Concordia do Livre Arbítrio - Parte VII 18
Parte VII - Sobre a predestinação e a reprovação
Disputa II: ¿Fue Cristo por sus méritos la causa de nuestra predestinación?
1. La respuesta negativa a esta pregunta puede intentar demostrarse de la siguiente manera. En primer lugar, acudiendo a Efesios, I, 11: «… en Él, en quien hemos sido declarados herederos, predestinados según el propósito de aquel que hace todas las cosas conforme a la decisión de su voluntad». Por tanto, la causa de haber sido predestinados en Cristo y por Cristo, no debe atribuirse a Cristo en cuanto hombre, ni a sus méritos, sino tan sólo a la voluntad de Dios, que predestina en Cristo a aquellos que quiere.
2. En segundo lugar: En De praedestinatione Sanctorum (cap. 15), San Agustín dice: «Cualquier hombre se hace cristiano desde el inicio de su fe por la misma gracia por la que ese hombre ─a saber, Jesús en tanto que hombre─ se hizo Cristo». Pero ese hombre no se hizo Cristo por méritos propios, ni ajenos, sino tan sólo por la voluntad y predestinación gratuitas de Dios, como San Agustín nos demuestra por extenso en ese capítulo. Por tanto, Dios no llama, ni conduce hacia la fe, a ningún cristiano por sus méritos propios, ni por los de Cristo, sino tan sólo por su voluntad y predestinación gratuitas. Por tanto, Cristo no fue por sus méritos la causa de nuestra predestinación, por lo menos en lo que respecta al don de la fe, que es raíz y fundamento de los demás dones que le siguen en la justificación y en el efecto íntegro de nuestra predestinación.
3. En tercer lugar: Si Cristo fuese por sus méritos la causa de nuestra predestinación, sobre todo lo sería porque nos habría hecho merecedores de la gracia primera y, a causa de los méritos de Cristo, Dios habría decidido conferírnosla en virtud de su predestinación eterna. Pero esto no puede sostenerse, porque entonces Dios no nos justificaría de manera gratuita, contrariamente a lo que leemos en Romanos, III, 24: «… justificados donosamente por su gracia…»; ni la gracia primera sería gracia, porque Dios nos la conferiría como si nos la debiese a causa de los méritos de Cristo y, por consiguiente, no de manera gratuita. Por tanto, Cristo no fue por sus méritos la causa de nuestra predestinación.4. Sin embargo, vamos a ofrecer nuestra primera conclusión: Cristo no fue por sus méritos la causa de nuestra predestinación con respecto a su efecto íntegro, en la medida en que éste no sólo incluye los dones sobrenaturales, sino también los naturales, como son la adquisición de una complexión propensa a la virtud, haber nacido bajo la gracia y entre cristianos de buenas costumbres y no haberlo hecho en otros tiempos y entre gente malvada.
Este es el parecer que Juan Driedo ofrece en De redemptione et captivitate generis humani (tr. 2, cap. 2, p. 3, art. 4).
Demostración: Cristo no nos hizo merecedores de los dones naturales, sino de los dones sobrenaturales, a través de los cuales se nos guía hacia la vida eterna y que los primeros padres nos hicieron perder. Por tanto, no nos hizo merecedores del efecto de la predestinación con respecto a los dones naturales que ayudan a alcanzar la vida eterna. Pues estos dones sólo proceden de la disposición del universo que Dios estableció, según su beneplácito, antes de la caída del género humano. Y aunque, si Adán no hubiese pecado y, en consecuencia, ni él ni sus descendientes hubiesen perdido el don de la justicia original, las generaciones de hombres habrían seguido ─en virtud de la propia constitución del universo, del don de la justicia original y de su estancia en el paraíso─ un curso distinto del que siguieron tras la caída de los primeros padres, sin embargo, en realidad no siguen un curso muy distinto del que habrían seguido, si Dios no hubiese decidido la reparación del género humano por Cristo, abandonándolo en pecado y dejando todo el curso del universo a merced de su propia naturaleza.
