Concordia do Livre Arbítrio - Parte VII 20
Parte VII - Sobre a predestinação e a reprovação
Disputa IV: ¿Es el réprobo la causa de su reprobación?
1. Que la causa o razón de la reprobación no está en los réprobos, sino exclusivamente en la voluntad libre de Dios, puede demostrarse, en primer lugar, acudiendo a Romanos, IX, 11-13, donde, hablando de Jacob y Esaú, San Pablo dice: «Cuando aún no habían nacido, ni habían hecho aún bien ni mal, para que el propósito de Dios, conforme a su elección, no por las obras, sino por el que llama, permaneciese, a ella se le dijo: El mayor servirá al menor; según está escrito: Amé a Jacob y odié a Esaú». He aquí que del mismo modo que San Pablo enseña a propósito de Jacob que Dios no lo amó, ni predestinó, por sus obras o sus méritos, así también, de Esaú afirma que Dios no lo odió, ni reprobó, a causa de sus obras. Por tanto, la reprobación no se produce a causa de los pecados previstos y, en consecuencia, su razón o causa no se encuentra en el réprobo.
2. En segundo lugar: San Pablo añade: «Dios dijo a Moisés: Tendré misericordia de quien tenga misericordia y tendré compasión de quien tenga compasión»; es decir, usaré mi misericordia con quien yo quiera y según me plazca; y sigue diciendo: «Por consiguiente, no es del que quiere, ni del que corre, sino de Dios, que tiene misericordia. Porque dice la Escritura al faraón: Precisamente para esto te he suscitado, para mostrar en ti mi poder y para dar a conocer mi nombre en toda la tierra. Así que tiene misericordia de quien quiere y a quien quiere lo endurece». He aquí que, por todo esto, resulta evidente a todas luces que Dios tiene misericordia con quien quiere y endurece a quien quiere y que no se trata de querer, ni de correr, sino de que Dios tenga misericordia; asimismo, es evidente que Dios suscitó al faraón, para mostrar en él ─ante su oposición a los preceptos divinos─ su fuerza y sus señales milagrosas y para que éstas se conociesen en todo el mundo. Por tanto, del mismo modo que la predestinación no se produce a causa de los méritos previstos, tampoco la reprobación se produce por esta causa, sino que debe atribuirse exclusivamente a la voluntad libre de Dios.
3. En tercer lugar: San Pablo escribe: «Pero me dirás: Entonces, ¿por qué reprende? Porque ¿quién puede resistir su voluntad?»; como si respondiese a esta pregunta, San Pablo afirma que la reprobación no depende de la voluntad libre de Dios en menor medida que la predestinación, cuando dice: «¡Oh, hombre! ¿Quién eres tú para pedir cuentas a Dios? ¿Acaso dice el vaso al alfarero: Por qué me has hecho así? ¿O es que no puede el alfarero hacer del mismo barro un vaso para usos honorables y otro para usos viles? Pues si para mostrar Dios su ira (es decir, su justicia vindicativa) y dar a conocer su poder, soportó con mucha longanimidad los vasos de ira, maduros para la perdición, con objeto de mostrar la riqueza de su gloria en los vasos de misericordia que Él preparó para la gloria….»; añádase: ¿Quién lo culpará o qué mérito hay en el hombre para que pueda acusarlo? He aquí que San Pablo parece dar a entender claramente que toda la reprobación depende exclusivamente de la voluntad libre de Dios, en cuya potestad está hacer ─sin cometer injusticia con nadie─, a partir de una misma masa, a algunos vasos honorables por su predestinación y a otros vasos para usos despreciables por su reprobación, del mismo modo que en la potestad del alfarero está hacer, a partir de una misma masa de barro, unos vasos para usos honorables y otros para usos despreciables. Además, según San Pablo, la causa de la reprobación sería hacer brillar para siempre la justicia divina en los réprobos, del mismo modo que la misericordia divina resplandecerá en los predestinados. Por tanto, la reprobación no se produce a causa de los méritos malos previstos, sino que tan sólo depende de la voluntad libre de Dios.
4. Para entender esta cuestión debemos saber que, con respecto a cada uno de los réprobos adultos, podemos distinguir ─según nuestro modo de entender─ un triple acto de la voluntad divina.
Primero: La voluntad de permitir los pecados a causa de los cuales el réprobo será excluido de la beatitud y será abandonado a torturas eternas. A este acto le sigue como efecto la propia permisión de estos pecados en acto.
Segundo: La voluntad de endurecer al pecador hasta el final de su vida en los pecados ya cometidos, esto es, la voluntad de no conferirle los auxilios con los que resurgiría del pecado. A este acto también le sigue en el tiempo, como efecto suyo, el propio endurecimiento.
Tercero: La voluntad de excluir al réprobo del reino de los cielos, como indigno de él, y destinarlo a torturas eternas a causa de los pecados en los que, según Dios prevé, permanecerá hasta el final de su vida. A este acto le siguen en el tiempo, como efectos suyos, la propia exclusión del reino de los cielos y su destino a torturas eternas, cuando éstas se produzcan.
5. Estos tres actos coinciden en lo siguiente: cada uno de ellos implica que Dios ha previsto los pecados futuros que se cometerán en razón de la libertad del adulto, siendo esta previsión la raíz de la que parten estos actos que tienen al réprobo por objeto, pero de distinto modo.
