Concordia do Livre Arbítrio - Parte VI 2

Parte VI - Sobre a providência de Deus

Disputa II: ¿Alcanzan siempre las cosas el fin al que la providencia divina las ordena?

1. En sus comentarios a este lugar de la Summa Theologica, Cayetano afirma que la providencia divina no sólo incluye el plan de ordenar las cosas con vistas a un fin junto con el propósito de mandar ejecutar este orden en cuanto depende de Dios, sino que también incluye la consecución del fin. De este modo Dios quiere que las cosas siempre alcancen los fines a los que la providencia divina las dirige. Y si alguna cosa no alcanza este fin, según Cayetano, la providencia divina no la habrá ordenado con vistas a este fin.
2. Este parecer es plausible por las siguientes razones. Primera: La predestinación es una parte de la providencia divina; pero la predestinación no sólo se encarga de los medios en relación al fin último, sino también de la propia consecución del fin, porque no podemos decir que alguien que no ha alcanzado la felicidad sempiterna haya sido predestinado; por tanto, la providencia divina incluye la consecución del fin.
3. Segunda: Además del plan del orden de los medios en relación al fin, la providencia divina incluye el propósito de la voluntad de mandar ejecutar este orden, siendo este propósito propio de la voluntad absoluta de Dios; por tanto, como la voluntad absoluta de Dios siempre se cumple, por ello, la providencia divina incluye la consecución del fin.
4. Tercera: Si la providencia divina no incluyese la consecución del fin y pudiese suceder que una cosa no alcanzase el fin al que la providencia divina la ordena, se seguiría que la providencia divina podría frustrarse, siendo esto totalmente inadmisible. De ahí que Santo Tomás, en el artículo siguiente, que es el cuarto (ad secundum), y en Contra gentes (lib. 3, cap. 94) afirme que el orden de la providencia divina es seguro, inmóvil e indisoluble en cuanto a la consecución del efecto. Boecio defiende claramente esto mismo en De consolatione philosophiae (lib. 4, pr. 6).
5. Podemos añadir como confirmación de este parecer la autoridad de la Iglesia, que en su oración del séptimo domingo tras Pentecostés ora a Dios así: «Dios, cuya providencia no yerra en su disposición, suplicantes te rogamos apartes de nosotros todo lo que nos pueda dañar y nos concedas todo lo que nos pueda ser beneficioso».
6. Sin embargo, el parecer contrario ─a saber, para que haya providencia divina no es necesario que aquello que, por medio de ella, se ordena hacia un fin, alcance dicho fin─ lo defienden los siguientes autores: Durando (In I, dist. 40, q. 1); Gil de Roma (In I, dist. 39, secunda dist. q. 1); Marsilio de Inghen (InI, q. 41, art. 1); el Ferrariense (Commentaria in libros contra gentes, lib. 3, cap. 94), Silvestre Mazolino (Conflatus, q. 22, art. 1); e incluso expresamente lo defiende Santo Tomás (De veritate, q. 6, art. 1; In I, dist. 40, q. 1, art. 2). Como dice Santo Tomás en este pasaje: «En cualquier ordenación a un fin podemos considerar dos cosas: el propio orden y el resultado del orden; pues no todo lo que se ordena con vistas a un fin, alcanza este fin. Por tanto, la providencia sólo se ocupa de ordenar con vistas a un fin; de ahí que todos los hombres se ordenen con vistas a la beatitud; pero la predestinación también se ocupa del resultado del orden; de ahí que sólo haya predestinación de aquellos que alcanzan la gloria». Sin embargo, según Cayetano, Santo Tomás habría cambiado de parecer en la Summa Theologica (I, q. 22, art. 1) y en Contra gentes (lib. 3, cap. 94). No obstante, según dice Silvestre Mazolino, Cayetano es el único tomista que afirma esto de Santo Tomás. Por su parte, el Ferrariense, en el lugar que acabamos de citar, interpreta los pasajes que Cayetano presenta en el sentido de que Santo Tomás nunca habría cambiado de parecer. Por tanto, sea cual sea el parecer de Santo Tomás, debemos adherirnos sin dudar al parecer de estos Doctores.
