Concordia do Livre Arbítrio - Parte IV 7

Parte IV - Sobre a presciência de Deus

Disputa LIII: Sobre las predefiniciones y el origen de la certeza de la ciencia divina acerca de los futuros contingentes

Apéndice: Vamos a dividir esta disputa en cuatro miembros, en aras de una mayor claridad y para que su extensión no hastíe

Miembro I: Parecer de otros autores sobre estas dos cuestiones

1. Con objeto de introducir y defender unas predefiniciones de Dios ─dirigidas hacia todos los actos no malvados del libre arbitrio─ que son tales que suprimen la libertad de arbitrio para realizar estos actos, algunos impugnan y pretenden negar con todas sus fuerzas la ciencia media que hemos defendido en la disputa precedente y en otras anteriores a ésta, que hemos deducido a partir de sus propios principios y que hemos confirmado con testimonios de las Sagradas Escrituras, de los Santos Padres e incluso de escolásticos, aunque no se refieran a ella con el mismo nombre.
2. Pues sostienen que, en general, el hecho de que todas las cosas ─con excepción de los actos de los pecados─ vayan a acontecer con certeza o no vayan a acontecer con certeza, sólo depende de la predefinición libre de la voluntad divina.
Por esta razón, pretenden sostener que del mismo modo que, de todas las cosas que proceden de Dios con inmediatez e, igualmente, de aquellas otras que, con posterioridad, acontecen sólo por necesidad de naturaleza, Dios únicamente posee ciencia puramente natural ─que antecede al acto libre de la voluntad divina─ y ciencia puramente libre ─que aparece con posterioridad a este acto─, así también sucedería con los futuros contingentes cuya raíz próxima de contingencia es el libre arbitrio creado, siempre que no se trate de actos malvados moralmente.
De ahí que afirmen que del mismo modo que las cosas que sólo Dios produce con inmediatez o las que, a partir de éstas solas, posteriormente se siguen por necesidad de naturaleza con anterioridad al acto libre de la voluntad divina, solamente se conocen de manera puramente natural y en cuanto cosas posibles exclusivamente, aunque una vez que se les ha añadido la predefinición divina, esto es, el acto libre de la voluntad divina ─a través del cual Dios decide producirlas o influir con ellas a través de su concurso general para que acontezca aquello que posteriormente se seguirá de ellas─, en la propia predefinición o acto libre de su voluntad, Dios las conoce libremente y con certeza como futuras, así también, sólo conoce con ciencia puramente natural ─y de ningún modo, tampoco por hipótesis, con ciencia media, de la que podría carecer─ todas las cosas que dependen del libre arbitrio creado ─angélico y humano─ y no son malas moralmente, tanto si Dios coopera con ellas con un auxilio particular y sobrenatural, como si sólo coopera con un auxilio general, con anterioridad a la predefinición divina o al acto libre de la voluntad divina por el que decide crear el arbitrio, ponerlo en un orden determinado de cosas y circunstancias, ayudarlo de manera natural o sobrenatural, de un modo u otro, y concurrir con él; además, como ha predefinido todo esto, por ello, conoce con certeza y con ciencia libre ─sólo en su predefinición y en virtud de su predefinición─ que estas cosas acontecerán, porque la voluntad o predefinición de Dios de cooperar de este modo con el libre arbitrio creado no es otra cosa que la voluntad divina y eficaz de que acontezca cada uno de estos futuros contingentes; finalmente, el concurso ─ya sea natural, ya sea sobrenatural─ a través del cual Dios decide, por su parte, cooperar de este modo en su momento, es un concurso eficaz y, en consecuencia, una vez que se ha producido la predefinición divina, el efecto no puede no producirse en sentido compuesto, aunque añadan que, en sentido dividido, puede no producirse.
Por esta razón, estos autores no sólo dividen los auxilios sobrenaturales de Dios en aquellos que de por y por su propia naturaleza son eficaces para mover el arbitrio creado y aquellos que, por su propia naturaleza, son ineficaces para lograr tal cosa, sino que también dividen del mismo modo los auxilios y concursos naturales de Dios dirigidos hacia los actos no malvados del libre arbitrio. Así sostienen que del auxilio o concurso eficaz de Dios se siguen con certeza el consenso y efecto no malvados del libre arbitrio, hacia los cuales Dios mueve al libre arbitrio; ahora bien, si el libre arbitrio no recibe este auxilio, aunque reciba un auxilio o concurso ineficaz de por sí, con certeza dicho consenso no se producirá. Es más, sostienen que la intensidad del acto del libre arbitrio depende únicamente de la intensidad del auxilio o concurso eficaz a través del cual Dios mueve al arbitrio hacia este acto, de tal modo que toda la certeza, tanto de que este acto se produzca aquí y ahora, como de que sea más o menos intenso, se deberá a la cualidad del concurso con que Dios mueve el arbitrio y coopera con él.
De este modo, en consecuencia, sostienen que toda la certeza de la ciencia divina acerca de que estos futuros contingentes vayan a acontecer o no, únicamente depende de la predefinición a través de la cual Dios decide cooperar de uno o de otro modo con el libre arbitrio y moverlo hacia actos no malvados. Pues si decide mover el libre arbitrio con un auxilio eficaz de por sí, éste consentirá y realizará con certeza y de manera infalible el acto, porque la voluntad divina posee eficacia para que se produzca este acto, que, por consiguiente, no puede frustrarse; pero si decide no mover el libre arbitrio de este modo, aunque haya decidido moverlo con un auxilio no eficaz de por sí, el libre arbitrio no consentirá ─ni realizará este acto─ con certeza y de manera infalible, porque una voluntad tal no posee eficacia para que este acto se siga. Por lo cual, como Dios ha predefinido o decidido desde la eternidad ─en posesión tan sólo de la ciencia natural con que conoce todas las cosas posibles que el libre arbitrio puede realizar─ cooperar en su momento de uno o de otro modo y mover o determinar el arbitrio con eficacia ─es decir, con un auxilio o concurso eficaz de por sí─, por ello, conoce con certeza e infaliblemente en su propia predefinición y en virtud de su propia predefinición qué actos no malvados del libre arbitrio van a producirse, sin una ciencia media a través de la cual prevea qué sucedería dada la hipótesis de que quisiera mover y coadyuvar así con el libre arbitrio, porque, como ha decidido moverlo y determinarlo a actuar de este modo, el libre arbitrio no puede no realizar en sentido compuesto este acto; además, el hecho de que la moción y el concurso de Dios que Él otorgará en su momento, sean eficaces, no depende de ningún modo del libre arbitrio, es decir, como si en la potestad del libre arbitrio estuviese hacer que este concurso fuese eficaz o ineficaz, consintiendo o no consintiendo con él.
3. En consecuencia, además de todo lo que hemos dicho, también sostienen que, con anterioridad a la predestinación eterna, según nuestro modo de entender, Dios procede a elegir ─con voluntad absoluta y eficaz─ a algunos para que gocen de la beatitud eterna, antes de prever ningún medio, ni uso, del libre arbitrio, así como tampoco ningún futuro hipotético; asimismo, también antecedería a su predestinación el rechazo de los demás en virtud, de modo semejante, de su voluntad absoluta. Pero sostienen que la predestinación del adulto radica en la predefinición o volición de conferir auxilios eficaces con los que el arbitrio creado se determine de tal modo que, gracias a una certeza procedente de la cualidad de los auxilios, ejecute las obras con certeza y persevere en ellas para alcanzar la vida eterna; de ahí que reduzcan toda la certeza de que este buen uso del libre arbitrio vaya a producirse ─y, en consecuencia, la certeza de que vayan a realizarse estas buenas obras y de que en ellas vaya a perseverar el libre arbitrio hasta el final de su vida─ a la eficacia de los auxilios y, por consiguiente, a la predefinición o voluntad de Dios, eterna, absoluta y eficaz, de conferir estos auxilios en un momento del tiempo. De aquí procedería, según afirman, toda la certeza e infalibilidad de la ciencia libre con que Dios conoce, con posterioridad a esta predefinición, el buen uso del libre arbitrio y que estas obras van a producirse, y no de una ciencia media a través de la cual Dios supiese qué haría el libre arbitrio bajo estos auxilios, como si una vez que Él, por su parte, hubiese decidido ayudar de este modo, el libre arbitrio pudiera hacer lo opuesto y como si, en el caso de que esto fuese a suceder, lo hubiese presabido. Pues como niegan que, bajo estos auxilios o una vez que se ha producido la predefinición eterna de Dios, el libre arbitrio pueda obrar lo opuesto en sentido compuesto, en consecuencia, niegan la ciencia media a través de la cual Dios conocería indiferentemente que una cosa u otra va a producirse en virtud exclusivamente de la libertad del arbitrio creado, dada la hipótesis de que, por su parte, Dios quisiera auxiliarlo de este modo.
