Concordia do Livre Arbítrio - Parte VII 9
Parte VII - Sobre a predestinação e a reprovação
Miembro VI: Parecer de Santo Tomás sobre la predestinación, que es el más común entre los escolásticos
1. En este pasaje, el parecer de Santo Tomás, que es el más habitual entre los escolásticos, está contenido en las dos conclusiones siguientes.
Primera: Nada impide que, con respecto a los efectos particulares de la predestinación de los que consta el efecto íntegro de ésta, uno sea causa de otro, de la misma manera que, en términos de causa final, el efecto posterior es causa del anterior, aunque en términos de causa meritoria ─que, según Santo Tomás, se reduce a una disposición material─, el anterior es causa del posterior. Por ejemplo, decimos que Dios ha preordenado otorgarle a alguien la gloria por sus méritos, como disposición y requisito previo por su parte o causa meritoria de la gracia, y que ha preordenado otorgarle a alguien la gracia, para hacerlo merecedor de la gloria; por ello, la gloria es causa final de los méritos y de la gracia. Es más, la gracia primera es causa final de las disposiciones que anteceden a la infusión de la gracia. Aunque estas disposiciones no sean causas meritorias, sin embargo, son como la materia de la causa de la gracia primera, en la medida en que Dios ha establecido por ley ordinaria que sean disposiciones necesarias para alcanzarla.
2. Segunda: Con respecto al efecto íntegro de la predestinación, no hay una causa por parte del predestinado. Esto se demuestra así: Todo lo que se encuentra en el hombre y lo dirige hacia la vida eterna, está contenido en el efecto íntegro de la predestinación, incluida la propia preparación para la gracia, que sólo se produce por medio del auxilio particular de Dios. Por tanto, de ningún modo puede suceder que en nosotros se dé alguna causa del efecto íntegro de la predestinación. Así pues, considerada de este modo, la predestinación en su efecto tiene como razón a la voluntad divina, a la que como fin se ordena todo el efecto de la predestinación y de la que procede como si se tratase de un primer principio motor. Así habla Santo Tomás en el cuerpo de este artículo.
3. En muchos lugares San Agustín ofrece este mismo parecer. Entre otros muchos, está el pasaje célebre del De praedestinatione Sanctorum (cap. 15), donde dice que en la predestinación de Cristo ─por la que, según San Pablo en Romanos, I, 4, el Hijo de Dios fue predestinado y, al igual que fue raíz y origen de toda la gracia conferida al género humano tras el pecado de Adán, así también, lo es de la predestinación de los demás─ se encuentra la luz brillantísima de la predestinación y de la gracia de los descendientes de Adán. Pues del mismo modo que el Verbo divino asumió la humanidad de Cristo sin que precediera ningún mérito en absoluto por su parte y, por ello, Cristo, en cuanto hombre, fue predestinado desde la eternidad a ser Hijo de Dios sin que sus méritos fueran previstos, así también sucedió en la predestinación de los santos, que brilló con el mayor fulgor en el Santo de los Santos, a partir del cual, como si de la cabeza se tratara, se ha difundido la gracia por la que cada uno de los miembros ha sido predestinado desde la eternidad, sin que ninguno de sus méritos haya sido previsto, sino tan sólo por la misericordia y la libre voluntad divina.
Este mismo parecer lo defienden el Maestro de las Sentencias (Libri sententiarum, I, dist. 41), Escoto, Durando, Gregorio de Rímini (In I, dist. 41), Marsilio de Inghen, Juan Driedo (De concordia liberi arbitrii et praedestinationis), Cayetano, Domingo de Soto (In epistolam D. Pauli ad Romanos, cap. 9) y casi todos los demás seguidores de Santo Tomás, así como muchos otros.
4. Santo Tomás, en su respuesta al tercer argumento, añade que, por parte de los hombres predestinados y de los réprobos, no habría ninguna causa o razón por la que Dios hubiese predestinado a algunos de ellos y reprobado a otros, sino que la razón debemos explicarla y buscarla en Dios. Como dice, la razón de que, de manera genérica, desde la eternidad Dios haya elegido y predestinado a algunos hombres y a otros los haya reprobado, es que en los predestinados, al mirar por ellos con clemencia, la bondad divina brille por su misericordia y en los réprobos, al castigarlos justamente, brille por su justicia; esta es la razón que San Pablo ofrece en Romanos, IX, 22-23: «Pues si para mostrar Dios su ira (es decir, su justicia castigadora) y dar a conocer su poder soportó con mucha longanimidad a los vasos de ira, maduros para la perdición, y al contrario, quiso hacer ostentación de la riqueza de su gloria sobre los vasos de su misericordia, que Él preparó para la gloria…»; en II Timoteo, II, 20, dice: «En una casa grande no hay sólo vasos de oro y plata, sino también de madera y de barro; los unos para usos de honra, los otros para usos viles». La única razón de haber determinado predestinar a unos y reprobar a otros, es la voluntad divina por la que Dios ha querido libremente que esto suceda así. Santo Tomás ofrece dos ejemplos. Primero: Como la materia prima de las cosas sublunares es toda de la misma naturaleza, si alguien pregunta por qué Dios, al establecer las cosas por vez primera, puso una parte de ellas bajo la forma del fuego y otra bajo la forma de la tierra, puede muy bien respondérsele que lo hizo para que, en este universo mundo, hubiese una diversidad de especies que, de distintas maneras, representasen la bondad, sabiduría y poder divinos y también por la conveniencia de otros fines. Pero si pregunta por qué ha puesto a una parte de las cosas bajo la forma del fuego y no ha hecho lo mismo con la parte de las cosas que ha puesto bajo la forma de la tierra, la única razón que podría darse de esto sería que así lo ha querido. Segundo: Como la naturaleza de un arte exige que el artesano coloque algunas piedras en una parte del edificio y otras en otra parte, la única razón que puede darse de que el artesano haya determinado poner unas piedras en una parte y no en otra, es que así lo ha querido. Sin embargo, como dice Santo Tomás, en Dios no habría iniquidad por disponer para cosas iguales efectos desiguales; pues confiere a los hombres el efecto de la predestinación por gracia y no por que se les deba. En efecto, en aquello que se confiere por gracia, alguien, en virtud de su arbitrio, puede otorgar más a uno que a otro sin cometer ninguna injusticia, ni cometer un delito de discriminación, que sólo puede darse cuando algo se confiere por justicia.