7. Este parecer puede demostrarse de la siguiente manera. En primer lugar: Para que el general, el médico y el agricultor diligente posean una providencia, basta con que apliquen los medios oportunos y conformes al fin que buscan, tanto si este fin se alcanza, como si alguna cosa lo impide; además, por lo general, la consecución del fin no es necesaria para que haya providencia humana; por tanto, como podemos trasladar este argumento ─tomado de la actividad humana─ a los actos divinos, por ello, podemos decir que la consecución del fin tampoco es necesaria para que haya providencia divina.
8. En segundo lugar: La capacidad que las semillas reproductoras poseen para producir individuos perfectos de la misma especie y para conservar la especie, es efecto de la providencia divina, que ordena este medio para que se sigan estos fines. Pero la capacidad que posee una semilla a la que alguna causa impide producir el efecto o le hace producir un efecto distinto del necesario, es la misma que posee la semilla que no se ve impedida, porque el creador de la naturaleza les confiere igualmente la misma capacidad por intervención de causas segundas. Por tanto, en ambos casos hay un efecto de la providencia divina como medio ordenado a un fin; por tanto, la consecución del fin no entra dentro de la providencia divina.
9. Demostración: Cuando algo impide a una semilla producir un efecto perfecto y produce un monstruo, el monstruo resultante es efecto azaroso con respecto a la semilla sólo porque se aparta de la intención del agente que pretendía producir una cosa perfecta, como explicamos en nuestros comentarios a la Física(lib. 2) de Aristóteles. Por tanto, como sólo decimos que la semilla intenta actuar o actúa a causa de un fin en virtud de la dirección de la causa primera que provee y ordena la capacidad de la semilla para producir un efecto perfecto, por ello, esta capacidad ordenada por la providencia divina tiene por objeto producir un efecto perfecto y, en consecuencia, para que haya providencia divina, no es necesaria la consecución del fin al que la providencia ordena a los medios. Pues en las causas contingentes Dios ordena con vistas a un fin los medios que confiere, de tal manera que las abandona a sus propias naturalezas y permite que unas impidan a otras la producción de sus efectos; por esta razón, Dios no siempre quiere con voluntad eficaz el fin en relación al cual ordena medios y causas contingentes, sino que a veces lo quiere con voluntad condicional, a saber: si la propia causa ─cuando es libre─ también lo quiere; y si a la propia causa ─cuando no es libre─ nada se lo impide.
10. En tercer lugar: Si para que haya providencia divina se requiere la consecución del fin, entonces de aquí se seguirá que no todos los hombres habrán sido ordenados por la providencia divina hacia la vida eterna, sino tan sólo aquellos que alcanzan la salvación; además, Dios no habría ordenado para salvación de todos los hombres ni la muerte de Cristo, ni otros medios dirigidos hacia la salvación, si en sus propias potestades no estuviese alcanzarla; pero esto es durísimo y contrario al parecer común de los Santos; es más, también es contrario a las palabras de San Pablo en I Timoteo, II, 4: «… que quiere que todos los hombres alcancen la salvación…».
11. Finalmente: Habría que decir que, por medio de su providencia, Dios no habría ordenado a Adán en el estado de inocencia, ni tampoco en Adán a todo el género humano, hacia la vida eterna, puesto que Adán no alcanzó la beatitud a través de los medios que se le confirieron en ese estado. También habría que decir que, por medio de su providencia, Dios no habría creado a todos los hombres y a todos los ángeles con vistas al fin sobrenatural de la beatitud, ni que los hombres malos y los ángeles malos, se habrían apartado del fin sobrenatural para el que Dios los creó, cuando no todos alcanza la beatitud. Igualmente, de la misma manera que habría que decir que Dios no tiene providencia hacia la beatitud para con los réprobos, sino tan sólo para con los predestinados, así también, habría que decir que la providencia hacia la beatitud no es más evidente que la predestinación, contrariamente al parecer de Santo Tomás y a la opinión común de los Doctores. Por último, habría que señalar la falsedad del siguiente dicho célebre: cuando, al pecar, los hombres abandonan un orden de la providencia divina, desembocan en otro; pues, según la opinión que estamos impugnando, todo orden de la providencia divina y todo medio, alcanzan el fin fijado por aquélla; y como nadie puede dudar de que todos estos absurdos ─que son peligrosísimos en materia de fe─ se siguen con toda claridad de dicha opinión, por ello, hoy en día, la opinión que impugnamos no es nada segura en materia de fe, por no utilizar otras palabras.
