Concordia do Livre Arbítrio - Parte VI 5
Parte VI - Sobre a providência de Deus
Artículo IV: ¿Impone la providencia divina una necesidad a las cosas provistas?
1. Conclusión: La providencia divina impone una necesidad a algunas cosas, pero no a otras.
Demostración: Por medio de su preordenación eterna de las cosas hacia sus fines ─que puede considerarse providencia─ y de la propia constitución del universo ─que es una parte de la ejecución de aquélla─, Dios ha dispuesto causas necesarias para algunas cosas, como son los eclipses, la salida, la altura angular y el ocaso de los astros, que, dada la constitución del universo, necesariamente se siguen de sus causas; pero para muchas otras cosas ha dispuesto causas contingentes o libres, especialmente para aquellas que dependen del arbitrio creado. Por tanto, la providencia divina impone una necesidad a algunas cosas o efectos, pero no a otras.
La segunda parte de la conclusión es dogma de fe, como es evidente por lo que hemos dicho en nuestros comentarios a la cuestión 14, artículo 13; aquí hemos explicado que es dogma de fe que poseemos libertad de arbitrio y que en todos los efectos que dependen del arbitrio creado puede observarse una contingencia, dada también esta constitución del universo y este orden de causas que realmente observamos.
2. En sus comentarios a este pasaje, Cayetano se atormenta sobremanera y sufre lo indecible para conciliar la libertad de nuestro arbitrio con la providencia divina. Para explicar el nudo de esta dificultad, considera tres cosas en los efectos de las causas segundas. La primera es la contingencia, que, como enseña Santo Tomás en este lugar, no caracteriza a todos los efectos, sino a algunos y además con respecto a sus causas, si se las considera en términos de su propia naturaleza. Pues denominamos «contingentes» a los efectos que poseen causas por las que, consideradas en sí mismas, pueden producirse o no. La segunda es la necesidad, que, como también enseña Santo Tomás, no caracteriza a todos los efectos, sino a algunos y además también en relación a sus causas. Pues denominamos «necesarios» a los efectos que poseen causas a las que, por su propia naturaleza, no se les puede impedir la producción de estos efectos. La tercera es la inevitabilidad, de tal manera que cada uno de estos efectos se produce tal como Dios ha provisto que se produzca. Si, como dice Cayetano, la siguiente consecuencia es correcta: Dios ha provisto esto, para que se produzca de manera contingente o necesaria; por tanto, esto se producirá inevitablemente de ese modo, como los Doctores acostumbran a admitir comúnmente; entonces esta condición es común a todos los efectos con respecto a la providencia divina, puesto que Dios provee desde la eternidad que se produzcan de ese modo, los necesarios por causas necesarias y los contingentes por causas contingentes.
3. Pero si, como dice Cayetano, admitimos la inevitabilidad de que todos los efectos con respecto a la providencia divina se produzcan del modo en que realmente lo hacen, aunque permanezcan a salvo la contingencia de algunos efectos y la necesidad de otros ─que son propios de las cosas por la propia naturaleza de éstas─ con respecto a sus causas, consideradas en sí mismas, y aunque también, en cierto sentido, permanezca a salvo la libertad de arbitrio con respecto a sus acciones, en la medida en que la voluntad ─considerada en sí misma, sin tener en cuenta la providencia divina─ indiferentemente quiere o no quiere o incluso rechaza aquello que quiere aquí y ahora, sin embargo, dada la providencia divina ─que ya desde la eternidad se ejerce en términos absolutos─ y considerado todo lo que ya está en acto, desaparece la libertad de arbitrio con respecto a cualquier acción que la voluntad ejerza en acto, porque esta acción resulta inevitable para la voluntad, existiendo ─como realmente existe─ la providencia a través de la cual Dios ha provisto que tal cosa suceda. Pues del mismo modo que, según dice Cayetano, el acto que se produce de arrojar las mercancías al mar cuando la tormenta arrecia, se quiere sin más y en términos absolutos, porque, teniendo en cuenta las circunstancias que en ese momento se dan en acto, este acto se quiere y tan sólo se rechaza en términos relativos, porque quien las arroja no querría hacerlo, si el peligro no lo exigiese, así también, considerando la providencia que ya existe y que preexiste desde la eternidad, nuestra voluntad no podrá evitar esta acción sin más y en términos absolutos y, en consecuencia, no será libre para no realizar esta acción, sino que tan sólo lo será en términos relativos, si la consideramos en sí misma y en ausencia de la determinación ya existente de la voluntad y providencia divinas. Pero si las acciones de nuestra voluntad resultan todas inevitables de este modo, entonces toda reflexión y esfuerzo por nuestra parte son inútiles, así como también lo son los ruegos que hacemos a Dios para que podamos evitar los pecados y otros peligros, porque la providencia y voluntad divinas son totalmente inmutables; además, dándose éstas, todas las cosas sucederán de manera inevitable, como si aconteciesen por necesidad y no contingentemente. Según Cayetano, tampoco resulta satisfactoria la siguiente respuesta, que es la habitual: En sentido dividido con respecto a nuestra voluntad considerada en sí misma, todas las cosas son evitables, pero en sentido compuesto con respecto a la providencia divina, son inevitables. Nos parece que esta respuesta no es satisfactoria, porque, como Dios posee providencia desde la eternidad, por ello, del mismo modo que, en términos absolutos y bajo la consideración de todo lo que ya se da en acto, aquellas cosas resultan inevitables, así también, en términos absolutos y bajo la consideración de todo lo que está en acto, desaparece la libertad de arbitrio para evitar estas cosas.
