Concordia do Livre Arbítrio - Parte V 1

Parte V - Sobre a vontade de Deus

Disputa I: Sobre las distintas explicaciones del pasaje de I Timoteo, II, 4: «Dios quiere que todos los hombres se salven»

1. También me ha parecido conveniente ofrecer en esta Concordia mi enseñanza sobre este artículo, porque nos llevará en gran medida a entender mejor la coherencia de la libertad de nuestro arbitrio con la providencia, la predestinación y la reprobación divinas.
2. Pero antes de examinar la cuestión que propone Santo Tomás, merece la pena que consideremos las explicaciones de los Doctores sobre el testimonio de San Pablo que acabamos de ofrecer. Santo Tomás lo explica en su respuesta al primer argumento de este artículo.
3. La primera interpretación es la de San Agustín (Epistola 107 ad Vitalem; Enchiridion, cap. 103; De praedestinatione Sanctorum, cap. 8; Hypognosticon, lib. 6, hacia el final, si es que se trata de un libro de San Agustín), a quien sigue San Anselmo en su comentario al mismo pasaje de San Pablo. Ciertamente, en los lugares mencionados, San Agustín afirma que este pasaje no debe entenderse referido de manera genérica a todos los hombres, sino únicamente a aquellos que alcanzan la salvación; de esta misma manera habla en De praedestinatione Sanctorum (cap. 8), diciendo: «Cuando un solo maestro enseña a los niños en alguna ciudad, acostumbramos a decir que este maestro enseña a todos los niños de una misma ciudad; pues no queremos dar a entender que este maestro enseñe a la totalidad de los niños de esa ciudad, porque hay muchos a quienes no enseña ningún maestro, sino que queremos decir que enseña a todos los que son enseñados en esa ciudad, por medio de una construcción o distribución a la que llaman acomodada». Del mismo modo, como dice San Agustín en su Enchiridion, debe entenderse el pasaje de JuanI, 9: «… que ilumina a todo hombre que viene a este mundo». Pues como hay muchos que no son iluminados, el sentido de lo que dice San Juan es el siguiente: Cristo ilumina a todo el que es iluminado, de tal modo que nadie es iluminado a no ser gracias a él. Así también deben entenderse otros pasajes de las Sagradas Escrituras.
4. La segunda interpretación es del propio San Agustín (Enchiridion, cap. 103; De correptione et gratia, cap. 14), a saber, en el pasaje mencionado la distribución no se realiza según cada uno de los géneros ─es decir, como si Dios quisiera que se salvasen todos los hombres de cada uno de los estados─, sino según el género de cada uno, es decir: de cada uno de los estados quiere que algunos se salven. De la misma manera explica San Agustín el pasaje de MateoXXIII, 23 y de Lucas XI, 42: «… pagáis el diezmo de la menta, la ruda y todas las legumbres…», es decir, toda especie de legumbre. 5. La tercera interpretación también es del propio San Agustín (De correptione et gratia, cap. 15), a saber: Dios quiere que todos los hombres se salven, esto es, hace que nosotros queramos que todos los hombres se salven, según el pasaje de Gálatas IV, 6: «… envió Dios a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que grita: ¡Abba! ¡Padre!». Pues mientras tanto, mientras no sepamos quiénes son aquellos que Dios quiere que se salven, es justo, santo y grato a Dios que le roguemos por la salvación de todos nuestros prójimos y que, en la medida de nuestras fuerzas, intentemos procurársela a todos ellos; por ello, este deseo y esta petición proceden de Dios.
6. La cuarta interpretación es la de Santo Tomás y Cayetano, en sus comentarios al pasaje mencionado de San Pablo, y también la de Marsilio de Inghen (In I, q. 45, art. 1); asimismo la defienden otros que afirman que este pasaje debe entenderse referido no a una voluntad de beneplácito, es decir, que formalmente esté en Dios ─pues sostienen que ésta siempre se cumple─, sino a una voluntad de signo, por la que Dios propone los preceptos de la salvación y la doctrina del Evangelio a todos los hombres culpables por no querer alcanzar el conocimiento de la verdad, así como tampoco salvarse.
Además, la voluntad de signo no se encuentra formalmente en Dios, sino que es efecto de Dios, es decir, promulgación de la ley y del Evangelio, redención del género humano hecha por Cristo &c. Pero se dice metafóricamente que estos efectos son voluntad de Dios, en tanto que indicios de que a Dios le será grato no sólo que todos se salven, sino también que cada uno rece por la salvación de todos. También se dice metafóricamente que estos efectos son voluntad de Dios del mismo modo que el testamento, al expresar la voluntad del testador, suele denominarse «voluntad del testador».
7. Pero tengo la gran duda de si, según el parecer de estos autores, la voluntad de signo significa alguna volición ─al menos, condicionada─, que se encuentre formalmente en Dios y por la que realmente quiere que todos los hombres se salven o bien, del mismo modo que el castigo y la voluntad divina de castigar a los pecadores reciben el nombre metafórico de «ira» ─en la medida en que Dios exhibe el mismo efecto que el hombre airado acostumbra a desplegar, a pesar de que en Dios no hay nada que formalmente pueda considerarse sujeto a ira─, así también, en Dios no hay otra volición por la que quiera que todos los pecadores se salven que la volición por la que quiere exhibir los signos que en realidad exhibe, por lo que esta volición sería, con respecto a los signos, voluntad de beneplácito y, además, eficaz; pero los propios signos externos y también la volición interna de Dios se denominan metafóricamente «voluntad de que todos los hombres se salven», en la medida en que, con voluntad eficaz, Dios exhibe los signos como los exhibiría aquel que querría, de manera condicional, si no dependiese de los hombres, que todos ellos se salvasen, a pesar de que en Dios no haya ninguna volición ─tampoco condicionada─ por la que quiera que todos los hombres se salven. Ciertamente, Santo Tomás parece sostener esto mismo abiertamente en el lugar citado. Pues, en primer lugar, cuando explica el pasaje mencionado, sólo habla de una voluntad de signo, como si en Dios no hubiese una voluntad de beneplácito por la que quisiese que todos los hombres se salvaran. Luego explica este mismo pasaje de cuatro maneras referidas a una voluntad de beneplácito. Las tres primeras las acabamos de ofrecer recurriendo a San Agustín; pero la cuarta añade que el pasaje debe entenderse referido a una voluntad antecedente o condicionada, si no dependiera de los hombres, como luego diremos. Sin duda, Santo Tomás pone esta voluntad bajo la voluntad de beneplácito, a no ser que digamos que Santo Tomás, en el lugar mencionado, pretendía dar a entender, por medio de esta voluntad de signo, la voluntad condicionada existente en Dios por la que quiere que todos los hombres se salven, si de éstos no dependiese ─como más adelante, al final del art. 11, comentaremos las palabras de Santo Tomás─, y que digamos que Santo Tomás toma, en el lugar mencionado, la voluntad de beneplácito en sentido lato, en tanto que distinta de la voluntad de signo.
