Concordia do Livre Arbítrio - Parte VII 4
Parte VII - Sobre a predestinação e a reprovação
Artículo III: ¿Qué es la reprobación?
1. La reprobación se opone a la aprobación, pero no de cualquier modo, sino como el rechazo de algo no conveniente o su exclusión de aquello con respecto a lo cual, cuando algo se aprueba, se admite casi como digno.
Además, la aprobación corresponde al entendimiento; pues es el juicio de la mente por el que se juzga que algo es verdadero, bueno, digno y apto o ajustado a alguna cosa. Pero como cuando ofrecemos nuestro asentimiento a alguna cosa, la admitimos, aceptamos y aprobamos como verdadera, por ello, San Agustín (Contra academicos, lib. 1, cap. 4; Enchiridion, cap. 17) define que es erróneo aprobar algo falso como verdadero.
Aunque la aprobación a veces consiste tan sólo en el juicio de la mente, sin embargo, con frecuencia también incluye el acto de la voluntad por el que alguna cosa se elige y acepta con vistas a aquello en relación a lo cual el juicio de la mente la aprueba; esto sucede especialmente cuando la aprobación se produce en relación a un fin que no sólo puede considerarse fin, sino también un premio que debe otorgarse por la cualidad de los méritos.
2. Pero como aquí sólo vamos a hablar de la aprobación y reprobación de las criaturas dotadas de inteligencia en relación a la beatitud, al fin y al premio que les ha sido propuesto, de tal manera que, en función de la cualidad de sus méritos o deméritos, este premio se les confiera como dignas de él o se les deniegue como indignas de él y, en consecuencia, con justa sentencia se las condene a suplicios eternos, por ello, podemos definir las dos cosas de la siguiente manera. La aprobación es el juicio eterno por el que Dios juzga a la criatura racional digna de la felicidad sempiterna y tiene el propósito absoluto de remunerarla por esta razón. La reprobación, por el contrario, es el juicio eterno por el que Dios juzga a la criatura racional indigna de la vida eterna y merecedora de recibir castigo eterno y tiene el propósito de excluirla a perpetuidad del reino celeste o de castigarla simultáneamente con torturas eternas o con el fuego, en conformidad a sus pecados.
3. Por ello, es fácil entender que la reprobación no se opone directamente a la predestinación, sino a la aprobación, que, según nuestro modo de entender, en Dios resulta posterior a la predestinación. En efecto, no sucede que aquel a quien se predestina sea con anterioridad y por naturaleza digno de la vida eterna y, por ello, se le predestine, sino que, a través de la predestinación, Dios decide conferirle los medios por los que se hará digno de la vida eterna. Por esta razón, con anterioridad a su predestinación, sólo puede preverse que será digno de la vida eterna dada la hipótesis de que Dios quiera predestinarlo; y por el hecho de que lo predestina o decide conferirle los medios por los que alcanzará la vida eterna, Dios prevé, de manera absoluta y sin ninguna hipótesis, que este hombre se hará digno de la vida eterna y como tal le da para ella su aprobación.
4. Por tanto, Dios medita dos elecciones. De la primera habla San Pablo en Efesios, I, 4: «… por cuanto que en Él nos eligió antes de la constitución del mundo para que fuésemos santos e inmaculados ante Él en caridad»; esto sólo significa que, por los méritos de Cristo, ha querido conferirnos los medios para que seamos santos e inmaculados ante Él en caridad y así se nos reconozca al final de nuestros días; esto sólo significa que nos ha predestinado en Cristo. De ahí que, a continuación, San Pablo añada: «… y nos predestinó a la adopción de hijos suyos por Jesucristo, conforme al beneplácito de su voluntad, para la alabanza del esplendor de su gracia, que nos otorgó gratuitamente en su hijo amado… en Él, en quien hemos sido declarados herederos, predestinados según el propósito de aquel que hace todas las cosas conforme al consejo de su voluntad».
