se trata de un argumento que pasa de lo relativo a lo absoluto. En efecto, para que esta acción le desagrade en sentido absoluto y para que sea contradictorio que le agrade en sentido absoluto, basta con que toda esta acción, en la medida en que el libre arbitrio la realiza contra la ley de Dios, le desagrade; también resulta contradictorio que esta acción, considerada de este modo, le agrade, así como que Dios preceptúe, aconseje, mueva o predestine a cualquiera a obrar esta acción considerada de este mismo modo.
Me asombra que mi censor convenga conmigo con razón en que Dios no puede complacerse en esta acción, ni quererla substancialmente con voluntad antecedente, y, sin embargo, afirme que se complace en ella y la quiere con voluntad consecuente y concomitante, a pesar de que, en esta cuestión sobre la que disputamos, el objeto de la volición divina antecedente, concomitante y consecuente, es uno y el mismo, sin que sea menos malo de por sí, ni menos contrario a la razón y a la ley eterna, querer que el arbitrio actúe contra la ley de Dios y querer lo que haya hecho antes contra ella; mi censor debería explicar por qué razón, siendo el objeto absolutamente uno y el mismo, resulta contradictorio que Dios posea una voluntad antecedente en relación a este objeto y no sólo no es contradictorio que posea una voluntad concomitante y consecuente en relación a dicho objeto, sino que en realidad esta voluntad tenga como fin este objeto.
6. Pero creo que nuestro censor convendrá con nosotros en que Dios no es causa del pecado, entendido en sentido material y fundamental, como ya hemos explicado. Si vuelve a leer los testimonios de las Sagradas Escrituras y de los Santos Padres, así como las definiciones de la Iglesia, con los que, en la disputa 31, hemos demostrado esto que decimos, ciertamente, reconocerá que lo que decimos es dogma de fe, siempre que se entienda en el sentido en que nosotros lo decimos, sobre todo si a esto se le añade lo que decimos en la disputa 32 y en la disputa 33 y en nuestro Apéndice a la Concordia(«Ad secundam obiectionem»). Sin lugar a dudas, cuando las Sagradas Escrituras, las definiciones de la Iglesia y los Santos Padres, se refieren a esta cuestión y enseñan que Dios no es causa de los pecados y que no predestina a ellos, ni los desea, y además los detesta y castiga, no hablan tanto de entidades metafísicas de razón que sigan a nuestras acciones, sino de las propias acciones a través de las cuales transgredimos los preceptos divinos y de las omisiones de acciones que estamos obligados a realizar por preceptos afirmativos; pues en estas acciones hay una voluntariedad y con ellas transgredimos los preceptos; es más, estas son las acciones prohibidas por los preceptos divinos, a saber: no matarás, no fornicarás, no robarás, no dirás falso testimonio, no desearás la mujer ni la hacienda de tu prójimo. Como leemos en Apocalipsis, II, 6: «… porque detestas el proceder de los nicolaítas, que yo también detesto…». Además, si Santiago no atribuye a Dios la tentación que aparece en nuestra sensualidad y nos mueve e inclina hacia el mal, mucho menos sostendrá que Dios sea causa de que, por medio de nuestro arbitrio, consintamos en caer en la tentación y cooperemos en el acto del pecado contra la ley de Dios. Como dice Santiago: «Ninguno, cuando sea probado, diga: Es Dios quien me prueba; porque Dios no es probado por el mal, ni prueba a nadie. Sino que cada uno es probado por su propia concupiscencia, que lo arrastra y lo seduce. Después la concupiscencia, cuando ha concebido, da a luz el pecado; y el pecado, una vez consumado, engendra la muerte». Considérense los demás testimonios de las Sagradas Escrituras que hemos ofrecido en la disputa 31.