5. Aquí voy a decir de paso ─porque es posible que más adelante no se presente el momento propicio─ que a la doctrina que acabamos de ofrecer de Santo Tomás no se le oponen las palabras de San Pedro en Hechos de los Apóstoles, X, 34: «Verdaderamente he comprendido que Dios no discrimina, sino que, en todo pueblo, quien es temeroso de Él y practica la justicia, le es grato». En efecto, en este pasaje Pedro no habla de discriminación, que es un delito y se opone a la justicia, sino que habla de la opción o elección del pueblo de los judíos ─y no de los gentiles─ o de la del resto del mundo, que compartió la gracia de Cristo de manera especial, como si fuese el pueblo al que se le había prometido el Mesías y como si, tras la muerte de Cristo, la redención del género humano y la apertura de las puertas del cielo, los judíos del futuro fuesen la Iglesia especial de Cristo y de Dios sobre la que los dones de Dios descenderían por Cristo de distinta manera o de manera más abundante, como sucedió con anterioridad a la llegada de Cristo, cuando eran una Iglesia especial sobre los demás pueblos; pero la ley antigua desapareció totalmente y se destruyó el muro de la ley que hasta ese momento había dividido a la Sinagoga de la Iglesia de los gentiles y se hizo un solo redil común bajo un solo pastor, así como una sola Iglesia común que acoge igualmente a todos los que quieren acceder a ella, tanto de entre los judíos, como de entre los gentiles, sin ninguna prerrogativa en absoluto, ni división entre ellos. Por ello, cuando San Pablo habla de los conversos gentiles (Efesios, II, 11-22), dice: «Así que, recordad cómo en otro tiempo vosotros, los gentiles según la carne, llamados incircuncisos por falta de circuncisión ─por una operación practicada en la carne─, estabais a la sazón lejos de Cristo, excluidos de la ciudadanía de Israel y extraños a las alianzas del testamento (del viejo que ya habían recibido los israelitas y del nuevo que esperaban bajo el Mesías), sin esperanza de Promesa y sin Dios en el mundo. Mas ahora, en Cristo Jesús, vosotros, los que en otro tiempo estabais lejos, habéis llegado a estar cerca por la sangre de Cristo. Porque él es nuestra paz: el que de los dos pueblos hizo uno, derribando el muro que los separaba, la enemistad, anulando en su carne la Ley de los mandamientos con sus preceptos, para crear en sí mismo, de los dos, un solo Hombre Nuevo, haciendo la paz, y reconciliar con Dios a ambos en un solo Cuerpo, por medio de la cruz, dando en sí mismo muerte a la enemistad. Vino a anunciar la paz: paz a vosotros que estabais lejos, y paz a los que estaban cerca. Pues por él, unos y otros tenemos libre acceso al Padre en un mismo Espíritu. Así pues, ya no sois extraños, ni forasteros, sino conciudadanos de los santos y familiares de Dios, edificados sobre el cimiento de los apóstoles y profetas (es decir, donde se apoyan los apóstoles y los profetas), siendo la piedra angular Cristo mismo, en quien toda edificación bien trabada se eleva hasta formar un templo santo en el Señor, en quien también vosotros estáis siendo juntamente edificados, hasta ser morada de Dios en el Espíritu». Por tanto, puesto que a Pedro, como cabeza de la Iglesia, en la visión que tuvo del lienzo (Hechos de los Apóstoles, X, 11) que bajaba del cielo ─en el que estaban todos los cuadrúpedos, reptiles y aves del cielo─ y en lo demás que en ese capítulo se cuenta que sucedió a propósito de la conversión de Cornelio, le fue revelado como primero de los apóstoles el final de la ley, así como la igualdad de los gentiles y los judíos en la participación de la gracia de Cristo en uno y el mismo cuerpo de la Iglesia, que Cristo fundó con su sangre una vez desaparecida la ley antigua, admirándose de ello y dirigiéndose a los conversos y antiguos judíos que le acompañaban, dijo: «Verdaderamente he comprendido (a saber, en lo que ha sucedido a propósito de la conversión de Cornelio a la fe y en lo que me ha sido revelado) que Dios no discrimina (como si del mismo modo que eligió a los judíos antes que a los gentiles para la Sinagoga, así también, los eligiese para la Iglesia que Cristo fundó con su sangre), sino que, en cualquier pueblo, quien es temeroso de Él y practica la justicia, le es grato (es decir, está dispuesto a recibir a todos por igual)». Por esta razón, San Pablo (Efesios, III, 1-3, 5-6), a continuación de las palabras que acabamos de citar, añade: «Por lo cual yo, Pablo, prisionero de Cristo por vosotros los gentiles (por esta razón, los judíos quisieron matarlo por predicar el alejamiento de la ley de Moisés, fue detenido en Jerusalén y escribió esta carta sufriendo cárcel en Roma)... si es que conocéis la misión de la gracia que Dios me concedió pensando en vosotros: cómo me fue comunicado por una revelación el conocimiento del Misterio, tal como brevemente acabo de exponeros... Misterio que en generaciones pasadas no fue dado a conocer a los hombres, como ha sido ahora revelado a sus santos apóstoles y profetas (es decir, del Nuevo Testamento) por el Espíritu: que los gentiles sois coherederos, miembros del mismo Cuerpo (es decir, partes iguales al mismo tiempo en el mismo cuerpo de la Iglesia) y partícipes de la misma Promesa en Cristo Jesús por medio del Evangelio &c.».
Una vez señalado esto, volvamos a donde estábamos.
6. Algunos sostienen este parecer de tal manera que establecen un doble auxilio divino: uno eficaz y otro suficiente, pero ineficaz. Consideran que el hecho de que el auxilio sea eficaz o ineficaz no puede atribuirse de ningún modo al libre arbitrio, como si por él cualquier auxilio ─ya sea grande, ya sea pequeño─ fuese eficaz o ineficaz ─pues como el arbitrio, en virtud de su libertad, podría consentir y no consentir y cooperar y no cooperar con él, si consintiese y cooperase, como está en su potestad, lo haría eficaz, pero si no consintiese, ni cooperase, como también está en su potestad, lo haría ineficaz─, sino que al propio auxilio o a Dios, cuando mueve el arbitrio de manera eficaz o ineficaz por medio de su auxilio, habría que atribuir el hecho de que el libre arbitrio consienta o no consienta, de tal manera que, siempre que Dios lo moviese por medio de un auxilio eficaz por la propia naturaleza de la moción divina y por el propio Dios, el libre arbitrio consentiría y cooperaría en su salvación, pero si lo moviese por medio de un auxilio que, a pesar de proceder de Él, no es eficaz, el libre arbitrio no consentiría, ni cooperaría en su salvación. Afirman que Dios ha predestinado por su libre voluntad a unos adultos antes que a otros, porque libremente ha querido conferir a aquéllos un auxilio eficaz y a éstos sólo un auxilio ineficaz. Pues, según dicen, Dios ha predestinado a quienes ha decidido llamar con un auxilio eficaz y conservar en ellos la gracia a través de este mismo auxilio hasta el final de sus días; y a todos los demás, con los que no ha querido ser tan generoso, los ha reprobado, permitiendo que caigan en los pecados por los que serán castigados con justicia y endureciéndolos en los pecados ya cometidos, al denegarles un auxilio eficaz.