Dios medita una segunda elección, por la que nos acepta como dignos de la vida eterna, tras habernos convertido en tales gracias a su misericordia y sus dones, y decide otorgárnosla como dignos de ella. Por tanto, la razón de su aprobación se encuentra en el juicio por el que nos juzga como tales y en la aceptación y propósito de conferirnos la vida eterna como dignos de ella; esto es lo que expresa la sentencia de Cristo sobre el día del juicio: «Venid, benditos de mi Padre, tomad posesión del reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve hambre y me disteis de comer…». Cuando nuestro propio Señor Jesucristo alude a la razón por la que Dios desea y otorga el reino celeste a los predestinados antes que a los réprobos, menciona las obras que los justos realizan por la gracia divina y a las que los réprobos se niegan.
5. Por tanto, debemos rechazar el parecer de Durando (In 1, dist. 40, q. 2), que coincide con nosotros en que la reprobación se opone a la aprobación, pero considera que la aprobación es una elección y, no obstante, afirma que, por medio de su elección ─a la que se opone la reprobación─, Dios elige a los predestinados para la vida eterna con anterioridad a su predestinación. Pues piensa que primero Dios elige para la beatitud y a quienes elige les otorga con voluntad absoluta la beatitud y después se preocupa por los medios a través de los cuales los predestinará al fin propuesto. Este parecer, no sólo en tanto que establece que la elección para la vida eterna antecede a la predestinación, sino también en tanto que establece que a esta elección se le opone directamente la reprobación, ha sido defendido también por otros, como pronto diremos. Sin embargo, esta elección no debe admitirse, como explicaremos en nuestros comentarios al artículo 5; y si debiese admitirse, la reprobación no se le opondría directamente, como ya hemos dicho y explicaremos más claramente.
6. Sin embargo, alguien preguntará lo siguiente: Si la reprobación no se opone directamente a la predestinación, entonces ¿qué se le opone?
Hay que responder que, en sentido contradictorio, se le opone la no predestinación o el no ser predestinado; no es necesario atribuir a Dios un acto que se le oponga como contradictorio, porque no sucede que, así como Dios es causa de nuestra salvación por su predestinación, también sea causa de nuestra perdición y muerte por medio de algún acto suyo o por alguna otra razón, sino que nosotros somos la única causa de nuestra perdición por caer en pecado, como leemos en Oseas, XIII, 9: «En ti, Israel, está tu perdición y sólo en mí tu salvación». Por tanto, como a través de la predestinación Dios ha querido para nosotros y nos ha conferido los medios que nos harán alcanzar la vida eterna y como los pecados a causa de los cuales ─como más adelante veremos─ se nos reprueba, no proceden de Él, sino de nosotros, por ello, necesariamente, ni la reprobación, ni ningún otro acto divino, se oponen a la predestinación como contradictorios con ella.
7. Además, los efectos de la reprobación son, en primer lugar, la exclusión en acto del reino celeste, que se produce en un momento del tiempo. Este efecto es común a todos los réprobos, aunque abandonen esta vida sólo con el pecado original. En segundo lugar, sería efecto de la reprobación la condena a suplicios o al fuego eterno, a cuya esclavitud se entregan al momento quienes abandonan esta vida siendo culpables en acto. Pero los pecados por los que alguien es reprobado, no son efectos de la reprobación, porque la reprobación procede de Dios; es más, es el propio Dios; y los pecados no son de ningún modo efectos de Dios; en consecuencia, tampoco son efectos de la reprobación, sino tan sólo efectos del pecador que es reprobado.