Pues la voluntad de permitir los pecados supone que Dios prevé que estos pecados se cometerán en razón de la libertad del adulto, pero no en términos absolutos, sino dada la hipótesis de que Él no los impida. La voluntad de permitir los pecados no es otra cosa que la voluntad de no impedirlos. En efecto, del mismo modo que la permisión divina de los pecados no es otra cosa que la voluntad de no impedirlos ─aun pudiendo hacerlo y previéndolos como futuros, por lo que la razón de la permisión radica en lo primero, precedido por estas dos cosas, como hemos explicado en nuestros comentarios al artículo 3 de esta cuestión y a la cuestión 19, art. 12─, así también, la voluntad divina de permitir estos pecados no es otra cosa que la voluntad de no impedirlos, a pesar de que esto está en su potestad y de que prevé que, en razón de la libertad del arbitrio creado, se van a cometer, salvo que Él lo impida. Por ello, tanto la permisión de los pecados del adulto, como la voluntad de permitirlos, suponen que anteriormente Dios ha previsto que se van a cometer en razón de la libertad del adulto, pero no en términos absolutos, sino dada la hipótesis de que Él ─como está en su potestad─ no los impida con otros auxilios más eficaces. Por tanto, puesto que sin estos auxilios mayores el adulto puede evitarlos ─porque Dios nunca deniega los auxilios necesarios para ello y porque, si no pudiese evitarlos sin estos auxilios, por ello mismo, no serían pecados─, de aquí se sigue que, cuando Dios permite los pecados, la perdición del pecador no se debe a que Dios los permita, sino tan sólo al propio pecador, en quien siempre subyace el deseo del pecado, aunque sobre él puede ejercer un dominio tal que, si quiere, puede evitarlo.
6. La voluntad de endurecer al pecador supone que anteriormente Dios, por una parte, ha previsto al pecador futuro realmente caído en los pecados que Él permite que se cometan y, por otra parte, ha previsto que, dada la hipótesis de que, una vez cometidos estos pecados, Él quiera conferirle unos auxilios determinados ─con los que, si quiere, podrá resurgir de ellos─ y no otros mayores o distintos ─que no necesita para resurgir del pecado─, sucederá que, por la maldad del pecador, éste no resurgirá. De este modo, la voluntad divina de no conferirle esos otros auxilios mayores o distintos ─con los que, según Dios prevé, resurgiría del pecado─ es la voluntad de endurecer.
Así pues, endurecer no es otra cosa que la denegación por parte de Dios, una vez cometido el pecado, de conferir los auxilios con los que, según prevé, el pecador resurgiría del pecado. Por ello, Dios no endurece al pecador cargándolo con alguna dureza, sino no suprimiendo la suya propia, según leemos en Romanos, II, 5: «Pues conforme a tu dureza y a la impenitencia de tu corazón, vas atesorando ira».
Pero aquí «endurecer» se puede decir en dos sentidos. Primero: Cuando Dios no concede unos auxilios mayores o distintos, con los que, según prevé, el pecador se ablandaría y sanaría; ahora bien, Dios siempre concede unos auxilios tales que, con ellos, el pecador podría ablandarse y convertirse, si quisiera, según dice San Pablo un poco antes del pasaje que acabamos de citar: «¿O es que desprecias las riquezas de su bondad, paciencia y longanimidad, desconociendo que la bondad de Dios te trae a la penitencia?»; en consecuencia añade: «Pues conforme a la dureza y a la impenitencia de tu corazón…». Segundo: Cuando Dios sustrae los auxilios y permite tentaciones y ocasiones más graves de caer en pecado, por las que la propia dureza se hace mayor y la conversión se vuelve más difícil, siendo esto algo que suele suceder como castigo justísimo de delitos anteriores. Además, cuando Dios endurece en este segundo sentido, no sólo se dice que endurece y ciega a los pecadores ─pues esto también es común a los endurecidos en el primer sentido─, sino que también se dice que los entrega a los caprichos de su corazón, que los abandona o que incluso los desprecia, siendo este el peor de todos los castigos que Dios impone en esta vida por delitos anteriores.
Sin embargo, Dios nunca endurece, ni ciega, ni entrega al capricho del corazón, ni desprecia, ni abandona, de tal modo que no deje unos auxilios con los que, si el pecador quisiese e hiciese todo lo que en él está, se convertiría y obtendría su misericordia, como hemos demostrado por extenso en nuestros comentarios a la cuestión 14, art. 13 (disp. 10). En efecto, esto es lo que exigen el propio estado del camino hacia la beatitud y la providencia que, con vistas a la vida eterna, Dios tiene para con todos; esto es también lo que nuestro Señor Jesucristo, como redentor universal de todos los hombres, consiguió para los descendientes de Adán; y una de las leyes que estableció por voluntad del Padre, para que los méritos de su pasión se aplicasen a los mortales, fue la siguiente: A aquel que haga lo que en él está, se le conferirán, al menos, los auxilios mínimos necesarios para alcanzar la justificación y la salvación, como hemos repetido varias veces.
7. Además, la voluntad de excluir al pecador del reino de los cielos ─como indigno de él─ y destinarlo a torturas eternas implica que, anteriormente, Dios ha previsto, por una parte, los pecados que este adulto cometerá en razón de su libertad y de su maldad y, por otra parte, que ─una vez se endurezca─ perseverará en ellos hasta el final de su vida en razón de su libertad y de su maldad, como ya hemos explicado. En efecto, del mismo modo que Dios no excluye a ningún adulto del reino de los cielos en un momento determinado del tiempo, ni lo abandona a torturas eternas, salvo a causa de los delitos en los que perseverará hasta el final de su vida, así también, desde la eternidad, sólo ha querido castigar a alguien a causa de sus pecados y de su perseverancia en ellos hasta el final de su vida, como prevé que sucederá en razón de su libertad.
Por ello, estos tres actos de la voluntad divina implican la previsión de los pecados que se cometerán en razón de la libertad del adulto, siendo esta la raíz de la que parten estos actos que tienen al adulto por objeto.
