Concordia do Livre Arbítrio - Parte VII 10
Parte VII - Sobre a predestinação e a reprovação
Miembro VII: ¿Determina Dios el asentimiento o disentimiento de nuestra voluntad? Apéndice del miembro anterior
1. Aprovechando lo que hemos dicho en el miembro anterior, especialmente tras haber refutado las tres objeciones presentadas en él, debemos dirimir la presente cuestión en este momento. En ella no sólo nos referimos al consentimiento o disentimiento dirigidos a las acciones sobrenaturales, sino también a las naturales. Aunque ya anteriormente habríamos podido introducir esta cuestión en otros lugares, nos ha parecido apropiado diferirla hasta este momento, con objeto de que la podamos responder con mayor facilidad a partir de todo lo que hemos dicho hasta aquí. Pero para que el miembro anterior no resultase tedioso por excesivamente largo, hemos separado de él esta cuestión. Aunque reconozca que muchos juzgarán con razón que esta cuestión resulta superflua después de todo lo que hemos dicho sobre ella en numerosas ocasiones, sin embargo, como tras la primera edición de esta obra he sabido que algunos, contradiciendo nuestra doctrina, se jactan de presentar los siguientes argumentos como ineluctables, me ha parecido bien añadirla, sobre todo porque, aprovechando la ocasión que me brindan estos argumentos, podré añadir algo que arroje mayor luz sobre lo que hemos dicho hasta aquí.
Así pues, algunos argumentan en sentido afirmativo.
2. En primer lugar: Porque Dios convierte nuestras voluntades; por tanto, todavía en mayor medida determina su asentimiento o disentimiento. Demostración: Es más difícil convertir las voluntades que determinarlas, porque la conversión se produce al pasar de un extremo a otro, pero la determinación se produce a partir de una situación intermedia y de indiferencia.
3. En segundo lugar: Dios es causa de la determinación que se encuentra en la voluntad, porque sin Él no se hace nada; por tanto, determina la voluntad y su acto. No importa que alguien diga que esta consecuencia es falaz, del mismo modo que la siguiente tampoco se sigue: Dios realiza el acto de merecer, de comer, de hablar o de blasfemar; por tanto, merece, come o blasfema. En efecto, la razón no es la misma, porque estas cosas implican una pasión y una imperfección que repugnan a Dios; pero determinar la voluntad no implica nada que repugne a Dios, que determina las voluntades creadas, al menos las de los beatos.
4. En tercer lugar: Dios produce junto con la voluntad el efecto, influyendo sobre él al mismo tiempo que la voluntad; por tanto, ¿por qué no puede decirse también que con su influjo determina al mismo tiempo la propia voluntad, al menos con prioridad de naturaleza?
Demostración: No supone ningún perjuicio que Dios determine la voluntad junto con ella, del mismo modo que también junto con ella realiza la operación de la voluntad.
5. En cuarto lugar: O bien el influjo por el que la voluntad se determina y produce el efecto es distinto o bien es uno e idéntico. Si es distinto, del mismo modo que decimos que Dios produce el efecto al mismo tiempo por naturaleza que la voluntad, ¿por qué no decimos también que la determina al mismo tiempo que la voluntad se determina a sí misma? Si es uno e idéntico, al igual que decimos que, por medio de este influjo, Dios produce el efecto al mismo tiempo que la voluntad, ¿por qué no decimos también que determina a la voluntad junto con ella?
6. En quinto lugar: Del mismo modo que la voluntad, sin perjuicio de su libertad, se determina libremente a sí misma, así también, no es nada absurdo decir que Dios la determina libremente junto con ella misma.
7. Demostración: Lo que Dios puede hacer por medio de causas segundas, también lo puede hacer Él solo.
8. En sexto lugar: ¿Cómo puede suceder que el concurso universal divino a través del cual Dios concurre simultáneamente con la voluntad en un mismo efecto, sea causa de la determinación de la voluntad, cuando, más bien, parece que este concurso universal se determina por el concurso especial de la voluntad, porque es propio de lo especial determinar lo universal y no al contrario?
9. Demostración: El concurso universal es la propia volición en tanto que depende de la causa primera. Y la volición, según nuestra doctrina, es la propia determinación de la voluntad. Por esta razón, parece necesario sostener que este concurso es determinación de la voluntad y no causa de la determinación de la voluntad. De ahí que haya que establecer que hay otro influjo previo de Dios, que sería causa de la determinación de la voluntad y que determinaría a la voluntad junto con ella misma.