4. También enseñan, basándose en lo mismo e irritándose con quienes defienden lo contrario, que Dios provee en particular todo acto o efecto no malvado del libre arbitrio de tal modo que, con certeza e infalibilidad, este acto se produzca sólo en función del orden fijado por la providencia o la predefinición divina. Pues estos autores consideran que ningún acto tal ─aunque sea puramente natural e indiferente de por en relación a la bondad moral, así como facilísimo de ejercer─ puede producirse sin un concurso de Dios que sea eficaz por su propia naturaleza para premover el libre arbitrio y determinarlo a realizar este acto; además, una vez recibido este concurso y la premoción de Dios, el arbitrio no puede ─en sentido compuesto─ no consentir, ni dejar de realizar este acto; por esta razón, sostienen que, como Dios provee desde la eternidad cualquier acto o efecto tal del libre arbitrio a través de esta premoción eficaz y de su determinación del libre arbitrio, por ello, en razón de la predefinición por la que confiere esta premoción, cada uno de estos actos es seguro e infalible en virtud de esta predefinición u orden de la providencia divina.
5. Estos mismos autores también se preguntan si Dios sabe que fueron futuros contingentes cosas que nunca acontecieron, de las que las Sagradas Escrituras recuerdan que se habrían producido en virtud de alguna condición, que ni se dio, ni se dará; en consecuencia, estos autores los denominan «futuros contingentes condicionados». Entre estos futuros se encuentran los que ya mencionamos en la disputa 49, a saber: el arrepentimiento de tirios y sidonios, si entre ellos se hubiesen producido los milagros que tuvieron lugar en Corazín y en Betsaida; el descenso de Saúl a Queilá y la entrega de David a manos de Saúl, si David no hubiese huido de aquel lugar; y que algunos hombres justos habrían caído en pecado mortal, si Dios no los hubiese salvado misericordiosamente de la muerte de este mundo malvado.
6. Pero tras rechazar como peligroso el parecer de los que niegan que Dios conozca que estos futuros habrían acontecido bajo determinada hipótesis o condición, estos autores defienden con razón lo contrario. Sin embargo, añaden que, como estos futuros nunca acontecerán, Dios sólo los conoce como posibles, del mismo modo que todas las demás cosas que podrían acontecer y nunca lo harán. Pues con objeto de huir de la ciencia media, se niegan a admitir un término medio entre el futuro en términos absolutos y la pura posibilidad, a pesar de que en esta cuestión ─salvo que quieran caer en la doctrina peligrosa que rechazan y que, según ellos, contradice de modo manifiesto las palabras de Cristo en Mateo XI─ hay que admitir este término medio, a saber, un futuro que, en virtud de una condición, se acerca al futuro en términos absolutos en mayor medida que si este futuro no aconteciese en virtud de dicha condición y, dada esta hipótesis, sólo fuese posible. En efecto, como el arrepentimiento de tirios y sidonios era tan posible como el de los habitantes de Corazín y de Betsaida y Cristo aseguró que, dada la hipótesis de que los mismos milagros se hubiesen producido en ambos lugares, tirios y sidonios se habrían arrepentido ─a pesar de que, dada esta misma hipótesis, el arrepentimiento de los habitantes de Corazín y de Betsaida no se produjo, sino que dicho arrepentimiento tan sólo estuvo dentro de los límites de lo posible─, por ello, hay que admitir el término medio que proponemos entre el futuro en términos absolutos y la pura posibilidad; como, dada tal hipótesis, esta fue la situación entre tirios y sidonios a causa de una culpa y dureza del libre arbitrio menores que las de los habitantes de Corazín y de Betsaida, por ello, Cristo prefirió a tirios y sidonios antes que a los habitantes de Corazín y de Betsaida y dijo que el día del juicio a los primeros se los trataría con menos rigor que a los segundos. Acabo de decir que deben admitir este término medio, si no quieren caer en la doctrina peligrosa que rechazan, porque los defensores de esta doctrina no niegan que Dios conozca como posibles estos futuros condicionados, sino sólo como términos medios entre los futuros absolutos y las puras posibilidades que están en la potestad del arbitrio, es decir, futuros no absolutos, sino relativos a una hipótesis que nunca va a hacerse realidad.
7. Aquí debe observarse que, como los autores con los que disputamos atribuyen toda la certeza de que haya cosas contingentes que acontecerán con toda seguridad, al concurso o auxilio eficaz y a la predefinición divina de conferir este concurso ─de este modo, los milagros que se produjeron en Corazín y en Betsaida no habrían sido por solos auxilios eficaces, porque los habitantes de estas ciudades no se convirtieron con ellos─, por ello, consideran y sostienen ─si nos fijamos en sus palabras─ que, dada tan sólo la hipótesis mencionada, los habitantes de Tiro y Sidón tampoco se habrían convertido, sino que sólo lo habrían hecho en el caso de que, al mismo tiempo, Dios hubiese predefinido conferirles un auxilio eficaz, de tal modo que si también hubiese predefinido conferírselo a los habitantes de Corazín y de Betsaida, éstos también se habrían convertido. De ahí que sea evidente que establecer concursos o auxilios eficaces de por y defender las predefiniciones que acabamos de explicar ─con objeto de huir de la ciencia media─ debilita y tergiversa las palabras de Mateo XI. Pues si dada la hipótesis de que estos milagros se hubiesen producido en Tiro y en Sidón, tirios y sidonios no se habrían convertido, salvo que ─además de estos milagros─ Dios hubiese predefinido conferirles otro auxilio eficaz de por que no les confirió y con el que los hombres de Corazín y de Betsaida se habrían convertido, si de este modo Dios hubiese predefinido concederles este auxilio, ¿por qué habría reprendido Cristo a los hombres de Corazín y de Betsaida, si tirios y sidonios no necesitaban para convertirse auxilios menores que los que necesitaban aquéllos y tanto los unos como los otros, en cuanto en ellos estaba, según el parecer de estos Doctores, eran iguales en relación a la consecución o no de su conversión, sin que esto dependiese del arbitrio de unos en mayor medida que del arbitrio de otros? Pero ya hemos enseñado la explicación legítima de esas palabras en la disputa 40, donde demostramos que no depende de la naturaleza de los auxilios de la gracia que éstos sean eficaces o no, sino que depende de que el arbitrio ─movido y excitado por estos auxilios─ quiera o no consentir y cooperar, como el Concilio de Trento define bien a las claras.
8. Aunque para nuestra conversión sean necesarias dos cosas, a saber, que Dios excite y mueva nuestro arbitrio con el auxilio de la gracia sobreviniente y que el arbitrio consienta y coopere, sin embargo, como Dios siempre está esperando junto a la puerta para impulsarnos y movernos con el auxilio de la gracia ─en el caso de que movernos no esté en nosotros─ y como los milagros realizados ante nuestros ojos poseen una fuerza máxima para movernos y hacernos llegar al consenso ─así lo hemos demostrado en el lugar mencionado─, por esta razón, Cristo ─que está dispuesto a ayudar a todos por medio del auxilio de la gracia previniente y cooperante─ reprendió con razón a los habitantes de Corazín y de Betsaida por el hecho de que, habiéndose producido tantos milagros y señales ante sus propios ojos, éstos no hubiesen querido, por su parte, otorgar su consenso para arrepentirse y convertirse, siendo este consenso el que, sin embargo, tirios y sidonios habrían ofrecido, si estos mismos milagros se hubiesen producido ante sus propios ojos.
9. Tras haber leído nuestras obras, los autores con los que disputamos, además del modo en que ─como hemos explicado hasta aquí─ Dios predefine en particular ─a través de su concurso o auxilio eficaz─ los actos del libre arbitrio creado, también enseñan otro modo por medio del cual Dios conocería con certeza e infalibilidad qué futuros contingentes van a acontecer o no, aunque a lo largo de su obra no hagan uso de este modo, adhiriéndose tan sólo al primero, que es el único que han enseñado con anterioridad y según el cual explican todo lo demás.
10. Pues dicen que Dios, en virtud de la comprehensión de su esencia, en la que, como objeto primero, comprehende todas las demás cosas ─como nosotros decimos─ de manera eminentísima y en un grado de excelencia superior al que estas cosas poseen en mismas, conoce todo lo que realmente va a hacer el arbitrio creado dada la hipótesis de que Él decida ponerlo en un orden determinado de cosas y circunstancias, dirigiéndolo para que haga algo y permitiendo que haga tal cosa en particular, pero sin determinar al propio arbitrio en particular, sino concediéndole libertad para refrenar el acto o inclinarse en uno o en otro sentido. Sin embargo, añaden que Dios sabe esto por ciencia natural en la esencia y en las ideas que, de manera natural, representan ante Él todas las cosas que ─no sólo como posibles, sino también en su ser futuro─ el arbitrio creado va a realizar. Pues como, según dicen, dada la hipótesis de que el arbitrio sea creado y puesto en uno o en otro orden de cosas y de circunstancias, va a darse una de las dos partes de la contradicción de cualquier futuro contingente que esté en la potestad del arbitrio, sin que sea este el momento en que en Dios aparece la idea a través de la cual, de manera natural, al entendimiento divino se le representa esta parte de la contradicción, por ello, habría que admitir que esta idea estaría en Dios desde la eternidad con anterioridad al acto libre de su voluntad, en la medida en que en su propia esencia ─en tanto que anterior, según nuestro modo de entender, a este acto─ estarían todas las cosas en grado eminente, incluidos los futuros contingentes en su ser futuro.