8. Pero estos tres actos difieren ─tanto entre sí, como por sus efectos─ en que la voluntad de permitir los pecados y la propia permisión no pueden producirse como castigo de algún pecado, sino tan sólo por la voluntad libre de Dios. En efecto, que desde la eternidad Dios haya querido permitir el primer pecado de Adán o de cualquier otro adulto y, finalmente, lo haya permitido en un momento determinado del tiempo, no se debe a un pecado y, por consiguiente, tampoco a un castigo. Pues aunque la presciencia divina de que el justo caerá en pecado en razón de su libertad ─dada la hipótesis de que no reciba la ayuda de otros auxilios o auxilios mayores─, antecede a la permisión de caer en pecado ─por la voluntad de no conferirle estos auxilios─, sin embargo, la permisión del pecado por la denegación divina de estos auxilios antecede a la caída en pecado, porque la condición anterior sin la cual no se cometería este pecado es la concesión de los auxilios. Por tanto, como Dios no inflige su castigo en ausencia de pecado, ni antes de que éste se produzca ─como hemos señalado en la disputa 1, miembro 5─, por ello, la permisión del primer pecado de Adán o de cualquier otro hombre justo y la voluntad eterna de Dios de permitirlo, no se habrían producido como castigo de otro pecado, sino que tan sólo se habrían debido a la voluntad libre de Dios. Sin embargo, la permisión de los pecados que se cometen una vez perdida la gracia suele producirse como castigo de delitos anteriores y, por esta razón, suele decirse que un pecado puede ser un castigo por un pecado anterior.
9. Además, la voluntad de endurecer al pecador y el propio endurecimiento siempre pueden producirse como castigo por un pecado. En efecto, como no decimos que el pecador se endurece cuando peca por vez primera y abandona la gracia, sino que decimos que, una vez que ha pecado ─si no se le han conferido los auxilios sin los cuales no resurgiría del pecado por su propia negligencia─, se endurece en el pecado ya cometido, por ello, al endurecimiento siempre le precede un pecado mortal en razón del cual este endurecimiento puede infligirse como castigo justo y, por consiguiente, la voluntad eterna de Dios de endurecer de este modo siempre puede producirse como castigo por otro pecado. De este modo, al sustraérsele cada vez más auxilios, el faraón se endureció en sus pecados cada vez más como castigo de sus delitos anteriores; de este mismo modo, como castigo de delitos anteriores, los pecadores acostumbran a entregarse a los caprichos de su corazón y Dios los abandona y desprecia, como San Pablo enseña (Romanos, I, 21) a propósito de los gentiles que, tras conocer a Dios, no lo glorifican como Dios. Pero he dicho que el endurecimiento puede producirse siempre como castigo de un delito anterior y no que siempre suceda así, porque, como Dios confiere los auxilios de la gracia de manera puramente gratuita, podría conferir a los pecadores menos auxilios en un momento que en otro y podría conferir menos auxilios a los que pecan menos que a los que pecan más, sin obrar así como castigo por delitos anteriores, sino tan sólo en razón del beneplácito de su voluntad.
10. Pero aquí debemos señalar algunas cosas. En primer lugar: Cuando el pecador, por alguna casualidad, tan pronto como cae en un pecado por el que abandona la gracia, fallece, no decimos que, propiamente, se haya endurecido en el pecado cometido; tampoco San Pablo afirma que Dios se compadezca ─de manera genérica─ de cada uno de los pecadores o que los endurezca, sino que tan sólo afirma que se apiada de quien quiere y endurece a quien quiere.
11. En segundo lugar: Cuando ─una vez cometido el pecado─ Dios no sólo no sustrae sus auxilios, sino que llama misericordiosamente al pecador y éste lo rechaza, hay que decir, más bien, que es el propio pecador quien se endurece a sí mismo ─a pesar de que Dios lo invita e intenta ablandarlo─ y no que es Dios quien lo endurece. Ahora bien, también podría decirse ─aunque impropiamente─ que Dios lo endurece en la medida en que no multiplica, ni aumenta, los auxilios gracias a los cuales, según prevé, este pecador se ablandaría y, finalmente, se convertiría. En este sentido, también podría decirse que el pecador al que nos hemos referido en el párrafo anterior, se endurece desde el momento de la comisión del pecado hasta el primer instante de ausencia del alma en su cuerpo.
12. En tercer lugar: Puede suceder que ─estando dos hombres en pecado mortal y habiendo impulsado Dios a uno de ellos con auxilios de gracia previniente mayores que los otorgados al otro─, en razón de la libertad de arbitrio de ambos, resurja del pecado el que ha recibido menores auxilios y persevere en la dureza el que ha sido incitado e invitado con auxilios mayores. Pues es dogma de fe que cada uno tiene la facultad de arbitrio de consentir o no consentir con Dios, cuando Él nos incita y nos invita, como definió el Concilio de Trento (ses. 6, cap. 5, can. 4). Demostración: Tirios y sidonios se habrían convertido, si se les hubiesen conferido los auxilios con los que los habitantes de Corazín y Betsaida no quisieron convertirse; esto demuestra en cierto modo nuestra afirmación.
13. Finalmente: Estando dos hombres en pecado mortal y, por ello, siendo indignos del auxilio y de la gracia de Dios, que Él ayude a uno ─concediéndole los auxilios con los que, según prevé, se iluminará, se ablandará y se convertirá─ y, en consecuencia, por esta razón, se apiade de él y lo saque de la miseria del pecado y al otro, sin embargo, le sustraiga los auxilios ─aunque dejándole siempre auxilios suficientes para convertirse─ o no le otorgue aquellos con los que, según prevé, alcanzaría la salvación ─abandonándolo, por tanto, a su propia dureza y a la miseria del pecado─, no se debería a los méritos de estos hombres, sino a su pura voluntad libre, porque Dios, sin ser injusto con nadie, distribuye sus bienes como quiere, se apiada de quien quiere y endurece a quien quiere.
14. Así pues, la voluntad divina de excluir a alguien como indigno del reino de los cielos y abandonarlo a tormentos eternos, siempre se produce como castigo de un pecado en el que, según Dios prevé, este adulto permanecerá hasta el final de sus días, del mismo modo que también su propia exclusión y abandono ─cuando se producen en un momento determinado del tiempo─ siempre se deben al pecado en el que el pecador perseverará hasta el final de su vida. Pues del mismo modo que Dios sólo confiere el premio de la vida eterna a causa de unos buenos méritos anteriores, así también, sólo inflige castigo eterno a causa de unos malos méritos anteriores.