12. Sin embargo, para refutar los argumentos contrarios y para que se entienda toda esta cuestión, debemos fijarnos tanto en los principales fines hacia los cuales la providencia divina ordena las cosas o les concede su permiso, como en los órdenes de las propias cosas en relación a los distintos fines. El fin último, supremo y primero en la intención de toda la providencia divina, es el propio Dios y la manifestación de los atributos divinos en sus obras externas, que subyacen a la providencia divina y pueden ordenarse en relación a un fin. Para este fin, casi como intención originaria, Dios decidió crear ─en virtud de su providencia sempiterna─ a los ángeles y a los hombres y conferirles todos los medios ─tanto naturales, como sobrenaturales─ ajustados a este fin, como realmente hizo. Pero como el hombre no sólo consta de alma, sino también de cuerpo ─por lo que está necesitado de muchas ayudas por parte de criaturas corpóreas, para proteger su vida─, le fabricó como morada todo este mundo, de tal modo que, si en él viviese con rectitud, en virtud de sus propios méritos ─unidos a la gracia divina─ alcanzase una beatitud mayor o menor, en la medida en que él quisiese, o también podría desviarse de ella y acabar en la mayor de las miserias, si no quisiese seguir el camino recto de la razón; esto sería así, porque un premio alcanzado por el hombre gracias a sus propios méritos y diligencia, sería más honorífico, por no mencionar otras causas justísimas, como ya hemos hecho en otras ocasiones. Sin embargo, Dios entregó esta morada ─distinguida con una diversidad y belleza tan grandes y llena, como mobiliario, de una abundancia tal de cosas─ al hombre, para su disfrute, deleite y conocimiento, con objeto de que, gracias a ella, no sólo pudiera disfrutar de medios de vida y deleite, sino también alzarse hacia el conocimiento y admiración del propio Dios y arder en amor hacia Él; ya hemos explicado todo esto en parte en nuestros Commentaria in primam D. Thomae partem (q. 2, a. 3). Pero como también las propias naturalezas de las cosas de las que está formado este universo, implican de por ─siendo esto conveniente─ que este mundo contenga la materia de sufrimientos, desgracias y tormentos que experimentamos, a fin de que, si el hombre es ingrato con su creador y lo ofende, todo ello se convierta en un castigo merecido y a fin de que, en virtud de la belleza y la abundancia de las cosas, reciba unos medios de vida tales que no encuentre en ellos nada estable a lo que pueda agarrarse, sino que experimente todo como pasajero, caduco y lleno de tormentos, de tal manera que, también por esta razón, busque con más ardor a su creador y los bienes celestiales, por todo ello, de aquí se sigue que Dios haya creado desde el principio este mundo tal como lo experimentamos. Sin embargo, cuando puso por vez primera en este mundo al género humano, lo fortaleció contra todas las miserias con el don de la justicia original, con el árbol de la vida y con otros dones, de tal manera que habría permanecido libre de todas ellas, si también hubiese persistido libre de culpa, y, finalmente, por los méritos alcanzados en vida con máximo placer, habría llegado a la felicidad eterna venerando a Dios religiosamente.
13. Además ─y esto tendremos que explicarlo con mayor detenimiento cuando abordemos la siguiente cuestión─, aunque Dios no haya antepuesto una cosa a otra, sino que ha puesto todo simultáneamente bajo un único decreto simplicísimo, a través del cual se cumple todo el plan de su providencia, sin embargo, todo lo que hemos explicado hasta aquí debe entenderse como si la primera intención de la providencia divina cuando Dios creó a los ángeles y a los hombres para la beatitud sempiterna, cuando creó este universo mundo para los hombres y cuando hizo todo esto por Él mismo como fin último, hubiese sido que todo ello sirviese de alabanza, gloria y ejemplo de su bondad, sabiduría, poder y demás atributos.