10. A favor de este parecer se cita a Santo Tomás (Contra gentes, lib. 3, cap. 90; Summa Theologica, I, q. 23, art. 1 ad primum), como si éste sostuviese que Dios Óptimo Máximo determina todos los actos positivos de la voluntad, incluidos los malvados.11. Además de lo que hemos dicho en la disputa anterior en respuesta a las tres objeciones presentadas en ella y en distintos lugares anteriormente, sólo vamos a recordar lo siguiente.En primer lugar: Que un acto sea libre no implica una nueva razón formal en el propio acto, sino que lo denominamos «libre» casi por denominación extrínseca, es decir, a partir de la libertad que posee la potencia que lo ha producido libremente. En efecto, que una potencia sea libre no implica otra cosa que la capacidad de realizar o no indiferentemente un acto aquí y ahora, o también la capacidad de realizar o no el acto contrario, en caso de que, con respecto a dicho acto, esta potencia no sólo posea libertad de contradicción, sino también de contrariedad. Así pues, aunque la voluntad de por sí y por su esencia sea una potencia dirigida a querer aquello en lo que brilla el bien y a despreciar y no querer aquello en lo que se percibe el mal ─del mismo modo que la visión es la potencia de ver y el entendimiento la potencia de entender─, sin embargo, la libertad de voluntad que hay en ella formalmente implica la posesión de potencia para querer o no querer de tal modo que en ella misma esté, cuando quiere algunos bienes, no quererlos ─refrenando o no realizando el acto─ o también rechazarlos o refrenar este acto, sin que la visión, el entendimiento o las demás potencias no libres puedan hacer algo así, porque, cuando realizan sus actos, en ellas no está no realizarlos, sino que, por el contrario, los realizan en ese momento por necesidad de naturaleza.
Por ello, la libertad de la voluntad radica en la potencia para querer o no querer, de tal manera que la voluntad no realiza estos actos por necesidad de naturaleza, sino que puede no realizarlos; cuando digo que no los realiza por necesidad de naturaleza y que, en consecuencia, puede no realizarlos, me refiero a una negación y condición que tienen su base en la naturaleza de la voluntad con respecto a casi todos sus objetos, en la medida en que se distingue de toda otra potencia no libre.
Por esta razón, es fácil entender que, del mismo modo que, cuando la voluntad puede querer y no quiere, porque no realiza el acto de volición que puede realizar, decimos que no quiere libremente y, por consiguiente, esta no-volición es libre y la denominamos así por la libertad de la voluntad, puesto que no quiere de tal modo que podría querer ─y, por ello, decimos que es pecado de pura omisión y verdaderamente libre─, así también, cuando la voluntad realiza el acto que puede no realizar, decimos que este acto es libre, pero no por alguna libertad que haya en él, sino por la libertad de la voluntad en virtud de la cual puede no realizarlo, cuando lo realiza.
Así pues, la libertad del acto realizado libremente no radica en el propio acto, sino en la voluntad que lo ha realizado libremente, es decir, en posesión de la facultad de refrenarlo o no realizarlo; por esta facultad, con denominación casi extrínseca, decimos que es libre, sin que en el propio acto haya otra razón formal por la que debamos denominarlo «libre». Además, que el acto se realice libremente, es condición sin la cual no habrá razón de virtud o vicio, ni de mérito o demérito, ni de cosa digna de alabanza o censura y premio o castigo.
Por todo lo dicho, también se puede entender que, aunque los actos sobrenaturales del libre arbitrio procedan de la voluntad y de la gracia previniente, en tanto que ésta puede considerarse gracia cooperante y coadyuvante con el arbitrio en la producción de estos actos, sin embargo, como esta gracia, en cuanto en ella está, actúa por necesidad de naturaleza y en ella no hay libertad alguna, estos actos serán sobrenaturales por proceder de esta gracia, pero no por esta razón serán libres; por el contrario, estos actos serán libres por proceder de la voluntad, que pudo no influir en ellos, pero no por esta razón serán sobrenaturales.