7. Ciertamente, no dudo en denominar a este parecer, tal como lo hemos explicado, erróneo en materia de fe.
En efecto, de ser cierto este parecer, no veo de qué modo podría salvarse la libertad de nuestro arbitrio, que en nuestros comentarios a la cuestión 14, artículo 13 (disputa 23), hemos demostrado clarísimamente que, incluso dándose la gracia, presciencia y predestinación divinas, es materia de fe en la misma medida que esta última. Pues si el hecho de que el libre arbitrio consienta o no con Dios ─cuando Él lo llama─, coopere o no en su salvación y persevere o no en la gracia, depende de la eficacia o ineficacia del auxilio divino, entonces esto no dependerá de su libertad propia e innata, sino de la cualidad del auxilio y de la moción divina y, por ello, necesariamente será de ellos la alabanza y el mérito y desaparecerá totalmente la libertad de arbitrio para la salvación.
8. Además, el auxilio al que denominan «suficiente e ineficaz» es suficiente para que nuestro arbitrio, sin otro auxilio y moción divina, pueda consentir con Dios ─cuando Él lo llama─, cooperar en su salvación y perseverar en la gracia, o no es suficiente. Si es suficiente, entonces el propio arbitrio puede, en virtud de su cooperación y libertad innata, hacerlo eficaz. Pero si no es suficiente, entonces lo denominan erróneamente «suficiente e ineficaz». Añádase que de ningún modo podemos culpar a nuestro arbitrio por no consentir, ni cooperar con Dios, cuando Él lo llama con este auxilio, porque no podría hacer esto sin otro auxilio y la cooperación divina que se le deniega.
9. Asimismo, muchos habrían sido condenados por no haber perseverado en la gracia recibida; y esto sólo sucedería a causa del pecado mortal por el que habrían perdido la gracia. Por tanto, con el auxilio que Dios estaba dispuesto a concederles, pudieron evitar este pecado o no. Si no pudieron, entonces no pecaron al consentir caer en él, porque nadie peca haciendo algo que no puede evitar. Pero si pudieron, entonces en su potestad estuvo hacer eficaz el auxilio y perseverar con él en la gracia y a su propia voluntad se debería que este auxilio no fuese eficaz.
10. Finalmente, los defensores de este parecer nunca podrán satisfacer la definición clarísima que la Iglesia ofreció en el Concilio de Trento (ses. 6, cap. 5, can. 4), que ya hemos explicado en nuestros comentarios a la cuestión 14, artículo 13, en el apéndice que ofrecemos en la disputa 40 que hemos añadido tras haber compuesto ya nuestra obra. En efecto, allí ya se define que de nuestro arbitrio depende que los auxilios divinos resulten eficaces o ineficaces para nuestra conversión y justificación. Declaro que a menudo Dios hace que, a través de la multiplicación o variación de los auxilios, el libre arbitrio quiera aquello que en razón de su libertad no querría con un auxilio distinto o menor, a pesar de que podría quererlo y, en consecuencia, un auxilio divino será eficaz con respecto a un libre arbitrio considerado aquí y ahora, pero otro auxilio no lo será, siempre que uno mueva completamente y el otro no. Sin embargo, mientras haya libertad de arbitrio para moverse en uno o en otro sentido ─y debemos reconocer que esto siempre es así─, el propio arbitrio podrá hacer que el auxilio que es eficaz para mover completamente resulte ineficaz por no consentir con él y, asimismo, podrá hacer que el auxilio que no es eficaz resulte eficaz por consentir y cooperar diligentemente con él. Esto significa que, en el estadio de esta vida, los hombres están a merced de su propia potestad, de tal manera que pueden extender su mano hacia aquello que deseen. Sobre esta cuestión, ya nos hemos extendido en nuestros comentarios a la cuestión 14, artículo 13, en la última disputa y en nuestro Apéndice a la Concordia («Respuesta a la tercera objeción»).
11. Una vez compuesta ya nuestra obra, hemos leído una obra sin duda docta, en la que se objeta contra nuestro parecer lo siguiente. Primero: Si del influjo de nuestro libre arbitrio, junto con el auxilio o auxilios divinos, dependiese que los auxilios divinos resultasen o no eficaces para nuestra conversión o disposición última para la gracia, de aquí se seguiría que, en nuestra conversión y justificación, habría algo que procedería de nosotros y no de Dios, a saber, un libre influjo tal que haría eficaces a todos los auxilios; sin embargo, esto contradice lo que leemos en Efesios, II, 10: «En efecto, somos hechura suya: creados en Cristo Jesús, en orden a las buenas obras que de antemano dispuso Dios que practicáramos».
12. Segundo: Se seguiría que el comienzo de nuestra salvación ─al menos con respecto al influjo del que ésta depende─ procedería de nosotros y no de Dios.
13. Tercero: Se seguiría que los justificados tendrían algo que se debería a ellos mismos y que les diferenciaría de los no justificados y les haría sobresalir por encima de ellos, contrariamente a los que leemos en I Corintios, IV, 7: «Pues, ¿quién es el que te distingue? ¿Qué tienes que no lo hayas recibido? Y si lo has recibido, ¿por qué te vanaglorias, como si no lo hubieras recibido?». Por esta razón, necesariamente habría que decir que también este influjo del libre arbitrio procedería de Dios, cuando Él determina y mueve al propio arbitrio por medio del auxilio eficaz con objeto de que se produzca este influjo libre y este consenso.