11. Aunque todo esto lo hayan tomado de nuestra doctrina, variando tan sólo algunas cosas, sin embargo, como bien afirman, lo que dicen dista mucho de ella. Pero en la medida en que todo esto difiere de ella, parece haber sido pensado para huir de nuestra ciencia media y, por esta misma razón, suprimen la libertad de arbitrio que parecen defender, cuando renuncian a las predefiniciones por medio de un concurso eficaz de Dios que determinase al arbitrio en particular y, en consecuencia, lo dejan libre para inclinarse en el sentido que quiera.
12. En primer lugar, parece que, según esta doctrina, una de las dos partes de la contradicción respecto de los futuros contingentes que dependen de nuestro arbitrio, sería verdadera de manera determinada antes de que estos futuros aconteciesen y, por esta razón, a Dios se le representaría de modo natural en una idea o en su esencia divina que esta parte va a darse de manera determinada, siendo esto algo que, en la disputa anterior, hemos rechazado como contrario a la doctrina de Aristóteles y al parecer común de los Doctores, así como opuesto a la propia naturaleza de los futuros contingentes, por la que cada uno de ellos puede acontecer o no indiferentemente, según hemos demostrado en nuestros comentarios al De interpretatione (cap. 9). Así no es posible entender de qué modo, en relación al propio libre arbitrio, podría darse la otra parte de la contradicción y cómo podría ser libre el propio arbitrio, de tal modo que realmente pudiera hacer una cosa o la otra indiferentemente.
13. En segundo lugar, podemos argumentar así: O bien la idea divina representa que el libre arbitrio creado va a realizar una de las dos partes de la contradicción dada la hipótesis de que sea creado en un orden determinado de cosas y de circunstancias, porque el arbitrio, en razón de su libertad, se inclinará hacia ella ─pudiendo representar esta idea la parte opuesta, si el arbitrio, como está en su potestad y en razón de su misma libertad, fuese a inclinarse hacia la parte opuesta─, o bien dicha idea no representa esto así, sino de manera totalmente natural, a saber, como si no pudiera representar de ningún modo la parte opuesta y, en consecuencia, el arbitrio estuviera determinado a hacer tal cosa.
Si suponen lo primero, como el concepto de la idea divina y el concepto de la ciencia divina que responde a aquélla, son idénticos, entonces tendrán que admitir la ciencia media de la que huyen y que tantas veces niegan, sin la cual la libertad de nuestro arbitrio no puede salvaguardarse. Pues del mismo modo que esta idea puede representar lo contrario y realmente lo representaría, si el arbitrio creado, como está en su potestad, fuese a hacer lo contrario, así también, Dios sabría lo contrario por medio de la ciencia que responde a esta idea y que antecede al acto libre de su voluntad, a pesar de que esta ciencia sea natural a Dios en tanto que distinta de la libre, aunque no lo sea en tanto que distinta de la que es innata a Dios de tal modo que, por medio de ella, sabría tal cosa, como si de ningún modo pudiese suceder lo contrario, así como tampoco que Dios supiese lo contrario por medio de ella.
Pero si suponen lo segundo, a saber, por medio de la idea ─por ejemplo, del consentimiento de Pedro en fornicar─ a Dios se le representaría de manera natural que este consentimiento va a producirse ─como si fuese totalmente innato a Dios representársele este consentimiento de tal modo que esta representación no pudiese no darse de ninguna manera y, por consiguiente, el arbitrio de Pedro estuviese determinado a otorgar este consentimiento, que no podría no producirse─, ¿cómo salvaguardarán la libertad de Pedro para no pecar? Lo mismo habrá que decir sobre los demás actos libres de Pedro.
14. Además, en esta opinión hay algo que tampoco me gusta, a saber: que las ideas representarían ante Dios las cosas en su ser futuro con anterioridad al acto libre de la voluntad divina. Pues la idea sólo representaría en su ser posible la cosa de la que es idea, así como el modo en que puede producirse; sólo representaría como posible la propia futurición ─o existencia─ de esta cosa, así como el modo en que puede alcanzar el ser en acto ejercido. Las cosas alcanzarían el ser de existencia a través de la ciencia del artífice determinada por la voluntad libre de éste, para poner en ejecución las cosas según la idea y la ciencia mencionadas. Por ello, a ninguna de estas cosas se la conocería como futura, salvo en la voluntad libre del artífice, aunque con anterioridad a su voluntad libre se la conociera como futura hipotéticamente, en el caso de que el artífice quisiera ejecutarla. Pero cuando algunas cosas dependen de dos artífices libres, como las que se producen en virtud del arbitrio creado angélico o humano, dependerán de Dios ─que coloca al arbitrio en este o en aquel orden y quiere cooperar con él de uno o de otro modo─ y al mismo tiempo del influjo del arbitrio creado; por ello, para conocerlas como futuras hipotéticamente, será necesario que se produzca la determinación libre de las dos voluntades. En virtud de la perfección infinita e ilimitada de su entendimiento y de su comprehensión eminentísima, por medio de la cual comprehendería en su esencia al arbitrio creado con una profundidad mucho mayor que la que puede alcanzarse comprehendiéndolo en mismo, Dios conocería la determinación del arbitrio creado antes de que ésta se produjese; en consecuencia, dada la hipótesis de que Dios quiera poner al arbitrio en uno o en otro orden determinado de cosas y de circunstancias, conocerá en qué sentido se va a inclinar el arbitrio en razón de su libertad. También debo advertir lo siguiente: como las entidades y existencias de estas cosas serían totalmente idénticas ─ya se las aprehenda como posibles, ya se las aprehenda como existentes en acto─, para comprehenderlas no sería necesario conocer en su ser futuro lo que cae bajo la potencia de las mismas. Así pues, Dios no sólo no se habría comprehendido a mismo, si hubiese decidido no crear nada, sino que ahora tampoco se comprehendería, porque no podría conocer en su ser futuro todas las cosas que caen bajo su omnipotencia; por ello, para comprehender tales cosas, a Dios le bastaría con conocer en su ser posible todas las cosas que puede hacer y las existencias de cada una, como ya hemos dicho en nuestros Commentaria in primam D. Thomae partem.
15. Estos mismos autores también enseñan un tercer modo por el que Dios sabría con certeza ─también con anterioridad al acto libre de su voluntad─ qué actos contingentes van a producirse. Pues como, según dicen, en ese momento anterior y por medio de la ciencia que antecede al acto de su voluntad, Dios comprehendería su esencia, su potencia y su voluntad, por ello, en ese momento conocería en qué sentido se va a determinar su voluntad y, en consecuencia, conocería qué actos contingentes van a producirse realmente y cuáles se producirían dada la hipótesis de que Él quisiera determinar otra cosa, lo que implicaría conocer no sólo los actos contingentes que realmente van a producirse, sino también los actos condicionados, entre los que estarían incluidos el arrepentimiento de tirios y sidonios, el descenso de Saúl a Queilá y la entrega de David a manos de Saúl.
16. Demostración: La voluntad divina sería ─por así decir─ guiada por el entendimiento divino y por las razones eternas de su sabiduría infinita, en tanto que en las ideas de Dios, como artífice supremo, estarían contenidas y brillarían todas las cosas, también consideradas en términos de ser futuro. Por este motivo, aunque las cosas futuras contingentes no poseyesen estabilidad ─como cosas que realmente van a suceder─ con anterioridad al decreto libre de la voluntad divina, ni pudiesen conocerse como realmente futuras salvo en orden a este decreto, sin embargo, en la medida en que, en ese momento anterior, estarían contenidas y brillarían en las razones ideales y este decreto se comprehendería y se conocería como futuro con posterioridad a dicho momento, ciertamente, en ese momento anterior se conocería qué actos contingentes van a producirse realmente en virtud de este mismo decreto o de la determinación libre de la voluntad divina. Pues si en ese momento anterior no se conociese esta determinación ─ni, por ello, qué actos contingentes se producirían realmente en virtud de dicha determinación─, en ese momento anterior la ciencia de Dios no sería comprehensiva, universalísima y perfectísima, porque, en ese momento y con esta ciencia, a Dios se le ocultaría algo que sabría con posterioridad; pero esto no se puede decir de la ciencia divina en ese momento anterior.