12. En segundo lugar: Como hemos dicho en parte en nuestros comentarios a la cuestión 14, artículo 13 (disputa 33), las potencias naturales y las libres difieren en que las naturales están determinadas de por sí y por su propia naturaleza a realizar sus operaciones, como el calor a calentar, el frío a enfriar, la visión a ver, &c., y, por esta razón, en caso de que también se dé todo lo demás que se requiere para actuar, no pueden refrenar sus acciones. Esta determinación procede de Dios, pero no de otro modo que a través de las propias naturalezas de estas potencias, que Dios ha elaborado determinándolas a actuar.
Sin embargo, aunque las potencias libres, como la voluntad angélica y la humana, sean potencias para querer y no querer, no obstante, no están determinadas por su propia naturaleza a realizar estas acciones, como si, una vez que los requisitos están presentes y ayudan a querer o no querer, las realizasen por necesidad de naturaleza y, en consecuencia, no pudiesen refrenarlas. Más bien, la libertad de estas potencias o el dominio de sus actos, así como que éstos puedan ser virtuosos o malvados, meritorios o demeritorios, laudables o vituperables y dignos de premio o de castigo, se deberá a que, una vez dadas la presencia y asistencia de todo lo que se requiere para actuar, pueden refrenar o no realizar ningún acto o bien, con respecto a uno y el mismo objeto, pueden elegir su volición antes que su nolición o, por el contrario, su nolición antes que su volición. Por esta razón, son ellas mismas las que, una vez dadas la presencia y asistencia de todo lo que se requiere para actuar, se determinan a realizar la acción y a elegir la volición antes que la nolición o viceversa; esto se debe a la propia naturaleza innata de la voluntad, que Dios ha creado libre y dueña de sus actos a imagen y semejanza de la propia voluntad divina.
13. Pero debemos señalar que aunque, cuando los dones de la gracia ayudan a nuestra voluntad a realizar actos sobrenaturales, la atraen e incitan al consenso o influjo necesarios por parte del libre arbitrio, sin embargo, no la aplican y determinan a este consenso, sino que ella misma, una vez incitada y ayudada de este modo, se aplica, consiente, coopera y se determina a sí misma por su libertad innata, pudiendo no sólo refrenar el consenso, sino también disentir, como define el Concilio de Trento. Sin embargo, puesto que, salvo que los dones de la gracia ayuden simultáneamente, este consenso y cooperación de la voluntad es una acción natural que difiere en especie de la que se produce con la cooperación simultánea de los dones de la gracia, por ello, puede decirse que, en virtud de su influjo y cooperación, los dones de la gracia determinan el consenso de la voluntad hacia otra especie de acción sobrenatural, pero sin aplicar, ni determinar a la voluntad a influir y consentir, sino cooperando e influyendo de manera inmediata con ella en una especie de acción sobrenatural distinta.
14. En tercer lugar: Como en esa misma disputa 33 hemos demostrado claramente, con el mismo influjo de Dios y del libre arbitrio por el que se produce un acto natural del libre arbitrio, este mismo acto también puede recibir, sin otro influjo, razón de virtud o de vicio y de mérito o de demérito, tanto si todas estas cosas son entes de razón, como si las razones de virtud y de vicio son reales formalmente y sólo se distinguen de estos mismos actos por género de naturaleza.
15. En cuarto lugar: Nosotros no negamos que Dios posea potencia para aplicar y obligar a nuestra voluntad a realizar el acto que Él mismo desea que ésta realice, como ya hemos explicado en nuestros Commentaria in primam secundae S. Thomae (q. 6) y como ya hemos afirmado al final de la disputa 21; además, en estos lugares y en otros, añadimos, en primer lugar, que entraña contradicción que Dios haga uso de esta potencia con objeto de inclinar a nuestro arbitrio a pecar, porque esto es contrario a su bondad infinita, y, en segundo lugar, que, por lo general, Dios no obliga a la voluntad humana, sino que, por medio de sus dones y auxilios, la incita, inclina y atrae suavemente, de tal modo que, salvaguardando totalmente su derecho de libertad, quiera y realice aquello que Él desea que quiera y realice; así leemos en Proverbios, XXI, 1: «… el corazón del rey en manos de Dios, que Él dirige a donde le place».