14. Respuesta a la primera objeción: Debemos distinguir el consecuente. Pues si cuando en él se infiere que en nuestra conversión hay algo que procede de nosotros y no de Dios, se está hablando de la obra o acción debida a nosotros y no al mismo tiempo ─y sobre todo─ a que Dios, por medio de su influjo, auxilios y dones, la conduzca a un ser sobrenatural que, en orden y grado, estaría conmensurado con la gracia que convierte en agraciado, entonces habrá que negar la consecuencia, porque Dios nos ha preparado en Cristo ─por cuyos méritos nos confiere auxilios y dones sobrenaturales, para que podamos ejercer nuestras obras, siendo así Él mismo el autor y el principal productor de ellas en nosotros─ todas las obras a través de las cuales nos disponemos para la gracia o, una vez alcanzada ésta, avanzamos hacia la vida eterna. Pero cuando San Pablo dice que Dios las ha preparado para que avancemos por ellas, sin duda, no excluye, sino que, antes bien, habla de nuestro influjo libre sobre estas obras, en razón del cual éstas también procederían libremente de nosotros, junto con Dios, como pasos nuestros con los que nosotros mismos nos dirigimos hacia la vida eterna con la cooperación de Dios. Además, aunque nuestro influjo libre sobre nuestras acciones sobrenaturales dé lugar a las propias acciones y operaciones totales por totalidad de efecto ─como suele decirse─, que procederían de la influencia sobrenatural de Dios y de nosotros como dos partes de una sola causa total, sin embargo, daría lugar a estas acciones en la medida en que se las considere de manera precisa en tanto que emanando de la influencia libre del libre arbitrio y no en tanto que, al mismo tiempo, emanando íntegramente de Dios por una misma totalidad de efecto, como hemos explicado en nuestros comentarios a la cuestión 14, artículo 13, y también a menudo en otros lugares. Por ello, en estas acciones no sólo no hay cosa alguna, sino tampoco razón formal alguna que no proceda de manera eficaz tanto de nuestro arbitrio, como de la influencia sobrenatural de Dios sobre ellas. Así también, cuando dos hombres empujan una embarcación, en esta tracción y movimiento no hay nada que proceda de uno de ellos y no del otro simultáneamente, a pesar de que se puede decir que la totalidad del propio movimiento y la totalidad de la acción, en tanto que consideradas de manera precisa procediendo de un solo hombre, serían influjo de este hombre y, en tanto que consideradas de manera precisa procediendo del otro hombre, serían influjo de este otro hombre. Pero si en el consecuente se habla de alguna cosa, es decir, de alguna realidad o formalidad, pero no considerada en términos absolutos, sino considerada de manera precisa en tanto que emanando de una sola parte de su causa íntegra ─del mismo modo que decimos que nuestras acciones sobrenaturales que proceden simultáneamente de Dios y de nosotros, son influjo de nuestro arbitrio, en la medida en que proceden de manera precisa de nuestro arbitrio─, entonces habrá que admitir que hay algo que procede de nuestro arbitrio y de Dios, pero sólo en cuanto creador de la naturaleza y del propio libre arbitrio, porque nos habría conferido esta facultad a fin de que así cooperemos libremente con Él en nuestras acciones y, por ello, sirvan de alabanza y mérito nuestros, en tanto que, de este modo, estarían en nuestra potestad. Estas mismas acciones, en la medida en que las consideremos de manera precisa en tanto que procedentes de nuestro arbitrio, también pueden atribuirse a Dios, no sólo porque incita y atrae a nuestro arbitrio por medio de los dones de la gracia previniente para que influya sobre estas acciones y, por esta razón, hace más fácil el influjo y la cooperación de nuestro arbitrio, sino también porque, si no coopera por medio de esta gracia previniente en la misma acción con vistas a la cual influye sobre nuestro arbitrio, del mismo modo que esta acción no se producirá, tampoco tendrá lugar el influjo de nuestro arbitrio sobre ella, como hemos explicado en nuestros comentarios a la cuestión 14, artículo 13. No obstante, nuestro arbitrio en su influjo siempre tiene libertad para que estas acciones se produzcan o no y, en consecuencia, para que los auxilios que nos previenen y coadyuvan con nosotros, resulten eficaces o ineficaces e inútiles; no veo cómo puede negarse esto sin perjuicio de la fe católica.
15. Según esta doctrina y lo que vamos a responder a las siguientes objeciones, debe entenderse el pasaje de Ezequiel, XXXVI, 26-27: «Y os daré un corazón nuevo, infundiré en vosotros un espíritu nuevo, quitaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne. Infundiré mi espíritu en vosotros y haré que os conduzcáis según mis preceptos y observéis y practiquéis mis normas»; y también el pasaje de Isaías, XXVI, 12: «... llevas a cabo todas nuestras obras, Señor».
16. Respuesta a la segunda objeción: Como los dones de la gracia que previenen e incitan a nuestro arbitrio a consentir y cooperar con ellos en la disposición última para la gracia, anteceden al influjo de éste, sobre el que estamos disputando, es evidente que no se puede inferir correctamente que el comienzo de nuestra salvación ─en el sentido en que San Agustín y los Concilios lo niegan─ proceda de nosotros por la siguiente razón, a saber, porque este influjo procedería del libre arbitrio cuando coopera con los auxilios de la gracia y los hace eficaces. Pues este influjo no es principio y origen de nuestra salvación, porque hay muchas otras cosas ─que tienen como finalidad la gracia y nuestra salvación─ que lo anteceden; además, en términos de naturaleza, este influjo no es una cosa, ni una razón formal, que no proceda simultáneamente de la cooperación de Dios por medio de los auxilios de la gracia, sino que es la propia acción sobrenatural procedente de Dios al igual que del arbitrio, pero considerada tan sólo con respecto a nuestro libre arbitrio como parte de la causa íntegra de una misma acción, como ya hemos dicho.
17. Cuando decimos que nuestro consenso hace que los auxilios de la gracia sean eficaces, esto no debe entenderse como si estuviéramos diciendo que nuestro arbitrio confiere alguna fuerza o eficacia a los propios auxilios. Pues como ya hemos explicado en nuestros comentarios a la cuestión 14, artículo 13 (disputa 40) y en nuestro Apéndice a la Concordia («Respuesta a la tercera objeción»), nuestro arbitrio e influjo no confieren ninguna fuerza a los auxilios de la gracia, sino que, por el contrario, los auxilios proporcionan al arbitrio la propensión y la fuerza para elegir el consenso, incitando, atrayendo y ayudando al libre arbitrio a elegirlo. Pero como es evidente por lo que hemos dicho anteriormente y por lo que ya dijimos en los lugares citados y en otros, en este sentido decimos lo siguiente: Como el hecho de que un auxilio sea eficaz no supone otra cosa que ─en un momento y por la propia incitación que despliega por necesidad de naturaleza en cuanto gracia previniente─ la conducción total del arbitrio hacia el consenso ─o la cooperación con él en la contrición o en otro acto al que la gracia previniente invita─ y como la conducción total del arbitrio hacia el consenso o la cooperación con la gracia previniente en la contrición, depende de la libertad innata del arbitrio por la que éste quiere o no quiere elegir el consenso y la cooperación, por ello, que el auxilio de la gracia previniente sea eficaz ─es decir, que de él se siga el efecto hacia el que incita al arbitrio─ dependerá del propio arbitrio, cuando consiente libremente y coopera con él como una parte de la causa que debe producir con él dicho efecto, respecto del cual, en caso de que se produzca, hablaremos de auxilio eficaz y, en caso de que no lo haga ─porque el arbitrio no habría querido consentir y cooperar─, hablaremos de auxilio ineficaz. Por ello, que el arbitrio, una vez movido ─con prioridad de naturaleza─ e incitado por el auxilio de la gracia previniente, consienta libremente y coopere con este auxilio, no significa que le otorgue a éste su eficacia, sino que estaría cumpliendo la condición sin la cual este auxilio no podría considerarse eficaz con respecto a dicho efecto, ni tampoco una gracia coadyuvante con el arbitrio en su contrición a través de un nuevo influjo sobre ella de este mismo auxilio, por el que cooperase con el arbitrio en la contrición, porque en ésta faltaría la cooperación libre del arbitrio con el auxilio, como ya hemos explicado por extenso en la citada disputa 40 y en nuestro Apéndice a la Concordia.