8. Del parecer que acabamos de ofrecer, a mi modo de ver, se apartan muy poco o nada Escoto y Occam (In I, dist. 46) y algunos otros que niegan totalmente que en Dios pueda haber alguna voluntad de beneplácito que no se cumpla y, por ello, tampoco una voluntad por la que desee que todos los hombres se salven en su totalidad; asimismo, tampoco quieren admitir que en Dios haya voluntad condicional. Por ello, aunque sostengan que Dios quiere, con voluntad antecedente, que todos los hombres se salven, pero no con voluntad consecuente, sin embargo, bajo la expresión de «voluntad antecedente» entienden la voluntad eficaz por la que Dios quiso conferir ─y realmente confiere─ a todos sin excepción dones naturales, leyes rectas y auxilios suficientes para alcanzar la salvación; de este modo, puede decirse que, por su parte, quiere que todos los hombres se salven. Así pues, a esta voluntad eficaz ─en tanto que lo es de algunas de las cosas antecedentes que conducen hacia la salvación, pero que no son suficientes, salvo que el libre arbitrio coopere, estando Dios dispuesto a ayudarlo─ la denominan «voluntad antecedente» por la que Dios quiere que, en la medida en que de Él depende, todos los hombres se salven; pero no como si en Dios hubiese alguna volición por la que quisiera condicionalmente que todos los hombres se salvasen sin excepción. Por tanto, Marsilio de Inghen afirma con razón, en el lugar citado, que la voluntad de la que hablan estos Doctores no difiere de la voluntad de signo.
9. La última interpretación del pasaje mencionado es la que San Juan Damasceno ofrece en De fide orthodoxa (lib. 2, cap. 29), donde, disputando sobre la providencia divina, enseña que, entre aquellas cosas que caen bajo la providencia y voluntad divinas, las que de ningún modo dependen del libre arbitrio sólo son gobernadas por la providencia y voluntad divinas y, por consiguiente, Dios ha querido cuantas acontecen con la voluntad absoluta por la que hizo en el cielo y en la tierra todo lo que quiso. De ahí que Damasceno diga: «Así pues, es Dios quien hace y provee; posee virtud hacedora y su buena voluntad es contentiva y proveedora. Pues Dios hizo en el cielo y en la tierra todo lo que quiso y nadie resiste a su voluntad. Quiso que todo aconteciera y todo aconteció; quiere que el mundo se pare y se para. Y puede hacer y hace todo lo que quiere». Un poco más adelante, añade: «Digo: todas las obras de providencia que no están en nosotros ─esto es, que no dependen de nuestra potestad─… pues todas aquellas cosas que están en nosotros no sólo dependen de la providencia, sino de nuestra libre potestad y arbitrio… pero unas dependen de la providencia por aceptación ─esto es, los bienes que dependen de nuestro libre arbitrio─ y otras por permisión, a saber, los males, tanto de culpa, como de aflicción, de ignominia y de castigo, que ─a veces por nuestro libre arbitrio, a veces por otro ajeno─, Dios nos permite con su providencia en consideración de los mejores fines, como explica por extenso». Añade: «Conviene saber que la elección de lo que debe hacerse está en nuestra potestad; el fin de las buenas acciones se alcanza con la cooperación de Dios ─que coopera con justicia con aquellos que, con recta conciencia, eligen el bien según su presciencia─ y el fin de las malas se alcanza con el justo abandono de Dios, también según su presciencia… Sin embargo, hay dos especies de abandono: pues está el abandono dispensador, correctivo e instructor; y está el abandono final y desesperado. El abandono dispensador e instructor sirve para corregir, salvar y hacer que el sujeto instruido alcance la gloria a imitación de otros o para gloria de Dios. El abandono final se produce, cuando, a pesar de que Dios hace todo lo necesario para que el hombre pueda alcanzar la salvación, éste permanece incorregible e incapaz de curarse por propia decisión. Entonces se entrega a la perdición final, como Judas. ¡Que Dios aparte esto de nosotros y no nos abandone de esta manera!… No hay que callar que todos los daños miserables que sufren quienes los reciben pronunciando una acción de gracias, persiguen la salvación de éstos y por ello estos daños se producen con vistas a su utilidad sobre quienes los sufren; tampoco hay que callar que Dios quiere, sobre todo y con voluntad antecedente, que todos los hombres se salven y alcancen su reino. En efecto, no nos ha creado para castigarnos, sino para hacernos partícipes de su bondad, en tanto que Él mismo es bueno. Pero en la medida en que también es justo, quiere que los pecadores sean castigados… Así pues, se dice que la primera voluntad es antecedente y aceptación que depende de Dios; y la segunda voluntad es consecuente y permisión cuya existencia se explica por nosotros. Por ello, es una voluntad doble: la primera es dispensadora e instructora de nuestra salvación; la segunda abandona ya sin esperanzas al pecador a su castigo final, como ya hemos dicho… Y si realizamos las obras buenas que dependen de nosotros, Dios las quiere de manera muy especial y las acepta con voluntad antecedente. Pero si realizamos obras malas y malas de verdad, ni las quiere de manera especial, ni las quiere con voluntad consecuente; no obstante, otorga libertad al arbitrio para realizarlas. Pues lo que acontece de manera necesaria, no es obra racional, ni virtuosa, &c.». He querido ofrecer estas palabras de San Juan Damasceno para que se entienda mejor su pensamiento, puesto que él fue el primero en introducir la conocida distinción entre voluntad divina antecedente y voluntad divina consecuente, recurriendo a esta distinción para explicar el pasaje citado de San Pablo. Diga lo que diga Gregorio de Rímini (In I, d. 46), es evidente que Damasceno enseña lo mismo que Santo Tomás, como también afirman otros escolásticos.