5. Segunda conclusión: El origen de algunos dones naturales está en los méritos de Cristo.
Demostración: Los justos han obtenido de Dios muchos dones naturales gracias a sus oraciones y sus méritos. En efecto, gracias a sus preces, Isaac logró la fertilidad de la estéril Rebeca, Ana fue madre de Samuel y Zacarías padre de Juan el Bautista; así también, los justos han logrado de Dios muchos otros dones naturales gracias a sus oraciones y aún más dones lograrán en un futuro; muchos de estos dones ayudarán a que otros alcancen la salvación. Por tanto, como las oraciones y los méritos que son gratos a Dios y tienen la virtud de conseguir estas cosas, reciben toda esta virtud de la gracia adquirida por los méritos de Cristo, por ello, el origen de muchos dones naturales está en los méritos de Cristo. Por esta razón, anteriormente hemos dicho que el curso que las generaciones de los hombres han seguido, una vez cometido el pecado de los primeros padres, no difiere en gran medida del que habrían seguido, si Dios no hubiese decidido la reparación del género humano por Cristo.
6. Tercera conclusión: Cristo no fue por sus méritos la causa de nuestra predestinación con respecto a su efecto sobrenatural íntegro.
Demostración: Cristo no fue la causa de la encarnación por la que él mismo fue simultáneamente hombre y Dios, como es sabido y como San Agustín explica en De praedestinatione Sanctorum (cap. 15); asimismo, tampoco fue la causa de sus méritos por sus propios méritos. Por tanto, como entre los efectos sobrenaturales de nuestra predestinación se cuentan en primer lugar la encarnación, los méritos y la pasión de nuestro Señor Jesucristo, de los que proceden los demás efectos sobrenaturales, por ello, Cristo no habría sido por sus méritos la causa del efecto sobrenatural íntegro de nuestra predestinación.
7. Cuarta conclusión: Cristo fue por sus méritos la causa de nuestra predestinación no sólo con respecto a la gracia primera por la que alcanzamos la justificación y con respecto al resto de dones sobrenaturales que le siguen hasta el momento en que alcanzamos la vida eterna, sino también con respecto a la fe y a cualquier otra disposición sobrenatural que nos prepare para la gracia primera; más aún, también lo fue con respecto a los milagros y a todas las demás cosas sobrenaturales que nos ayudan a alcanzar la vida eterna, siempre que no incluyamos entre estos méritos al propio Cristo; de este modo, también fue causa meritoria de las oraciones de San Esteban y de Santa Mónica, gracias a las cuales Dios hizo que San Pablo y San Agustín tomasen el camino de la salvación. Es más, en virtud de los méritos de Cristo recibimos muchos dones naturales que nos ayudan a alcanzar la vida eterna, como en parte ya hemos explicado en la conclusión segunda.
8. Esta conclusión se dirige contra lo que sostienen Driedo (en el lugar citado), Ruardo Tapper y Juan Capreolo (In III, dist. 18, q. 1, ad arg. Scoti contra c. 4); éstos afirman que Cristo fue causa meritoria de la gracia primera y de los dones que le siguen a ésta, pero no de la fe, ni de las demás disposiciones que anteceden a la fe. Pues consideran que todos los movimientos sobrenaturales y los dones por los que nos disponemos para la gracia primera ─porque a través de ella nos convertimos en lo que Cristo quiere que seamos, según las leyes establecidas en relación a los méritos de su pasión que deberían aplicársenos─ no caen bajo el mérito de Cristo, sino que son efectos de la predestinación eterna de Dios que proceden exclusivamente de su libre voluntad, sin que medie ningún mérito por parte de quienes los reciben, ni por parte de Cristo; ahora bien, la gracia primera que sólo se confiere una vez que el hombre ya está dispuesto y es apto para que el mérito de Cristo se le aplique, se confiere por los méritos del propio Cristo. Por ello, Driedo sostiene que, de entre todo aquello que el efecto íntegro de la predestinación incluye, la adopción de los hijos ─que se produce por la gracia que convierte en agraciado─ procedería de los méritos de Cristo, según leemos en Efesios, I, 5: «… nos predestinó a la adopción de hijos suyos por Jesucristo»; pero todo lo que antecede a esta adopción se conferiría a los predestinados exclusivamente por el beneplácito de Dios, sin la mediación de los méritos de Cristo; por esta razón, Driedo explica el pasaje de Juan, VI, 44 ─nadie puede venir a mí, si el Padre, que me ha enviado, no lo trae─ de la siguiente manera: Nadie puede entrar en sociedad conmigo por la fe y ser partícipe de mis méritos, salvo que mi Padre, por su moción gratuita, impulse su corazón para que crea en mí.