He considerado necesario añadir esto aquí, aunque son cosas ya muy evidentes en nuestra doctrina, porque no han faltado quienes, defendiendo unos auxilios de la gracia eficaces de por sí, han intentado deformar nuestra doctrina, como si nosotros enseñáramos que el arbitrio confiere la eficacia o la fuerza al auxilio de la gracia y que habría una eficiencia o eficacia sobrenatural que no procedería del auxilio de la gracia. En efecto, toda la eficiencia sobrenatural por la que se produce la contrición, procede del auxilio de la gracia y, además, el carácter sobrenatural de este acto se debe totalmente a él como raíz y causa. Pues aunque el arbitrio coopere en este acto, lo hace por medio de su fuerza natural, a la que no se debe el carácter sobrenatural de este acto, que se debería a la cooperación del auxilio de la gracia, aunque el hecho de que este acto sea libre, no se debe al auxilio de la gracia, sino tan sólo al arbitrio.
18. Respuesta a la tercera objeción: Aquí, como hemos hecho en nuestra respuesta a la primera objeción, debemos distinguir el consecuente. Pues si éste se entiende en el sentido de que en los justificados habría algo ─esto es, alguna acción o cosa o razón formal sobrenatural debida a ellos y no simultáneamente y principalmente a Dios─ que los diferenciaría de los no justificados y les haría sobresalir por encima de ellos, tendremos que negar la consecuencia; pues en ellos no estaría esto y, además, declaramos que si en ellos reconocemos algo así, todo ello será don sobrenatural de Dios, tanto si ellos cooperan en ello por medio de su libre arbitrio, como si no lo hacen. Por ello, dice San Pablo (I Corintios, IV, 7) con toda la razón: «Pues, ¿quién es el que te distingue...»; es decir, como autor y principal causa de los dones por los que superas a otros y difieres de ellos. De ahí que, a continuación, añada: «¿Qué tienes que no lo hayas recibido? Y si lo has recibido, ¿por qué te vanaglorias, como si no lo hubieras recibido?». Pero si el consecuente se entiende en el sentido de que en los justificados habría algo sobrenatural que, no en términos absolutos, sino en tanto que emanando del libre arbitrio como parte de una causa íntegra ─y considerado de este modo podría entenderse como un concurso del libre arbitrio─, procedería del propio libre arbitrio ─y en ello se diferenciaría el justificado de los no justificados o, más bien, en el propio efecto sobrenatural considerado del mismo modo, es decir, en tanto que emanando del libre arbitrio y en tanto que en la potestad del arbitrio estaría consentir en ese momento o no hacerlo, como define el Concilio de Trento y como atestigua la experiencia interior de cualquiera de nosotros─, entonces, en este caso, tendremos que admitir la consecuencia; pero ni San Pablo pretende negar tal cosa, ni nadie puede negarlo sin perjuicio de la fe católica. Ciertamente, por esta razón, quien resulta justificado y, una vez alcanzada la justicia, coopera con la gracia y se hace merecedor de su incremento, es digno de alabanza y deberá ser honrado por el Padre celestial con la beatitud sempiterna.
En De spiritu et littera (c. 33 y 34) San Agustín dice: «De aquí se sigue que San Pablo pregunte si la voluntad por la que creemos, es también don de Dios o procede del libre arbitrio que poseemos de manera natural. Pues si decimos que no es don de Dios, habremos de temer haber encontrado algo que nos permitirá responder al Apóstol ─cuando increpando dice: ¿Qué tienes que no lo hayas recibido? Y si lo has recibido, ¿por qué te vanaglorias, como si no lo hubieras recibido?─ lo siguiente: He aquí que tenemos una voluntad de creer que no nos ha sido dada. Ahora bien, si decimos que esta voluntad sólo es don de Dios, a su vez, habremos de temer que, con razón, los infieles e impíos crean haber encontrado justamente una excusa para no creer, a saber, que Dios no habría querido otorgarles esta voluntad»; y en el cap. 34, resolviendo esta cuestión, tras haber hablado de la gracia previniente y excitante, añade: «Por tanto, de todos estos modos, cuando Dios entra en relación con el alma racional, para que ésta crea en Él (pues el libre arbitrio no puede creer nada, si no le precede una persuasión o vocación), Dios obra en el hombre el propio deseo y su misericordia nos previene en todo; pero dar el consentimiento a la vocación de Dios o disentir de ella, tal como he dicho, es tarea propia de la voluntad; y las palabras ¿qué tienes que no lo hayas recibido? no sólo no debilitan esto, sino que lo confirman. Pues el alma no puede recibir, ni tener los dones a los que se refieren estas palabras, si no da su consentimiento; por esta razón, lo que reciba y lo que tenga, se deberá a Dios, pero recibir y tener dependerá de quien recibe y de quien tiene». Sin duda, del mismo modo que, en presencia de una tentación, quien la consiente, peca y pierde la gracia, influye libremente cuando la consiente ─por determinarse voluntariamente a sí mismo a consentirla por medio de su arbitrio y por abusar de éste a fin de realizar un acto para el que Dios no se lo ha conferido─ y de la misma manera que no es Dios quien determina a su arbitrio a realizar este acto, ni lo inclina por medio de una aplicación y un movimiento eficaz y previo para que quiera este acto, sino que sólo coopera con él como causa universal a través de un concurso indiferente respecto del consenso o del disenso, así también, cuando, estando disponible el auxilio suficiente de Dios ─que Él no deniega ni siquiera a aquel que consiente en caer pecado─, alguien resiste la tentación, alcanza la victoria y se hace merecedor de un aumento de la gracia, es él mismo quien libremente ─y no predeterminado por Dios, sino tan sólo ayudado─ se determina e influye en su disenso, pudiendo también influir en ese momento a fin de consentir el pecado y pecar, como define el Concilio de Trento. Por tanto, puesto que consentir la tentación es un abuso del libre arbitrio y no se debe a que Dios le incline a ello ─es más, Él sólo ayuda por medio de un concurso universal, que es indiferente de por sí con respecto al bien y al mal─, este consentimiento no se puede atribuir a Dios ─tampoco como creador de la naturaleza─, sino únicamente al libre arbitrio y a la maldad del pecador. Pero disentir del pecado y vencerlo, debe atribuirse a Dios, no sólo como creador de la naturaleza ─pues para este fin confiere el libre arbitrio─, sino también como aquel que ayuda e inclina a través de la gracia que convierte en agraciado y de otros auxilios que ayudan a vencer y como aquel que hace tender hacia ella, pero sin predeterminar, ni aplicar el arbitrio por medio de un movimiento y un auxilio eficaz para que, sólo en virtud de Él y no del arbitrio creado, en la potestad del arbitrio no esté consentir y caer en la tentación en ese mismo instante en el que influye bajo la forma de un disenso y alcanza la victoria. No entiendo de ningún modo cómo permanece a salvo la libertad de nuestro arbitrio, si es Dios quien, por medio de un concurso e influjo suyos y no del arbitrio creado, predetermina la eficacia del propio arbitrio en todos sus actos. Pues aunque permanezca a salvo una voluntariedad, que es lo único que admiten los luteranos, sin embargo, no veo de qué modo pueda permanecer a salvo la facultad del propio arbitrio para no consentir o incluso disentir en el mismo instante en que consiente, siendo esta facultad la que el Concilio de Trento define, la que cada uno experimenta en sí mismo y en la que reside la razón de la libertad de arbitrio.