10. Para que esto se entienda, en primer lugar: Hay que saber que Damasceno no distingue entre voluntad antecedente y voluntad consecuente en relación a todo aquello que Dios ha querido, sino tan sólo en relación a aquello que depende del libre arbitrio creado, que, según dice, no sólo está en manos de la providencia divina, sino también de nuestro arbitrio y libre potestad.
11. En segundo lugar: Hay que saber que, cuando Dios Óptimo Máximo decidió desde la eternidad crear a los ángeles y a los primeros padres para que disfrutasen de una beatitud sempiterna, quiso verdaderamente y sin fingimiento alguno tanto para unos, como para otros, la beatitud sempiterna y los medios necesarios para alcanzarla, siendo éste el fin por el que decidió crearlos. Pues si en ese momento no hubiese querido para todos los hombres la beatitud sempiterna y los medios necesarios para alcanzarla, entonces ni habría decidido crearlos, ni diríamos que en algún momento del tiempo habría creado a todos los hombres para que alcancen la beatitud, sino tan sólo a algunos. Pues se dice que los hombres han sido creados para la beatitud sempiterna por voluntad de Dios, de tal modo que la alcancen, aunque esto no esté en sus propias manos. Además, nadie osará decir, ni tampoco puede decirse sin perjuicio de la fe católica, que Dios no ha decidido desde la eternidad crear en razón de un fin ─a saber, la beatitud─ a todos aquellos hombres a los que creó en un momento del tiempo.
Pero para que resultase más honroso el fin con vistas al cual Dios decidió crear tanto a los ángeles, como a los hombres, relacionándolo con los méritos de éstos y también con otras causas justísimas, aunque, cuando decidió crearlos con vistas a la beatitud, hubiese querido para ellos verdaderamente y sin ningún fingimiento la beatitud sempiterna y todos los medios necesarios para alcanzarla, sin embargo, no habría querido esto para ellos con voluntad absoluta, sino de manera condicionada o dependiente del libre arbitrio, tanto del libre arbitrio propio de cada uno, como del libre arbitrio del primer padre en relación a algunos dones gratuitos que Dios decidió conferirle con objeto de que sus descendientes también los recibieran, como ya hemos explicado en nuestros comentarios a la cuestión 14, artículo 13, (disputa 3).
12. En tercer lugar: Hay que saber que cuando Dios Óptimo Máximo, previendo la caída del género humano, decidió enviarle un redentor universal cuyos méritos se aplicasen, bajo determinadas leyes, a todos los hombres ─en tanto que esto depende del redentor─, también quiso para todos la felicidad sempiterna y los medios necesarios para alcanzarla, pero no con voluntad absoluta, sino con dependencia tanto del libre arbitrio de los hombres, como también del curso, la disposición y los acontecimientos de este mundo. Pues tras el delito y la caída del género humano, no era razonable que éste recuperase aquel estado feliz en el que fue creado en un principio y tampoco lo era que, frente a los peligros y las miserias a las que está sometido por propia naturaleza en virtud de la disposición misma del universo, resultase de nuevo protegido por el don de la justicia original y el sustento del árbol de la vida, sino que, antes bien, era justo que, como castigo por el delito cometido en esta vida, en adelante sufriese calamidades; pero el propio autor de la naturaleza y creador de todas las cosas ─es decir, Dios─ presupondría que la gracia merecida por el redentor perfeccionaría la naturaleza humana en la medida necesaria para conducirla hacia el fin sobrenatural, como ya hemos explicado en nuestros comentarios al artículo citado.
13. Por todo ello, es evidente que hay que atribuir a Dios Óptimo Máximo una volición que, en bondad y piedad, sería dignísima de Él y, además, conforme al libre arbitrio creado y a la prueba por medio de la cual, según su decisión, nos conduce hacia el premio de la victoria. Con esta volición desde la eternidad ha querido que todos los hombres y los ángeles que decida crear, alcancen la salvación; con esta volición también ha querido conferirles los medios necesarios para este fin, pero de modo condicional, es decir, si no dependiese de ellos o del primer padre.
Por este motivo, desaparece la objeción que San Agustín repite muy a menudo y que fue la razón de que no explicase el testimonio de San Pablo como referido a todos los hombres de manera genérica, sino que ofreciese las tres explicaciones que ya hemos expuesto. Pues a menudo objeta que a veces los niños mueren en el útero materno antes de recibir el bautismo, sin que dependa, ni esté en la potestad de los niños, ni de sus padres, ni de los ministros de la Iglesia, ayudarlos y ofrecer el remedio del bautismo para su salvación; por tanto, Dios no quiere que todos los hombres se salven de manera genérica, ni siquiera bajo la condición de que su salvación no dependiese de ellos, ni de sus padres, ni de los ministros de la Iglesia.