8. Aunque los pecados por los que alguien es reprobado, no sean efectos de la reprobación, ni de Dios, sin embargo, hay dos cosas necesarias para que, por ellas, alguien sea reprobado. La primera es que los pecados finalmente se cometan. Para que esto suceda, es necesario que Dios permita que estos pecados se cometan, ya sea por medio de aquel que es reprobado a causa de ellos, ya sea al menos por el primer padre, si se le reprueba a causa del pecado original que se contrae a partir de Adán. Pero como la permisión del pecado ─según hemos explicado en nuestros comentarios a la cuestión 19, artículo 12─ exige como prerrequisito que el pecador vaya a pecar en virtud de su libertad y de su maldad, salvo que algo se lo impida, y que Dios lo prevea, y como, además, esta permisión también depende de que, pudiendo Dios impedir el pecado en virtud de su omnipotencia, sin embargo, no lo impida, por ello, aunque la permisión divina no sea la causa de los pecados por los que alguien es reprobado, no obstante, es una condición sin la cual, del mismo modo que sus pecados no se cometerían, tampoco sería reprobado.
9. La segunda de las cosas necesarias para que, a causa del pecado, alguien sea reprobado, es que durante el resto de su vida éste no se aparte de él, sino que termine su vida en pecado. Pero como Dios podría multiplicar sus auxilios especiales de tal manera que, por muy duro y cegado que estuviese el pecador, lo ablandase, iluminase y le hiciese recuperar la cordura, por ello, de la misma manera que, para que se cometan pecados por los que ─como condición necesaria─ alguien sea reprobado, se requiere que Dios los permita, así también, para que el pecador termine en pecado su vida, es imprescindible, como condición necesaria, que al mismo tiempo que Dios no deniega los auxilios con los que el pecador, si quisiera, podría apartarse del pecado, no los aumente y multiplique de tal modo que llegasen a un punto en el que, tal como Dios prevé, el pecador se ablandaría, se iluminaría y se convertiría.
Por otra parte, esta denegación de unos auxilios mayores con los que, si se confiriesen, el pecador se convertiría, recibe el nombre de «endurecimiento» del pecador y «enceguecimiento» en los pecados cometidos, pero no en el sentido de que, por esta vía, el pecador reciba dureza y ceguera, sino porque su dureza y ceguera propias no desaparecen de él en virtud de auxilios mayores, como ya hemos dicho en nuestros comentarios a la cuestión 14, artículo 13 (disputa 10) y como más ampliamente explicaremos en nuestros comentarios al artículo 5 siguiente.
10. Por tanto, puesto que son necesarias estas dos cosas para que el pecador sea reprobado y condenado por sus pecados, se nos presentan las siguientes dudas: ¿Deben estas dos cosas incluirse entre los efectos de la reprobación? ¿Se encuentra la razón de la reprobación en el acto de la voluntad divina por el que, desde la eternidad, Dios ha decidido permitir los pecados a causa de los cuales el pecador debe ser condenado? Santo Tomás en este pasaje, Driedo (De concordia liberi arbitrii et praedestinationis, cap. 1) y algunos otros afirman que la reprobación incluye la voluntad de permitir que el pecador caiga en pecado y al mismo tiempo la voluntad de infligir por ello el castigo de la condena eterna, del mismo modo que, según dicen, la predestinación incluye la voluntad de conferir tanto los medios, como el propio fin de la vida eterna. Por esta razón, sostienen que la permisión del pecado y el endurecimiento del pecador son efectos de la reprobación no menores que la imposición del castigo de la pérdida de la visión beatífica o también del castigo del fuego.
11. Sin embargo, creo que, hablando propiamente, la voluntad de permitir los pecados por los que el réprobo resulta condenado, no debe denominarse «reprobación», ni se incluye en la reprobación.