19. Los autores que defienden el parecer contrario, presionados por la dificultad de muchos argumentos que ellos mismos construyen y que, sin duda, no pueden resolver, sostienen, entre otras cosas, que el hombre que recibe los movimientos de la gracia previniente ─que, según ellos, Dios no deniega a ningún pecador─ y que, sin embargo, no se convierte, porque no se le confiere el auxilio eficaz, sin el cual no puede convertirse y con el cual ─una vez se le ha ofrecido─ no puede resistírsele, sino que necesariamente se convierte, tal como digo, este hombre sería culpable de no recibir en adelante el auxilio eficaz, por no haber progresado más haciendo uso de los auxilios recibidos de la gracia. Gustosamente preguntaría a estos autores si progresar más hacia el uso de la gracia previniente es un buen uso del libre arbitrio conducente a la justificación y si puede darse sin otro auxilio de Dios previo y eficaz para este acto del libre arbitrio y sin la moción previa y la determinación por la que Dios determina al libre arbitrio a realizar este acto. Creo que no negarán que es un buen acto del libre arbitrio y que conduce a la justificación. Pero si admiten que puede darse sin el auxilio eficaz y sin la moción previa y la determinación de Dios, cuya eficacia se debería a Él y no al libre arbitrio, ya estarán admitiendo el influjo del libre arbitrio sobre el acto bueno conducente a la justificación; es más, de él dependerá que se confiera o no el auxilio eficaz para que se complete la justificación, pero sin que Dios predetermine este acto, sino que se deberá a la determinación del arbitrio creado sobre sí mismo; en consecuencia, contra ellos se dirigen las tres objeciones que presentan contra nuestro parecer. Además, admiten que Dios no predetermina, ni predefine por medio de su influjo y moción eficaz, todos los actos moralmente buenos; según ellos, Dios presabe con certeza todos los actos y efectos del libre arbitrio en esta predeterminación o predefinición o, más bien, en la voluntad absoluta divina que los predetermina. Pero si dicen que este acto no puede producirse sin el auxilio eficaz de Dios y que, por una parte, en presencia de este auxilio y de la premoción eficaz, nuestro arbitrio realizará necesariamente este acto y, por otra parte, en ausencia de este auxilio y de esta premoción, no podrá realizar este acto, entonces no habrá ninguna razón para considerar culpable a nuestro libre arbitrio por no progresar más a fin de realizar este acto, porque, sin otro auxilio previo y eficaz y sin una premoción, en su potestad no estará la realización de este acto en mayor medida que el acto último por el que se completa la conversión del impío.
20. Ahora volvamos a la opinión de San Agustín y de Santo Tomás, que es la más común entre los escolásticos, sobre la predestinación sin estos auxilios eficaces de por sí y sin las predefiniciones para los actos no malos en general del libre arbitrio por un concurso de Dios eficaz de por sí.
Sin duda, como es evidente por lo que hemos dicho hasta aquí y como también lo será por lo que vamos a ir diciendo cuando avancemos en esta cuestión, nos adherimos a este parecer, en la medida en que en él se sostiene que no habría ninguna causa, ni razón, de la predestinación con respecto al acto de la voluntad divina por el que se completa el ser de la predestinación, es decir, por el que Dios decide conferir a unos adultos y no a otros los medios a través de los cuales, según prevé, aquéllos alcanzarán la vida eterna en virtud de su libertad; es más, de la predestinación tampoco habría una condición necesaria por parte del uso previsto del libre arbitrio de estos adultos; por el contrario, que éstos sean predestinados y no otros, sólo dependerá de la voluntad libre y misericordiosa de Dios, que querrá distribuir sus dones en razón únicamente de su libre beneplácito, sin denegar a nadie una ayuda suficiente para alcanzar la salvación; en consecuencia, nos adherimos a este parecer, en la medida en que en él se sostiene que la predestinación no se produce por la presciencia del uso del libre arbitrio, es decir, como si Dios decidiese predestinar o distribuir sus dones a los adultos en razón de la cualidad del uso previsto.
21. Sin embargo, muchos se adhieren y defienden este parecer en el siguiente sentido, a saber, como si Dios, con anterioridad a cualquier presciencia del uso futuro del libre arbitrio ─incluso hipotética─ y, por ello, en ausencia de todo conocimiento sobre este uso, eligiese a los hombres y ángeles que quisiese, para conferirles la beatitud, y a los demás los excluyese de ella, queriendo estas dos cosas, para que su bondad y misericordia resplandezcan en los elegidos y su justicia castigadora brille en los demás. Pero entonces habría ido más allá, con objeto de predestinar a los que ha elegido, proveyéndoles de medios para que por fin alcancen la beatitud, y con objeto de decidir permitir a otros que caigan en pecado y endurecerlos en ellos hasta el final de sus días, para castigarlos justamente y que en ellos resplandezca su justicia.