4. Cayetano, sintiendo el peso de esta dificultad, comienza diciendo: «Aunque los Doctores digan comúnmente que la inevitabilidad de que algo suceda, se sigue de que Dios lo haya provisto, querido o predestinado... »; según Cayetano, estas tres cosas serían lo mismo en la cuestión que estamos tratando; sin embargo, preocupado porque cree oponerse al parecer común de los Doctores, Cayetano afirma sospechar que «de la misma manera que el hecho de que algo sea provisto no implica una contingencia, ni una necesidad, en el acontecimiento provisto, porque, como Dios es causa que supera a todas las causas ─tanto a las contingentes, como a las necesarias, y tanto a las que lo son de por sí, como a las que lo son de manera accidental─, por lo que precontiene en sí en forma eminente a las causas necesarias y a las contingentes, es a Él a quien corresponde producir como efectos elegidos no sólo las cosas, sino también todos los modos de las cosas y de los acontecimientos, así también, del hecho de que Dios haya provisto un acontecimiento se sigue algo más elevado que ser evitable o inevitable, de tal manera que no es necesario que de la provisión pasiva de un acontecimiento se siga ninguna de las dos cosas, sino algo más elevado que éstas, porque Dios provee las cosas y los acontecimientos de un modo más elevado y excelente del que en esta vida nosotros podemos pensar y entender». Así, según dice Cayetano, el entendimiento descansa, pero no en la evidencia de una verdad contemplada en particular, sino en la altura inaccesible de una verdad oculta.
5. Así pues, Cayetano sostiene dos cosas. Primera: La siguiente consecuencia no es correcta: Dios ha provisto que esto suceda; por tanto, esto sucederá inevitablemente. Segunda: No conoce la causa por la que hay que suponer algo más elevado que la simple evitabilidad o inevitabilidad de un efecto; por ello, esto debe incluirse en el número de todas las cosas que no pueden entenderse en esta vida a causa de algo que permanece oculto en ellas, por cuya ignorancia en esta vida no puede comprenderse la coherencia de la libertad de arbitrio y la evitabilidad de los efectos que dependen de él con la providencia y predestinación divinas. Según Cayetano, basta con admitir que no tenemos conocimiento de esto y que sólo por fe mantenemos con certeza la coherencia entre las dos cosas, del mismo modo que declaramos ingenuamente que carecemos de evidencia sobre el misterio de la Trinidad y, sin embargo, queremos enseñar como evidente lo que no lo es. Pues está escrito (Eclesiástico, III, 22): «Lo que está sobre ti no lo busques». En efecto, te han sido reveladas muchas cosas que sobrepasan el entendimiento de los hombres; con razón dijo Gregorio que sabe menos de Dios quien sólo cree de Él aquello que puede medir con su ingenio.
6. En nuestros comentarios a este artículo de Santo Tomás, debemos señalar varias cosas, a partir de las cuales será evidente a todas luces, por una parte, la coherencia de la libertad de nuestro arbitrio y la evitabilidad de los efectos que dependen de él con la providencia divina y, por otra parte, en qué se equivoca Cayetano y en qué se engañan otros muchos que, apoyándose en la doctrina de Cayetano para conciliar la libertad de nuestro arbitrio y la evitabilidad de los efectos que dependen de él con la providencia divina, sufren sobremanera y se atascan ─por no decir que yerran─ de tal modo que no alcanzan el objeto, tal como lo pide la propia materia.