15. Una vez establecido todo esto, vamos a ofrecer nuestra primera conclusión: La causa meritoria de la reprobación se encuentra en el réprobo, es decir, en el pecado mortal en el que, según Dios prevé, el réprobo abandonará esta vida, ya sea pecado original, ya sea pecado actual, ya sean ambos simultáneamente, como suele suceder en el caso de los infieles adultos.
Demostración: Aunque la reprobación exija como condición necesaria la voluntad divina de permitir el pecado actual del réprobo por el que éste será condenado o el pecado del primer padre ─del que procede el pecado original por el que los niños son excluidos del reino de los cielos─, también requiere la voluntad de endurecer al pecador hasta el final de su vida en el pecado por el que será condenado, en la medida en que, si Dios no quisiera permitir este pecado y endurecer al pecador en él hasta el final de su vida, del mismo modo que al final de su vida no estaría en pecado, tampoco sería réprobo; sin embargo, la reprobación no consiste en ninguno de estos actos, sino tan sólo en el acto ─por parte de la voluntad divina─ de excluir a este pecador de la vida eterna como indigno de ella o en el acto de abandonarlo al mismo tiempo a torturas eternas, en caso de que Dios prevea que fallecerá en pecado actual, como hemos explicado en nuestros comentarios al artículo 3. Por tanto, como esta voluntad de castigar al pecador se produce por el pecado en el que, según Dios prevé, el pecador abandonará esta vida ─como acabamos de demostrar y como todos reconocen─, por ello, con respecto al efecto de la reprobación considerada en este sentido ─es decir, respecto a la exclusión de la vida eterna o al destino a tormentos eternos─, en el réprobo se encuentra la causa meritoria de su reprobación.
16. También defienden nuestra conclusión Escoto (In I, dist. 41), Herveo, Cayetano, el Ferrariense (Commentaria in 4 libros divi Thomae contra gentiles, lib. 3, c. 161), Nicolás Grandis (In D. Pauli epistolam ad Hebraeos enarratio, cap. 3), John Major (In quatuor libros sententiarum quaestiones, I, dist. 41, q. 1), Silvestre (Conflatus) y Domingo de Soto (In Epistolam divi Pauli ad Romanos, cap. 9), aunque en sus Commentaria in quartum sententiarum, Soto muestra ciertas dudas al no juzgar improbable que la reprobación incluya el acto de la voluntad divina de permitir el pecado del réprobo y, en consecuencia, el efecto de la reprobación incluiría la propia permisión. También San Agustín defiende esta conclusión en los lugares que hemos citado en la disputa 1, miembro 8. De ahí que, en su Epistola 105 ad Sixtum, diga: «Buscamos la causa de la predestinación y no la encontramos; buscamos la causa de la reprobación y sí la encontramos». Sin embargo, según San Agustín, la causa de la reprobación es el pecado original, como ya hemos explicado en el miembro citado. A la conclusión que acabamos de ofrecer también se adhieren todos aquellos que sostienen que la causa o razón de la predestinación se encuentra en el predestinado, así como también muchos otros. Es más, el Maestro de las Sentencias (I, d. 41), Santo Tomás y todos aquellos que niegan que la razón de la reprobación se encuentre en el réprobo, coinciden con nosotros, si la reprobación es lo que hemos dicho; pero otros ─entre los que se encuentran Santo Tomás y algunos más─ disienten, porque piensan que la reprobación también incluye la voluntad divina de permitir los pecados a causa de los cuales alguien será reprobado y, en consecuencia, la permisión de estos pecados debería incluirse entre los efectos de la reprobación, como hemos explicado en nuestros comentarios al artículo 3. Pero los demás sostienen que, con anterioridad a toda predestinación e incluso antes de pensar en los méritos buenos o malos de los hombres, Dios elige a algunos para concederles la vida eterna y a todos los demás los rechaza, para que en ellos resplandezca su justicia vindicativa; según ellos, en este acto de rechazo radicaría la reprobación. Pero nosotros ya hemos explicado claramente -en nuestros comentarios al artículo 3- que la reprobación sólo radica en el acto cuya causa meritoria, según sostienen todos, se encuentra en el réprobo.
17. Segunda conclusión: Si la reprobación incluye no sólo la voluntad divina de excluir al réprobo de la vida eterna ─como indigno de ella─ y destinarlo a torturas eternas, sino también la voluntad de permitir sus pecados o los pecados del primer padre ─por los que deberá ser condenado─ y endurecerle en ellos hasta el final de su vida, entonces la causa del efecto íntegro de la reprobación no estará en el réprobo, sino que de él sólo dependerá la condición sin la cual, del mismo modo que no terminaría su vida en pecado, tampoco Dios lo reprobaría.
18. En la primera parte de esta conclusión coincidimos con Santo Tomás. En efecto, como la voluntad de permitir el primer pecado de Adán o de cualquier hombre justo ─es decir, de no conferirles los auxilios con los que, según Dios prevé, no cometerían estos pecados─ no se debe a estos hombres, sino tan sólo a la voluntad libre de Dios, como ya hemos explicado, por ello, si la reprobación incluye la voluntad divina de permitir el pecado del réprobo o el pecado del primer padre por el que será reprobado, entonces la causa del efecto íntegro de la reprobación no se encontrará en el réprobo. Así pues, dado este efecto, la permisión del pecado del primer padre o de cualquier otro pecado por el que el réprobo abandona la gracia y se condena, estará incluida en el efecto íntegro de su reprobación y la causa de esta permisión no se encontrará en el réprobo.