9. Considero que este parecer no es conforme a las Sagradas Escrituras, ni a la dignidad de Cristo.
Por ello, con respecto a todos los dones sobrenaturales, nuestra conclusión puede demostrarse, en primer lugar, de la siguiente manera: Del mismo modo que el género humano perdió por el pecado de los primeros padres todo el derecho que tenía de alcanzar la vida eterna, así también, a pesar de todas las ayudas por las que estaba en su potestad alcanzarla más allá de su naturaleza, se hizo indigno. Así sólo puede recuperar algo encaminado al fin sobrenatural a través de Cristo, como reparador perfecto ─por sus méritos─ de una caída tan grande. Además, el género humano cayó por el pecado y se hizo indigno ─a pesar de todas las ayudas para alcanzar la vida eterna─ hasta tal punto que si Dios no hubiese decidido repararlo a través de Cristo, los primeros padres, una vez caídos en pecado, también habrían sido expoliados de los hábitos sobrenaturales de la fe y de la esperanza junto con los demás dones, exactamente igual que sucedió en el caso de los demonios, que, en cuanto cayeron en pecado, fueron expoliados de ellos y así permanecen, según creemos. En efecto, como los demonios no habían de recibir reparación, inmediatamente perdieron todos los dones sobrenaturales; pero como los primeros padres habían de recibir reparación a través de Cristo, la fe y la esperanza que recibieron junto con su propia naturaleza, permanecieron en ellos en virtud de los méritos sobrenaturales futuros de Cristo; sin embargo, inmediatamente les fue revelada la llegada de este mediador futuro y, por ello, su fe y su esperanza no sólo se extendieron a Dios, sino también al mediador futuro. Así pues, tras la caída de los primeros padres, los mortales sólo alcanzan la salvación en la fe ─al menos implícita─ del mediador; así dice Pedro en Hechos de los apóstoles, IV, 12: «… pues ningún otro nombre nos ha sido dado a los hombres bajo el cielo, por el que podamos alcanzar la salvación». Por tanto, puesto que el género humano perdió completamente, por la caída de los primeros padres, el derecho de alcanzar la vida eterna y se hizo merecedor de que se le privase de todos los dones y ayudas que Adán recibió y, por esta razón, a Cristo se le encomendó la reparación perfecta de nuestra caída, por ello, no recibimos ningún don que de algún modo, más allá de la naturaleza de los mortales, ayude a alcanzar la vida eterna ─ya sea la fe, ya sea cualquier otra disposición para la gracia─, que no proceda de los méritos de Cristo.
10. En segundo lugar: Cristo ha establecido los sacramentos de la ley nueva; en virtud de sus méritos poseen fuerza; y por medio de estos sacramentos, como si fueran disposiciones, el mérito de Cristo se aplica para que la gracia se confiera. Por tanto, que la fe y los demás dones sobrenaturales que disponen para la gracia primera, sean disposiciones por las que el mérito de Cristo se aplica y la gracia primera se confiere, no suprime, sino que, por el contrario, demuestra que se confieren por los méritos de Cristo. Con este mismo argumento, contrario a lo sostenido por Driedo, se demuestra que en el efecto íntegro de la predestinación hay algo que antecede a la gracia primera y a la adopción de los hijos, a saber, los propios sacramentos, cuya fuerza procede de los méritos de Cristo y por ellos se confieren a los hombres.
11. En tercer lugar: Dice San Pablo en Efesios, I, 3-4: «Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que en Cristo nos bendijo con toda bendición espiritual en los cielos; por cuanto que en Él nos eligió antes de la constitución del mundo para que fuésemos santos e inmaculados ante Él en caridad». Pero la fe y las demás disposiciones sobrenaturales para la gracia primera están incluidas en la expresión «toda bendición espiritual», porque son bendiciones espirituales. Por tanto, se nos confieren en virtud de los méritos de Cristo.