7. Así pues, en primer lugar, de ningún modo puede admitirse lo siguiente: Dios ha provisto que todos los efectos que se producen en este mundo, acontezcan como Él quiere; ha dispuesto para ellos causas a fin de que se produzcan como si Él los dirigiese; y ha querido con voluntad eficaz o absoluta que se produzcan por causas determinadas. En sus comentarios a este pasaje de Santo Tomás, Cayetano presenta todo esto como cierto e indubitable. Pues como la providencia no es otra cosa que el plan ─presente en la mente divina desde la eternidad─ del orden de medios con vistas a un fin junto con el propósito de ejecutar este orden, como ya hemos dicho en nuestros comentarios al artículo 1, siguiendo a Santo Tomás y el parecer común de los Doctores, por ello, que Dios haya provisto que un efecto se produzca en virtud de sus causas del modo en que realmente se produce, sólo significa esto: Dios lo ha dirigido como fin a través de su providencia y con objeto de que se produzca ha dispuesto para él los medios y causas apropiados para su producción; pero afirmar esto de los actos pecaminosos, que, como es evidente, deben incluirse entre los efectos reales que se producen en este mundo, es a todas luces blasfemo y un error manifiesto en materia de fe, como ya hemos demostrado claramente en nuestros comentarios a la cuestión 14, artículo 13 (desde la disputa 31). Pues aquí hemos dicho, al igual que San Agustín, que los actos pecaminosos no pueden atribuirse a Dios, porque, aunque coopere en ellos como causa universal y en virtud de su providencia haya conferido al hombre el libre arbitrio del que proceden, sin embargo, no ha hecho al hombre libre, ni coopera con él, para que éste peque, sino para que actúe correctamente, aunque tenga libertad para pecar, siendo esto así, por una parte, porque la propia naturaleza de las cosas lo pide y, por otra parte, para que el buen obrar le reporte alabanza, honra y mérito, como hemos dicho varias veces. Por esta razón, como los actos pecaminosos son un abuso del libre arbitrio y una desviación del fin para el cual éste se nos ha concedido por la providencia divina, por ello, no pueden atribuirse a Dios, sino a nosotros como efectos propios. Por tanto, no puede decirse de ninguna manera que los actos pecaminosos sean efectos de la providencia divina o que Dios los haya provisto para que así acontezcan o que haya dispuesto causas para ellos a fin de que se produzcan de este modo. Pues aunque Dios haya dispuesto sus causas ─a saber, el propio arbitrio que los produce─, sin embargo, no lo ha hecho para que se produzcan estos actos, sino más bien los actos contrarios; pero nosotros abusamos de estas causas a fin de realizar acciones para las cuales dichas causas no se nos han conferido y por esta razón pecamos.
8. Aquí debemos señalar lo siguiente: La providencia casi podría haber recibido el nombre «previdencia» del verbo «prever», porque quien provee es como si previera lo que va a suceder y, por ello, aplicase los medios adecuados para que algo suceda o para impedirlo, en la medida en que considere qué es lo que más conviene; por ello, quien mejor prevé o mejores conjeturas establece sobre lo que va a suceder y con qué medios alcanzar un propósito, mejor podrá proveer y más ajustada y perfecta será su providencia. Por tanto, una cosa es de dónde procede el término «providencia» y cuál es su origen y fundamento, y otra cosa es lo que significa. Pues lo primero nos habla de la previdencia o presciencia por las que se sabe qué va a suceder y cuáles son los medios apropiados para el objetivo que se quiere alcanzar; y lo segundo nos habla de un plan de medios con vistas a un fin con el propósito por parte del provisor de mandar ejecutarlo. Por ello, entre los efectos de la providencia divina tan sólo deben incluirse aquellos que Dios dirige ─para los cuales, en consecuencia, prepara los medios con objeto de que se produzcan─ o los propios medios que Dios dispone con vistas al fin. Decimos que Dios provee a su modo las dos cosas: una, ordenándola para que sea un medio dirigido a un fin; y otra, proveyéndola de un modo casi pasivo, para que se alcance por este medio. Por tanto, los actos pecaminosos no son efectos de la providencia divina, sino que tan sólo lo es la permisión que Dios ordena y quiere para los mejores fines. Además, los pecados sólo caen bajo la providencia divina en la medida en que la voluntad divina los permite, aunque puede impedirlos, si así lo quiere.