17. En primer lugar, quienes dicen esto, no pueden negar que Dios posea una ciencia media de los futuros contingentes en razón del decreto de la voluntad divina y en tanto que los futuros contingentes dependen de este decreto, salvo que pretendan negar que Dios posea libertad de arbitrio con respecto a su decreto. En efecto, la ciencia por la que Dios sabe ─con anterioridad al decreto de su voluntad─ en qué sentido se va a determinar este decreto y, en consecuencia, qué actos contingentes van a producirse en virtud de esta determinación, sin duda, pudo no estar en Dios, porque este decreto pudo determinarse en otro sentido o Dios pudo decidir no crear absolutamente nada; y si esto hubiese sucedido ─siendo tal cosa posible─, Dios no habría estado en posesión de esta ciencia. Por esta razón, aunque esta ciencia ─tanto de la determinación de su decreto, como de los futuros que dependen de él─ fuese natural a Dios, en tanto que distinta de la libre, porque antecedería al acto libre de la voluntad divina, sin embargo, sería innata a Dios de tal modo que no podría no darse y, en consecuencia, sería ciencia media, de la que, según los autores con los que disputamos, Dios carecería con anterioridad al acto libre de su voluntad. Obsérvese que, como esta ciencia no sólo antecedería a todo acto de la voluntad divina, sino que también sería un conocimiento que ─por así decir─ iluminaría y guiaría a esta voluntad hacia la volición ─mientras le muestra el objeto, tanto aquel hacia el cual la voluntad sólo puede ser conducida de manera natural, como también aquel, o aquellos, hacia los que puede dirigirse libremente─, de ningún modo podría ser libre, sino que debería ser totalmente natural, en tanto que distinta de la libre. 18. En segundo lugar, tampoco consideramos correcto este parecer, cuando sus autores afirman que la idea divina contiene la representación de los futuros contingentes en su ser futuro, porque, como ya hemos dicho, tanto sus entidades, como sus existencias, en términos ideales, sólo se representan y se conocen como posibles ─incluyendo de qué modo puedan alcanzar el ser─, pero no como futuras, porque esto dependería de la determinación de la voluntad del artífice, que es posterior a la idea, siendo las ideas posteriores a la representación. Además, la idea no puede representar la determinación de la voluntad divina: porque no hay una idea de la voluntad divina y de la determinación de ésta, sino únicamente de las criaturas; y porque la voluntad divina permanece en misma indiferente y libre para determinarse a misma en el sentido que quiera y, en consecuencia, con anterioridad a esta determinación, en Dios no hay, ni puede haber, algo que represente en qué sentido deba determinarse su voluntad. Como no hay una naturaleza superior a Dios que contenga a éste de modo eminentísimo, a la manera en que Él contiene a cualquier arbitrio creado, por ello, no sucederá que, así como Él mismo ─a causa de la superioridad infinita de su conocimiento sobre la entidad y la perfección de cualquier arbitrio creado y a causa del modo eminentísimo en que lo comprehende─ sabe en qué sentido se inclinará el arbitrio creado en razón de su libertad, también Él mismo o cualquier otro vaya a conocer, con anterioridad a la determinación de su voluntad, en qué sentido se inclinará dicha voluntad. Esto no es necesario para poder decir que, en ese momento anterior, Dios se comprehende a mismo, porque para comprehenderse a mismo basta con que sepa todas las cosas a las que pueden extenderse su potencia, su entendimiento y su voluntad; por ello, basta con que en su voluntad sepa, respecto de cualquier objeto, en cuántos sentidos se puede determinar. Pues del mismo modo que, por no conocer con posterioridad que Él se haya determinado de las múltiples maneras que estuvieron en su potestad respecto de distintos objetos ─y habría conocido cada una de ellas, si así se hubiese determinado─, no deja de comprehenderse a mismo, porque sabe que todas ellas fueron posibles y habrían tenido lugar, si Él hubiese querido determinarse en este sentido, tampoco en ese momento anterior deja de comprehenderse a mismo por no conocer, con anterioridad a su determinación, en qué sentido se va a determinar, porque conoce todos los sentidos en los que puede determinarse y todos ellos están en su potestad o arbitrio, que en ese momento se puede reconocer como libre y bajo ningún concepto determinado respecto de cualquier objeto susceptible de creación.
19. Además, como decíamos en la disputa anterior, no entiendo de qué modo podría conocer Dios, con anterioridad a la determinación de su voluntad, en qué sentido se va a determinar ésta y, posteriormente, determinarse en este sentido libremente y no de manera necesaria, porque este conocimiento sería infalible, cierto ─pues es conocimiento divino─ y natural, en tanto que distinto del conocimiento libre, como ya hemos explicado anteriormente, pues antecedería a todo acto libre de la voluntad divina y sería un acto que ─por así decir─ iluminaría y guiaría a la voluntad divina, en un principio, hacia la volición, que, en consecuencia, no podría ser un acto ordenado por la voluntad, ni libre, sino necesario. Tampoco entiendo cómo podría suceder que uno y el mismo sujeto conociera con anterioridad, en virtud de este género de conocimiento cierto y natural, la determinación futura de su voluntad y, posteriormente, se determinase en este sentido libremente y no de manera necesaria y, en consecuencia, cómo podría suceder que todas las cosas no aconteciesen por necesidad de naturaleza, en cuanto procedentes y dependientes de un conocimiento y determinación tales de la voluntad.
20. Al argumento que ofrecen los defensores de la opinión contraria, debemos decir lo siguiente: Para que el entendimiento divino y las razones ideales ─por así decir─ guíen a la voluntad divina hacia la volición, no es necesario que las ideas representen las cosas en su ser futuro, ni que el conocimiento del entendimiento divino las conozca en su ser futuro, sino que basta con que las ideas las representen en su ser posible y según el modo en que pueden producirse y que también así las reconozca el conocimiento del entendimiento; por esta razón, debemos negar que las cosas futuras brillen o sean representadas de otro modo por las ideas divinas o que la ciencia divina las conozca en ese momento anterior.
Pero respecto a lo que se añade sobre la comprehensión del decreto en ese momento anterior y sobre la comprehensión, universalidad y perfección de la ciencia divina en ese mismo momento, debemos decir lo siguiente: Para comprehender algo, no es necesario conocerlo en su ser futuro ─pues de este modo Dios no comprehendería las cosas que nunca sucederán─, sino que basta con conocer todos sus modos posibles, siendo esto lo que Dios conoce de su decreto libre en ese momento anterior; pues Dios conoce toda la virtud, entidad y perfección de cada cosa, así como todos los modos en que puede determinarla, sabiendo en el mismo ahora de la eternidad que cada uno de ellos acontecerá o no, en la medida en que, con posterioridad ─según nuestro modo de entender, basado en la realidad de las cosas─, quiera determinarla así o no, siendo esto suficiente para la comprehensión de esta cosa, especialmente en función del estado en que ésta es considerada con anterioridad ─según nuestro modo de entender─ a que Dios decida su decreto. Pues del mismo modo que no es absurdo pensar que Dios, en ese momento anterior ─según nuestro modo de entender─, no decida el propio decreto o el acto de su voluntad ─no sólo en tanto que puede considerarse libre, sino también natural─ de amarse a mismo, con mayor razón tampoco será absurdo pensar que, en ese mismo momento anterior, su ciencia no pueda considerarse libre o un conocimiento del sentido de la determinación libre del decreto, sino sólo de los sentidos en los que podría producirse su determinación libre, sobre todo porque el hecho de que la determinación del decreto se produzca en un sentido o en otro, no añadiría más que una relación de razón, como dejaremos bien claro en nuestros Commentaria in primam D. Thomae partem; y esta relación también se conocería en ese momento anterior como posible y futura, pero no en términos absolutos, sino en el caso de que la voluntad quisiera determinarse en este sentido.
Aquí debe observarse que esta anterioridad ─según nuestro modo de entender, basado en la realidad de las cosas─ de la que hablamos, no es una anterioridad en el sentido de que, como sostiene Escoto, haya un instante de naturaleza o de tiempo en el que se una cosa y no otra ─más adelante explicaremos en nuestros Commentaria in primam D. Thomae partem que esto es falso─, sino que sólo podemos hablar de anterioridad porque, a causa de la dependencia que el acto de la voluntad tiene respecto del conocimiento del entendimiento ─y no al revés─, concebimos una cosa presuponiéndola, cuando todavía no hemos concebido otra, a pesar de que, en realidad, siempre estén unidas; es más, el acto del entendimiento divino y el de la voluntad de Dios, incluyendo los demás atributos divinos, se incluyen mutuamente, como explicaremos cuando abordemos la cuestión de la Santísima Trinidad. Por esta razón, del mismo modo que concebir los atributos separados entre no hace que alguno de ellos carezca realmente de la perfección de los otros, así también, en esta cuestión, concebir la ciencia divina ─como requisito para el acto posterior de la voluntad─ separada todavía del conocimiento de la determinación de este mismo acto, no hace que en algún momento esta ciencia carezca realmente de este conocimiento, como si en realidad Dios poseyese en algún momento ciencia natural sin que ésta pudiese considerarse simultáneamente ciencia libre.