22. Será tarea de otros juzgar si acaso Santo Tomás sólo sostiene lo primero ─en lo que también nosotros nos adherimos a su parecer y al más común entre los escolásticos─ o si también sostiene lo segundo, siendo esto algo que, a nuestro juicio ─como diremos─, lo haría demasiado duro. Aunque sus propias palabras ─tanto en otros lugares, como en este pasaje, en la respuesta al tercer argumento, que ya hemos citado anteriormente─ parezcan dar a entender tal cosa, sin embargo, quizás no reflexiona sobre la predestinación y la reprobación de manera tan dura como algunos creen; no me cabe ninguna duda de que no reflexiona sobre ellas de manera tan dura como aquellos que establecen auxilios eficaces de por sí y predefiniciones por un concurso divino y eficaz de por sí, como es evidente por lo que dice en De veritate (q. 6, a. 3) y en otros lugares. Pero como deseamos ardientemente coincidir en todo con este santo Doctor, nos será muy grato, si alguien explica su pensamiento de tal manera que sostenga sólo lo primero, como también hacemos nosotros. Por nuestra parte, vamos a decir lo que pensamos a propósito del parecer de Santo Tomás sobre esta cuestión, explicando a continuación el pensamiento de San Agustín.
23. Respecto a la doctrina de San Agustín, en primer lugar, es evidente que, según él, la causa de la reprobación de los hombres es el pecado original, como más adelante comentaremos. En segundo lugar, como el parecer habitual de los Padres que le antecedieron fue que la predestinación se produce en función de la presciencia del uso del libre arbitrio, como más adelante diremos, San Agustín ─tras examinar muy atentamente toda esta cuestión con ocasión de la herejía pelagiana─ afirmó con razón que la predestinación no se produce en función de esa presciencia ─es decir, como si Dios decidiese conferir los dones de la gracia y de la predestinación en razón de la cualidad prevista del uso del libre arbitrio─, sino exclusivamente por su libre voluntad, siendo esto algo a lo que Santo Tomás, el parecer más común entre los escolásticos y nosotros mismos nos adherimos. Pero este parecer, tanto por la novedad que suponía en su tiempo, como porque San Agustín no añadió que la predestinación no se produce sin la presciencia de lo que el libre arbitrio haría en virtud de su libertad ─dada la hipótesis de que fuese colocado en uno o en otro orden de cosas y circunstancias, con unos o con otros auxilios─ y tampoco sin tener en cuenta el uso futuro que de él harían los ángeles y los hombres que deben ser predestinados y reprobados, aunque no de tal modo que los dones de la gracia y la predestinación se les confiriesen en razón de esta cualidad ─aunque San Agustín no niegue esto, sin embargo, tampoco lo dice─, sin lugar a dudas, en esos tiempos turbó sobremanera a algunos fieles, como más adelante comentaremos; pues este parecer parecía implicar esa segunda opinión tan cruel que, según acabamos de decir, muchos sostienen y defienden hoy en día.
Con respecto a la cuestión de si San Agustín pretende sostener lo segundo con su opinión, pues la presenta de manera bastante cruel, parece que puede inducirnos a responder de manera afirmativa el hecho de que, como ya señalamos en nuestros comentarios a la cuestión 19, artículo 6 (disputa 1), cuando San Agustín explica las palabras de I Timoteo, II, 4: «Quiere que todos los hombres se salven», interpreta en muchos lugares de sus obras que estas palabras no se refieren a todos los hombres de manera genérica, sino tan sólo a los predestinados. Pero no en menor medida puede inducir una respuesta negativa el hecho de que San Agustín no niega esa presciencia anterior a todo acto libre de la voluntad divina ─y, en consecuencia, anterior a toda predestinación y reprobación─, por la que Dios sabe qué haría cualquier arbitrio creado, en virtud de su libertad, dada cualquier hipótesis y cualquier orden de cosas, como es evidente por las citas que hemos hecho de San Agustín, tanto en otros lugares, como en nuestros comentarios a la cuestión 14, artículo 13 (disputa 52). Por esta razón, no debemos dudar de que, si consultásemos a San Agustín y a Santo Tomás sobre esta cuestión, responderían de inmediato que habría predestinación y reprobación con esta ciencia previa y teniendo en cuenta el uso futuro del libre arbitrio, aunque no de manera que Dios confiera los dones de la gracia y de la predestinación en función de la cualidad de este uso; sin duda, esto elimina el rigor y la crueldad que de otro modo conllevaría este parecer y también tranquiliza el ánimo de los hombres.
Por esta razón, si mi juicio sobre esta cuestión tiene algún peso, sospecho que, con sus opiniones, San Agustín y Santo Tomás ─que sigue los pasos de aquél─ tan sólo quisieron dar a entender lo primero ─a lo que también nosotros nos adherimos gustosamente, siguiendo el parecer más habitual entre los escolásticos─, sin advertir en qué gran medida la adición mencionada, que no negaron, ni habrían negado, si sobre ella se les hubiese consultado ─a saber: hay predestinación y reprobación con presciencia de la cualidad del uso del libre arbitrio y teniendo en cuenta este uso del modo que hemos explicado y que más adelante explicaremos más detenidamente─, permitía eliminar ese otro aspecto cruel que no buscaban.
Pero mientras que, de manera un tanto oscura, San Agustín no repara en esta cuestión, considerando que a primera vista su opinión sobre la predestinación incluye que Dios no quiera que, de manera genérica, todos los hombres se salven, sino tan sólo los predestinados, en muchos lugares de su obra, como hemos dicho en nuestros comentarios a la cuestión 19, artículo 6 (disputa 1), interpreta las palabras de San Pablo en I Timoteo, II, 4, de tal manera que se entiendan referidas tan sólo a los predestinados. Sin embargo, los demás Padres ─tanto anteriores, como posteriores a San Agustín─, así como los Doctores escolásticos en común, no aprueban esta explicación, como ya hemos dicho en la disputa citada, sino que explican el pasaje de San Pablo como referido de manera genérica a todos los hombres, aunque la salvación estaría en la voluntad condicionada de Dios, si no estuviese en la potestad de los propios hombres o del primer padre. Es más, aunque Santo Tomás cite las explicaciones de San Agustín, sin embargo, se adhiere más bien a la explicación de Damasceno sobre la voluntad antecedente o condicionada de Dios. Por esta razón, habría que atribuir a San Agustín antes que a Santo Tomás lo segundo, que convierte en cruel ese parecer sobre la predestinación. Incluso, en algunas ocasiones, el propio San Agustín ha abrazado otra explicación del pasaje de San Pablo como referido, de manera genérica, a todos los hombres y a la voluntad condicionada de Dios. Pues en su Ad articulos falso sibi impositos (art. 2), él mismo ─o quienquiera que sea el autor de esta obra─ dice: «Hay que creer y confesar sincerísimamente que Dios quiere que todos los hombres se salven, porque el Apóstol, a quien pertenece este parecer, recomienda de manera muy solícita lo que en todas las iglesias se cuida con toda piedad, a saber, elevar súplicas a Dios por todos los hombres. De entre todos ellos, muchos perecerán por su propia culpa; pero la salvación de otros muchos se deberá al don de su salvador; pues la justicia de Dios no es la culpable de que el reo sea condenado; pero la justificación del reo se deberá a la gracia inefable de Dios». En De Spiritu et Littera (c. 33), San Agustín ofrece esta misma explicación.