Pues la reprobación se opone a la aprobación y supone, por parte del juicio de la mente y el acto de la voluntad, un rechazo firme que excluye al indigno del fin y de la recompensa propuesta, como ya hemos explicado. Pero del mismo modo que, por parte de quien estaba en gracia, ninguna indignidad antecede a la permisión del primer pecado por la que se le permite pecar y, por esta razón, este pecado no puede considerarse un castigo, tampoco la voluntad eterna de permitirlo se debe a alguna indignidad por parte del pecador y, por ello, propiamente no puede considerarse una reprobación o exclusión del fin de la vida eterna. Además, llamar «reprobación» a la voluntad de permitir los pecados por los que el réprobo es condenado, no sólo suena como algo duro y ajeno a la razón, sino que tampoco concuerda con el uso que las Sagradas Escrituras hacen de este término. En efecto, siempre recurren a él para denotar el rechazo y la recusación de una cosa que sería indigna de por sí para ser aceptada y admitida. Así, leemos en Hebreos, VI, 7-8: «Porque la tierra, que a menudo absorbe la lluvia caída sobre ella y produce plantas útiles para el que la cultiva, recibirá las bendiciones de Dios; pero la que produce espinas y abrojos es reprobada y está próxima a ser maldita»; lo mismo leemos en I Corintios, IX; aquí después de decir: «Y quien se prepara para la lucha, de todo se abstiene, y eso para alcanzar una corona corruptible; pero nosotros para alcanzar una incorruptible»; San Pablo añade: «Y yo no corro a la aventura; así lucho, pero no como quien azota el aire, sino que castigo mi cuerpo y lo esclavizo, no sea que, habiendo sido heraldo para otros, yo mismo resulte reprobado»; es decir, merecedor de que, por mis pecados, se me excluya y aparte de la corona propuesta. Por tanto, hablando propiamente, la voluntad eterna de Dios de permitir los pecados por los que el pecador debe ser reprobado, no puede denominarse «reprobación», ni tampoco como si fuera una parte de ella; seguramente Santo Tomás no quiso decir otra cosa. Lo mismo debe decirse de la voluntad eterna por la que Dios decide endurecer al réprobo hasta el final de sus días.
12. Con razón puede dudarse de que la permisión del pecado deba considerarse efecto de la reprobación. Ciertamente, parece que esto puede admitirse en cierto modo. Porque, como una parte de la totalidad del fin por el que Dios ha querido la permisión, se produce para que haya justa condenación y reprobación de los impíos y, por esta razón, en ellos brille para siempre la justicia divina del mismo modo que en los predestinados resplandece su misericordia, por ello, la permisión del pecado del réprobo es ─como causa final─ efecto de la condenación y de la reprobación.
13. Sin embargo, debemos señalar que el esplendor de la justicia divina en los condenados no sólo no es todo el fin en su integridad por el que Dios ha decidido permitir los pecados, sino que por ninguna razón parece que deba admitirse que es la parte principal o una parte tan grande de todo el fin que ella sola haya bastado para que Dios haya querido permitir los pecados. Pues no debemos permitir que, sobre la fuente de toda bondad, piedad y clemencia, los corazones de los fieles sospechen que la única o la principal razón por la que Dios quiere permitir los pecados, es que, con tan gran perjuicio y daño por parte de las criaturas, tenga algo que castigar y algo en lo que resplandezca su justicia. Pues aunque Dios, como Señor de todas las cosas, podría haber hecho esto sin cometer injusticia con nadie, sin embargo, esto no parece de ningún modo conforme a su bondad; tampoco enseña esto la luz natural que, como una participación de la luz increada del rostro divino, está impresa en nosotros, sino que, antes bien, lo rechaza como algo que ofrece un rasgo de crueldad y que de ninguna manera se corresponde con la bondad divina. Ciertamente, no podemos atribuir a Dios de ningún modo algo que todo varón probo y sabio censuraría con razón en cualquier otro gobernante de un Estado, aunque éste estuviese en posesión de la mayor potestad sobre todas las cosas. ¿Quien no censuraría a un gobernante, si éste dispusiese en el Estado las cosas de tal modo y permitiese delitos que podría impedir, sobre todo para tener así algo que castigar con justicia y para hacer estimar su justicia castigadora? Sin lugar a dudas, nadie dejaría de censurar algo así. Por tanto, aunque San Pablo (Romanos, IX, 22-23) incluya el esplendor de la justicia divina entre los fines por los que Dios ha querido permitir los pecados y reprobar a los impíos a los que de hecho ha reprobado, sin embargo, este fin no se considera el único, ni el principal, ni suficiente para el Padre bondadoso.