21. Para responder totalmente al argumento, debemos añadir lo siguiente: La ciencia divina no es más universal o más perfecta por el hecho de que, gracias a ella, se sepa que algo va a suceder; de otro modo, Dios no poseería alguna perfección o la propia ciencia carecería de universalidad, porque no se producirían muchas cosas cuya producción Dios pudo decidir; y si así lo hiciese, en algún momento sabría que estas cosas van a acontecer, a pesar de que en otro momento no las hubiese conocido como futuras. Por tanto, como Dios conoce como posibles cosas que no van a suceder ─pero también como futuras, si Él quisiese decidir que aconteciesen─ y como en Dios conocer algo como futuro no implica una perfección mayor o distinta que conocerlo como posible y futuro, si Él mismo quisiera o hubiese querido decidirlo así, por esta razón, tanto si Dios conoce algo futuro en términos absolutos, como si no lo conoce de este modo, sino como posible y futuro hipotéticamente, su ciencia no poseerá una perfección y universalidad menores. Añádase que, en realidad, a la ciencia divina natural siempre permanece unida la ciencia libre, como ya hemos dicho, aunque podamos concebir una antes que la otra y sin esta otra.

Miembro II: En el que impugnamos el parecer anterior

1. Los autores del parecer que hemos ofrecido en el miembro anterior no pueden, ni parecen negar que Dios posea una ciencia media en relación a los actos moralmente malos del libre arbitrio.
2. En primer lugar: Porque, con respecto a estos actos, no establecen un concurso divino eficaz, sino que atribuyen ─y con razón─ el hecho de que estos actos se produzcan a la determinación y al influjo propio del libre arbitrio, en virtud del cual ─gracias a su libertad─ el libre arbitrio determinaría ─con objeto de realizar estos actos─ el concurso general de Dios, que es indiferente de por y, por ello, de él se pueden seguir unos actos u otros muy distintos. Por esta razón, al igual que nosotros, no atribuyen los pecados ─ni siquiera considerados materialmente─ a Dios y a su influencia a través de su concurso general, sino al propio arbitrio como causa propia y particular de los mismos, como es evidente por lo que dijimos en el miembro anterior y en la disputa 27. Por el contrario, para los actos moralmente malos no establecen un concurso general divino tal que, por medio de él, Dios pueda mover a la causa y aplicarla a obrar, sino tan sólo un concurso general ─junto con la causa─ e inmediato sobre el efecto de ésta, como hemos explicado en la disputa 27.
3. En segundo lugar: Porque, con respecto a estos mismos actos, no establecen unas predefiniciones de Dios, como ya hemos visto en el miembro anterior, porque Dios no determina al arbitrio creado a obrar estos actos, sino que el propio arbitrio se determina a obrarlos en razón de su libertad y de su maldad.
4. En tercer lugar: Porque mientras los testimonios de los Santos Padres con los que, en la disputa anterior, hemos defendido la ciencia media, enseñan que los actos de nuestro arbitrio no van a producirse porque Dios haya presabido que así va a ser, sino que, por el contrario, Dios los ha presabido porque se producirán en virtud de la libertad del arbitrio, sin embargo, estos autores consideran que estos testimonios sólo serían verdaderos referidos a los actos de los pecados, porque Dios no los predefine, ni determina, ni mueve al arbitrio hacia ellos, a diferencia de los actos no malvados del libre arbitrio, que se producen, según dicen, porque Dios los predefine; de este modo, sólo en virtud de esta predefinición sería cierto que se producirán y no en virtud de una ciencia media a través de la cual la altitud del entendimiento divino los presupiese con certeza dada la hipótesis de que el arbitrio fuese creado y colocado en un orden determinado de cosas y de circunstancias, sin otra predefinición.
5. Por tanto, como la ciencia con que Dios ha previsto qué pecados cometerá cualquier arbitrio creado, es cierta y estos autores no pueden atribuir esta certeza a la predefinición de la voluntad divina y a una determinación en virtud de la cual la voluntad divina determinase al arbitrio creado a obrar estos actos ─siendo esto evidente por lo que hemos dicho ateniéndonos al propio parecer de estos autores─ y como no hay otra cosa a la que esta certeza pueda reducirse salvo a la certeza de la ciencia media ─a través de la cual, en virtud de la altitud del entendimiento divino y de su comprehensión eminentísima del arbitrio creado, Dios ha conocido con certeza algo que en es incierto y contingente, a saber, en qué sentido se inclinará el arbitrio en razón de su libertad dada la hipótesis de que sea colocado en uno o en otro orden de cosas y de circunstancias, aunque también sabría lo contrario, si el libre arbitrio, como está en su potestad, fuese a refrenar su consentimiento a caer en pecado o fuese a elegir su disentimiento─, por ello, de aquí se sigue que, con respecto a los actos de los pecados, parecen admitir la ciencia media y así lo atestiguan muchas de las cosas que enseñan refiriéndose a los actos de los pecados.
6. Esto es así, salvo que, tal vez, pretendan reducir ─del mismo modo que aquellos a quienes hemos impugnado en la disputa 50─ la certeza de la ciencia en virtud de la cual Dios sabe qué pecados van a cometerse, a la certeza e infalibilidad del hecho de que la voluntad creada pecaría con respecto a la materia de cualquier virtud porque la voluntad divina no la determinaría eficazmente a obrar bien, es decir: como si Dios, en su predefinición de los actos no malvados hacia los cuales determina al libre arbitrio creado por medio de un concurso o auxilio eficaz de por sí, observase, con una certeza proveniente del propio objeto, tanto los actos no malvados que el libre arbitrio va a realizar, como también los pecados en los que va a caer ─por comisión y por omisión─, incluidas la intensión o remisión con que los cometa, así como el momento temporal y las demás circunstancias; como si, por ello, la voluntad no pudiera evitarlos, sino que, una vez establecida esta predefinición dirigida tan sólo hacia los actos no malvados, estuviera de por determinada ─según el modo mencionado─ a pecar por comisión y omisión contra la recta razón y la ley de Dios; y como si a la naturaleza de cualquier arbitrio creado, tanto angélico, como humano, fuese ínsita la siguiente condición, a saber, aunque el arbitrio creado esté en la gracia que convierte en agraciado ─siendo este el estado de los ángeles y de los primeros padres antes de caer en pecado─, sean cuales sean el momento del tiempo y el orden de las cosas y las circunstancias en que el arbitrio creado sea colocado, en ese instante el libre arbitrio pecará por omisión y por comisión contra la recta razón y la ley de Dios, cometiendo con la máxima intensión de la que sea capaz los pecados en los que en ese instante pueda caer por comisión y por omisión, si Dios no lo retiene y lo aparta de ellos, determinándolo con su concurso eficaz, de tal modo que habría que decir que todo arbitrio creado se dejaría llevar de manera voluntaria, pero por necesidad de naturaleza, hacia todos los pecados que pudiese cometer, dejando tan sólo de caer en ellos en la medida en que fuese refrenado y apartado de la comisión de los mismos con un auxilio eficaz para realizar actos no malvados. En efecto, según este modo de explicación, todo esto sería necesario para proteger la certeza de la ciencia de Dios en relación a los pecados futuros. Pues si el libre arbitrio no se deja llevar, en virtud de su propensión innata y por necesidad de naturaleza, hacia los pecados de todo género en los que, por comisión u omisión, puede caer en cualquier instante y bajo cualesquiera circunstancias ─pues en su potestad estaría refrenarse de caer en ellos o de cometer un acto pecaminoso de manera más o menos intensa, así como variar cualquier otra circunstancia─, en tal caso, acudiendo sólo a este modo de explicación, Dios no conocerá con certeza e infalibilidad qué pecados, de qué tipo y hasta qué punto culposos, se cometerán, como es evidentísimo de por sí. Léase lo que hemos objetado en la disputa 50 contra este modo de explicación.