Esto puede demostrarse, en primer lugar, por las palabras que en ese mismo capítulo se añaden: «… en Él, en quien hemos sido llamados…»; esta llamada se produce por los movimientos de la gracia previniente que anteceden a la gracia primera; en segundo lugar, porque la Iglesia pide en sus oraciones que, por mediación de nuestro Señor Jesucristo, recibamos todo esto y los infieles se conviertan. De ahí que San Bernardo (Sermones in cantica, s. 13) diga: «Piensa que toda la sabiduría que tengas y toda la virtud que tengas, proceden de la virtud de Dios y de la sabiduría de Dios, es decir, de Cristo».
12. En cuarto lugar: Cristo en cuanto hombre es cabeza de toda la Iglesia ─no sólo de la triunfante, sino también de la militante─ e imprime por sus méritos sobre todo el cuerpo de la Iglesia todo movimiento espiritual y, por ello, vuelve a llamar a la vida a sus miembros muertos y de nuevo los une por la fe al cuerpo de la Iglesia y los convierte en miembros suyos, aunque anteriormente no lo fuesen. De ahí que en Efesios, IV, 15-16, San Pablo diga: «… que es nuestra cabeza, Cristo, por quien todo el cuerpo, trabado y unido por todos los ligamentos que lo unen y nutren según la operación de cada miembro, va obrando mensuradamente su crecimiento»; un poco antes San Pablo había dicho: «… subiendo a las alturas, repartió dones a los hombres…, a unos los hizo apóstoles, a otros profetas, a unos evangelistas, a otros pastores y doctores, para la perfección consumada de los santos, para la obra del ministerio, para la edificación del cuerpo de Cristo, hasta que todos alcancemos la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios». Aquí está enseñando claramente que la edificación y la construcción del cuerpo místico de Cristo, así como la introducción de los hombres en él por medio de la fe, son cosas que atañen a Cristo como cabeza suya. Por tanto, la fe y los demás dones sobrenaturales descienden de los méritos de nuestra cabeza ─que es Cristo─ sobre todo el cuerpo de la Iglesia, y no tan sólo la gracia por la que somos adoptados como hijos de Dios.
13. En quinto lugar: Esta misma verdad se colige de los siguiente pasajes de las Sagradas Escrituras. Filipenses, I, 29: «Porque os ha sido otorgado no sólo creer en Cristo, sino también padecer por Él»; por tanto, la fe se confiere en virtud de los méritos de Cristo. Hebreos, XII, 2: «… puestos los ojos en el autor y consumador de la fe, Jesús»; de ahí que San Agustín (De praedestinatione Sanctorum, cap. 15) diga: «Quien nos hizo creer en Cristo, fue el mismo que hizo para nosotros el Cristo en el que creemos. Quien introdujo en los hombres el principio de la fe e hizo la perfección en Jesús, fue el mismo que hizo al hombre príncipe de la fe y a Cristo su perfeccionador»; San Agustín cita este mismo pasaje de San Pablo. Asimismo, leemos en Juan, I, 14-16: «… y hemos visto su gloria, como Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad… Pues de su plenitud recibimos todos y la verdad que recibimos de Jesucristo es don de fe». Isaías, LIII, 10: «Ofreciendo su vida en sacrificio por el pecado, verá descendencia que prolongará sus días y el deseo de Dios prosperará en sus manos»; es decir, todo aquello que ha decidido hacer para conducir a los hombres hacia la vida eterna de manera sobrenatural, lo ejecutará en virtud de los méritos de Cristo. De ahí que San Jerónimo, comentando este pasaje, diga: «El deseo de Dios prosperará en sus manos, para que todo aquello que el Padre ha querido, se cumpla gracias a sus virtudes»; más adelante, añade: «Por haber sufrido, verá iglesias levantándose en todo el mundo y se satisfará con su fe»; y más adelante: «El Señor quiere mostrarle la luz, para que ilumine a todos». También son conformes al pasaje citado de Isaías las palabras que leemos en Juan, XIII, 3: «… sabiendo que el Padre había puesto en sus manos todas las cosas».
14. Esta verdad también se colige de las palabras del concilio de Mila (cap. 4): «Puesto que el apóstol dice: La ciencia ensoberbece, pero la caridad edifica; resulta sobremanera impío creer que tenemos la gracia de Cristo para lo que nos ensoberbece, pero no para lo que edifica, siendo dones de Dios ambas cosas, esto es, saber qué debemos hacer y desear hacerlo, de tal manera que, con la caridad edificante, la ciencia no pueda ensoberbecer. Del mismo modo que de Dios se ha escrito que enseña a los hombres la ciencia, también se ha escrito que la caridad procede de Él».