Ciertamente, a esta dificultad hay que responder que, con respecto a la primera condición del género humano, Dios quiere que todos los hombres alcancen la salvación sin excepciones, siempre que esto no dependa de ellos mismos, ni del primer padre, a quien en un primer momento le fueron conferidos dones gratuitos que por generación habría de transmitir a toda su progenie. Ahora bien, tras la caída del género humano y el beneficio de la redención, Dios también quiere que todos se salven, pero sin perjuicio de la constitución y el curso de las causas del universo y con dependencia del libre arbitrio de los hombres, como ya hemos explicado. Por esta razón, a Dios le es grato que todos los hombres alcancen la salvación y, por ello, según el testimonio de San Pablo, quiere que se lo pidamos y que, en la medida de nuestras fuerzas, ayudemos al prójimo. Además, que se condenen algunos a quienes ni otros, ni ellos mismos, pueden ayudar, es efecto y castigo del pecado del primer padre; pero esto no sucede de por sí, sino de manera accidental, es decir, en virtud de la propia disposición de las causas del universo y de la caída del primer padre contra la enseñanza y la voluntad de Dios; a esto a veces también conduce la maldad de algunos, sin que Dios esté obligado a impedirlo.
14. Por otra parte, esta volición condicional que atribuimos a Dios es un acto del libre arbitrio divino que tan sólo se extiende a aquellos a quienes ha querido crear. No rechazo que entre ellos se incluyan aquellos que hubiesen nacido dada la constitución del universo que éste ha tenido desde un principio; tampoco rechazo que, según el arbitrio de los hombres, este mundo haya seguido otro curso con respecto a las generaciones de los hombres y que hayan nacido otros distintos; ciertamente, Dios también quiso que todos ellos se salvaran bajo la condición de que hubiesen sido engendrados, como pudo suceder de manera natural. Además, la volición por la que, desde la eternidad, Dios quiso que todos los hombres se salvaran por encima del acto por el que Dios se ama a mismo, no añade otra cosa que una relación de razón con cada uno de los objetos queridos condicionalmente. Pero como no es contradictorio que Dios quiera cosas así condicionalmente ─es más, como veremos, las Sagradas Escrituras dan a entender esto, que además es totalmente conforme tanto a la bondad y piedad divinas, como también a la libertad y al examen al que estamos sometidos, de tal modo que podamos extender nuestra mano hacia lo que queramos, ya sea la vida, ya sea la muerte─, no veo por qué razón estos actos deberían excluirse en Dios.
15. San Juan Damasceno llama a este acto «voluntad antecedente de Dios» y, según dice, San Pablo sostuvo que con esta voluntad Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad. Pero si quiere condenar y castigar a algunos y, en consecuencia, que no alcancen la salvación, lo querrá, según dice, con voluntad consecuente.
Pero para entender la intención de Damasceno, debemos saber que presenta una triple distinción en nosotros con respecto a la felicidad sempiterna y a la muerte eterna, que, en tanto que dependen de nuestro arbitrio, no sólo serían consecuencia de la providencia divina, sino también de nuestra potestad libre y de nuestro arbitrio.
Ciertamente, algunas cosas no sólo son buenas en mismas, sino que también son buenas para nosotros, como la felicidad sempiterna, la observancia de los mandamientos y de las advertencias y, por último, todos los medios dependientes en cierto sentido de nuestro arbitrio y conducentes a la felicidad sempiterna.
Hay otras cosas que, por una parte, son malas en mismas y de ningún modo pueden ser buenas y, por otra parte, también son malas para nosotros, como las transgresiones de los mandamientos.
Finalmente, hay otras cosas que para nosotros son malas y que exigen previamente nuestra culpabilidad, para que Dios las quiera para nosotros; no obstante, una vez que ya somos culpables, pueden pasar a considerarse buenas en mismas, en la medida en que Dios las habría querido para nosotros con justicia como castigo de nuestra culpabilidad; este sería el caso de nuestra condena y muerte.
Por tanto, según Damasceno, Dios ha querido las cosas del primer género para todos los hombres sin excepción, porque nos ha creado para conferírnoslas y no para castigarnos; sin embargo, las ha querido para todos con voluntad condicional, es decir, si alcanzarlas no dependiese de los propios hombres o del primer padre; pues estas cosas no sólo son consecuencia de la providencia divina, sino también de la potestad y libertad del arbitrio creado. Damasceno entiende que San Pablo se refiere a esta clase volición. Pero como quien así quiere que todos los hombres alcancen la salvación, no quiere que nadie se hunda en la perdición bajo esa misma condición y persistiendo en el único fin y objeto de la creación del género humano ─sino que, más bien, por así decir, sería dueño de una «noleidad», por la que no querría la perdición de ningún hombre, si sus deméritos no exigiesen lo contrario, puesto que es contradictorio que todos alcancen la salvación y que alguien se hunda en la perdición─, por esta razón, con esa volición que ─según nuestro modo de entender, basado en la realidad de las cosas─ precede a la volición de las cosas del tercer género, Dios quiere que todos los hombres sin excepción alcancen la salvación y que nadie se hunda en la perdición.
Ahora bien, como dice Damasceno, Dios no quiere las cosas del segundo género antes de que acontezcan, ni después de prever que, por maldad del libre arbitrio creado, van a acontecer o ya lo han hecho, porque no podrían considerarse buenas en función de ninguna razón que pluguiese a Dios, sino que Él sólo las habría permitido para el mejor fin. Gracias a esta permisión, tales cosas acontecerán en virtud de la libertad de arbitrio, salvo que se interponga algún impedimento; pues decimos que permitimos aquello que no impedimos, a pesar de que podríamos impedirlo y de que, de no ser así, tendrá lugar. Pero esto no se atribuye de manera culposa a quien no lo impide, cuando no está obligado a impedirlo, sino tan sólo a quien realiza la acción, como hemos explicado en nuestros comentarios a la cuestión 14, artículo 13 (disputa 32).