19. Demostración de la segunda parte: No sólo la voluntad de excluir a los réprobos del reino de los cielos depende de que éstos ─por su propia libertad o la del primer padre─ terminen su vida hundidos en los pecados por los que serán merecedores de esta exclusión, sino que la voluntad de permitir tanto el pecado del primer padre, como los pecados de los réprobos, también depende de que tanto éstos, como el primer padre, vayan a cometer estos pecados ─si no reciben la ayuda de otros auxilios─ y Dios lo presepa; asimismo, la voluntad de endurecer a los adultos en sus pecados hasta el final de sus días depende, por una parte, de que éstos vayan a pecar en razón de su libertad y, por otra parte, de que no vayan a alcanzar la salvación con los auxilios que Dios ha decidido conferirles y Él presepa ambas cosas, como ya hemos explicado. Por tanto, que el primer padre o el propio réprobo vayan a cometer los pecados por los que el réprobo será condenado y que el réprobo adulto no vaya a recuperar la razón con los auxilios que Dios ha decidido conferirle ─siendo posible que, en razón de la libertad de arbitrio de ambos, ninguna de las dos cosas suceda─, son la condición sin la cual, del mismo modo que el réprobo no terminaría su vida en pecado, tampoco Dios realizaría anteriormente estos actos y, en consecuencia, tampoco se produciría su reprobación.
20. Tercera conclusión: Como la voluntad divina de permitir el pecado del primer padre y los demás pecados de los réprobos depende de la presciencia divina a través de la cual ─dada la hipótesis de que Dios quiera establecer este orden de cosas y no conferir otros auxilios─ prevé por ciencia media ─que se encuentra entre la libre y la puramente natural─ que estos pecados se van a cometer; como la voluntad de endurecer al adulto en los pecados hasta el final de su vida depende de esta misma presciencia, a través de la cual ─dada la hipótesis de que Él decida no conferir a este adulto, ya caído en pecado, otros auxilios que los que ha decidido conferirle─ prevé que fallecerá en pecado; y como no sucede que todo esto vaya a producirse así porque Dios así lo haya previsto, sino que, por el contrario, en virtud de la altitud de su ciencia, Dios lo ha presabido, porque todo esto va a suceder así en razón de la libertad del arbitrio humano; por todo ello, en los efectos de la voluntad divina ─por una parte─ de permitir los pecados por los que los réprobos han sido reprobados desde la eternidad y ─por otra parte─ de endurecer en los pecados ya cometidos a los réprobos adultos hasta el final de su vida y, finalmente, en los efectos de toda la reprobación divina considerada de cualquier modo, la única certeza que podemos encontrar es la certeza de la presciencia divina por la que Dios penetra el arbitrio creado y conoce con certeza ─gracias a su perfección, que es ilimitada en todos los sentidos─ algo que en sí mismo es totalmente ambiguo e incierto; también, por todo ello, la dificultad que supone conciliar la libertad de nuestro arbitrio con la reprobación eterna de Dios, es la misma que la que entraña conciliar esta misma libertad con la presciencia eterna de Dios, como ya hemos dicho sobre la predestinación.
21. Por todo lo que hemos dicho, es fácil entender que el decreto de la voluntad divina ─por el que, dada la presciencia de todo lo que sucederá, Dios ha elegido desde la eternidad todo este orden de cosas y de auxilios que se extiende desde la creación hasta la consumación de los tiempos─ con respecto, por ejemplo, al réprobo Judas, en la medida en que fue una voluntad de crearlo con vistas a su beatitud y concederle los medios por los que, si de él no hubiese dependido, la habría alcanzado, debería considerarse una providencia con vistas a dirigirlo hacia la beatitud; pero en la medida en que, previendo su caída ─sin que pudieran impedirla los auxilios y los medios que decidió concederle─, Dios no quiso conferirle otros auxilios con los que, según preveía, no habría caído, este decreto debería entenderse como una voluntad de permitir esta caída o sus pecados; y en la medida en que, con justicia, decidió denegarle ─como castigo de algunos delitos y, sobre todo, de su traición gravísima─ los auxilios que, en otras circunstancias, le habría conferido, así como permitir tentaciones mayores, previendo que no resurgiría del pecado, sino que, por el contrario, añadiría más pecados a sus pecados y, finalmente, renunciaría a la salvación, este decreto debería entenderse como una voluntad de endurecerlo, cegarlo, abandonarlo y despreciarlo; finalmente, en la medida en que, previendo que terminaría su vida en pecado, decidió con justicia excluirlo del reino de los cielos por estos pecados y castigarlo con tormentos eternos, este decreto debería entenderse como una voluntad de reprobación.
22. Por tanto, sobre los tres argumentos que hemos presentado, basados en las palabras que San Pablo ofrece en Romanos, IX, debemos comenzar diciendo, de manera genérica, que en estos pasajes San Pablo habla de los réprobos, pero no siempre en relación al acto en el que radica la razón de la reprobación, sino en relación a los dos actos primeros de la voluntad divina que anteceden y que ─junto con la presciencia del uso del libre arbitrio del hombre reprobado─ la reprobación exige como condiciones totalmente necesarias, según hemos explicado: a saber, el acto de la voluntad divina de permitir los pecados por los que han sido reprobados y el acto de endurecer a los adultos hasta el final de su vida en los pecados cometidos.
23. Al primer argumento debemos responder que, como hemos explicado claramente en nuestra disputa 1, miembro 11 (antes de la quinta conclusión), cuando San Pablo habla de Jacob y de Esaú, se está refiriendo, por una parte, a la Sinagoga junto con su progenitor y, por otra parte, al pueblo descendiente de Esaú junto con su progenitor, queriendo dar a entender que el amor hacia Jacob se manifestó bajo la voluntad de conferir a la Sinagoga y a su progenitor tantas ayudas ─y tan excelentes─ para alcanzar la vida eterna como las que de hecho les fueron conferidas, gracias a las cuales Jacob y muchos de sus descendientes ─que formaron parte de la Sinagoga─ persistieron en su predestinación, porque Él previó que todos ellos, ayudados por estos auxilios, alcanzarían la vida eterna en virtud de su propia libertad.