Finalmente, en el Concilio de Trento (ses. 6, cap. 5) se dijo: «El santo Sínodo declara que el comienzo de la justificación en los adultos debe atribuirse a Dios por mediación de Jesucristo y de la gracia previniente, es decir, a su vocación». Aquí se define expresamente que Dios confiere por Jesucristo ─esto es, por sus méritos─ la gracia previniente por la que los adultos son llamados a la fe y se disponen para la justificación; en el cap. 6 se enseña que toda la disposición para la justificación por la fe, la esperanza, &c., se produce por la redención de Jesucristo y, en consecuencia, por sus méritos; y en el cap. 7 se dice: «En la propia justificación con perdón de los pecados, el hombre recibe, simultáneamente infusas por Jesucristo, la fe, la esperanza y la caridad». Por ello, no parece que deba dudarse de que el parecer de Driedo es erróneo en materia de fe.
15. También nos suena muy mal lo que Driedo afirma en el lugar citado, a saber, las preparaciones que, mucho antes de que Cristo naciera, Dios dispuso y reveló a su pueblo en la ley, en los profetas y en los salmos ─a saber, que enviaría a Cristo su Hijo futuro, como redentor y luz de gentiles, y que elegiría a una virgen que pariría al llamado Emmanuel─, no se deben a los méritos de Cristo, sino que tan sólo son dones gratuitos de Dios. Como digo, esto me suena muy mal. En efecto, es cosa muy cierta que Dios Padre, por los méritos de Cristo y con la cooperación del Espíritu Santo, preparó el cuerpo y el alma de la Santísima Virgen, para que se hiciese merecedora de convertirse en morada digna de su Hijo; pues la gracia por la que su alma santísima se preparó para este cometido, fue conferida en virtud de los méritos de Cristo. Asimismo, la gracia por la que Abraham, intentando inmolar a su propio hijo, satisfizo a Dios ─que era quien lo había ordenado─ de tal manera que se hizo merecedor de recibir la promesa del Mesías, también se debió a los méritos de Cristo. Finalmente, la fe y la revelación del Cristo por llegar, gracias a las cuales los fieles fueron justificados antes de la llegada de Cristo y la Iglesia se preparó para recibirle más fácilmente, también deben atribuirse a los méritos de Cristo. Pues Dios supo preparar, en virtud de su sabiduría infinita, todo lo necesario para la llegada de Cristo de tal manera que no sólo lo ordenase con vistas a Cristo como fin ─según sostiene Driedo─, sino que también, en virtud de los méritos del Cristo por llegar, dispusiese todas estas cosas o muchísimas de ellas y las donase a su Iglesia.
16. Quinta conclusión: En términos absolutos hay que admitir y afirmar que Cristo es la causa de nuestra predestinación.
Demostración: Cristo es causa de sus méritos y milagros y también de todo aquello que, gracias a sus méritos, hemos recibido y a través de lo cual se nos guía hacia la vida eterna; además, en sí mismo es el fin y el modelo de nuestro camino hacia la beatitud sempiterna; que no sea la causa de la encarnación, ni de sí mismo, no impide que, en términos absolutos, podamos decir que es la causa de nuestra predestinación con respecto a su efecto, sobre todo porque el efecto de nuestra predestinación se incluye en el propio Cristo y porque, cuando en términos absolutos se dice que Cristo es la causa de nuestra predestinación con respecto a su efecto, siempre se entiende que no lo es de la suya propia, como es evidente de por sí.