Como Dios sólo quiere las cosas del tercer género en el caso de que sea culpable aquel para cuyo castigo Dios las quiere con justicia y, por ello, al proporcionar este hombre culpable la razón de que merezca que Dios quiera para él algo muy distinto de aquello que, en función del propio fin de la creación, Dios quería conferirle, si no estuviese en su propia potestad, por ello, según dice Damasceno, Dios quiere estas cosas para los hombres con una voluntad consecuente, que, según nuestro modo de entender, es posterior a la otra voluntad. Pero esta voluntad posterior supone la previsión de la culpabilidad de estos hombres. Por esta razón, Damasceno afirma que las dos voluntades proceden de Dios: la que antecede procede de Dios, porque es bueno; y la voluntad que sigue a ésta procede de Dios, porque es justo. La primera nace de la bondad, misericordia y clemencia divinas y la segunda aparece a causa de las acciones humanas.
16. Por todo ello, es evidente que, en primer lugar, Damasceno sólo distingue entre voluntad consecuente y voluntad antecedente en relación a aquellas cosas que son buenas ─y, por ello, queridas por la voluntad divina─ y que se influyen de tal manera que Dios habría querido lo contrario de aquello que ha querido con voluntad consecuente y, por ello, según nuestro modo de entender, le habría precedido una voluntad sometida a la siguiente condición, a saber: que los deméritos del hombre no exijan otra cosa; de todo ello dependen la condenación, la salvación y la felicidad sempiterna de cada uno. Por ello, aunque Dios quiera con voluntad condicionada respetar sus propios preceptos y decisiones ─es decir, si nosotros también queremos hacerlo─, sin embargo, no se dice que quiera lo contrario con voluntad consecuente, porque los pecados y la violación de los preceptos no pueden considerarse buenos en el sentido de que Dios los haya querido con voluntad consecuente, sino que se dice que Dios tan sólo los permite, aunque la voluntad de permitir esto ─que implica la realización futura del acto por parte del libre arbitrio creado, salvo que Dios impida este acto─ puede considerarse, según nuestro modo de entender, una voluntad posterior a la voluntad condicional, para no incumplir los preceptos.
17. En segundo lugar, es evidente que, según Damasceno, no puede denominarse «consecuente» toda voluntad absoluta de Dios, sino tan sólo aquella voluntad que Dios sólo querría en sentido contrario. Pues Damasceno no denomina «consecuente» a la voluntad por la que Dios, previendo que Pedro, en razón de la libertad de su arbitrio, va a guardar los preceptos y mandatos y alcanzar la vida eterna, quiere esto mismo de manera absoluta y complacido, sino que, según Damasceno, esto corresponde a su voluntad antecedente, porque por medio de ésta Dios no quiere otra cosa que eso mismo que quiere con voluntad antecedente, a pesar de que quiera esto mismo de manera absoluta y lo acepte como algo que le resulta muy grato.
18. Por tanto, según todo esto que estamos diciendo, voluntad consecuente es aquella por la que, en función de la adición de algunas circunstancias, Dios quiere algo de manera absoluta, aunque en Él permanezca el deseo de lo contrario; de ahí que aquello que quiere de manera absoluta, no lo quiera considerado en mismo y en ausencia de dichas circunstancias; pero se dice que quiere con voluntad antecedente aquello que quiere considerado en mismo, en ausencia de dichas circunstancias. Así también se dice que el mercader quiere con voluntad consecuente arrojar sus mercancías al mar para escapar a un peligro mortal, porque, en función de la circunstancia del peligro que se presenta, lo quiere de manera absoluta, pero de tal modo que al mismo tiempo también desearía salvar las mercancías, si la tempestad lo permitiese; sin duda, este deseo procede de la volición de salvaguardar las mercancías consideradas en mismas. AquíSanto Tomás ofrece un ejemplo ajustadísimo, a saber, el del juez justísimo y bueno en grado sumo que, del mismo modo que no quiere que en la república se cometa ningún crimen, tampoco quiere condenar a nadie a muerte, sino que quiere que todos disfruten de vida y paz; sin embargo, considerados los crímenes de los reos y el bien de la república, que exige que sean condenados a muerte quienes cometan crímenes, quiere con voluntad absoluta y consecuente castigarlos con la pena de muerte, a pesar de que en él permanece el deseo de conservar la vida de todos, si las leyes y el bien común lo permitiesen; sin duda, este deseo procede de la voluntad antecedente, por la que querría salvar a todos ─pues todos son hombres y prójimos─, si las leyes y el bien común lo permitiesen.
Por tanto, como la voluntad antecedente se relaciona con alguna razón previa del objeto y anterior a las circunstancias que pueden darse ─y por cuya razón Dios quiere lo opuesto de manera absoluta con voluntad consecuente─, pero la voluntad consecuente se relaciona con una razón posterior que aparece después, por ello, según comenta Santo Tomás en este lugar, la distinción entre voluntad antecedente y voluntad consecuente en Dios no se toma a partir del propio Dios ─como si en Él hubiese una voluntad que antecediese y otra que siguiese a ésta─, sino a partir del objeto considerado de distintas maneras, de las cuales una sería anterior y otra posterior. Sin embargo, no debe negarse que ─según nuestro modo de entender, basado, no obstante, en la realidad de las cosas─ la voluntad antecedente en Dios es previa a la voluntad consecuente, como ya hemos dicho.