14. Así pues, hay muchos otros fines ─que además son los más importantes─, por los que Dios permite los pecados. Uno de ellos es el siguiente: Permitir que las criaturas dotadas de libertad actúen de manera conforme a su propia naturaleza y conducirlas al fin último de manera más honrosa a través de sus propios méritos; además, a esto se le une lo siguiente: conceder libertad a las criaturas y permitir que algunas de ellas, pecando por su propia voluntad y libertad, se aparten de este fin. Este es el fin por el que, según enseña Santo Tomás en este pasaje, Dios ha permitido los pecados y, queriendo permitirlos y, como era justo, castigarlos, ha reprobado a aquellos que acaban sus días en ellos.
Otro fin consistiría ─en razón de los pecados─ en la encarnación de Cristo, la redención del género humano, las batallas y las victorias de los justos y, sobre todo, las coronas de los mártires, para que en todo ello y con tanto beneficio para el género humano, brillen sobremanera la bondad, piedad, misericordia, generosidad, clemencia, poder, sabiduría y justicia divinas, así como un amor grandísimo para con el género humano. En nuestros comentarios a la cuestión anterior, artículo 1, ya hemos explicado estos fines principales, junto con otros de los que constituyen, junto con el esplendor de la justicia divina, un solo fin íntegro de la permisión de los pecados.
15. Por tanto, puesto que el esplendor de la justicia divina que brilla en los condenados no es la causa final íntegra de la permisión de los pecados, ni basta para que, por ella sola, Dios permita los pecados, y puesto que, como hemos dicho ─siguiendo a Damasceno─ en nuestros comentarios a la cuestión 19, artículo 6, la condenación no es un efecto de la voluntad antecedente de Dios por la que Él ha decidido crear para la beatitud a todas las criaturas dotadas de inteligencia y ha querido proveerlas de medios suficientes para que, si así lo quieren, la alcancen, sino que es un efecto de la voluntad consecuente por la que, previendo que algunas se apartarán de este fin por su propia culpa y por su propia libertad y previendo también la maldad de éstas, ha decidido castigar con suplicios sempiternos a aquellas que acabarán sus días en pecado ─por esta razón, en nuestros comentarios al artículo 1 anterior, hemos dicho que la condenación no atañe al orden principal de la providencia divina, sino al secundario─, puesto que, según estamos diciendo, todo esto es así, de aquí se sigue que, aunque la permisión de los pecados por los que el réprobo es condenado, pueda considerarse, sólo como causa final, efecto de la condenación y de la reprobación, en tanto en cuanto Dios la habría querido también para este fin, sin embargo, no puede serlo en términos absolutos, ni tampoco podemos decir que sea efecto de la reprobación del mismo modo que decimos que los dones de la gracia son efectos de la predestinación, salvo que añadamos que lo sería como parte del fin por el que Dios la ha querido y que de ningún modo bastaría para que, por ella sola, Dios la quisiese.
Por tanto, puesto que, por fines dignos, Dios quiere la permisión de los pecados y el endurecimiento y condenación de los réprobos, por ello, todas estas cosas son, en términos absolutos, efectos de la providencia de Dios, pero no de su reprobación, salvo del modo que acabamos de explicar, porque Dios no desea la condenación como si quisiera la perdición y el castigo de los réprobos y para este fin los hubiese creado o, por esta razón, hubiese buscado los medios de permisión de los pecados y del endurecimiento del mismo modo que ha deseado para los predestinados la vida eterna ─siendo esta la razón por la que han sido creados─ y ha dispuesto para ellos los dones de la gracia con objeto de que la alcancen. Pues sería ajeno tanto a la bondad y piedad divinas, como también a la fe católica, sostener que, con su providencia, Dios ha predestinado a los réprobos a la muerte y al suplicio eterno del mismo modo que, con esta misma providencia, ha predestinado para la gloria a aquellos que han alcanzado la salvación.
