Concordia do Livre Arbítrio - Parte VII 17

Parte VII - Sobre a predestinação e a reprovação

Miembro XIV: En el que se enseña cómo conciliar algunos pasajes de los Padres y cómo explicar los pasajes de las Sagradas Escrituras que hablan de la predestinación y en el que se explica todavía más el parecer del autor

1. En lo que se refiere a los Padres más antiguos, para que se les entienda mejor y, en la medida de lo posible, para hacerlos concordar, hay que saber que, habiendo dos cosas necesarias ─según hemos explicado─ para que un adulto alcance la vida eterna y Dios lo haya predestinado (primera: que Dios decida conferirle los auxilios y los medios a través de los cuales, según prevé, este adulto cooperará en razón de su libertad de tal manera que llegará en gracia al final de su vida; segunda: que el propio adulto, en razón de su libertad, realmente vaya a cooperar así; la primera depende de Dios, la segunda depende del propio adulto), los Santos Padres que antecedieron a Pelagio y a San Agustín, fijándose en la segunda, sostuvieron de manera casi unánime que la predestinación se produce en función de la presciencia del buen uso del libre arbitrio y de los méritos de cada uno; en este sentido intentaron explicar las Sagradas Escrituras.
2. Pero una vez surgida la herejía pelagiana, como Pelagio ─oponiéndose a las Sagradas Escrituras─ atribuía todo a nuestro libre arbitrio, afirmaba que el libre arbitrio solo basta para alcanzar la salvación y, aunque posteriormente reconociese el don de la gracia, sin embargo, sostenía que no era necesario, ni se confería al comienzo ─pues, según él, el inicio de la salvación procede de nosotros mismos por mediación de nuestro arbitrio─, sino al terminar ─pero no porque no pudiésemos terminar sin él, sino porque con él sería más fácil hacerlo─, y además añadía que se confiere a cada uno en función de la cualidad del buen uso anterior del libre arbitrio, por todo ello, San Agustín y otros Padres, oponiéndose a esta herejía, explicaron ─basándose en las Sagradas Escrituras─: que el inicio de nuestra salvación procede de Dios por la gracia previniente y excitante; que tanto su comienzo, como su término, dependen de la gracia de Dios que recibimos por mediación de Cristo; y que los dones y los auxilios de la gracia no se nos confieren en función de la cualidad del uso del arbitrio, sino según el beneplácito de Dios.
3. Creyendo San Agustín que a lo que había enseñado correctamente ─partiendo de las Sagradas Escrituras─ sobre la gracia contra la herejía pelagiana, debía añadírsele que la predestinación eterna de Dios no se produce en función de los méritos, ni de la cualidad del uso del libre arbitrio previsto por Dios, sino tan sólo en función de la elección y del beneplácito de Dios ─en el miembro 11 ya hemos explicado en qué sentido esto es totalmente cierto─, según este parecer interpreta en muchos lugares de sus obras las palabras de San Pablo en Romanos, 9, y restringe la interpretación de I Timoteo, II, 4 («quiere que todos los hombres se salven»), de tal modo que, según él, estas palabras no deberían entenderse referidas a todos los hombres en términos genéricos, sino tan sólo a los predestinados. Esta doctrina produjo gran turbación en muchos fieles, sobre todo en aquellos que moraban en las Galias, y no sólo indoctos, sino también doctos; por no decir que puso en peligro su propia salvación. Pues por no adherirse a esta doctrina, preferían abrazar la herejía pelagiana y se inventaban otros errores distintos sobre la predestinación de los niños. Entre otras cosas, de todo esto dan fe las dos cartas que, sobre esta cuestión, San Próspero e Hilario obispo de Arles enviaron a San Agustín y que aparecen en las Opera Sancti Augustini (antes del De praedestinatione sanctorum). Tras describir el estado de turbación en que se encontraban muchos fieles y el peligro que se cernía sobre ellos, entre otras cosas que San Próspero le pide a San Agustín que explique, para que todos aquellos que estaban inquietos recuperasen la tranquilidad y aprendiesen la doctrina correcta, añade: «Te rogamos que, soportando pacientemente nuestra insipiencia, nos muestres de qué modo ─una vez que las opiniones anteriores sobre este asunto se han revelado falsas─ podemos hacer frente a la opinión según la cual la predestinación de Dios se recibe en función de la presciencia por la que Él hace que unos sean vasijas para usos nobles y otros vasijas para usos despreciables, porque prevé el fin de cada uno y prevé cómo serán la voluntad y la acción de los hombres bajo la propia ayuda de la gracia». Asimismo, Hilario, recordando las objeciones que, contra la doctrina de San Agustín, aducían aquellos que estaban dominados por la inquietud, señala que éstos también se quejaban diciendo lo siguiente: «¿Qué necesidad hay de turbar tantos corazones de fieles indoctos con la incertidumbre de una disputa como esta? Pues la fe católica no se ha defendido peor sin esta definición durante tantos años, con tantos autores y en tantos libros». Pero Santo Tomás y, después de él, la mayor parte de los escolásticos han seguido el parecer de San Agustín.