Sin duda, si, por una parte, Dios conoce todos los actos futuros no malvados del arbitrio creado, porque, en el orden de cosas que ha decidido crear en razón tan sólo de su libre voluntad, ha predefinido conferir al libre arbitrio ─para que realice estos actos─ un concurso eficaz de por sí, sin el cual el arbitrio no podría realizarlos ─y, una vez conferido, no podría no realizarlos─, pero, por otra parte, conoce con certeza todos los pecados futuros, porque, como ha decidido no conferir más concursos, ni otros concursos eficaces para realizar actos no malvados, el propio arbitrio caerá con certeza e infaliblemente en estos pecados, cuando se den las circunstancias en las que, en el decurso del tiempo, los cometa ─de tal modo que, una vez establecida esta predefinición para que el arbitrio realice actos no malvados, en la potestad del arbitrio no estaría evitar estos pecados─, entonces no cómo podría salvaguardarse la libertad de arbitrio ─ya sea para realizar actos buenos, ya sea para realizar actos malos, ya sea para realizar actos de por indiferentes─ y cómo podría evitarse una necesidad fatal con respecto a todo esto; asimismo, tampoco cómo podrían no seguirse los demás absurdos gravísimos que, en la disputa 50, dedujimos de este parecer y, por consiguiente, por qué no debería considerarse error manifiesto en materia de fe el parecer contra el que disputamos. En efecto, aunque la espontaneidad y voluntariedad de nuestro arbitrio ─que los luteranos reconocen y que la acémila también posee─ permanezcan a salvo en la medida en que, en los actos no malvados, el arbitrio consienta y coopere de buena gana con un concurso eficaz de por para mover suavemente al arbitrio a realizarlos y en la medida en que, por su propensión innata, el arbitrio caiga en pecado ─salvo que reciba el concurso eficaz para los actos no malvados, que lo detendría y evitaría que cayese en pecado─, sin embargo, no entiendo de qué modo estará en su potestad en ese momento no consentir y no cooperar con el concurso eficaz para la realización del acto no malvado ─siendo esto necesario para que se pueda hablar de libertad, de bien moral y de mérito─ y de qué modo, en ausencia del concurso eficaz para el acto no malvado, podrá refrenarse de caer en pecado, siendo esto necesario para que se pueda hablar de libertad para pecar y del propio pecado; en consecuencia, resultaría contradictorio que fuese pecado obrar así en ese momento.
Por el contrario, no entiendo cómo no habría que atribuir nuestros pecados a Dios, como autor de la naturaleza, por haber conferido al arbitrio creado una propensión tal hacia los pecados. Pues del mismo modo que, a causa de las propensiones y de las fuerzas que Dios confiere a los agentes que actúan por necesidad de naturaleza, a Dios se le atribuyen los actos y efectos de estos agentes y, por esta razón, los filósofos denominan a la obra de la naturaleza «obra de inteligencia» y, en consecuencia, de Dios, así también, tendríamos que atribuir los actos de nuestros pecados a Dios, como autor de la naturaleza, por haber introducido en el arbitrio creado esta propensión a caer en pecado.
Pero decir que, en sentido dividido, en la potestad del arbitrio está no realizar un acto no malvado y no pecar ─en la medida en que, si Dios no predefiniese conferir su concurso eficaz, el arbitrio no realizaría el acto no malvado y, si Dios confiriese el concurso eficaz para el acto no malvado, el arbitrio no pecaría─, sin lugar a dudas, no supone atribuir una libertad al arbitrio creado, sino atribuir a Dios libertad para mover o no mover al arbitrio hacia un acto no malvado y para detenerlo o no de caer en pecado, del mismo modo que, cuando se conduce a la acémila del cabestro en uno o en otro sentido, la acémila carece de libertad, pero no así el hombre que la conduce en uno o en otro sentido, como hemos dicho en la disputa 50 y en otros lugares.
7. Si alguien sostiene que Dios conoce con certeza todos los pecados futuros de cualquier arbitrio creado en la determinación libre de su voluntad divina ─a través de la cual decide permitirlos─, porque, en sentido compuesto, resulta contradictorio que Dios haya decidido permitir algún pecado y que éste no se produzca, como digo, si alguien sostiene tal cosa, deberá tener en cuenta que el permiso para caer en pecado ─como diremos más adelante en esta obra─ supone, por una parte, que si el libre arbitrio es colocado en un orden determinado de cosas y de circunstancias, caerá en pecado, y, por otra parte, que Dios prevé que esto va a suceder ─salvo que auxilios mayores o distintos ayuden al arbitrio─ y que puede impedirlo. Pero la voluntad de permitir este pecado no sería otra cosa que, una vez presupuesto todo esto, no querer conferir otros auxilios que lo impidan; asimismo, la propia permisión no sería otra cosa que, en su momento, no conferir otros auxilios que lo impidan; pues decimos que alguien permite algo, cuando, viendo que podría impedirlo ─y que, si no lo impide, tendrá lugar─, no lo impide, sino que deja que suceda. Por tanto, como la voluntad de permitir el pecado supone la presciencia de que el arbitrio quiera cometerlo libremente ─salvo que otros auxilios se lo impidan─, en razón de esta presciencia, resulta contradictorio, en sentido compuesto, que Dios quiera permitirlo y que este pecado no se cometa.
8. Sin embargo, acerca de la raíz de la certeza de la presciencia de que el arbitrio creado va a pecar ─que antecede a la voluntad libre de Dios de permitir el pecado─, nos resta investigar si esta certeza se debe a que el propio arbitrio es de por propenso a pecar hasta tal punto que ─salvo que un auxilio eficaz lo dirija hacia un acto no malvado, refrenándolo así y evitando que caiga en pecado─ se dejará llevar, por necesidad de naturaleza, hacia este pecado ─y, por ello, Dios sabría con certeza, a partir de la propia naturaleza del objeto, que esto va a suceder─, como se pretende sostener ─con supresión evidentísima de la libertad del arbitrio creado─ del modo que hasta aquí hemos impugnado, o bien esto no sería así, sino que Dios, en virtud de la altitud de su entendimiento y de su penetración eminentísima del arbitrio creado, más allá de la naturaleza del objeto, sabría que esto va a suceder en razón de la libertad de arbitrio, aunque también sabría lo contrario, si, en razón de esta misma libertad de arbitrio, fuese a suceder lo contrario, como es posible; esto supondría atribuir a Dios una ciencia media con respecto a los futuros contingentes que dependen del arbitrio creado.
9. Por tanto, como los autores con quienes disputamos no parecen establecer ─como hacen los luteranos y otros herejes─ unas predefiniciones, mociones y determinaciones a través de las cuales, con su concurso eficaz, Dios mueva y determine al arbitrio creado hacia los actos pecaminosos de tal modo que, en ellas, pueda conocer con certeza qué pecados van a cometer los arbitrios creados; y como tampoco parecen reducir la certeza de esta presciencia a la certeza e infalibilidad de que la voluntad creada pecará, salvo que Dios, por medio del concurso eficaz dirigido hacia actos no malvados, la refrene y le impida caer en pecado ─como si fuese propensa a caer en él hasta tal punto que, por necesidad de naturaleza, se dejaría llevar hacia el pecado, salvo que otra cosa la refrenase─, porque esto es erróneo en materia de fe y no puede reducirse a otra cosa que a la certeza de la ciencia media, a través de la cual Dios conoce con certeza en su esencia, en virtud de la altitud de su entendimiento y de su comprehensión eminentísima del arbitrio creado, en qué pecados caerá cualquier arbitrio creado, en razón de su libertad, dada la hipótesis de que sea colocado en uno o en otro orden de cosas y de circunstancias, a pesar de que, en realidad, dada esta misma hipótesis, podría no caer en ellos y, si así fuese a suceder, Dios sabría esto y no lo anterior: por todo ello, parece que hay que afirmar que estos autores no niegan que Dios posea una ciencia media de los pecados futuros, sobre todo porque, cuando tratan de los pecados, hablan como si admitiesen la ciencia media y enseñan cosas que no podrían sostenerse sin recurrir a la ciencia media, como en parte ya hemos dicho antes, aunque, a decir verdad, a veces parecen dar a entender la opinión que impugnamos en la disputa 50, refugiándose en el permiso de los pecados; por ello, sólo sostienen que hay certeza en la presciencia divina de los pecados futuros, sin ninguna ciencia media previa.
10. No obstante, de paso debo advertir lo siguiente: Si admiten una ciencia media para los pecados, no tiene sentido que la impugnen de manera genérica. Además, cuando hablan de los futuros contingentes condicionados y, con toda la razón, reconocen que de ellos Dios posee ciencia, no tiene sentido que, para salvar la certeza de la ciencia de todas las cosas que mencionan, recurran a las predefiniciones que Dios habría establecido, si las condiciones se hubiesen cumplido, como si en estas predefiniciones Dios presupiese con certeza los futuros a partir de dichas condiciones. En efecto, el descenso de Saúl a Queilá para capturar y matar a David, si éste hubiese permanecido en Queilá, habría sido un pecado mortal de Saúl; asimismo, la entrega de David, siendo inocente y habiendo concedido tantos beneficios a los habitantes de Queilá, también habría sido un pecado mortal de éstos; finalmente, los pecados en que habrían caído los justos, si la muerte no se los hubiese llevado, también habrían sido pecados mortales. Por ello, Dios no pudo predefinir todas estas cosas, ni pudo determinar y mover eficazmente al arbitrio creado a realizarlas, para poder conocer con certeza estos futuros en estas y en virtud de estas predefiniciones, sino que esta sería una certeza que, acerca de los pecados, poseería la ciencia media dada la hipótesis de que estas condiciones se cumpliesen.