Pero previendo ─dada la hipótesis de que quisiese crear, con objeto de que alcanzasen la beatitud, a los ángeles y a los hombres con los auxilios y circunstancias de cosas con que los creó en este mundo─ la caída futura de algunos ángeles y de todo el género humano, en consecuencia, a través del mismo decreto por el que decidió crear a los hombres, también habría permitido la perdición del género humano ─aunque no la habría permitido, salvo que hubiese decidido remediarla─, como si, ofreciéndosele esta ocasión, hubiese decidido otorgar unos bienes mucho mayores y ofrecer un ejemplo mucho mayor de su bondad, misericordia, sabiduría, poder y justicia, por medio de la encarnación de su propio Hijo, que Él mismo decidió para reparación del género humano. Al mismo tiempo quiso que todas las miserias que sufrimos tras abandonar el estado de inocencia, sirviesen de castigo por nuestros pecados y de ejemplo de su justicia; también quiso que estas mismas miserias y pecados de los malvados redundasen en mayores méritos y en corona más ilustre de los justos, de tal manera que con los pecados de algunos se fabricarían las coronas de los mártires y se produciría la redención del género humano; finalmente, también quiso que, por medio del castigo sempiterno de los impíos en el infierno a causa de los pecados que pudieron evitar o limpiar haciendo penitencia, su justicia brillase para siempre, al igual que su misericordia para con los predestinados. Pues Dios es bueno hasta tal punto que de ningún modo permite actos malvados, si de ellos no extrae bienes mayores, como dice San Agustín en su Enchiridion (cap. 11).
14. Pero hay otros muchos bienes que Dios sabe extraer de la permisión de los males, entre los que se encuentran los que San Juan Damasceno (De fide orthodoxa, lib. 2, cap. 29) enumera: «Algunas cosas suceden gracias a su permisión. Pues a menudo permite que el justo caiga en desgracias, para que revele y manifieste a otros la virtud latente que hay en él, como en el caso de Job… A veces también permite que algo absurdo suceda, para que así Él pueda realizar y obrar algo grande y admirable por medio de un obrar que parece absurdo; así obró la salvación de los hombres por medio de la cruz… De otro modo, también permite que el santo sufra, para que no abandone su recta conciencia, ni se engría con soberbia por la virtud de la gracia que se le ha concedido, como sucedió con San Pablo… A veces también abandona a alguien en sus males, para que la vida de otros ─que se enmendarán tras ver lo que le ha sucedido a aquél─ cambie a mejor, como sucedió en el caso de Lázaro y del rico. En efecto, viendo el padecimiento de otros, nos corregimos de manera natural… También abandona a alguien para gloria de otro, pero no porque él o sus padres estén en pecado; y este fue el caso del ciego de nacimiento, que nació así para gloria del Hijo del hombre… Asimismo, también permite que alguien sufra para que otro lo emule, de tal manera que, una vez exaltada la gloria del sufriente, gracias a estímulos ajenos alguien se levante ansioso con la esperanza de la gloria futura y con el deseo de los bienes futuros, como es el caso de los mártires… A veces también permite que alguien caiga en actos vergonzosos para corrección de una inclinación peor. Por ejemplo, alguien se envanece de sus virtudes y de sus actos obrados con rectitud; pues a éste Dios permite que caiga en adulterio, a fin de que, llegando en razón de esta caída al conocimiento de la debilidad propia, reconozca humillado a su Señor».
15. Además, aunque Dios ordene por su providencia aquello que Él sólo quiere que acontezca tras la comisión anterior de un pecado ─sobre todo, aquello que quiere como castigo justo de los pecados─ para mostrar su justicia y otros atributos, del mismo modo que sólo quiere todo esto con voluntad consecuente ─como hemos explicado, recurriendo a San Juan Damasceno, en nuestros comentarios a la cuestión 19, artículo 6, porque así como Él no querría que se cometiesen pecados, si los hombres y los ángeles quisiesen lo mismo, de la misma manera no querría castigarlos─, así también, todo esto sería más bien objeto de una intención segunda de la providencia divina, por la que, previendo la defección voluntaria del fin, del orden y de la intención primera de su providencia por parte de algunos ángeles y de los hombres, dirige ─aunque por medio de otro orden y recurriendo a otros medios─ la propia defección y los pecados que, por causas justísimas, decide permitir con intención segunda para mostrar así, como idéntico fin último, sus atributos. Así es como debe entenderse aquello que suele decirse, a saber: Cuando los hombres y los ángeles pecan en virtud de su arbitrio y abandonan el orden de la providencia divina a través del cual Dios los dirigía por su misericordia hacia la felicidad sempiterna, desembocan en otro orden, en el que Dios permite con intención segunda los pecados, para que en su castigo brille la justicia divina y también en razón de otros fines nobles a los que se llega a través de medios adecuados.