4. Lo que ahora vamos a decir nunca ha sido objeto de controversia para quienes profesan la fe católica, siempre ha sido algo evidente para el conocedor de las Sagradas Escrituras y los católicos siempre lo han aceptado de buen grado, a saber:
Tenemos libertad de arbitrio.
Ningún adulto o niño puede alcanzar la vida eterna, salvo a través de la gracia conferida por los méritos de Cristo.
Ningún adulto puede justificarse, merecer la vida eterna y alcanzarla en virtud exclusivamente de sus fuerzas, sin el auxilio sobrenatural de la gracia.
Dios presabe todos los acontecimientos futuros y predestina a los hombres buenos para la vida eterna por medio de la gracia y por medio de dones y auxilios sobrenaturales.
La libertad de arbitrio se puede conciliar perfectamente con todo esto y de ningún modo desaparece, ni resulta perjudicada por todo lo anterior.
Asimismo, todos los Padres han aceptado ─según hemos explicado, acudiendo a sus propios escritos, en nuestros comentarios a la cuestión 14, artículo 13, disputa 23, miembro último, y disputa 52─ que algo que depende del arbitrio creado no se produce porque Dios haya previsto que así va a suceder, sino que, por el contrario, Dios lo presabe porque así va a acontecer en razón de la libertad de arbitrio, pudiendo presaber lo opuesto, si lo opuesto fuese a suceder, como es posible en razón de la libertad de arbitrio.
Pero con anterioridad a que la aparición de la herejía pelagiana diese ocasión para discutir a fondo si acaso el inicio de la salvación de los adultos ─por el que se comienza a creer, a tener esperanzas, a arrepentirse y a amar como es necesario para alcanzarla─ se debe a los propios adultos por su arbitrio ─de tal modo que se adelantan a la gracia de Dios─ o si acaso se debe a Dios por su gracia previniente y excitante ─como sucede en verdad─, sobre esta cuestión los Padres todavía no habían llegado a ninguna conclusión cierta y segura; por ello, no es de extrañar que San Juan Crisóstomo o algunos otros de aquellos que escribieron antes de que sucediese todo esto, afirmasen lo contrario y que, al comienzo de la herejía pelagiana, los galos de los que acabamos de hablar se opusiesen a San Agustín en este punto.