17. Por tanto, para refutar los argumentos ofrecidos al comienzo de esta disputa, hay que saber que ─como hemos explicado por extenso en nuestros comentarios a la «Tercera parte», q. 1, art. 2, de la Suma Teológica─ nuestro Señor Jesucristo dio satisfacción por los pecados de todo el género humano y le hizo merecedor de todos los dones de gracia que, tras la caída de los primeros padres, se le confieren, así como de otros muchos en número infinito, de tal manera que, sin embargo, deja que la aplicación de sus efectos merecidos dependa de leyes determinadas. De aquí se sigue que los dones infinitos de los que nos ha hecho merecedores, se apliquen al género humano de manera finita y sólo del modo en que él ha decidido que, conforme a sus leyes, se apliquen y distribuyan. Aunque, entre otras leyes, hay una establecida tanto por voluntad del Padre, como del Hijo en cuanto hombre, en virtud de la cual a quien hace lo que en él está nunca se le deniega un auxilio sobrenatural suficiente para llegar a la gracia y alcanzar la vida eterna, sin embargo, como resulta sobremanera justo que, en todas las cosas, Cristo someta todos sus méritos a la voluntad del Padre ─siendo la voluntad humana del Hijo totalmente conforme a la voluntad paterna─, por ello, para algunos casos ha establecido, como ha querido su Padre, unas leyes determinadas ─por ejemplo, en relación a los efectos de los sacramentos y a que la gracia se confiera en función de la cualidad y la cantidad de la contrición, sin necesidad de un sacramento─, pero para otros muchos ha dejado al arbitrio del Padre la distribución de los dones de los que nos ha hecho merecedores. Por esta razón, el Padre dejó en manos del Hijo todas las cosas, pero de tal manera que, no obstante, la voluntad del Padre se realice y se cumpla a través de las manos de Cristo ─es decir, de los méritos y las virtudes de Cristo─, como anteriormente hemos explicado a propósito del pasaje de Isaías. Por tanto, no resulta contradictorio que, por una parte, nadie llegue a Cristo por la fe, salvo que el Padre lo traiga en virtud de su moción y de su don gratuito, como leemos en Juan, VI, 44, y que, por otra parte, el Padre siempre confiera esta moción y este don a causa de los méritos de Cristo.
18. Así pues, a los argumentos presentados al comienzo, en la medida en que parecen oponerse a nuestras conclusiones, debemos responder que el primero demuestra muy bien que Cristo no fue la causa de nuestra predestinación con respecto a su efecto íntegro, porque del mismo modo que sólo a Dios ─en tanto que Dios─ le corresponde la tarea de predestinar, así también, es propio de Él ser la causa de todo el efecto de la predestinación del modo que hemos explicado en la disputa anterior. Pero esto no impide que Dios nos predestine en Cristo y por Cristo, en virtud de cuyos méritos decide conferirnos todos los demás dones sobrenaturales gracias a los cuales se nos conduce hacia la vida eterna; por ello, tampoco impide que Cristo sea también la causa meritoria del efecto de la predestinación con respecto a todos los demás dones sobrenaturales que el efecto íntegro de la predestinación incluye en sí mismo.
19. Al segundo argumento, con el que Driedo demuestra su parecer, debemos responder que San Agustín, con las palabras que ofrece en todo ese capítulo, tan sólo afirma lo siguiente: Del mismo modo que Cristo ─que es cabeza y principio de nuestra predestinación con respecto a la fe y a todos los dones sobrenaturales que en virtud de sus méritos se nos confieren─ no consiguió gracias a sus méritos ser simultáneamente hombre y Dios, tampoco nosotros recibimos el don de la fe y de la justificación o regeneración por nuestros méritos, sino por los méritos de Cristo. San Agustín no establece el siguiente paralelismo: Del mismo modo que Cristo no consiguió por méritos ajenos lo que acabamos de mencionar, tampoco nosotros recibimos la fe y la regeneración en Cristo por los méritos de Cristo. Por el contrario, en el capítulo citado, San Agustín enseña lo opuesto. Por ello, no deja de asombrarnos que Driedo se haya atrevido a demostrar su parecer recurriendo a este testimonio de San Agustín.
20. Del tercer argumento, concediendo la mayor, debemos negar la menor. Respecto a la demostración de lo contrario, debemos decir que se afirma que los hombres se justifican gratuitamente y que la gracia primera puede considerarse gracia con toda propiedad con respecto a ellos, porque cuando se nos confiere, esto no sucede porque se nos adeude, ni porque seamos dignos de ella, ni porque Cristo nos haya hecho acreedores de nada, sino que tan sólo se nos confiere de manera puramente gratuita en lo que a nosotros atañe. Que Cristo nos haya hecho merecedores de ella y que en virtud de sus méritos se nos atribuya, no impide que deba decirse que, con respecto a nosotros, este don se nos concede de manera puramente gratuita.