Así pues, como el decreto libre de la voluntad divina de mandar ejecutar el orden preconcebido de medios con vistas a un fin, a través del cual se cumple el plan de la providencia divina, no es otra cosa que la propia volición libre, por la que Dios quiere que las cosas alcancen sus fines ─unas de manera absoluta y otras bajo alguna condición, como ya explicamos en nuestros comentarios a la cuestión 19, artículo 6─, por ello, del mismo modo que en la volición divina y libre podemos distinguir una voluntad absoluta y otra condicionada, una antecedente y otra consecuente, como en el lugar citado enseñamos siguiendo a San Juan Damasceno, así también, en el decreto de mandar ejecutar ─en tanto que esto depende de Dios─ el orden de medios en relación a sus fines preconcebido por Dios y con el que se cumple el plan de la providencia divina, la intención de los fines a través de los medios de la providencia divina debe distinguirse en condicionada y absoluta, antecedente o primera o casi primera y consecuente o segunda o casi segunda.
16. De todo esto se sigue fácilmente lo siguiente. Primero: La voluntad divina de ejecutar por su parte el orden preconcebido de medios en relación a un fin, pero no respecto de cada orden de su providencia, es la voluntad absoluta del fin, pero a menudo es una voluntad condicionada por una condición dependiente del libre arbitrio creado, si éste quisiera cooperar de uno o de otro modo. Por ello, con respecto a este fin, Dios tiene la providencia de dirigir a todos los hombres y a los ángeles hacia la vida eterna, porque tiene la voluntad de ejecutar el orden de medios a través del cual, si quisieran, alcanzarían este fin; no obstante, esta providencia no incluye una voluntad del fin absoluta, sino condicionada, y, en consecuencia, en muchas ocasiones este orden de la providencia divina puede frustrarse y se ha frustrado. Por el contrario, como Dios quiere para todo adulto la beatitud de manera dependiente del uso libre de todo arbitrio propio y, por ello, bajo una condición ─a saber, que también el adulto quiera─, como explicaremos cuando abordemos la siguiente cuestión, por ello, para nadie quiere de manera absoluta este fin, salvo tras prever el uso del arbitrio que es necesario para alcanzar la salvación, dada la hipótesis de que Él quiera ponerlo en uno o en otro orden de cosas, como ya hemos explicado en parte en nuestros comentarios a la cuestión 19, artículo 6, de la Summa Theologica, sobre lo cual nos explayaremos cuando abordemos la siguiente cuestión.
17. Segundo: Si nos referimos a la intención ─por así decir─ primera de la providencia divina y al orden preciso en el que Dios dirige hacia la beatitud a las cosas dotadas de libre arbitrio, los pecados que el arbitrio creado comete, no caen bajo la providencia divina como medios dirigidos a un fin, sino que, más bien, al pecar, estas criaturas abandonan este orden y se apartan del fin al que la providencia divina las dirigía. Pero como también atañe a la providencia, cuando dirige a estas criaturas hacia la beatitud, hacerlas depender de sus propias potestades ─siendo esto más conforme a la naturaleza racional y más honroso─, por ello, decimos que la permisión de los pecados atañe a la providencia divina en tanto en cuanto, por su intención primera, Dios ha decidido que las criaturas alcancen libremente su felicidad y, en consecuencia, les ha permitido pecar. Por esta razón, Dionisio (De divinis nominibus, al final del cap. 4) responde con razón a quienes defendían la necesidad de que la providencia nos empujara hacia la virtud, aunque nosotros no quisiéramos, cuando dice: «No es tarea de la providencia suprimir la naturaleza, sino proveer que cada cosa obre de manera conforme a su naturaleza». También atañe a la providencia divina: en primer lugar, dirigir ─con intención segunda─ la propia permisión de los pecados para, en algunas ocasiones, el bien de los propios pecadores y para, en otras ocasiones, utilidad de otros; en segundo lugar, difundir todavía más, con ocasión de los pecados, los tesoros de su misericordia y generosidad; y en tercer lugar, manifestar de manera más clara y evidente, con ocasión de los pecados, la bondad, misericordia, sabiduría, poder y justicia divinas, como ya hemos explicado anteriormente.