19. Este parecer no es sólo de Damasceno y de Santo Tomás ─que al final de su artículo afirma que debe anteponerse a los demás y también dedica más tiempo a su exposición que a la de los demás pareceres─, sino que también es el parecer que Domingo de Soto ofrece a propósito de las palabras del capítulo 9 de la Epístola a los romanos (IX, 22): «Pues si para mostrar Dios su ira…»; pues en este lugar afirma que, sin perjuicio del máximo respeto que se le debe a San Agustín, el parecer y la explicación de Damasceno deben anteponerse a la explicación de San Agustín; lo mismo afirma Ambrosio Catarino en De praedestinatione ad Sacrum Concilium Tridentinum, así como otros muchos escolásticos. También muchos Padres sostienen lo mismo en sus comentarios al pasaje de I Timoteo (II, 4), interpretando este pasaje como si se refiriese a todos los hombres de manera genérica bajo la condición que hemos explicado; entre ellos se encuentra San Atanasio (De assumptione hominis, lib. 3); San Crisóstomo en sus comentarios al mismo pasaje de San Pablo y en De providentia, lib. 1; San Ambrosio en sus comentarios al mismo pasaje de San Pablo, donde dice: «Si Dios, de quien decimos que es omnipotente, quiere que todos los hombres alcancen la salvación, ¿por qué no se cumple su voluntad?»; y responde a continuación: «Hay una condición oculta; pues Dios quiere que se salven, pero en el caso de que se acerquen a Él, si también ellos mismos así lo quieren &c.»; lo mismo sostiene San Jerónimo comentando el mismo pasaje: «Si también ellos mismos, tras ser llamados, quieren dar su asentimiento a Dios…»; y afirma que así se pueden resolver las objeciones surgidas a propósito del endurecimiento del faraón; esta misma explicación ofrece San Agustín ─o quien sea el autor de esta obra─ en Ad articulos falso sibi impositos (art. 2), donde dice: «Hay que creer y reconocer de la manera más sincera que Dios quiere que todos los hombres alcancen la salvación, puesto que el Apóstol, a quien pertenece este parecer, recomienda con ardor que en todas las iglesias se ponga cuidado en elevar súplicas a Dios por todos los hombres. Pero la perdición de muchos de estos hombres se deberá a ellos mismos; y la salvación de los hombres que se salven, será don del salvador; pues la condenación del reo es efecto de la justicia divina, que está libre de toda culpa; y la justificación del reo es efecto de la gracia inefable de Dios». En De spiritu et littera (cap. 33), San Agustín ofrece esta misma explicación de manera todavía más evidente.
20. Demostración de este parecer: En primer lugar: Si en realidad Dios no quiere que todos los hombres alcancen la salvación, siempre que no dependa de ellos, entonces no puede entenderse por qué razón es posible decir en verdad que Dios ha creado a todos los hombres para la vida eterna y ha puesto a todos en manos de sus propias decisiones, de tal manera que, ayudados por la gracia divina ─que Dios estaría presto a conceder a todos aquellos que hagan lo que en ellos está─, puedan alcanzar la vida eterna, ni por qué razón habría que decir que quienes no la alcanzasen, no la habrían alcanzado por culpa propia o por culpa del primer padre. Por tanto, como todo esto es contrario a las Sagradas Escrituras, sin lugar a dudas, hay que adherirse al parecer que estamos explicando.
21. En segundo lugar: Todas las demás explicaciones del pasaje de San Pablo, es decir, exceptuando la de Damasceno y la explicación común de los Padres, incluso a primera vista parecen peregrinas y retorcidas. Pues San Pablo ruega se eleven súplicas, oraciones, peticiones y acciones de gracias por todos los hombres; y añade (I Timoteo, II, 3-6): «Esto es bueno y grato ante Dios, nuestro salvador, que quiere que todos los hombres alcancen la salvación y lleguen al conocimiento de la verdad; porque uno es Dios, uno también el mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús, que se entregó a mismo para redención de todos…». Sin duda, cuando San Pablo afirma que Dios quiere que todos los hombres alcancen la salvación, se refiere a todos esos mismos hombres por quienes, en el mismo contexto, había dicho antes que debían elevarse ruegos, oraciones, &c. (pues aduce la razón por la que esto debe hacerse) y a propósito de ellos añade que Cristo se entregó a mismo para redención de todos. Es evidente que las oraciones de la Iglesia deben incluir a todos los peregrinos hacia la beatitud ─de aquí debemos exceptuar a quien, con objeto de que vuelva al buen camino, ha sido excomulgado con justo castigo y que, por precepto de la Iglesia, resulta excluido de las oraciones comunes─ y que hay que rezar por todos los hombres en su totalidad, siendo esto grato a Dios; también es evidente que Cristo se entregó a mismo para redención de todos los hombres en su totalidad. Por tanto, San Pablo afirmó que Dios quiere que todos los hombres alcancen la salvación en su totalidad, si esto no estuviese en sus propias potestades.
22. En tercer lugar: Dios posee formalmente una voluntad que le hace querer que cumplamos los preceptos y recomendaciones que nos da, si nosotros también queremos lo mismo. Pues en la oración del Señor (Mateo, VI, 10): «… hágase tu voluntad, tanto en el cielo, como en la tierra…», pedimos cumplir su voluntad. Sobre esta misma voluntad, San Pablo dice (I Tesalonicenses, IV, 2-3): «Bien sabéis los preceptos que os hemos dado en nombre del Señor Jesús. Porque la voluntad de Dios es vuestra santificación: que os abstengáis de la fornicación, &c…». Además, todos los Teólogos sostienen que estos preceptos y recomendaciones son voluntad de signo en relación a Dios, porque son expresión de una voluntad que Dios posee formalmente, en virtud de la cual quiere que cumplamos los preceptos, en el caso de que nosotros también queramos esto mismo en razón de nuestra libertad y, por ello, nos entrega sus preceptos. Pues es ridículo y poco conforme a las Sagradas Escrituras pensar que, formalmente y en sentido propio, Dios no quiere que cumplamos sus preceptos, sino que tan sólo se diría de manera metafórica que lo quiere, porque presenta sus preceptos y recomendaciones de la misma manera que lo haría quien quisiese el cumplimiento de sus preceptos, del mismo modo que, según se dice, se encoleriza con alguien sólo metafóricamente, porque castiga como suelen castigar los hombres encolerizados. Por esta razón, Santo Tomás, al considerar que la explicación presentada sobre las palabras de San Pablo en relación a una voluntad de signo ─como si Dios careciese de voluntad de beneplácito─ carece de toda probabilidad, con razón no la presenta en el lugar mencionado, sino que ofrece tan sólo las explicaciones que interpretan este pasaje como referido a una voluntad de beneplácito que Dios poseería formalmente y en sentido propio. Finalmente, esta voluntad no es contraria a Dios, sino que puede conciliarse de la mejor manera tanto con la bondad, piedad y verdad divinas, como también con nuestra libertad y con la prueba a través de la cual Dios ha decidido conducirnos hasta el premio de la victoria; por tanto, hay que admitir que Dios posee esta voluntad. Pero esta sería la misma voluntad por la que, según afirman Damasceno y otros Padres, Dios quiere que todos los hombres se salven en su totalidad y obtengan los medios necesarios para alcanzar la vida eterna, siempre que no dependa de ellos. Por tanto, es verdadero el parecer de Damasceno y de otros Padres en relación a la explicación del pasaje mencionado de San Pablo.