Pero como, para que haya permisión de los pecados, es necesario que no sólo los propios pecados nazcan de nuestra pura libertad, sino también que Dios presepa que van a producirse, que pueda impedirlos y que sin embargo no quiera, por ello, conciliar tanto la libertad de nuestro arbitrio para caer en pecado, como la evitabilidad de caer en él, con la providencia divina, entraña la misma dificultad que conciliar estas dos cosas con la presciencia por la que Dios prevé los pecados que se van a cometer, salvo que Él lo impida.
Así también, como Dios sólo quiere o permite todos los efectos de la providencia divina que, en su ejecución, son posteriores por naturaleza a los pecados ─como son los propios castigos de los pecados─, bajo la condición de que el libre arbitrio creado los vaya a cometer ─por ello, Dios sólo los quiere en términos absolutos con una voluntad consecuente, como hemos dicho, siguiendo a Damasceno, en nuestros comentarios a la cuestión 19, artículo 6─ y dada la presciencia de que estos pecados van a cometerse por la libertad y maldad del arbitrio creado ─Dios conoce esto de manera absoluta en la determinación libre de la voluntad por la que, desde la eternidad, ha decidido establecer este mismo orden de cosas que en realidad ha establecido, según hemos explicado en nuestros comentarios a la cuestión 14, artículo 13─, por ello, conciliar la evitabilidad de todos estos efectos, en la medida en que dependen de los pecados de los hombres y del libre arbitrio creado, entraña la misma dificultad que conciliarla con la presciencia divina, por la que Dios prevé que estos efectos se van a producir con la misma certeza con la que prevé los pecados y las demás acciones libres de las que dependen estos efectos.
9. Por todo ello, también es evidente que, como las muertes violentas que a veces algunos, sin esperárselo, sufren a manos de salteadores, los fallecimientos de otros que mueren ahogados en ríos y sucesos iguales a estos, tienen por lo menos una dependencia respecto del pecado de los primeros padres, como castigos que se siguen de este pecado y que no habrían de producirse si este pecado no les hubiese precedido, por ello, todos estos efectos se apoyan en la certeza que la presciencia divina tuvo de ese mismo pecado y, si suprimimos esta presciencia, dichos efectos no serán seguros; pero no habría que decir que la providencia divina los habría dirigido para que se produjesen de ese modo, ni que habría dispuesto el nexo causal del que proceden, como suelen afirmar algunos Doctores de manera no muy considerada. En efecto, esto no puede conciliarse con la bondad divina, ni Dios creó los arbitrios de los salteadores con objeto de que quieran matar aquí y ahora a un inocente; tampoco creó los arbitrios de quienes se ahogan con objeto de que, al nadar o hacer cualquier otra cosa, se ahoguen, sino que los creó para que, obrando rectamente, se hiciesen merecedores de la vida eterna, pero siendo libres para pecar y realizar de manera indiferente otras obras de las que a veces, aunque con poca frecuencia, proceden los pecados. Pero no negamos que, en consecuencia, Dios haya previsto estos acontecimientos a partir de las causas de las que proceden, ni negamos que, en virtud de su providencia, los haya permitido, tanto como castigo del delito del primer padre, como para permitir que las causas actúen de manera conforme a sus naturalezas y también a causa de otros fines convenientes.