18. Tercero: Como, por una parte, la providencia divina brilla tanto y con tanta luminosidad en todo este universo y en todas y cada una de sus partes más pequeñas y, por otra parte, el género humano está sometido a tantas miserias y tantos hombres y con tanta frecuencia se apartan de la recta razón y de su fin y someten a otros a injusticias, por ello, no es de extrañar que, desaparecida la fe y el conocimiento de la primera constitución de las cosas y del pecado original, en gran parte del mundo los ingenios preclaros de los filósofos se cegasen con respecto a la providencia divina y algunos, despreciando señales y razones evidentísimas, la negasen totalmente o en buena medida; sin embargo, otros ─entre los que se encontraba Aristóteles─ la admitieron, pero no con la firmeza y solidez requeridas. Ahora bien, la fe nos enseña que hubo providencia en la primera constitución de las cosas, en la caída de los primeros padres, en el pecado original que inficionó a todo el género humano y en los castigos que de aquí se siguieron; ya anteriormente, cuando explicamos la primera intención de la providencia divina, señalamos que, una vez creado el mundo, la aparición de la Iglesia y los remedios que Dios ofreció contra el pecado en diversos momentos, como atestiguan las Sagradas Escrituras del Antiguo y del Nuevo Testamento, disiparon todas las tinieblas que rodeaban a la providencia divina e hicieron concordar todo de la mejor manera posible; este argumento puede incluirse con razón entre los argumentos a los que suele recurrirse para confirmar la fe católica.
19. Finalmente, debemos señalar dos cosas. Primera: Para que una providencia sea perfectísima, es necesario que, con anterioridad, el provisor conozca con certeza qué es lo que va a suceder o no en virtud de los medios que, por su providencia, decide aplicar con vistas a un fin. Por ello, entre otras cosas, la providencia divina y la nuestra difieren en que Dios siempre sabe lo que va a suceder en virtud de los medios que, por su providencia, decide aplicar; por consiguiente, sabe qué medios van a beneficiar y cuáles van a perjudicar a las cosas dotadas de libre arbitrio en razón del uso que se haga de él, aunque es del propio arbitrio del que depende que no todo le resulte beneficioso. En razón de esta presciencia certísima que Dios posee, decimos que la providencia divina nunca falla; pues del mismo modo que Dios prevé con toda certeza qué va a suceder en virtud de los medios que establezca, así también, con toda certeza sucederá lo que ha previsto. Pero como nosotros casi siempre ignoramos qué resultado van a dar los medios que aplicamos con vistas a un fin ─esto es así, no sólo cuando queremos alcanzar un fin por medio de otra cosa dotada igualmente de libre arbitrio, sino también cuando buscamos otros fines, pero no por medio de arbitrios ajenos─, por ello, con mucha frecuencia nuestra providencia falla y las cosas suceden de manera distinta o contraria a lo que esperábamos. Por esta razón, en Sabiduría, IX, 14, leemos que los pensamientos de los mortales son inseguros y nuestra providencia incierta.
20. Segunda: Tanto si consideramos el orden de la providencia divina en relación a una intención primera, como si lo consideramos en relación a una intención segunda, todo efecto que de algún modo depende del libre arbitrio creado, siempre puede producirse o no producirse y, en consecuencia, el orden de causas y de medios que la providencia divina establece, no impone ninguna necesidad al libre arbitrio. Esto no sólo debe entenderse referido a una necesidad de consecuente, sino también de consecuencia. Por ello, como hemos dicho en nuestros comentarios a la cuestión 19, artículo 6 (disputa 1), San Juan Damasceno (De Fide Orthodoxa, lib. 2, cap. 29) afirma con razón que aquello que depende del arbitrio creado, no sólo es efecto de la providencia divina, sino también del propio arbitrio. En efecto, una cosa es hablar del propio orden de causas y de medios establecidos por la providencia divina y otra cosa es hablar de la presciencia a través de la cual Dios prevé que ─imperando este mismo orden de cosas, de causas y de medios─ en razón de la libertad del arbitrio creado se producirán unos u otros efectos, a pesar de que en realidad podría suceder que no se produjesen estos efectos, sino los contrarios, si el propio arbitrio, como está en su potestad, así lo quisiese. Pues si sólo nos referimos al propio orden de causas y de medios establecidos por la providencia divina, eliminando la presciencia ─que de ningún modo es causa de las cosas─ de que dichos efectos se van a producir, como hemos explicado por extenso en nuestros comentarios a la cuestión 14, art. 8 y 13, entonces los efectos no poseerán una necesidad de consecuencia con respecto a este orden y no se seguirá ningún absurdo, si en este mismo orden sucede lo contrario de lo que realmente va a suceder. Pero si nos referimos a la presciencia, entonces estos efectos poseen una necesidad de consecuencia con respecto a ella; ahora bien, esto no impide que, de hecho, estos efectos puedan producirse de otro modo, puesto que ─como hemos explicado en el art. 13 citado─ un efecto no se produce de un modo determinado porque Dios haya previsto que así va a suceder, sino que Dios presabe ─en virtud de la altitud y perfección de su entendimiento─ que este efecto va a ser así, porque es así como va a ser, a pesar de que también podría no producirse; y si fuese a suceder lo contrario, como de hecho es posible, Dios presabría esto mismo y no lo que realmente presabe.