7. Pero nuestro propio censor reconoce que las definiciones de la Iglesia que hemos ofrecido en la disputa 31 y en nuestro Apéndice, se refieren a los actos pecaminosos, que Dios no predestina, ni quiere con voluntad antecedente; tampoco habría ninguna razón por la que, teniendo en cuenta que Dios no puede querer estos actos con voluntad antecedente, pueda quererlos con voluntad concomitante o consecuente. Pero la definición del Concilio de Trento (ses. 6) que hemos ofrecido en el lugar citado, se refiere a todas luces a los actos pecaminosos. Pues dice así: «Si alguien dijera que en la potestad del hombre no está hacer malo su camino, porque sería Dios quien haría tanto las malas obras, como las buenas, no sólo permitiéndolas, sino también propiamente y por sí mismo, hasta tal punto que la traición de Judas no sería obra suya en menor medida que la vocación de San Pablo, sea anatema»
8. Esto mismo también es evidente según los testimonios de San Pablo que hemos presentado en el mismo lugar. También San Juan Crisóstomo en su In II Timothaeum homiliae 8, dice: ׂ«Sólo tenéis que saber que Dios provee todo, que hemos sido creados con libre arbitrio, que Dios obra unas cosas y otras las permite, que no quiere que se produzca ningún mal, que todas las cosas no acontecen exclusivamente por su voluntad, sino también por la nuestra ─pues las cosas malas sólo se producen en virtud de nuestra voluntad, pero las buenas suceden en virtud de nuestra voluntad y de la ayuda divina─, que nada se le oculta; sin embargo, no porque no se le oculte nada, obra todo Él mismo». He aquí que Crisóstomo habla de las obras. Y San Agustín en De spiritu et littera (cap. 31) dice: «En ningún lugar de las Sagradas Escrituras leemos: no hay voluntad salvo que proceda de Dios. Con razón no aparece escrito, porque no es verdad; de otro modo ─¡Dios no lo quiera!─, Él también sería autor de los pecados, si no hubiera voluntad salvo que procediese de Él, porque la mala voluntad sola ya es pecado, aunque de ella no se siga ningún efecto». He aquí que San Agustín habla del acto de la voluntad. Y en los artículos que se le atribuyen falsamente (art. 10), dice: «Es detestable y abominable la opinión según la cual Dios es autor de la mala acción o de la mala voluntad de cualquiera; en efecto, su predestinación sólo tiene por objeto la bondad y la justicia: Pues todas las sendas de Dios son misericordia y verdad. Ciertamente, la Santa Divinidad sabe que no prepara los adulterios de las casadas, ni las deshonras de las vírgenes, sino que las condena; no dispone tales cosas, sino que las castiga. Por tanto, la predestinación de Dios no anima, ni persuade, ni empuja, ni es autora de las caídas de quienes se despeñan, ni de la injusticia de los malvados, ni de los deseos de los pecadores, sino que predestina su juicio, por el que retribuirá a cada uno según su comportamiento, ya sea bueno, ya sea malo. Pero este juicio no se produciría, si los hombres pecasen por voluntad divina. Todo aquel hombre a quien el fallo divino coloque a la izquierda de Él, se condenará, porque no habrá ejecutado la voluntad de Dios, sino la suya propia»; y en el artículo 13, dice: «Es ignominioso culpar a Dios de estos males. Pues aunque, en virtud de su ciencia eterna, conoce de antemano cómo va a retribuir los méritos de cada uno, sin embargo, por el hecho de no poder ser objeto de engaño no infiere a nadie la necesidad o voluntad de pecar. Por tanto, si alguien se aparta de la justicia y de la piedad, caerá por su propio arbitrio, su concupiscencia lo arrastrará y su propia persuasión lo engañará, sin que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo obren nada. En esta situación no interviene la voluntad divina, cuya ayuda, según sabemos, ha detenido a muchos en sus caídas; pero a nadie ha impulsado a caer»; en Hypognosticon (lib. 6) dice: «Como ya he dicho, Dios presupo las malas acciones de Judas, pero no las predestinó, ni las hizo Él mismo; y, sin embargo, en virtud de su presciencia, lo entregó con juicio justo a su mente insensata y permitió estas acciones»; bastante más adelante dice: «Debemos mantener de manera inconcusa la regla de esta disputa, que resulta evidente por los testimonios divinos: Con anterioridad a la existencia de los pecados en el mundo, Dios los ha presabido, pero no los ha predestinado &c.». Sin lugar a dudas, tanto estos Padres, como los demás, se refieren a los propios actos de los pecadores en la medida en que proceden de nuestro arbitrio, son contrarios a la ley de Dios y pueden considerarse pecados en sentido material y fundamental. Pero nuestro parecer no sólo es más pío y dignísimo de la majestad y bondad divinas, sino que también procede de las entrañas de las Sagradas Escrituras, de las definiciones de la Iglesia y de los testimonios de los Santos Padres, de manera que resulta asombroso que, a pesar de esta luz tan grande, alguien haya osado impugnarlo con fundamentos tan débiles.