5. Aunque, sobre lo que acabamos de exponer como aceptado siempre de buen grado por los católicos, el parecer y el consenso ─no sólo de los Padres, sino de todos los católicos─ es unánime, sin embargo, San Agustín y otros muchos han juzgado como una de las cuestiones más difíciles la explicación del modo verdadero ─que supere todas las dificultades y satisfaga totalmente al entendimiento humano─ de hacer concordar la libertad de arbitrio con la gracia, la presciencia y la predestinación divinas, de tal manera que, sin que estas tres cosas puedan suponer un obstáculo, el adulto obre o no ─según prefiera─ su salvación y alcance o no la vida eterna. Aunque los herejes que han intentado perjudicar la gracia divina o la libertad de arbitrio, han sido refutados del modo más eficaz por las Sagradas Escrituras o los principios de la fe, sin embargo, desconozco si acaso, explicando del todo y a fondo el modo íntegro de conciliar la libertad de arbitrio con las tres cosas mencionadas, también los herejes tendrían abierto el camino para regresar más fácilmente a la paz y a la unidad de la Iglesia y los conflictos surgidos entre los católicos hace mil años podrían resolverse de modo conveniente.
Una de las cuestiones debatidas más antigua es la siguiente: ¿Se produce la predestinación de los adultos en función de la presciencia del uso del libre arbitrio o, por el contrario, en función exclusivamente de la voluntad y el beneplácito de Dios?
En efecto, algunos Padres y algunos escolásticos, fijándose en la cooperación que todo libre arbitrio puede ofrecer ─sin que la gracia, la presciencia y la predestinación divinas representen un obstáculo─ y que es necesaria para alcanzar la salvación y juzgando indigno de la bondad, justicia y equidad divinas que, sin tener en consideración el uso del arbitrio ─con objeto de tener así a quienes castigar─, Dios predestine a unos y a otros los rechace, afirman que la predestinación se produce en función de la presciencia del uso del libre arbitrio y de los méritos de cada uno.
Otros, por el contrario, fijándose en los auxilios y en los dones de la gracia que Dios decide distribuir por su providencia eterna ─sin ser injusto con nadie─, pero no en razón del uso del arbitrio previsto, sino en función de su beneplácito, afirman que la predestinación no se produce en función de la presciencia del uso del arbitrio y de los méritos de cada uno, sino tan sólo por la voluntad y el beneplácito de Dios.
Mientras ni unos, ni otros, tienen en consideración los dos sentidos que hemos explicado en el miembro 11 ─a saber, una cosa es predestinar en función de la presciencia del uso del arbitrio, es decir, como si en razón de la cualidad o a causa de la cualidad de éste, decidiese distribuir sus dones y auxilios y predestinase, y otra cosa es predestinar con presciencia y teniendo en consideración el uso previsto─, muchos de los que siguen el primer parecer sobrepasan los límites de la afirmación del segundo sentido y algunos de los que siguen el segundo parecer sobrepasan los límites de la negación del primer sentido; con razón piensan que se oponen entre sí.
6. Nosotros, en la medida de nuestras fuerzas, apoyándonos en los principios que a continuación enumeraremos ─de los que hemos deducido todo el modo de conciliar la libertad de arbitrio con la gracia, la presciencia y la predestinación divinas, que enseñamos en nuestros comentarios a la cuestión 14, artículo 13, a la cuestión 19, artículo 6, a la cuestión 22 y a lo largo de toda esta cuestión, y que también hemos enseñado en otros lugares─, juzgamos que si siempre se hubiesen ofrecido y explicado estos principios, quizás la herejía pelagiana no habría aparecido, ni los luteranos se habrían atrevido a negar tan desvergonzadamente la libertad de nuestro arbitrio ─aduciendo que no puede conciliarse con la gracia, la presciencia y la predestinación divinas─, ni la inquietud se habría apoderado de todos los fieles que, con motivo de la opinión de San Agustín y su enfrentamiento con los pelagianos, se adhirieron a la herejía pelagiana; asimismo, los últimos herejes pelagianos en las Galias ─de los que San Próspero e Hilario hablan en sus cartas─ habrían desaparecido fácilmente, como es evidente por todo aquello en lo que estos herejes coinciden y disienten de los católicos, según leemos en estas cartas; finalmente, todas las discusiones entre católicos se habrían resuelto con facilidad.
7. El primer principio y fundamento es el modo divino de influir ─tanto a través del concurso general sobre los actos naturales del libre arbitrio, como a través de los auxilios particulares sobre los actos sobrenaturales─ del que ya hemos hablado en nuestros comentarios a la cuestión 14, artículo 13 (disputas 8, 25 y 37).