Pero respecto a la cuestión que estamos tratando, debemos decir que el odio de Dios hacia Esaú no implica otra cosa ─en los pasajes citados de San Pablo─ que la negativa divina a concederle a él y a sus descendientes unas ayudas iguales que las concedidas a Jacob; por ello, cuando San Pablo habla de «odio», sólo se está refiriendo a la voluntad de permitir los pecados de Esaú y de sus descendientes, así como a la voluntad de endurecerlos en los pecados por los que su prole sería esclavizada y tanto sus padres, como sus descendientes, serían castigados con justicia, al haber estado en su potestad evitar y resurgir de los pecados por medio de los auxilios concedidos por Dios y de otros que Él habría estado dispuesto a concederles, si hubiesen querido hacer lo que en ellos estaba; pero San Pablo no habla de ninguna voluntad de excluirlos del reino de los cielos y destinarlos a castigos eternos, siendo esta voluntad la única en que radica su reprobación, como ya hemos explicado.
Del mismo modo que no se debió a los buenos méritos de Jacob o de la Sinagoga que Dios quisiese conferirles esos auxilios mayores por los que Jacob y muchos de sus descendientes fueron predestinados, tampoco se debió a los malos méritos de Esaú y de sus descendientes que no quisiese conferirles unos auxilios iguales, sino otros por los que podrían no haber pecado o, tras pecar, podrían haber resurgido de ellos y haber alcanzado la vida eterna, a pesar de la presciencia divina de que, en razón de su libertad y de su maldad, ninguna de estas cosas sucedería. Así pues, cuando San Pablo habla del odio de Dios hacia Esaú, debemos entender que lo que está diciendo es que Dios no quiso para Esaú los mismos bienes que quiso para su hermano Jacob, porque habría previsto que, no queriendo Él los mismos bienes para Esaú, éste caería en los pecados por los que su prole sería esclavizada con justicia y sería condenada junto con su progenitor de manera justa.
En esta cuestión no sólo Santo Tomás (Summa Theologica, I, q. 23, art. 3, resp. ad primum) coincide en parte con nosotros, cuando dice que el odio de Dios implica que Él no quiera para alguien los bienes de beatitud que quiere para otro, sino que, en las Sagradas Escrituras, también se utiliza con mucha frecuencia la palabra «odio» en el mismo sentido, es decir, de manera que dé a entender que no se quiere para uno el bien que se quiere para otro al que se ama más. Así, en Mateo, VI, 24, Cristo dice: «Nadie puede servir a dos señores, pues o bien, odiando a uno, amará al otro, o bien, adhiriéndose a uno, menospreciará al otro»; aquí se dice que preferir a uno antes que a otro en amor y adhesión, es odiar y despreciar a este otro respecto del cual decimos que preferimos al primero. Y en Lucas, XIV, 26, leemos: «Si alguno viene a mí y no odia a su padre, a su madre…, no puede ser mi discípulo»; sin duda, aquí no ordena odiar al padre y a la madre, en contra de lo preceptuado por el derecho natural y el cuarto mandamiento del Decálogo, sino que preferir a Cristo antes que el amor al padre y a la madre significa odiar al padre y a la madre. Según este mismo modo de hablar, se dice que alguien odia su alma ─es decir, la vida del cuerpo─, cuando se enfrenta a los peligros por Dios y por la vida eterna, según leemos en Juan, XII, 25: «… el que odia su vida en este mundo, la guardará para la vida eterna». También en Éxodo, XX, 5, leemos: «… castigo en los hijos las iniquidades de los padres hasta la tercera y la cuarta generación de los que me odian»; es decir, de aquellos que, pecando, prefirieron su voluntad antes que la mía y, por esta razón, me despreciaron; por no citar más testimonios de las Sagradas Escrituras.
24. Al segundo argumento debemos responder que éste sólo demuestra que, siendo dos pecadores indignos de la ayuda y misericordia divinas, cuando Dios se apiada de uno de ellos, preordena desde la eternidad los auxilios gracias a los cuales, según prevé, se iluminará, se ablandará y será conducido a la gracia, y se los confiere en un momento determinado del tiempo (propiamente, apiadarse es lo mismo que conferir ayudas para que el pecador escape del abismo de la miseria; además, la misericordia de la que habla San Pablo implica que el pecador del que Dios se apiada, esté hundido en la miseria de los pecados por su propia culpa); sin embargo, endurecer al otro ─no confiriéndole los auxilios sin los cuales, según prevé, no resurgirá del pecado por propia voluntad o, como castigo, sustrayéndole parte de los auxilios─, no depende de quien quiere, ni de quien corre, sino de Dios misericordioso, que se apiada de quien quiere y endurece a quien quiere. En efecto, la causa de esto, como ya hemos explicado, no es otra que la voluntad libre de Dios, que ─sin ser injusto con nadie─ distribuye sus dones como quiere, sobre todo si no antecede ningún mérito, sino tan sólo deméritos, pero dejando siempre auxilios suficientes para alcanzar la salvación, en caso de que el pecador quiera.
Por ello, que Dios preordenase para David los medios eficaces ─según preveía─ para convertirse y abandonar por su propio arbitrio los pecados de adulterio y homicidio cuando Natán se los recriminó y, por esta razón, quisiese iluminarlo y ablandarlo, no se debió a que David quisiese y corriese, sino a la misericordia de Dios. Sin embargo, abandonar estos pecados y convertirse, dependió del arbitrio de David, que pudo haber hecho que estos auxilios resultasen ineficaces, en caso de no haber querido convertirse.
Además, que Dios hubiese preordenado para Saúl los medios que ─según preveía─ su libre arbitrio haría ineficaces, por haber previsto que, cuando Samuel le reprochase su pecado, Saúl sólo se excusaría, pero no pediría perdón por soberbia, sólo se debió a la voluntad libre de Dios, que, denegándole mayores o distintos auxilios, sin ser injusto, pudo endurecerlo, abandonándolo a su propia dureza.