16. Respuesta al primer argumento: Admitido el antecedente ─a saber, Dios convierte nuestras voluntades─, tendremos que negar la consecuencia, en caso de que entendamos que Dios hace esto por medio de sus dones de gracia previniente y excitante y por medio de otros auxilios, atrayéndolas e incitándolas a la conversión y, una vez que éstas le han ofrecido su consenso ─después de que Dios las ha prevenido e incitado de la manera mencionada─, influyendo simultáneamente por medio de estos mismos dones de gracia junto con nuestras voluntades de manera inmediata en los actos de conversión, como ya hemos explicado a lo largo de toda esta obra. Pues esto no implica que, por medio de los dones de la gracia, Dios determine nuestras voluntades al consenso, como hemos explicado varias veces, sino tan sólo que incita y atrae. De este antecedente explicado en sentido verdadero, como hemos hecho nosotros, mucho menos se sigue que Dios determine nuestras voluntades hacia el consenso o el disenso en relación a actos puramente naturales. Asimismo, de este antecedente tampoco se sigue de ningún modo que determine a nuestras voluntades a realizar actos pecaminosos en la medida del influjo de nuestro arbitrio, que es el único responsable de que estos actos sean contrarios a la ley de Dios y fundamento de la razón o la infamia del pecado; sin duda, afirmar tal cosa es error manifiesto en materia de fe y resulta blasfemo para con Dios Óptimo Máximo, como es evidente a todas luces por lo que hemos dicho en nuestros comentarios a la cuestión 14, artículo 13 (desde la disputa 31 a la 53) y a la cuestión 19, artículo 6 (disputa 3).
En cuanto a la demostración de la consecuencia, debemos señalar que, por lo general, la conversión no se debe a una adhesión en acto de la voluntad a través de algún acto positivo persistente y por el que la voluntad se adhiera al objeto contrario por consenso o disenso, sino que se debe a la culpa contraída por un acto pretérito que ya ha cesado y, en algunas ocasiones, a la culpa contraída sólo por la omisión mortalmente culpable de un acto. Aunque la conversión se debiese a la culpa por un acto que persistiría hasta el instante de la conversión excluído éste ─como seguramente sucedió en el caso de San Pablo, que seguía un camino pecaminoso hasta que súbitamente le rodeó una luz del cielo, aunque aquí parece haber mediado cierto espacio de tiempo desde ese instante hasta el momento de su conversión, pues en ese espacio de tiempo oyó una voz proveniente del cielo, a la que respondió: ¿Quién eres, Señor?─, como estamos diciendo, aunque se debiese a la culpa por un acto que persistiría hasta el instante de la conversión excluído éste, sin embargo, esta conversión sólo se produciría por los dones y auxilios que, de manera más o menos potente, invitan y atraen a la voluntad hacia el consenso, aunque ésta siempre tendría libertad para aplicar o refrenar el consenso y, por consiguiente, para determinarse o no a ofrecer su consenso, como ya hemos dicho a propósito de la conversión de San Pablo en la disputa 53 citada.
Por ello, a la demostración de la consecuencia debemos responder que, aunque la conversión de la voluntad es más difícil que la determinación de ésta hacia otros actos comunes, sin embargo, la determinación de la voluntad que se produce en ambos casos procede de la propia voluntad ─cuando en virtud de su libertad se aplica y determina libremente hacia el consenso o el disenso, como ya hemos dicho─ y no de una determinación de Dios en virtud de su omnipotencia, aunque tal cosa esté en la potestad divina, porque entonces el acto no sería libre, sino necesario por parte de nuestra voluntad y, por consiguiente, no conllevaría razón de virtud o vicio, ni de mérito o demérito, y tampoco sería un acto humano. Pero el argumento supone que la conversión se produce en virtud de la aplicación y determinación de la voluntad por parte de Dios, para que ésta otorgue su consenso a la gracia que la incita y le llama, siendo esto falso.