8. El segundo principio es la explicación legítima o, más bien, ortodoxa sobre el modo del don de la perseverancia.
En efecto, ya hemos explicado que ningún adulto puede perseverar en la gracia durante un tiempo prolongado sin el auxilio especial de Dios y, por ello, la perseverancia en la gracia es un don de Dios; pero Dios no deniega a nadie el auxilio suficiente para perseverar.
Además, con el mismo auxilio en virtud del cual un hombre persevera hasta el final de sus días, este mismo hombre también puede no perseverar, si así lo quiere; y con el mismo auxilio que Dios confiere o que está presto a conferir al hombre que no persevera, este hombre puede perseverar y no hacerlo dependerá de él.
Por ello, hay dos cosas necesarias para recibir el don de la perseverancia. Una depende de Dios, a saber, que Él decida conferir los auxilios a través de los cuales, según prevé, el adulto perseverará en razón de su libertad. Otra depende del arbitrio del adulto ─como condición sin la cual la voluntad de conferir estos auxilios no podría considerarse voluntad de conferir el don de la perseverancia─, a saber, que el adulto, en razón de su libertad, coopere con ellos de tal modo que persevere, siendo esto algo que está en su potestad.
Así pues, no debe entenderse que el don de la perseverancia proceda de Dios como si, por este don, desapareciese la potestad para no perseverar o como si de Dios dependiese la no perseverancia de quien cae en pecado.
Todo esto es algo muy evidente, según lo que hemos dicho en nuestros comentarios a la cuestión 14, artículo 13 (disputas 14 y 17).
Partiendo de estos dos principios, si no nos engañamos, en nuestros comentarios al citado artículo 13, hemos conciliado con toda claridad la libertad de nuestro arbitrio con la gracia divina.
9. El tercer principio es la presciencia media, que se encuentra entre la ciencia libre de Dios y la puramente natural, a través de la cual ─como hemos explicado en nuestros comentarios al citado artículo, en la disputa 50 y en las tres siguientes─, con anterioridad al acto libre de su voluntad, Dios conoce lo que el arbitrio creado hará en cada uno de los órdenes de cosas dada la hipótesis de que Él decida poner a unos hombres o a unos ángeles en uno u otro orden de cosas, pudiendo también, no obstante, saber lo contrario, si en razón de la libertad de arbitrio fuese a darse lo contrario, como es posible.
Partiendo de este principio, en el lugar citado hemos demostrado que la libertad de arbitrio concuerda con la presciencia divina.
10. Cuarto principio: No se encuentra en los adultos predestinados, ni en los réprobos, la causa o razón de que Dios quiera crear un orden de cosas antes que otro y que en este orden quiera conferir unos auxilios antes que otros, previendo que, con estos auxilios, unos hombres y no otros alcanzarán la libertad eterna en razón de la libertad de su arbitrio.
Por esta razón, hasta aquí hemos repetido que la causa o razón de la predestinación no se encuentra en el uso del libre arbitrio de los predestinados y de los réprobos, sino que tan sólo debe atribuirse a la voluntad libre de Dios.
Que la voluntad de crear este orden de cosas y de conferir en él unos auxilios y no otros, se pueda considerar predestinación con respecto a unos adultos y no a otros, depende de que, en razón de la libertad de arbitrio, de éste haya un uso y no otro y de que Dios prevea que así va a suceder, porque sería esto lo que, en razón de la libertad de estos adultos, va a acontecer.
Por esta razón, hemos dicho que la predestinación de los adultos depende del uso previsto del libre arbitrio.
Del mismo modo, hemos demostrado que la libertad de arbitrio que estos adultos tienen para obrar como es necesario con vistas a alcanzar la vida eterna o de manera contraria, se puede conciliar con la predestinación por esos mismos medios a través de los cuales Dios los ha predestinado desde la eternidad exactamente igual que si no predestinase ─sino que tan sólo tuviese una providencia por estos mismos medios─ y para Él fuese tan incierto que estos adultos van a cooperar con su libre arbitrio de tal modo que alcancen la vida eterna, como lo es en mismo.