Por tanto, las palabras de San Pablo no se refieren a ningún acto de reprobación, sino tan sólo de endurecimiento. Así pues, de ningún modo se puede colegir de ellas que la reprobación no se produzca por los pecados previstos de los réprobos. Además, lo que se añade ─a saber, Dios suscitó al faraón, para mostrar en él su poder con los milagros que realizó para lograr la salida de los hijos de Israel y para que su nombre se extendiese por toda la tierra─ sólo significa que Dios decidió crear al faraón con vistas a estos fines ─a pesar de prever que éste obraría así por su propio arbitrio y se desviaría del fin de la felicidad sempiterna para el que había sido creado─ y que, con vistas a estos mismos fines, decidió permitir sus pecados y endurecerlo de este modo con toda justicia. Pues, según dice San Agustín (Enchiridion, cap. 100), Dios es bueno hasta tal punto que no permitiría el mal, si no lo transformase en bien gracias a su omnipotencia.
25. Al tercer argumento debemos responder que, respecto a lo que en él se aduce, San Pablo da por supuesto lo que ya hemos explicado a propósito del argumento anterior; en primer lugar, da por supuesto que tanto el pecador endurecido, como el pecador de quien Dios se apiada, han caído en pecado en razón de su libertad y por propia voluntad y que Dios no deniega a ninguno de los dos un auxilio suficiente para recuperar la razón y convertirse; esto, referido al faraón, no sólo se colige claramente de la lectura del Éxodo, como hemos explicado por extenso en nuestros comentarios a la cuestión 14, artículo 13 (disputa 10), sino que también puede deducirse ─referido a todos los pecadores endurecidos─ de la lectura de Romanos, IX, 22: «… soportó con mucha longanimidad a los vasos de ira, maduros para la perdición…»; es decir, esperó con mucha longanimidad que recuperasen la razón y se arrepintiesen; ciertamente, no habría esperado tal cosa, si en la potestad de éstos no hubiese estado hacerlo y Él no hubiese estado dispuesto a conferirles un auxilio suficiente. En segundo lugar, San Pablo da por supuesto que, para uno de estos pecadores caídos en pecado por su propia voluntad, Dios quiere misericordiosamente los auxilios con los que, según prevé, se convertirá; pero para el otro no querría los auxilios con los que, según prevé, se convertiría y a esto lo llamamos «querer endurecerlo»; de aquí surge la cuestión que se plantea en el argumento y que sólo hombres soberbios y presuntuosos someten a debate de manera irreverente, desconfiando de Dios y de su bondad, a pesar de que, como ha sido Él quien ha dispuesto todo de este modo, nada de ello puede no ser justo en grado máximo, aunque nuestro entendimiento no alcance a comprenderlo.
Así pues, la cuestión que plantean en el argumento es la siguiente: Si Dios no quiere, para aquel a quien endurece, los auxilios con los que, según prevé, se convertiría, sino otros con los que de hecho no se convertirá y se endurecerá, ¿por qué encima se queja? Pues, ¿quién se resiste a su voluntad?
A esta cuestión San Pablo responde, en primer lugar, censurando la presunción y la soberbia de atreverse a hablar con Dios de este modo y someter a examen sus disposiciones y designios, que son justos en grado máximo; así dice: «¡Oh, hombre! ¿Quién eres tú para pedir cuentas a Dios? ¿Acaso dice el vaso al alfarero: Por qué me has hecho así? ¿O es que no puede el alfarero hacer del mismo barro un vaso para usos honorables y otro para usos viles?»; y es como si dijese: Si un alfarero puede hacer de un mismo barro un vaso para usos honorables y otro para usos viles, sin cometer injusticia, ni censurar a nadie, con mayor razón ─habiéndose hecho dos pecadores a sí mismos, por su propia culpa y en razón de su libertad, más viles que el barro─ Dios podrá convertir ─sin cometer injusticia, ni censurar a ninguno─ a uno de ellos en vaso para usos honorables, confiriéndole los auxilios con los que, según prevé, alcanzará la salvación; y también podrá dejar que el otro se convierta en el vaso para usos viles que él mismo ha querido ser, no confiriéndole los auxilios con los que, según prevé, se ablandaría y dejando que se endurezca.
Finalmente, San Pablo resuelve esta cuestión, mostrando claramente la misericordia, justicia y bondad divinas, cuando dice: Si Dios, con vistas al mejor de los fines, es decir, con objeto de mostrar su justicia en los endurecidos y en los malvados y las riquezas de su gloria en los vasos de misericordia que preparó para la gloria, soportó con gran longanimidad ─esperando e invitando a la penitencia, dispuesto a ayudar y a menudo impulsando y ofreciendo un auxilio suficiente para alcanzar la salvación─ los vasos de ira preparados para su perdición ─o, para decirlo de otro modo, dispuestos para su perdición, porque ellos mismos se habrían dispuesto para la perdición por su propia libertad─, entonces tendremos que añadir, ¿por qué te quejas y te muestras contrario a Dios, en vez de admirar su misericordia, bondad y sabiduría, que también se extienden a los malvados y a los réprobos?
26. Antes de seguir, debemos señalar algunas cosas.
Primera: El fin de permitir y soportar los pecados de los réprobos no fue sólo que Dios mostrase en ellos su justicia, sino también las riquezas de su gloria en los vasos de misericordia que preparó para la gloria, como San Pablo enseña aquí claramente; sus palabras no pueden entenderse de otro modo. En efecto, si Dios no hubiese permitido los pecados de los malvados, no habrían tenido lugar la muerte de Cristo y la redención del género humano, así como tampoco los combates y las victorias de los justos y sobre todo las coronas de los mártires; por esta razón, Dios también ha permitido y soportado los pecados de los réprobos, para mostrar en los elegidos las múltiples riquezas de la gloria y de su misericordia, por no mencionar otros fines a causa de los cuales ─como hemos explicado en nuestros comentarios al artículo 3 y en otros lugares─ también los ha permitido y soportado.