17. Respuesta al segundo argumento: Si el antecedente se refiere también a la determinación de la voluntad hacia el acto pecaminoso, no sólo es falso, sino que además es erróneo en materia de fe, como es evidente por las disputas que hemos citado en el punto anterior. Ahora bien, con respecto a la demostración ─a saber, sin Él no se hace nada─, debemos decir que esto es cierto referido a cualquier acción y entidad real o a cualquier razón formal real de una acción o entidad real; sin embargo, la determinación de la voluntad hacia el acto pecaminoso es el propio acto o acción pecaminosa que simultáneamente procede de Dios ─influyendo sobre ella con su concurso general─ y del arbitrio o voluntad humana ─influyendo con su concurso particular─, como dos partes de una sola causa íntegra de esta acción, como ya hemos explicado varias veces; no obstante, la determinación de la voluntad es esta acción, pero no en términos absolutos, sino considerada de manera precisa en tanto que procedente de la voluntad humana; en efecto, de este modo puede considerarse un influjo, cooperación o consenso de la voluntad humana sobre esta acción o acto pecaminoso y, puesto que este influjo y consenso procede de la voluntad de tal modo que en su potestad estaría refrenarlo o, más aún, elegir el disenso contrario, decimos que es una determinación libre de la voluntad hacia esta acción pecaminosa; ahora bien, si consideramos esta acción de manera precisa en tanto que procedente de Dios, decimos que es un influjo general y una cooperación de Dios como causa universal de esta acción. Por tanto, puesto que, en esta acción, el influjo general de Dios sobre ella y el influjo particular del libre arbitrio no se distinguen formalmente, sino tan sólo cuando se considera la relación de la acción con los principios diversos de los que procede por parcialidad causal y de distinto modo, como ya hemos explicado en distintas ocasiones, de aquí se sigue que, como la voluntad humana se determina a sí misma a influir y cooperar de manera particular en esta acción, no habría una acción o razón formal de la acción procedente de la voluntad humana y no simultáneamente de Dios. Añádase también que la determinación de la voluntad humana no se produce sin Dios, pero no porque su existencia dependa de un influjo de Dios sobre la voluntad por el que la aplicaría y determinaría al consenso, sino porque depende de un influjo universal de Dios ─junto con la voluntad─ sobre esta misma acción, como ya hemos explicado en nuestros comentarios a la cuestión 14, artículo 13 (disputa 26).
Si este antecedente no se refiere a una determinación de la voluntad hacia el acto pecaminoso, sino tan sólo hacia las demás acciones, también habrá que responder lo mismo tanto al antecedente, como a su demostración, y en ambos casos por la misma razón, aunque esta determinación podría atribuirse en cierto modo al creador de la naturaleza, en la medida en que dicha determinación procede de la facultad de determinarse libremente que el propio creador de la naturaleza ha conferido al arbitrio ─porque no es un abuso del libre arbitrio, como sucede en el caso de la determinación hacia el acto pecaminoso─ y en la medida en que el propio creador de la naturaleza frecuentemente ayuda e incita al arbitrio a determinarse de este modo por medio de sus dones particulares y sus auxilios; sin embargo, en términos absolutos, esta determinación debe atribuirse al propio arbitrio, como hemos dicho.
Con respecto a lo último que se añade en este argumento, debemos decir que, aunque a Dios no repugne determinar a las voluntades creadas hacia el bien y en el cielo las determine u obligue a través de la visión beatífica a amarlo, sin embargo, cuando el objeto no es el bien infinito visto con toda claridad, no las determina, sino que las deja libres para que se determinen a sí mismas en sus actos, como pide y exige la naturaleza y libertad de las mismas.
18. Respuesta al tercer argumento: Admitiendo el antecedente y entendiendo bajo el nombre de «efecto» tanto la acción de la voluntad, como su término, debemos decir que el consecuente no es verdadero, porque una determinación extrínseca de la voluntad hacia su acto o hacia la cooperación o el consenso, eliminaría la libertad de la voluntad en relación a estos actos.
19. En cuanto a la demostración, debemos negar su antecedente, porque realizar junto con la voluntad la operación de ésta como una causa parcial que, sin la voluntad, no bastaría para realizarla, no elimina la libertad de la voluntad en relación a esta operación; sin embargo, determinar a la voluntad a que otorgue su consentimiento supone eliminar la libertad de la voluntad.