Por el contrario, San Agustín ─o quienquiera que sea su autor─ en Ad articulos sibi falso impositos (art. 2) afirma que la predestinación se produce con presciencia del uso del libre arbitrio y teniendo en cuenta este uso; así aparece citado en Quaest. XXIII, c. 4 (Nabucodonosor): «Aquellos de quienes se dice: De nosotros han salido, pero no eran de los nuestros. Si de los nuestros hubieran sido, habrían permanecido con nosotros; salieron por su propia voluntad y cayeron por su propia voluntad. No fueron predestinados, porque hubo presciencia de su caída; pero si hubiesen tenido la intención de volver y vivir en santidad y virtud, habrían sido predestinados. Por esta razón, la predestinación de Dios es la causa de que muchos no caigan, pero a nadie hace caer».
24. Por todo ello, es evidente que la opinión sobre la predestinación en relación a lo segundo, como hemos dicho acerca de algunos que la sostienen y defienden, no debe atribuirse a San Agustín, ni a Santo Tomás, que sólo sigue los pasos de San Agustín y afirma con toda claridad que Dios quiere que, de manera genérica, todos los hombres se salven, siempre que la salvación no esté en la potestad de éstos.
Ahora bien, aunque estos dos Padres se inclinasen hacia este parecer, no obstante, sin perjuicio de la reverencia máxima que se les debe, no debería admitirse este parecer en relación a lo segundo. No me sorprende que, entendida de esta manera, muchos hayan juzgado esta opinión demasiado dura e indigna para con la bondad y clemencia divinas, sobre todo porque cualesquiera adultos serían reprobados ─de tal manera que no sólo se les excluiría de la vida eterna y se les expoliaría de los dones gratuitos, sino que también serían esclavizados a sufrir tormentos eternos y crudelísimos─, porque Dios no los habría predestinado desde la eternidad. En efecto, ¿qué equidad ─por no hablar de bondad o clemencia─ puede soportar que, sin tener en cuenta en absoluto el uso del libre arbitrio, Dios sólo haya elegido y predestinado desde la eternidad a algunos hombres en particular, dejando a los demás, que serían casi innumerables, sin elegir y sin predestinar, sabiendo que de inmediato serían futuros réprobos, principalmente o exclusivamente por la siguiente razón, a saber, para tener de este modo a quienes castigar y en quienes realzar su justicia castigadora? Asimismo, ¿qué equidad, bondad y clemencia pueden exigir que, sólo por la pura voluntad divina y sin tener en cuenta el uso del libre arbitrio, Dios decida que unos hombres en particular sean predestinados y otros reprobados? Ciertamente, esto parece propio de alguien duro, fiero y cruel antes que del príncipe clementísimo y autor de toda consolación, bondad y piedad; de este modo, en vez de realzarse, la justicia divina se oscurece; ya hemos explicado esto más detenidamente en nuestros comentarios a la cuestión 23, artículo 3, al hablar de la permisión de los pecados.
25. Además, este parecer es poco conforme a las Sagradas Escrituras. En efecto, si por su sola voluntad y para tener en quién manifestar su misericordia y su justicia castigadora, sin tener en cuenta en absoluto el uso del libre arbitrio de los hombres y de los ángeles o cualquier otra cosa que pudiera saberse de ellos, Dios ha decidido desde la eternidad que sólo alcancen la beatitud y sean predestinados aquellos que Él ha designado, así como excluir de ella a los demás, para que persistan en su reprobación, y ha querido crear a los hombres, a los ángeles y todo este universo con vistas a este fin, pregunto, ¿cómo puede ser verdad que Dios haya querido que todos los hombres se salven y que los haya creado a todos para que alcancen la felicidad sempiterna? Asimismo, ¿por qué razón, tal como leemos en Ezequiel, XVIII, 23, en verdad afirma bajo juramento que no es su voluntad la muerte del impío, sino que se convierta y viva? Así también, ¿por qué razón en las Sagradas Escrituras invita a todos los hombres de manera genérica y sin excepción a que hagan penitencia y alcancen la vida eterna? O bien, ¿con qué derecho se queja de que los no predestinados no vivan y desprecien su salvación? Ciertamente, si lo que impugnamos es verdad, estas invitaciones y reproches hechos por el propio Dios en persona y que aparecen en las Sagradas Escrituras, parecerán fingimientos y burlas con respecto a aquellos que no alcanzan la vida eterna antes que verdaderos significados del alma; sin embargo, esta afirmación no sólo sería indigna de la bondad y majestad divinas, sino también totalmente blasfema. Quienes se oponen nunca podrán explicar los lugares citados de las Sagradas Escrituras de manera conforme a su parecer, salvo que pretendan inferirles abiertamente la mayor de las violencias; pero el pasaje de San Pablo en Romanos, IX, 11-23, en el que se apoyan especialmente, debería explicarse ─sin inferir ninguna violencia a sus palabras─ de manera muy distinta de como pretenden, según demostraremos de manera más provechosa en la disputa 4. Finalmente, además de que este parecer proporciona a los hombres ocasión de desánimo ─por no decir de desesperación, de obrar con indolencia, de poner excusas y de no pensar en un Dios de bondad, como es necesario─ y, por esta razón, parece levantar menos los ánimos de los hombres hacia su creador, al que hay que amar y respetar, sin lugar a dudas, no veo de qué modo la libertad evidentísima de nuestro arbitrio que experimentamos y que con tanta claridad enseñan las Sagradas Escrituras, podría hacerse concordar con la predestinación divina así explicada. No me extraña que Cayetano, siguiendo ingenuamente este parecer, declare en sus comentarios a Romanos, IX, que no sabe conciliar la libertad de nuestro arbitrio con la predestinación divina así entendida, aunque afirme sostener con fe firme tanto la predestinación como la libertad de arbitrio.
Además, todo esto tendría mucha mayor fuerza, si se afirmase que la predestinación se produce a través de auxilios eficaces de por sí o a través de predefiniciones dirigidas a todos los actos no malvados por medio de un concurso divino y eficaz de por sí, como es evidente de por sí.