10. Tampoco hay que darle la razón a Cayetano en lo siguiente: La providencia divina, en tanto que providencia divina, incluye la consecución del fin para el que ha dispuesto los medios y siempre quiere con voluntad eficaz o absoluta el fin para el que ha ordenado los medios, como si la providencia divina nunca se frustrase con respecto al orden de medios dirigidos a sus fines, sino que el fin siempre se siguiese. Pues Dios sólo ha querido con voluntad condicionada ─es decir, si los hombres y los ángeles quieren también lo mismo─ todas las cosas que dependen del arbitrio creado, entre las que incluimos la beatitud y los méritos. Con este género de volición Dios ha querido para todos y cada uno de los hombres y de los ángeles la beatitud y los medios necesarios para alcanzarla y con vistas a este fin los ha ordenado a todos con su providencia, como ya dijimos en nuestros comentarios a la cuestión 19, artículo 6; sin embargo, no todos alcanzan este fin de la providencia divina y esto sólo sucede por defección del libre arbitrio de los hombres y de los ángeles. Pero Dios no ha querido con voluntad absoluta para ninguno de los adultos la beatitud y los méritos necesarios para alcanzarla, salvo dada la presciencia por la que prevé, de manera hipotética, que éstos harán méritos gracias a su libertad y alcanzarán la vida eterna, si se les coloca en el orden de cosas y de auxilios en el que se les ha puesto. Pues, según nuestro modo de entender, basado en la realidad de las cosas, viendo Dios con ciencia media (que se encuentra entre la ciencia libre y la ciencia natural, como ya hemos dicho en nuestros comentarios a la cuestión 14, artículo 13, disputas penúltima y última) ─con anterioridad al acto por medio del cual, como ha decidido de manera absoluta desde la eternidad, establece el orden de cosas que de hecho ha establecido─ quiénes, al final de sus días, alcanzarán finalmente la vida eterna en virtud de sus méritos anteriores en el caso de que Él quiera establecer este orden de cosas, cuando posteriormente decide de manera absoluta establecer este orden, en su propio acto de volición se complace con voluntad absoluta en que alcancen la vida eterna aquellos que, según ha previsto, llegarán a ella en virtud de sus méritos anteriores y, además, en el propio acto de la voluntad divina habrán sido predestinados para la vida eterna a través de los méritos que, según su presciencia, harán gracias a su propia libertad, como explicaremos en nuestros comentarios a la siguiente cuestión.
Por todo ello, en la providencia y predestinación divinas con respecto a los efectos que dependen del arbitrio creado, que son dirigidos como fines por la providencia divina y que verdaderamente son efectos de la providencia y predestinación divinas, no hay otra certeza que la certeza de la presciencia de que estos efectos van a producirse así a partir de estos medios, a pesar de que en realidad, si el arbitrio creado quisiese, como está en su potestad, se producirían los efectos contrarios. Por tanto, conciliar la libertad de nuestro arbitrio y la evitabilidad de los acontecimientos que de algún modo dependen de él, con la providencia divina, entraña la misma dificultad que conciliar estas mismas cosas con la certeza de la presciencia divina.
11. Asimismo, Cayetano tampoco repara en lo siguiente. Que un efecto vaya a producirse con certeza y sin falsedad ninguna, no quiere decir que vaya a producirse inevitablemente. Pues sólo podemos hablar de inevitabilidad relacionando un efecto con su causa; pero nadie ha admitido nunca que si un efecto depende del arbitrio creado, este efecto sea inevitable; tampoco se ha admitido nunca que la siguiente consecuencia sea correcta: Dios ha provisto, predestinado o presabido este efecto; por tanto, dicho efecto se producirá inevitablemente. En efecto, no es contradictorio que, a pesar de esta presciencia, el libre arbitrio pueda evitar este efecto; pero como no lo evita, pudiendo hacerlo, por ello, peca, si el efecto es malo. Pero hablamos de la certeza de un efecto con respecto al conocimiento por el que se sabe que este efecto va a producirse. Por ello, como la presciencia divina no puede errar de ningún modo, la siguiente consecuencia es correctísima: Dios ha presabido que este efecto que depende del arbitrio creado, va a producirse; por tanto, este efecto se producirá sin duda y sin engaño ninguno por parte de la ciencia divina por la que Dios sabe que este efecto se producirá. Los Doctores admiten esto con toda la razón.