11. También en el miembro anterior hemos explicado que, en la cuestión del arrepentimiento de tirios y sidonios, recurrir a una predefinición en virtud de un auxilio eficaz de por ─que se habría producido si entre ellos hubiesen tenido lugar los milagros que se sucedieron en Corazín y en Betsaida─ y no, más bien, a la certeza de la ciencia media, sin lugar a dudas, debilita y deja sin significado las palabras de Cristo. Por ello, en general, la certeza que Dios posee respecto de todos los futuros condicionados contingentes que van a acontecer, es la certeza de la ciencia media y no de una predefinición en virtud de la cual, a través de un concurso eficaz, Dios determine al arbitrio creado a realizar estos actos, si se cumplen tales condiciones.
12. Pero pasemos a la cuestión de los actos no malvados del libre arbitrio; ciertamente, si el arbitrio creado, sin la predefinición y el concurso divino eficaz de por sí, puede realizar todos los actos pecaminosos que sin duda realiza, aunque algunos de ellos sean muy difíciles de ejecutar ─como atacar al enemigo o escalar un muro, cuando una guerra es injusta y muy peligrosa y la naturaleza se muestra esquiva, así como muchos otros actos pecaminosos─, no veo por qué, sin este auxilio eficaz y con una predefinición por medio tan sólo de un concurso general inmediato sobre los actos y los efectos ─que sería como aquel con el que, según el parecer de aquellos con quienes disputamos, Dios concurre en los actos pecaminosos─, el libre arbitrio no pueda realizar actos indiferentes, o incluso moralmente buenos, que no entrañen ninguna dificultad, sino, más bien, placer y delectación, como querer acostarse o comer ─cuando estas cosas se hacen sin pecar y son placenteras─, cumplir con el débito conyugal, querer pasear o jugar para divertirse y hacer otras muchas cosas semejantes. Pues haría el ridículo quien negara esto, sobre todo porque Dios no restringe, ni coarta la libertad innata de las causas segundas, cuando lo que debe hacerse no es algo malo, sino, por el contrario, bueno, y porque no hay que multiplicar, ni aumentar sin necesidad los concursos de Dios, especialmente los dirigidos hacia actos puramente naturales. Pues, sin lugar a dudas, resultaría asombroso que aquellos que combaten en una guerra de manera injusta, luchasen sin la predefinición y el concurso eficaz de Dios y, por el contrario, aquellos que combaten con licitud, necesitaran, para resistir y luchar, la predefinición y el concurso eficaz de Dios. Por tanto, si el arbitrio creado puede realizar estos actos sin una predefinición y un concurso divino eficaces de por y estos actos varían en función de muchas circunstancias ─pues comienzan o terminan en un momento determinado y no en uno anterior o posterior, son más o menos intensos, siendo, por ejemplo, un paseo en uno o en otro sentido más o menos rápido, pudiéndose decir esto mismo de otras circunstancias─, entonces el hecho de que Dios presepa con certeza que estos actos se producirán con toda seguridad y dadas unas circunstancias antes que otras, no podrá reducirse a la certeza de la predefinición y de la determinación del arbitrio por medio de un concurso divino eficaz de por sí, sino a la certeza de la ciencia media, a través de la cual Dios conoce, en virtud de la altitud de su entendimiento, en qué sentido y circunstancias se va a inclinar el arbitrio, en razón de su libertad, dada la hipótesis de que Él quiera crearlo y ponerlo en el orden de cosas y de circunstancias en que lo ha puesto, aunque no sabría esto, sino algo muy distinto, si en razón de la misma libertad de arbitrio y dada la misma hipótesis, algo muy distinto fuese a suceder.
13. Podemos confirmar esto mismo, porque en la disputa 33 hemos demostrado que uno y el mismo acto natural, realizado ─aquí y ahora─ de manera indiferente, puede ser bueno o malo moralmente variando tan sólo una circunstancia que no tenga relación con la diversidad de este acto natural; de este modo, el mismo consentimiento ─aquí y ahora─ a yacer en concúbito con una mujer determinada, puede ser indiferentemente un acto de castidad conyugal, si le precede un contrato matrimonial, o un acto de fornicación y de pecado, si no le precede. También hemos demostrado que, con el mismo influjo de la causa segunda y de Dios con que se produce este acto natural, también aparece, sin otro influjo de Dios o de la causa segunda, una razón formal en términos morales, ya sea virtuosa, ya sea pecaminosa. Por tanto, en el caso de que a este acto no le preceda un contrato matrimonial, dicho acto no se realizará con un concurso eficaz por el que Dios premueva y determine el arbitrio, sino tan sólo con un influjo general divino sobre este acto, resultando este influjo indiferente para que de él se siga este acto o el contrario y, por ello, este acto se realizará sin un concurso divino eficaz, si le precede un contrato matrimonial y el consentimiento es un acto de castidad conyugal. Por tanto, Dios no presabe con certeza, en virtud de una predefinición y de un concurso eficaz, que este acto bueno va a tener lugar, sino en virtud de la certeza de la ciencia media, que procede de la altitud y la eminencia de un sujeto cognoscente que conoce con certeza algo que en es incierto.
14. Ciertamente, resulta asombroso que estos autores extiendan las predefiniciones y los concursos eficaces de por a todos los actos no malvados, incluidos los naturales. Pues establecen algunas predefiniciones y concursos sólo para actos sobrenaturales, pero no para los que realizan los ángeles o los hombres en estado de inocencia, sino tan sólo para aquellos actos que los hombres realizan en estado de naturaleza caída; y afirman que esta fue la gracia de Cristo.
15. Asimismo, si los autores con quienes disputamos admiten, con respecto a los actos pecaminosos, una ciencia media en los términos que ya hemos explicado anteriormente, entonces, como de los actos pecaminosos depende la mayor parte de las cosas que el arbitrio humano ha realizado y realizará desde el comienzo del mundo hasta el final de los tiempos, por esta razón, Dios no conoce estos futuros con una certeza absoluta, sino con la certeza de la ciencia media, a través de la cual prevé, dada la hipótesis de que el libre arbitrio cometa estos o aquellos pecados, que también van a cometerse estos o aquellos otros pecados, que de otro modo no se cometerían.
La menor ─a saber, de los actos pecaminosos depende la mayor parte de las cosas que el arbitrio humano realiza y que no se producirían, si los actos pecaminosos no les precediesen─ se demuestra así: Del pecado de los ángeles dependieron la tentación y la seducción de Eva; pues si los ángeles no hubiesen pecado, no habría habido demonios que tentasen y sedujesen a Eva. Asimismo, de la tentación y del pecado de Eva dependió que Adán cayera en el pecado que inficionó y condujo a la perdición al género humano. Del pecado de Adán dependió que, una vez perdida la justicia original, el género humano oscilase enormemente y se moviese entre los pecados y las buenas acciones; igualmente, de este acto dependió que las distintas generaciones de hombres tomasen un curso muy distinto, que no fuesen tal como habrían sido en el estado de inocencia ─como diremos en su lugar─ y que las circunstancias variasen de manera asombrosa con respecto al lugar y al tiempo en que viviesen y a muchas otras cosas, de las que dependió que, tras la caída del género humano y hasta el final de los tiempos, hombres distintos realizaran cosas muy distintas ─tanto buenas, como malas─ de las que se habrían producido en otras circunstancias. Asimismo, de los pecados de los descendientes de Adán dependieron muchas cosas: de los pecados de los judíos dependió la muerte de Cristo, la redención del género humano y todo lo que ha seguido a ésta; de los pecados de los tiranos dependió la gloria de los mártires; de los adulterios, de los incestos y de otras fornicaciones dependió el nacimiento de todos aquellos que lo hicieron a causa de estas fornicaciones y, en consecuencia, que aconteciesen todas las cosas ─tanto buenas, como malas─ realizadas por el arbitrio de los que nacieron de este modo; de las guerras injustas y de otros homicidios dependió que no aconteciesen todas las cosas que el arbitrio de los que murieron de este modo habría realizado, así como todas las cosas que habría realizado el arbitrio de aquellos que habrían nacido de los que murieron de este modo, pudiéndose decir esto mismo de muchas otras cosas cuya diversidad, en función de las circunstancias, y cuya existencia o no existencia dependieron de los pecados de los hombres; pues a batallas, a litigios injustos, a diversiones desordenadas y a otras malas acciones se debió en numerosas ocasiones que muchas mujeres no se casasen por carecer de dote o que no se casaran con aquellos con los que, en otras circunstancias, habrían contraído matrimonio; a todo esto también se debió que muchos emigraran de lugar en lugar y que el nacimiento de los hombres experimentase una variación tan grande; así también, muchas otras cosas variaron en función de estas y de otras circunstancias. Por tanto, Dios no conoce con certeza y como futuros absolutos muchos actos buenos que el arbitrio humano realizaría desde el comienzo del mundo hasta el final de los tiempos, sino con dependencia de la ciencia media, a través de la cual ha conocido los pecados futuros de los que dependerían estos actos dada la hipótesis de que Él mismo estableciera el orden de cosas que ha establecido desde el principio.