21. Por tanto, si cuando Santo Tomás, Boecio y algunos otros afirman ─en los lugares citados─ que el orden de la providencia divina es seguro, inmóvil e indisoluble en cuanto a la consecución del efecto, denominando «hado» a este orden ─por esta razón, Boecio y otros muchos afirman que el hado, así considerado, posee tanta certeza respecto del resultado del efecto como la que posee la providencia divina y, además, sostienen que el hado difiere de la providencia divina en que, mientras la providencia es el orden de causas y de medios, con vistas a un fin, prescrito y establecido por el entendimiento y la voluntad divinas y existente en ellas formalmente, el hado sería la ejecución del orden prescrito y establecido por el entendimiento y la voluntad divinas─, están considerando la providencia divina de manera precisa como el plan o la concepción del orden de medios ─con vistas a un fin─ con el propósito de ejecutar ─en la medida en que esto depende de Dios─ este orden, siendo esto lo propio de la providencia divina, y además eliminan la presciencia divina por la que Dios conoce lo que, dada esta situación, va a suceder o no por medio del libre arbitrio creado ─sin que esto ataña tanto a la providencia cuanto a la perfección de la providencia─, entonces, cuando afirman todo esto, no sólo están afirmando algo falso, sino también algo que no dudaré en calificar como erróneo en materia de fe. Por ello, ni en la providencia así considerada, ni en su ejecución ─es decir, en el orden de causas y de medios mandados ejecutar, al que denominan «hado»─, habría ningún tipo de certeza respecto de los efectos que dependen del arbitrio creado. Ahora bien, si al mismo tiempo, junto con la providencia, consideramos la presciencia por la que Dios, por una parte, conoce con certeza cómo va a ser este orden y, por otra parte, una vez que este orden se ha desplegado, conoce con certeza lo que va a suceder por medio del libre arbitrio ─a pesar de que, de hecho, podría suceder lo contrario─, entonces tendremos que admitir que el orden de la providencia divina ─en la medida en que Dios, en virtud de la altitud y la perfección de su entendimiento, ha previsto con certeza la existencia de este orden─ es seguro, inmóvil e indisoluble en cuanto a la consecución del efecto; ahora bien, su seguridad sólo procedería de la necesidad de consecuencia de la que ya hemos hablado y su inmovilidad e indisolubilidad sólo responderían a una necesidad de consecuencia. Así es como debemos entender a Santo Tomás y a Boecio en los lugares citados.
22. Sin embargo, considero que no se puede hablar así. En primer lugar: Porque hay muchos órdenes de la providencia divina en relación a los fines que Dios persigue con dependencia del arbitrio creado y desea con voluntad condicionada y antecedente; pero, por culpa del libre arbitrio, estos órdenes no alcanzan los fines con vistas a los cuales la providencia divina los dirige. Por ello, no todo orden de la providencia divina es seguro, inmóvil e indisoluble en cuanto a la consecución del efecto. En segundo lugar: Porque los órdenes de la providencia divina que alcanzan los fines que dependen del arbitrio creado, tampoco son ─considerados en mismos─ seguros, inmóviles e indisolubles, sino que, antes bien, por su propia naturaleza y en términos absolutos, de ellos habría que decir lo contrario. Por tanto, como la necesidad de consecuencia ─a partir de la certeza de la presciencia divina sobre la consecución de los fines─ no elimina, ni transforma la naturaleza de estos órdenes, por ello, en términos absolutos, no deberían calificarse como «seguros, inmóviles e indisolubles», sino tan sólo «relativos», a saber, en la medida en que, en virtud de la ciencia divina ─más allá de lo que las naturalezas de las cosas son de por sí─ y de la altitud y perfección del entendimiento divino, Dios presabe que serán así y que, a partir de ellos y con el concurso simultáneo del arbitrio creado, estos efectos se producirán, a pesar de que, de hecho, también podrían producirse los efectos contrarios, si el propio arbitrio quisiese, como está en su potestad.