16. No faltan quienes piensan que, desde la eternidad y, según nuestro modo de entender, casi en un primer instante, Dios Óptimo Máximo habría decidido crear a todos los hombres y ángeles que serían creados hasta el fin del mundo. En un segundo instante, antes de pensar en sus pecados, méritos y deméritos, habría querido conferir la beatitud sólo a aquellos a quienes guiaría hasta ella; con los demás no sólo se habría relacionado de manera negativa, como afirma Escoto, sino que también en ese mismo instante habría decidido no conferirles la beatitud. Posteriormente, en otros instantes, habría pensado, por una parte, en los medios a través de los cuales guiaría hasta la vida eterna a quienes habría elegido en el segundo instante y, por otra parte, en la permisión de los pecados de los otros y en el endurecimiento en los pecados de aquellos a quienes, en ese segundo instante, habría decidido no conferir la beatitud &c.
Afirman que la reprobación no es otra cosa que el acto por el que, en ese segundo instante, antes de pensar en los pecados, méritos y deméritos, Dios decide no conferir a algunos la beatitud y excluirles de ella. Además, añaden que este acto se opone como contradictorio a la elección por la que, en ese mismo instante, los demás son elegidos para la beatitud, con anterioridad a que, por medios apropiados, sean predestinados a ella en los instantes siguientes.
17. Pero este parecer me parece absolutamente censurable, en primer lugar, porque establecer un acto tal de Dios resulta indigno para con la bondad y clemencia divinas y de ningún modo es conforme a las Sagradas Escrituras, como veremos en nuestros comentarios al artículo 5; y, en segundo lugar, porque, como ya hemos dicho, no decimos que reprueba a alguien quien decide no elegirlo para una recompensa o un fin determinado, sino quien lo rechaza como inadecuado e indigno y lo excluye de dicha recompensa o fin. Pues no decimos que aquel a quien se le ofrecen distintos medios apropiados para alcanzar un fin, reprueba los que no elige ─porque con uno de ellos le basta para alcanzarlo─, sino que tan sólo diremos que no los elige o que quiere no elegirlos. Por esta razón, como según el parecer de estos Doctores, en ese segundo instante, en aquellos que son elegidos para la vida eterna no brilla una mayor aptitud, mérito y dignidad que en aquellos que, por decisión divina, son excluidos de ella ─sin que tampoco en éstos se prevea una ineptitud, pecado y demérito─, por ello, este acto no puede considerarse una reprobación, aunque debiese admitirse.
18. Pero que Dios reprueba es algo tan evidente ─según lo que dicen las Sagradas Escrituras─ que no puede negarse sin perjuicio de la fe. Pues leemos en Malaquías, I, 2-3, y en Romanos, IX, 13: «Amé a Jacob y odié a Esaú»; y explicando que en Dios no hay iniquidad por haber predestinado a unos y haber reprobado a otros, San Pablo añade: «¿Acaso dice el vaso al alfarero: Por qué me has hecho así? ¿O es que no puede el alfarero hacer del mismo barro un vaso para usos honorables y otro para usos viles? Pues si, para mostrar su ira y dar a conocer su poder, Dios soportó con mucha longanimidad a los vasos de ira, maduros para la perdición, y al contrario, quiso hacer ostentación de la riqueza de su gloria sobre los vasos de su misericordia, que Él preparó para la gloria &c.»; y hablando en II Timoteo, II, 20, de los predestinados y de los réprobos, dice: «En una casa grande no hay sólo vasos de oro y plata, sino también de madera y de barro; unos son para usos honrosos y los otros para usos viles». Finalmente, según lo que leemos en las Sagradas Escrituras, es evidente que, por sus propios pecados, muchos son excluidos de la vida eterna y son castigados con tormentos eternos. Por tanto, como Dios no decide esto en un momento del tiempo, sino desde la eternidad, por ello, la reprobación de algunos por parte de Dios es eterna, del mismo modo que también lo es la predestinación de otros por parte de Dios.