9. Por todo ello, es evidente que nuestro parecer ─a saber, Dios no es causa de los actos pecaminosos en tanto que pecados en sentido material y fundamental, esto es, en la medida en que son acciones procedentes de nuestro arbitrio de manera contraria a la ley de Dios─ no sólo no se opone a la verdad, sino que también es dogma de fe. Asimismo, aunque por parcialidad causal estas mismas acciones en su totalidad procedan de Dios simultáneamente, a través de su concurso general, y aunque, consideradas de manera precisa, no sólo por voluntad concomitante y consecuente, sino también antecedente, no desagradan a Dios o incluso Él se complace en ellas, sin embargo, consideradas sin más y en términos absolutos, le desagradan incluso si presenta una voluntad concomitante y consecuente; pues para que pueda decirse que estas acciones lo desagradan en términos absolutos, basta con que lo desagraden por una sola razón y con que realmente se realicen contra su propia ley y contra su voluntad de signo, es decir, condicionada. Pero San Agustín (In Iohannis evangelium, I, 3) no se opone a los testimonios validísimos y evidentísimos que acabamos de ofrecer, sino que tan sólo sostiene que, por medio de su Verbo, Dios es causa primera también de la entidad y de la razón formal del acto pecaminoso y que la entidad y bondad natural de esta acción puede reducirse a Dios como causa primera y autor del modo que ya hemos explicado.
10. En relación a lo que nuestros censores dicen, cuando afirman que aquellos escolásticos que defienden el concurso general de Dios con las causas segundas, sostienen en términos absolutos que Dios es causa de la acción pecaminosa, hay que decir que, sin duda, no niegan lo que decimos, aunque no hayan defendido expresamente nuestra doctrina, porque no explican con tanta exactitud como nosotros el modo en que definimos el concurso universal, ni tampoco lo hacen con tanta precisión como para darnos razón de por qué Dios no es causa del pecado. Pero no dudamos de que, si se les propusiese nuestra doctrina, la aprobarían completamente, especialmente porque es sobremanera pía y porque concuerda totalmente con la definición del Concilio de Trento (ses. 6, can. 6) que acabamos de citar; las razones particulares que hemos explicado hasta aquí y que explican por qué debemos decir que, en términos absolutos, Dios no es causa del pecado considerado en sentido material, demuestran nuestra doctrina. Sin duda, Santo Tomás y otros escolásticos no niegan, ni pueden negar, el concurso particular del libre arbitrio en la acción pecaminosa junto con el concurso general de Dios y que a la influencia real del arbitrio, como causa particular que determina la especie de la acción, se debe que esta acción sea contraria a la ley de Dios y elemento material y fundamento del pecado; asimismo, tampoco niegan, ni pueden negar, que este influjo del arbitrio en la acción pecaminosa es un abuso del arbitrio con objeto de hacer aquello para lo cual Dios no nos ha conferido el arbitrio ─como afirma San Agustín─ y por ello Dios sólo nos concede su permiso ─como define el Concilio de Trento─ y, en consecuencia, Dios no dirige ─por medio del arbitrio creado y de su concurso general─ la acción que sigue al influjo del arbitrio, sino que sólo la permite. Por esta razón, ni Santo Tomás, ni los escolásticos actuales, negarían que Dios sólo es causa universal y primera de la acción pecaminosa, a la que no dirige por medio de nuestro arbitrio, ni de su concurso general, sino que únicamente la permite, como nosotros afirmamos y como el Concilio de Trento define.