No consideramos acertado denominar «hado» a este orden de causas y de medios de la providencia divina en relación a estos efectos; asimismo, tampoco nos parece adecuado calificarlo como «seguro, inmutable e indisoluble». En primer lugar: Porque los Santos han tenido por sospechoso y odioso el nombre «hado», a causa de los errores de muchos que lo han considerado un orden de causas indisoluble y necesario de por en cuanto a sus efectos. En segundo lugar: Porque este orden es, por su propia naturaleza, inseguro, mutable y disoluble y tan sólo posee cierta necesidad de consecuencia en virtud de la presciencia divina.
23. Un poco antes he dicho que la presciencia por la que Dios sabe qué va a suceder o no en virtud del arbitrio creado dado cualquier orden de causas y de medios que la providencia divina establezca con respecto a los efectos que dependen del arbitrio creado, no atañe tanto a la providencia como a la perfección de la providencia, porque si fuese imposible que Dios sólo poseyese una ciencia por la que supiese adaptar y ordenar correctamente los medios para dirigir el arbitrio creado hacia sus fines y efectos propios sin una presciencia por la que conociese con certeza en qué sentido se determinaría el arbitrio, entonces la preconcepción del orden de los medios dirigidos a este fin junto con el propósito ─en la medida en que esto depende de Dios─ de ejecutarlo, debería considerarse providencia divina con respecto a estos fines, pero Dios no tendría presciencia de los efectos que el libre arbitrio produciría y, en consecuencia, la providencia divina carecería de toda seguridad con respecto a estos efectos, así como también de toda inmutabilidad e indisolubilidad en las causas y en los medios con respecto a estos efectos. Por esta razón, la presciencia divina de la que proceden esta necesidad de consecuencia y esta inmutabilidad e indisolubilidad de los medios de la providencia divina, sólo atañe a la perfección de la providencia divina.
24. Por tanto, oponiéndonos al primer argumento, admitiendo todas las suposiciones que en él se hacen, debemos negar que de aquí se siga que la providencia divina, en tanto que providencia divina, siempre se ocupe de la consecución de los medios y del fin. Pues no es necesario que lo que es propio de la naturaleza de una de las partes de un todo, también lo sea del todo en su totalidad. En efecto, es propio de la naturaleza del hombre que éste posea razón, pero no así de la del animal. Y el término «predestinación» no dice sin más providencia divina, sino una providencia divina que tenga por objeto la beatitud; pero no sólo dice beatitud ─porque esta misma providencia provee también a los no predestinados─, sino que también dice providencia divina que tiene por objeto la beatitud tan sólo con respecto a aquellos que la van a alcanzar; pero en razón de aquello que la predestinación añade a la providencia que tiene por objeto la beatitud, ésta incluye la consecución del fin.
25. Contra el segundo argumento, debemos decir que la providencia divina, además del plan de los medios dirigidos a un fin, incluye el propósito por parte de la voluntad de mandar ejecutar el orden de medios, en la medida en que esto depende de Dios, siendo este propósito una voluntad absoluta de ejecutar con seguridad algunos medios, pero sin ser un propósito de alcanzar de manera eficaz el fin, sino con dependencia de las condiciones bajo las cuales se quiere y se adopta el propósito; por esta razón, aunque la providencia divina incluya el propósito eficaz de ejecutar algunos medios, sin embargo, no incluye el propósito de alcanzar el fin.
26. Contra el tercer argumento, debemos decir que no es absurdo que la providencia divina se frustre con respecto a un fin que sólo quiere y dirige con voluntad condicionada y dependencia del arbitrio creado, al que se dispone a ayudar con el orden de su providencia en la medida suficiente para que alcance ese fin, si quiere alcanzarlo.
27. Contra la demostración, debemos decir que la Iglesia afirma que Dios no yerra en su providencia, porque prevé con certeza qué cosas de aquellas sobre las que ejerce su providencia deben beneficiar o perjudicar ─de ahí que, a continuación, se añada: te rogamos apartes de nosotros todo lo que nos pueda dañar y nos concedas todo lo que pueda sernos beneficioso─ e, igualmente, porque prevé con certeza de cuáles de ellas se sigue o no el efecto provisto y dirigido condicionalmente y con voluntad antecedente, por lo que la providencia divina supera a la nuestra, pero no en el sentido de que siempre deba seguirse la consecución del fin hacia el que la providencia divina nos dirige.