12. Tampoco puede defenderse ─ni presentarse como probable─ lo que Cayetano intenta introducir en sus comentarios a este pasaje de Santo Tomás, a saber: Hay un término medio entre lo evitable y lo inevitable o no evitable con respecto al mismo efecto. Pues de este modo tendríamos que admitir un término medio entre dos cosas contradictorias, pero no es posible pensar nada más absurdo que esto. Debemos sostener la incorrección de las siguientes consecuencias: si esto es un animal, entonces es racional; o bien: si esto es un animal, entonces no es racional; pero no porque haya un término medio entre dos cosas contradictorias o porque haya un animal que no sea racional, ni irracional, sino porque, en términos genéricos, «animal» se predica tanto del animal dotado de razón, como del que carece de ella; y, por ello, porque el concepto de animal en términos genéricos se aplicaría a una cosa, pero de aquí no se seguiría que, de manera determinada, esta cosa estuviese dotada de razón, ni que careciese de ella, sino que sería necesario que, en forma de disyunción, sólo uno de los dos casos fuese cierto. Así también, las siguientes consecuencias serían incorrectas: si se ha provisto o presabido que esto va a suceder, sucederá de manera contingente; o bien: si se ha provisto o presabido que esto va a suceder, sucederá de manera necesaria. Y también: se ha provisto o presabido que esto sucederá; luego sucederá de manera evitable; o bien: se ha provisto o presabido que esto sucederá; luego sucederá de manera inevitable; y esto sería así, pero no porque haya un efecto que, con respecto a su causa ─y habiendo también presciencia y providencia─, no sea o necesario o contingente, es decir, que pueda producirse o no producirse ─pues todos los efectos, en la medida en que dependen de Dios, en razón de su creación y conservación, son contingentes, porque pueden producirse y no producirse, siendo Dios libre de conferir y conservar sus naturalezas, aunque considerados respecto de las causas segundas, cada uno de ellos es necesario o contingente─, sino porque, como la providencia y la presciencia se extienden a los efectos necesarios y contingentes, porque en ellos algo se provee, por ello, de aquí no se sigue que, de manera determinada, este efecto vaya a producirse de modo necesario a partir de sus causas, ni tampoco de modo contingente. Lo mismo debe decirse de la segunda consecuencia; pues no debemos considerar que sea incorrecta porque haya un efecto en particular que no sea evitable, ni inevitable, por parte de su causa, sino porque la providencia y la presciencia se extienden tanto a los efectos que pueden evitarse por parte de sus causas, como a los que no pueden evitarse; es más, en cierto modo, estas consecuencias deben considerarse disparatadas e iguales a esta: Si es una piedra, entonces procede de África o no procede de África; pero esto es totalmente ajeno a la piedra.
13. Una vez establecido esto, como conciliar la libertad de nuestro arbitrio y la evitabilidad de los efectos que de él dependen, con la providencia, entraña la misma dificultad que conciliarlas con la presciencia divina y lo segundo ya lo hemos hecho con toda claridad en nuestros comentarios a la cuestión 14, artículo 13, por ello, no hay razón para que nos demoremos más en nuestros comentarios.
14. Además, para responder brevemente a Cayetano, debemos decir que el argumento con el que hemos demostrado que la evitabilidad de los acontecimientos que dependen del arbitrio creado, concuerda perfectamente con la presciencia divina, es el siguiente: Unos efectos no van a producirse porque Dios haya previsto que así va a suceder, sino que, por el contrario, Dios los ha presabido, porque van a producirse en razón de la libertad de arbitrio. Pero si fuesen a producirse los efectos contrarios, siendo esto realmente posible, Dios no presabría lo que presabe, sino que habría presabido lo contrario. Por esta razón, hemos dicho que la certeza de la presciencia divina sobre estos acontecimientos no procede de la certeza de un objeto que, en sí mismo, es incierto y podría producirse de manera contraria, sino que procede de la altitud y de la perfección absolutamente ilimitadas del entendimiento divino en virtud de las cuales, del mismo modo que Dios conoce en su esencia estos acontecimientos de manera eminentísima, así también, presabe con toda certeza algo que de por sí es incierto. Ahora bien, si, careciendo de todo conocimiento sobre lo que va a suceder en razón de la libertad de arbitrio, Dios presupiese por su propio arbitrio todo lo que Él va a querer y el arbitrio creado fuese a hacer una cosa antes que otra porque así lo habría presabido Dios ─y no al contrario, es decir, como el arbitrio va a obrar así en razón de su libertad, por ello, Dios habrá previsto esto mismo en virtud de su perfección ilimitada, habiendo podido prever no esto, sino lo contrario, en el caso de que el libre arbitrio fuese a obrar así, como está en su potestad─, entonces podría entenderse lo que ha impulsado a Cayetano a inventarse un término medio entre cosas contradictorias y a afirmar que en esta vida se ignora el modo de conciliar la libertad de arbitrio y la evitabilidad de sus efectos con la providencia o con la presciencia divina. Pues si esto fuese así, la presciencia divina impondría una necesidad fatal a todos los efectos y eliminaría sin más la libertad de arbitrio, como bien argumenta Cayetano. Ahora bien, las cosas no son así; por eso, los argumentos de Cayetano carecen de fuerza.