23. Antes de ofrecer la cuarta demostración, diremos que no han faltado quienes han intentado rebatir la proposición que hemos ofrecido al comienzo de la anterior demostración ─a saber, Dios posee formalmente una voluntad que le hace querer que cumplamos los preceptos y recomendaciones que nos da, si nosotros también queremos lo mismo─, diciendo lo siguiente: «…aunque esta proposición sea verdadera en muchas ocasiones, sin embargo, no siempre lo es, como es evidente por el precepto que Dios impuso a Abraham de inmolar a Isaac».
24. Sin embargo, esta refutación es rigurosa en extremo y muy escrupulosa. En primer lugar, porque nosotros nos referimos a los preceptos y recomendaciones propuestos a la Iglesia y no al precepto particular que se le impuso a Abraham para tentarlo, para mostrar al mundo la fidelidad, esperanza, obediencia y caridad de Abraham con respecto a Dios, para que Abraham ejerciese simultáneamente estas virtudes y para mostrar el modo de la pasión futura de Cristo y de la caridad enorme del Padre eterno, por la que amó el mundo de tal manera que, para su salvación, no dudó en entregar a su hijo unigénito a una muerte crudelísima. En segundo lugar, porque nuestra doctrina es sólida y verdadera de por y por ley ordinaria, siendo esto suficiente para que pueda y deba afirmarse con seguridad y en términos absolutos; y no hay ninguna necesidad de exceptuar ningún suceso extraordinario y singular dirigido a algún fin particular; es más, con razón hay que señalar que procedería de manera más cauta de lo que conviene quien, haciendo uso de esta proposición sólida y verdadera de por sí, quisiera recurrir a la argumentación que hemos ofrecido, para exceptuar aquel suceso extraordinario; ciertamente, esto oscurecería la proposición. En tercer lugar, porque nuestra proposición no admite objeciones, ni siquiera en el caso del precepto impuesto a Abraham. Pues este precepto incluía todo lo siguiente: «Anda, toma a tu hijo, a tu unigénito, a quien tanto amas, a Isaac, y ve a la tierra de Moriah y ofrécemelo allí en holocausto sobre uno de los montes que yo te indicaré»; y Abraham se levantó, cogió al niño y realizó todo con la mayor fidelidad posible hasta el acto de alzar la espada para golpear con ella al niño; esto bastó para que se dijera que había cumplido el precepto del Señor, puesto que cumplió casi todo el precepto y de él no dependió el cumplimiento del precepto en su totalidad. De ahí que las Sagradas Escrituras añadan lo siguiente, bajo palabra de Dios: «… por haber hecho una cosa tal, es decir, no perdonar a tu hijo unigénito por mi causa, te bendeciré…»; y un poco más adelante: «… porque me obedeciste».
25. Esta obediencia de Abraham al precepto en términos de ejecución es la que se pone como gran ejemplo a seguir en las Sagradas Escrituras y de la que Santiago, hablando de las obras y del cumplimiento de la ley, dice lo siguiente: «Abraham nuestro padre ¿no fue justificado por las obras cuando ofreció sobre el altar a Isaac, su hijo?». Sin duda, cuando aquel a quien se impone un precepto, decide hacer lo que se le preceptúa y proceder por etapas en su ejecución, se dice que cumple el precepto; y resulta puramente accidental que, o bien porque la muerte le llega antes o bien porque alguna otra causa se lo impide, no pueda cumplir el precepto en toda su extensión, pudiendo también suceder que el propio legislador le perdone su total cumplimiento o que incluso le prohíba aquello que le resta por cumplir y que se dispone a cumplir. Añádase que, cuando decimos que Dios posee formalmente una voluntad en virtud de la cual quiere que cumplamos los preceptos y las recomendaciones que nos da, si nosotros también queremos lo mismo, sobrentendemos la siguiente condición tácita: que en nuestra potestad esté su cumplimiento; de otro modo, si nos resulta imposible de hecho o de derecho, es evidente que Dios carecerá de esta voluntad. Sin embargo, en el momento en que se disponía a golpear al niño, ya le resultaba imposible por imposibilidad de derecho cumplir lo que le restaba del precepto que se le había impuesto con anterioridad, a causa de este nuevo precepto: «No extiendas tu brazo sobre el niño». Podemos decir de manera más clara lo siguiente: es evidente que nuestra doctrina debe entenderse así: Dios posee una voluntad en virtud de la cual quiere que, si nosotros también queremos, cumplamos los preceptos que nos da durante el tiempo en que obligan. Una vez entendida nuestra doctrina de esta manera, no caben excepciones, porque aunque el precepto afirmativo impuesto a Abraham le obligase a hacer todo aquello que hizo hasta el momento en que levantó su espada con la intención de matar a Isaac, sin embargo, en ningún momento le obligó a matar a su hijo, porque en el momento en que se disponía a matar a su hijo siguiendo el precepto del Señor, Dios debía prevenirle y ordenarle lo contrario.