Finalmente, hemos demostrado que la dificultad de conciliar la libertad de nuestro arbitrio con la predestinación divina es la misma que la que entraña conciliar esta misma libertad con la presciencia divina.
11. En razón de todo ello, distinguimos los dos sentidos mencionados; según uno de ellos, debemos negar, junto con San Agustín, que la predestinación se produzca en función de la presciencia del uso previsto del arbitrio de cada uno; según el otro, debemos admitir esto mismo sin ningún escrúpulo, como hacen otros Padres.
Pero ahora añadiremos dos cosas. Primera: Las Sagradas Escrituras deben explicarse de tal manera que no afirmemos, según el primer sentido, que la predestinación se produce en función de la presciencia del uso del libre arbitrio y de los méritos de cualquier adulto, ni lo neguemos según el segundo sentido. Segunda: En cierto modo, en la medida en que sus afirmaciones lo permitan, podremos conciliar los distintos pareceres de los Padres, si entendemos que aquellos que niegan que la predestinación se produzca en función de la presciencia de los méritos y del buen uso futuro del libre arbitrio, en realidad lo están negando en el primer sentido; entre ellos se encontrarían San Agustín y sus seguidores. También en la medida en que sus afirmaciones lo permitan, podremos entender que quienes sostienen que la predestinación se produce en función de los méritos y del buen uso previsto, en realidad estarían hablando en el segundo sentido; entre ellos se encontrarían Orígenes, San Atanasio, San Juan Crisóstomo, San Ambrosio, Teodoreto, Teofilacto, comentando todos ellos el cap. 9 de Romanos; San Jerónimo en sus comentarios a Gálatas, I, 15 ─cuando plugo al que me separó del seno de mi madre─, y en su Epistola ad Hedibiam (cap. 10); Fausto (no el maniqueo, sino el obispo galo) en De gratia et libero arbitrio, lib. 1, cap. 4, y lib. 2, cap. 6 (incluido en el tom. 5 de la Bibliotheca Patrum); y muchos otros.
No dudo de que San Agustín y los demás Padres habrían aprobado con consenso unánime este parecer nuestro sobre la predestinación y este modo de conciliar la libertad de arbitrio con la gracia, la presciencia y la predestinación divinas, si hubiesen tenido noticia de ellos.
También añadiré que, en distintos lugares, San Agustín enseña muchas cosas que se pueden conciliar perfectamente con lo que dicen otros Padres. Entre otras cosas, en sus Responsiones ad articulos sibi falso impositos (ad 12), cuyo testimonio cita Graciano (Causa XXIII, q. 4, c. 23 «Nabucodonosor»), San Agustín ─o quienquiera que sea el autor de esta obra─ dice: «Aquellos de quienes se dice: De nosotros han salido, pero no eran de los nuestros. Si de los nuestros hubiesen sido, habrían permanecido con nosotros; salieron voluntariamente y cayeron voluntariamente. Como Dios presupo que caerían, no los predestinó; pero habrían sido predestinados, si hubiesen tenido la intención de volver y permanecer en la santidad y en la verdad; por ello, la predestinación de Dios es la causa de que muchos permanezcan en la santidad, pero no es la causa de que nadie caiga».
12. Más allá de mi intención, me he excedido de lo lindo en esta disputa y temo que la repetición de algunas cosas hastíe al lector. Sin embargo, puesto que este asunto es de gran trascendencia y muy peliagudo y hasta el momento nadie, que yo sepa, ha enseñado este modo que proponemos de conciliar la libertad de arbitrio con la predestinación divina, por ello, he considerado conveniente demorarme un poco más en mi exposición, a fin de evitar que una explicación demasiado sucinta impida a los entendimientos tardos comprender nuestra doctrina.