Si se dice que, dándose esta cooperación de Dios simultáneamente con la voluntad en su determinación, la voluntad todavía posee libertad para determinarse o no, porque esta cooperación de Dios no es causa íntegra de la determinación de la voluntad, sino tan sólo una parte, habrá que decir que si, dándose esta cooperación de Dios ─con prioridad de naturaleza─ en la determinación de la voluntad hacia el consenso, la voluntad todavía puede no determinarse y no consentir, entonces esta acción o cooperación no la determinan, sino que aún falta que la voluntad se determine o no y que consienta o no; por tanto, esta acción y esta cooperación de Dios no implican una determinación de la voluntad. Además, resulta innecesaria una determinación más allá del concurso general de Dios ─que es inmediato junto con la voluntad en su acción─ y más allá del influjo de la gracia previniente y cooperante con la voluntad en sus acciones sobrenaturales, sobre todo porque es la voluntad la que se determina a sí misma. Igualmente, la determinación de la voluntad no es una acción de la voluntad en toda su consideración, sino que es la propia acción en tanto que considerada influjo tan sólo de la voluntad y a la que llamamos «determinación de la voluntad», en la medida en que la voluntad influye, coopera y consiente de tal manera que en su potestad está no influir, ni cooperar, ni consentir de este modo. Por tanto, no hay que hablar de otra cosa que de cooperación de Dios en la determinación de la voluntad junto con ella misma.
20. Si en el cuarto argumento se está hablando del influjo por el que la voluntad se determina y por el que produce el efecto y si se pregunta si este influjo es uno e idéntico o distinto, debemos decir que es uno e idéntico y lo denominamos «determinación de la voluntad», en la medida en que en la facultad de la voluntad está no realizarlo, sino refrenarlo, o elegir el influjo contrario, como ya hemos dicho. Cuando se argumenta lo siguiente: «Al igual que decimos que, por medio de este influjo, Dios produce el efecto al mismo tiempo que la voluntad, ¿por qué no decimos también que determina a la voluntad junto con ella?»; debemos negar que, a través de este influjo, Dios produzca el efecto junto con la voluntad, porque, en términos de naturaleza, el influjo de Dios sobre la acción y sobre su término difiere del influjo de la voluntad, como ya hemos dicho varias veces. Además, el influjo de Dios sobre la acción es inmediato sobre la propia acción y no sobre la voluntad e influye sobre ella porque hacia ella se mueve la voluntad; pero si el influjo de Dios hubiese de aplicarse para determinar la voluntad, debería ser inmediato sobre la voluntad, para que ésta se moviese y se aplicase a consentir o a determinarse a ofrecer su consenso.
Pero si en este argumento se está hablando del influjo de la voluntad para hacer las dos cosas y también del influjo de Dios y se pregunta si el influjo de Dios y el de la voluntad son uno y el mismo o distintos, debemos decir que son distintos, aunque Dios posee un influjo sobre la acción de la voluntad; ahora bien, con este influjo no determina a la voluntad hacia el consenso o la cooperación.
Cuando se hace la siguiente pregunta: «Del mismo modo que decimos que Dios produce el efecto al mismo tiempo por naturaleza que la voluntad, ¿por qué no decimos también que la determina al mismo tiempo que la voluntad se determina a sí misma?»; debe responderse así: Porque, como ya hemos respondido al tercer argumento y a su demostración, lo primero no implica ningún absurdo, ni elimina la libertad de la voluntad para esa acción, y lo segundo, sin embargo, la eliminaría, como ya hemos explicado en el lugar mencionado.
21. Repuesta al quinto argumento: Ya hemos dicho que la primera parte de su antecedente no implica ningún absurdo, pero la segunda suprime la libertad de la voluntad.
22. En cuanto a la demostración, debemos decir que nosotros no negamos que Dios pueda por sí mismo determinar la voluntad, del mismo modo que ella se determina a sí misma; pero negamos que, por ley ordinaria, actúe así con respecto a los objetos en relación a los cuales la voluntad es libre, porque, al determinarla, suprimiría su libertad y no la dejaría a merced de su propia naturaleza.
23. El sexto argumento parece dar por supuesto que nosotros afirmamos que, por medio de su concurso universal, Dios determina a la voluntad hacia su acto; pero quien argumenta parece pretender que esto debe suceder por medio de otro concurso e influjo de Dios. Pero nosotros no decimos que el concurso universal de Dios determine a la voluntad hacia el consenso, sino que, por el contrario, el influjo particular del libre arbitrio determina el concurso universal de Dios hacia la especie del acto de la voluntad, en la medida en que la voluntad influya hacia la volición antes que hacia la nolición ─o viceversa─ o bien influya hacia la volición de un objeto antes que otro. Además, negamos que cualquier otro influjo de Dios determine a la voluntad hacia su libre consenso.