27. Segunda: El ejemplo aducido y la semejanza con el alfarero no deben entenderse en el sentido de que, del mismo modo que el alfarero hace -a partir del barro- unos vasos para usos viles, así también, a partir de la materia prima de los hombres, Dios haría a algunos de ellos vasos para usos viles, es decir, vasos de ira preparados para la perdición eterna; estos vasos no son otros que los pecadores que están en pecado mortal, por lo que son vasos para usos viles y objetos de odio y de ira por parte de Dios y, en consecuencia, merecedores de una muerte eterna. Del mismo modo que Dios no convierte a los hombres en pecadores, tampoco los convierte en vasos para usos viles y objetos de ira y perdición, sino que son ellos mismos los que ─en razón de su libertad─ se hacen a sí mismos vasos de ira, aunque mientras peregrinen por esta vida aún estarán a tiempo de purificarse y hacerse vasos para usos nobles y santos gracias al auxilio de Dios, que nunca le faltará a nadie. Ciertamente, los vasos a los que San Pablo se refiere en este pasaje son los mismos de los que habla en II Timoteo, II, 20-21: «En una casa grande no hay sólo vasos de oro y plata, sino también de madera y de barro; los unos para usos de honra, los otros para usos viles. Quien se mantenga puro de estos errores, será vaso de honor, santificado, idóneo para el Amo, dispuesto para toda obra buena».
Así pues, tanto el estado de los vasos de ira, como el estado de los vasos de santificación, son dobles. El primer estado es el de este mundo, en el que cualquiera de los vasos puede cambiar y, siendo vaso de honor y santificación, puede convertirse en vaso de ira y perdición y viceversa, como San Pablo enseña claramente en II Timoteo, II, 21, sin que lo niegue en el pasaje que estamos comentando, sino que, por el contrario, afirma esto mismo, cuando dice: «… soportó con gran longanimidad…». El segundo estado es el del mundo futuro, en el que no puede haber cambio alguno. Pero como en II Timoteo, II, 20, San Pablo está hablando de la gran casa de Dios ─ya sea refiriéndose tan sólo a la Iglesia militante, ya sea refiriéndose a las dos Iglesias─, declara que los vasos de ira pueden purificarse y hacerse vasos para usos honorables. Pero en el pasaje que estamos comentando, San Pablo declara -a propósito del faraón y de los demás réprobos que, una vez endurecidos, se condenaron a una perdición eterna- que, mientras peregrinaron por esta vida, Dios los soportó con gran longanimidad, con la esperanza de que se convirtiesen en vasos de misericordia, aunque al final no quisieron.
Por tanto, el ejemplo del que San Pablo se vale en el pasaje que estamos comentando y la semejanza entre el alfarero y Dios sólo se reducen a lo siguiente: Del mismo modo que el alfarero ─sin cometer injusticia, ni censura─ tiene la potestad de hacer, a partir de un mismo barro, un vaso para usos honorables y otro para usos viles, así también, con mayor razón ─habiéndose hecho dos pecadores a sí mismos más viles que el barro por sus propios pecados─ Dios tiene la potestad ─sin cometer injusticia, ni indecencia alguna con ellos─ de hacer a uno de ellos vaso para usos honorables ─concediéndole los auxilios con los que, según prevé, se convertirá y se santificará─ y dejar que el otro continúe siendo vaso para usos viles y destinado a la perdición ─como él se ha hecho a sí mismo─, no concediéndole las ayudas con las que, según prevé, se convertiría, aunque le ofrezca y deje a su disposición las ayudas con las que, si quiere, podrá convertirse y hacerse vaso de misericordia y de honor.
28. Por todo lo que hemos dicho en relación al argumento, debemos negar que San Pablo declare que la reprobación dependa exclusivamente de la voluntad libre de Dios, es decir, como si los réprobos no fuesen causa meritoria de la misma. Asimismo, debemos negar que San Pablo declare que la única causa de la reprobación sea la manifestación de su justicia vindicativa. En efecto, como ya hemos explicado, según San Pablo, la causa meritoria de la reprobación son los pecados previstos, en los que Dios soporta al réprobo con gran longanimidad; además, San Pablo tampoco declara que la única causa final del permiso de los pecados de los réprobos y de su endurecimiento en ellos, sea la manifestación de la justicia divina, sino que, al mismo tiempo, la causa de este permiso y del endurecimiento también sería la manifestación de las riquezas de la gloria y de la misericordia infinitas de Dios en los vasos de misericordia; también habría muchas otras partes dentro de la causa íntegra final por la que Dios quiere permitir estos pecados y endurecer en ellos a los réprobos, como hemos dicho.
29. Sobre el pasaje de Eclesiastés, VII, 14: «Contempla la obra de Dios, porque ¿quién podrá enderezar lo que Él ha torcido?»; debemos señalar que aquí entre los «torcidos» no se incluyen todos los réprobos, sino tan sólo aquellos que, como ya hemos dicho anteriormente, a causa de muchos y graves pecados, se han entregado a los caprichos de su corazón y Dios los ha abandonado, sustrayéndoles gran parte de los auxilios y permitiendo sus tentaciones. Como es dificilísimo que un hombre caído en el abismo de los males, se convierta ─resultando aún más difícil que esto se produzca como consecuencia de consejos y sugerencias ajenas─, por ello, en este pasaje se duda de que alguien pueda enderezar lo que Él ha torcido. Además, de aquello que sólo se puede producir con gran dificultad o, más bien, nunca o casi nunca, decimos que es imposible, hablando en términos morales. Añádase que, por muchos auxilios que Dios sustraiga ─como castigo por pecados cometidos anteriormente─ a aquel que, según prevé, se convertirá haciendo todo lo que en él está gracias a los consejos recibidos, no podemos decir que Dios lo haya torcido. Por ello, que Dios pueda querer torcer a alguien no elimina en el réprobo su libertad de arbitrio para convertirse y alcanzar la vida eterna, siempre que quiera. Loado sea Dios