Pero volvamos al lugar de donde nos hemos apartado y presentemos el cuarto argumento.
26. En cuarto lugar: El mismo parecer puede demostrarse por medio de otros muchos testimonios de las Sagradas Escrituras que dan a entender con toda claridad que Dios posee esta voluntad. Por ejemplo, Génesis, VI, 6-7: «… doliéndose intensamente en su corazón, dijo: voy a eliminar de la faz de la tierra al hombre que creé…»; Isaías, I, 2-4: «¡Ay, voy a vengarme de mis adversarios…». Si Dios careciese del deseo de no castigar a los hombres, en el caso de que los pecados de éstos no exigiesen otra cosa, ¿qué significarían, pregunto, ese dolor de corazón y ese lamento por tener que tomar venganza? Ciertamente, sólo dan a entender el deseo de no castigar, en el caso de que los pecados de los hombres no lo exijan. En Sabiduría, I, 13-16, leemos: «Que Dios no hizo la muerte; ni se goza en la pérdida de los vivientes. Pues Él creó todas las cosas para la existencia e hizo saludables a todas las criaturas de la tierra… Porque la justicia no está sometida a la muerte. Pero los impíos la llaman con sus manos y palabras…»; Ezequiel, XVIII, 23: «¿Acaso quiero yo la muerte del impío y no más bien que se convierta de su mal camino y viva?»; y un poco más adelante: «¿Por qué habéis de querer morir, casa de Israel? Yo no quiero la muerte del que muere. Convertíos y vivid»; Mateo, XXIII, 37: «¡Cuántas veces quise reunir a tus hijos a la manera en que la gallina reúne a sus pollos bajo las alas y no quisiste!». Finalmente, si Dios careciese de la voluntad condicional de la que hablamos, entonces las exhortaciones a la penitencia y a alcanzar la vida eterna que aparecen en las Sagradas Escrituras en boca de Dios, serían más bien fingimientos con respecto a aquellos que no se convierten. Pues sería propio de alguien taimado dar preceptos a los súbditos, no querer que los cumplan y, sin embargo, querer castigar a los transgresores de la ley. Por esta razón, esto no puede atribuirse a Dios de ninguna manera, sino que, antes bien, hay que decir que realmente quiere que suceda lo que preceptúa, pero sin perjuicio de la libertad del arbitrio creado y, por ello, bajo la condición de que los hombres y los ángeles quieran esto mismo.
27. Aunque Domingo de Soto, en el lugar que hemos citado, finalmente se muestre de acuerdo, sin embargo, no sabe si esta voluntad que ─según hemos explicado─ Dios posee, debería denominarse «deseo y voluntad condicionales», porque, como dice, el deseo y voluntad condicionales son imperfectos y sólo aparecen cuando está ausente la facultad de realizar lo que se quiere, como es el caso de aquel que querría no lanzar sus mercancías al mar, pero que, obligado por la tempestad, las arroja, porque no tiene ninguna esperanza de salvar su vida de otro modo; pero a Dios no se le pueden atribuir ninguna imperfección, ni ausencia de facultad.
28. Sin embargo, sin lugar a dudas, como hace Santo Tomás en este lugar, debemos referirnos a ella como «deseo y voluntad condicionales», como es evidente por todo lo que hemos dicho hasta aquí. Además, como Dios posee esta voluntad formalmente y no es una volición eficaz y absoluta, no parece que pueda ser otra que un deseo y voluntad condicionales.
29. Al argumento de Domingo de Soto, debemos decir que un deseo y voluntad condicionales a veces aparecen por la ausencia de la facultad de hacer o de obtener lo que así se desea ─como sucede en el caso de quien querría no arrojar sus mercancías al mar─ y a veces aparecen no por ausencia de la potestad de que se produzca lo que se quiere, sino para permitir de este modo que las cosas actúen de manera conforme a sus naturalezas y que las criaturas dotadas de arbitrio alcancen por sus propios méritos y más honrosamente el premio de la victoria, aunque ayudadas por la gracia divina. Por tanto, en el primer caso, el deseo y voluntad condicionales aparecen unidos a una imperfección y ausencia de facultad, lo que no puede aplicarse a Dios; pero en el segundo caso no sucede esto de ningún modo. Pues Dios quiere libremente que algunas cosas sucedan de manera dependiente del arbitrio creado, como la beatitud de los condenados; pero también quiere de manera absoluta lo opuesto, esto es, la condenación, por el mal uso del mismo arbitrio. No obstante, pudo querer de manera absoluta esas mismas cosas ─como la beatitud─ de las cuales quiere las opuestas en sentido absoluto, o bien impidiendo el mal uso del arbitrio creado o bien queriéndolas en sentido absoluto con independencia de cualquier uso del arbitrio creado.
30. Gregorio de Rímini, en el lugar que hemos citado, intenta demostrar que el pasaje de San Pablo no debe entenderse referido a una voluntad antecedente como deseo de salvación, siempre que esto no estuviese en la potestad de los pecadores, porque si esto fuese verdad, San Pablo no habría dicho: Dios quiere que todos los hombres alcancen la salvación; pues el deseo no suele expresarse por medio de un verbo en modo indicativo, sino en modo optativo.
31. Sin embargo, en primer lugar, debemos decir que el deseo a veces también se expresa por medio de un verbo en modo indicativo, como es evidente por lo que Cristo dijo al Padre: «… pero no se haga como yo quiero, sino como quieres tú». En segundo lugar, debemos decir que el deseo que aparece en ausencia de la facultad de hacer o conseguir algo, suele expresarse por medio de un verbo en modo optativo, pero no así el deseo que Dios tiene de dejar a las cosas actuar libremente y de manera conforme a sus naturalezas; pues esta es una voluntad condicional y la condición de la que depende es: que no dependa de otra cosa. Por esta razón, podemos muy bien decir que Dios querría la salvación de todos, si esto no dependiese de ellos.