24. En cuanto a la demostración, admitida la mayor, si aquélla se entiende en el sentido de que el concurso general de Dios para la volición sería la propia acción de la voluntad, pero considerada de manera precisa en tanto que procedente de Dios ─que influiría de la manera mencionada─, entonces a la premisa menor tendremos que responder que la volición, según nuestro parecer, sería la propia determinación de la voluntad hacia esa misma acción, pero considerada la acción de la volición de manera precisa en relación a la voluntad y como un influjo de ésta sobre dicha acción; así, en términos de razón, esta acción se distinguiría de sí misma considerada del primer modo y se podría contemplar como un influjo distinto en relación a las distintas partes de una sola causa íntegra de esta acción, como ya hemos explicado varias veces; por ello, debemos negar la consecuencia por la que se infiere que de nuestro parecer se sigue que el concurso general de Dios sería la determinación de la voluntad. Pues se está cometiendo falacia de accidente, en la medida en que del hecho de que el concurso general de Dios y el influjo particular de la voluntad sobre una misma acción de volición se unan en una sola realidad ─más aún, en una sola razón formal de la acción─ se infiere que un influjo es otro; pues decimos que estos influjos son distintos ─como realmente son─, en tanto que la misma razón formal de la acción puede considerarse de distintas maneras en relación a las distintas partes de la causa íntegra de la que procede, como ya hemos explicado varias veces. Por ello, del hecho de que, en términos de realidad y de razón formal, se unan en una misma acción, no se sigue que sean entre sí un influjo idéntico, porque en términos de razón son influjos distintos, pero no lo son en términos de razón de realidad, del mismo modo que los atributos divinos en términos de razón de realidad ─más aún, en términos de razón de una razón formal real─ son idénticos, aunque en términos de razón de los atributos son distintos y se comete falacia de accidente si del hecho de que un atributo sea idéntico a otro en términos de realidad y de razón formal real, se infiere que un atributo es otro atributo. Así pues, según nuestro parecer, es falso que el concurso general con el que Dios concurre en el acto de la voluntad sea la determinación de la voluntad y es verdad que no es causa de la determinación de la voluntad, aunque el argumento del que se infiere sea falaz. Más adelante se colige que debe haber otro influjo divino previo por el que Dios determine la voluntad; pero debemos negar esta consecuencia, porque, como ya hemos explicado, Dios no determina a la voluntad con su concurso general, ni con ningún otro, sino que la deja libre, para que, una vez dadas la presencia y asistencia de todo lo que se requiere para obrar, se determine a sí misma.
25. Con respecto a las citas que se ofrecen de Santo Tomás, debemos decir que éste no afirma nada semejante en los lugares citados, sino que, disputando sobre si Dios predestina a los hombres y presentando como opuesto a ello a Damasceno (De fide orthodoxa, lib. 2) ─según el cual, Dios no predetermina aquello que depende de nuestro arbitrio, sino que los méritos y deméritos están en nosotros, en tanto que somos dueños de nuestros actos por nuestro libre arbitrio─, Santo Tomás responde que Damasceno no niega la predestinación a través de los medios sobrenaturales que Dios preordena ─por medio de los cuales, tal como prevé, aquel a quien predestine, alcanzará la vida eterna en virtud de su libertad─, sino que niega las predeterminaciones que infieren la necesidad de querer y esperar una cosa u otra en particular, del mismo modo que Dios ha predeterminado las causas naturales sin excepción. Es evidente a todas luces que aquí Santo Tomás piensa lo mismo que nosotros, a saber, hay que rechazar las predefiniciones, tal como las presentan aquellos contra quienes disputamos en esta obra, es decir, unas predefiniciones por determinación y aplicación de nuestra voluntad por parte de Dios, para que ésta quiera o rechace lo que Él mismo desea que quiera o rechace, siendo evidente que esto suprime la libertad de nuestra voluntad e infiere una necesidad a nuestro modo de obrar. Pero Santo Tomás admite las predefiniciones en el sentido en que nosotros las presentamos en nuestros comentarios a la cuestión 14, artículo 13 (disputa 53, miembro 2) y no pretende sostener otra cosa en los lugares mencionados.