11. Además, en cuanto a la contradicción de la que se nos acusa, debemos decir lo siguiente: Si se considera lo que hemos dicho en el párrafo mencionado, no aparece ninguna contradicción, sino que, por el contrario, la consecuencia que nuestros censores dirigen contra nosotros, resulta débil sobremanera, a saber: Dios quiere con voluntad absoluta influir aquí y ahora con el libre arbitrio por medio de un concurso general, que de por sí resulta indiferente, de tal modo que, en función de la cualidad del influjo particular del arbitrio, se sigue una volición antes que una nolición o la volición o nolición de un objeto antes que de cualquier otro y, finalmente, la acción moralmente buena antes que la mala; por tanto, Dios dirige la acción pecaminosa que Él mismo prohíbe y que sería de una especie antes que de otra por el influjo particular del arbitrio y no por el concurso general de Dios, que resultaría indiferente en relación a las distintas especies de acción. Sin duda, si el libre arbitrio actuase movido por el concurso general de tal modo que careciese de un influjo propio y particular y actuase de manera precisa en virtud del movimiento y del influjo que recibe de Dios ─del mismo modo que el agua calentada por el fuego actúa de manera precisa en virtud del calor que recibe del fuego─, entonces la consecuencia sería correcta, pero desaparecería la libertad de arbitrio y la determinación a actuar pecaminosamente procedería de Dios y, además, Él ─en conformidad con el error de Lutero─ no sería causa de la traición de Judas en menor medida que de cualquier acción buena, siguiéndose de aquí muchos absurdos semejantes. Pero esto no es así, porque la determinación a actuar pecaminosamente procede del propio arbitrio en virtud de su influjo propio y libre, por el que ─con objeto de obrar la mala acción─ abusa tanto de sí mismo, como del concurso general de Dios, sin que Él lo dirija a través del concurso general y del propio arbitrio; por esta razón, según la doctrina de San Agustín, que es verdadera en grado sumo, el propio hombre, y no Dios, es causa real y positiva del pecado.
12. Tampoco es correcta la otra consecuencia que nuestros censores ofrecen, a saber: el concurso general de Dios no es otra cosa que una producción que confiere ser a la acción; por tanto, quien quiere concurrir mediante un concurso general con el libre arbitrio, quiere y dirige la acción del pecado, cuando el arbitrio peca. Pues el concurso general de Dios es un influjo, es decir, la propia acción pecaminosa en su totalidad procede ─pero por parcialidad causal─ de Dios, como causa universal a la que no se debe que esta acción sea pecaminosa o de otra especie, sino que esto se debe al influjo particular del arbitrio; por esta razón, no se sigue que si, por su parte, Dios quiere de manera absoluta influir de este modo, quiera o pretenda que la acción sea pecaminosa.
13. Ahora nuestro censor deberá reconocer que la realidad contradice clarísimamente su pretensión. Pues si su argumento demuestra algo, sin duda, demostrará que Dios quiere la acción pecaminosa con voluntad antecedente. En efecto, la voluntad de concurrir con su concurso general en la acción pecaminosa, será una voluntad antecedente respecto de la acción pecaminosa. Por ello, si de aquí se sigue que Dios quiere la acción pecaminosa, también se seguirá que la quiere con voluntad antecedente. Pero nuestro propio censor niega con razón que Dios posea una voluntad antecedente respecto de la acción pecaminosa, considerada también en sentido substancial.