16. Pero pasemos a considerar de manera genérica las predefiniciones tal como las establecen nuestros adversarios recurriendo a un concurso eficaz con el que Dios movería, aplicaría y determinaría al arbitrio en todos sus actos no malvados. Antes de ofrecer mi primer argumento, debo comenzar diciendo que, para que haya pecado, no basta con que éste sea espontáneo a la manera en que son espontáneos los actos de las bestias, sino que es necesario que sea libre y que lo sea con libertad de contrariedad o de contradicción, como suele decirse, de tal modo que en la potestad del arbitrio esté, cuando consiente en caer en pecado, no consentir, una vez consideradas todas las circunstancias que en ese momento concurren; de otro modo, si no pudiese no consentir en caer en estos pecados, no pecaría aun consintiendo en ese momento, porque nadie peca, ni se hace merecedor de castigo, por hacer algo que no puede evitar. Pero consideremos que en su potestad esté evitar alguna de las circunstancias concurrentes en razón de la cual en su potestad ya no estaría no consentir en caer en pecado. Este sería el caso de quien se emborracha libremente, sabiendo que, cuando se emborracha, acostumbra a matar a otros; ciertamente, este hombre peca cuando se emborracha, no sólo porque, a causa de su falta de templanza, se priva del uso de razón, sino también porque puede cometer homicidio, dado el peligro al que se expone de acabar con la vida de otros injustamente; esto es así, tanto si comete homicidio, como si no lo hace; ahora bien, si mata a alguien en estado de ebriedad, no pecará, porque en ese momento en su potestad ya no está no matar. San Agustín afirma que la libertad ─tal como la hemos explicado y que, una vez recibida la enseñanza de la luz de la razón, es totalmente necesaria para que pueda haber pecado─ depende de la existencia de voluntad; asimismo, enseña que esta dependencia es necesaria hasta tal punto que, si algo no sucediese voluntariamente, habría que afirmar inmediatamente y sin controversia alguna que no es pecado.
17. Esto supuesto, presento mi primer argumento: Del mismo modo que, para que haya pecado, no basta con que un acto sea espontáneo, sino que es necesario que sea libre de tal modo que en la potestad del arbitrio esté, cuando consiente en caer en él, no consentir, una vez consideradas todas las circunstancias que concurren en ese momento, así también, para que un acto sea meritorio o bueno moralmente ─más aún, para que sea un acto libre e indiferente con respecto al bien o al mal morales─, es necesario que, cuando el arbitrio lo realiza, en su potestad esté, una vez consideradas todas las circunstancias que concurren en ese momento, no realizarlo; en efecto, esta es la libertad de contradicción ─como suele decirse─ y, como mínimo, es necesario que exista para que podamos decir que ese acto es libre, aunque sólo sea indiferente con respecto al bien y al mal morales; ciertamente, sin libertad de contradicción ese acto no puede ser bueno moralmente, ni meritorio, como admiten todos los católicos; es más, en razón de esta libertad, somos dueños de nuestros actos y ─si estos actos son meritorios─ merecedores del premio, la alabanza y el honor eterno con que el Padre eterno honrará por siempre y sin ninguna interrupción, en presencia de todos los beatos, a aquellos que en esta vida hayan servido a Cristo y aprobará, con el acto de su voluntad y el juicio de su entendimiento, que le hayan demostrado libremente una sumisión que pudieron no demostrarle. Más aún, esta es la libertad en virtud de la cual hablamos de «libre arbitrio», como hemos explicado en la disputa 2. En efecto, si nuestros actos carecen de esta libertad, aunque sean espontáneos, se denominarán «naturales» y no «libres», como todos los católicos coinciden en afirmar.
Ahora, después de haber explicado y demostrado tan por extenso la mayor, vamos a presentar la menor: Pero si Dios predefine todos los actos no malvados del arbitrio creado de tal modo que decida mover y determinar al libre arbitrio a realizarlos, por medio de un concurso eficaz de por ─sin el cual el arbitrio no podría realizarlos y con el cual no podría no realizarlos─, entonces desaparecerá la libertad de arbitrio ─tal como la explicamos─ para realizar todos estos actos.
Por tanto, esta opinión es peligrosa en materia de fe, por no decir que es errónea a todas luces.
La menor se demuestra así: En el instante en que el arbitrio realiza estos actos, no puede no realizarlos; de otro modo, el concurso que mueve al arbitrio hacia estos actos, no sería eficaz de por sí, sino que su eficacia o no eficacia dependería de que en ese momento el arbitrio quisiera o no consentir y cooperar con este concurso y, en consecuencia, desaparecería la predefinición que nuestros adversarios intentan introducir y, con ella, la certeza de la ciencia divina de que, en razón de esta predefinición, estos actos contingentes acontecerán con toda seguridad, por lo que no habría ya otro motivo para una certeza que la certeza de la ciencia media ─que antecede a la certeza absoluta─, por medio de la cual, en virtud de la eminencia y la altitud de su entendimiento, Dios prevé ─dada la hipótesis de que, por su parte, quiera colocar a un arbitrio determinado en un orden determinado de cosas, de circunstancias y de auxilios─ en qué sentido se va a inclinar este arbitrio en razón de su libertad, pudiendo inclinarse en sentido opuesto y, si así fuese a suceder, Dios sabría esto y no lo anterior.
18. En esta cuestión tampoco queda el recurso a alguna circunstancia que, a causa del arbitrio creado, pudiera no darse y en razón de la cual el arbitrio se mostrase incapaz de no realizar este acto, como sería el caso de quien comete homicidio cuando se emborracha, según hemos dicho anteriormente: en primer lugar, porque el movimiento a través del concurso eficaz de Dios ─en virtud del cual, según el parecer de estos autores, el arbitrio se muestra incapaz de no cooperar y de no consentir─ no depende del arbitrio creado, según sostienen estos autores, sino tan sólo de la voluntad libre divina, por la que Dios quiere conferir este concurso; y, en segundo lugar, porque no habría mérito, ni libertad, cuando el arbitrio realiza un acto no malvado o meritorio, sino que lo habría cuando se diese la circunstancia que depende del libre arbitrio y que éste puede evitar.
19. Asimismo, en esta cuestión tampoco se puede recurrir al sentido dividido (según sostienen estos autores, en sentido dividido el arbitrio puede no realizar este acto y esto bastaría para que dicho acto fuese libre y meritorio), porque en este caso el sentido dividido sólo puede entenderse de la siguiente manera: si desde la eternidad Dios decidiese no mover el arbitrio con un concurso eficaz de por y, llegado el momento en que el arbitrio fuese a realizar el acto, no lo moviese con este mismo concurso eficaz, en ese instante el arbitrio podría no realizar este acto. Sin embargo, en ese instante el arbitrio podría no realizarlo de tal modo que ─según afirman estos autores─ no podría realizarlo, porque sin un concurso eficaz, según afirman, no podría realizarlo y, de esta manera, nunca suponen una situación o un instante en el que, dadas todas las circunstancias que concurren en ese instante, en la potestad del arbitrio esté, indiferentemente, realizar o no este acto, siendo esto, no obstante, necesario para que sea un acto libre y meritorio, como hemos explicado.
La distinción entre «sentido dividido» y «sentido compuesto» no permite salvaguardar en el propio arbitrio creado una libertad tal que en su potestad esté, indiferentemente, realizar o no este acto, sino que sólo permite salvaguardar una libertad divina en virtud de la cual Dios pueda, indiferentemente, conferir al arbitrio un concurso eficaz para realizar este acto ─de tal modo que el arbitrio carezca de libertad para no realizarlo─ y también pueda no conferirle este mismo concurso eficaz, por el que, una vez conferido, el arbitrio no realizaría el acto de tal modo que careciese de libertad para realizarlo. Pero si esto basta para que haya libertad de arbitrio, entonces los animales poseerán libertad de arbitrio, porque Dios puede, indiferentemente, conferirles o no un concurso eficaz para sus actos espontáneos: cuando les confiere este concurso y realizan el acto, podrían no realizarlo en sentido dividido, si no les confiriese este concurso; cuando no les confiere este concurso y no realizan el acto, podrían realizarlo en sentido dividido, si les confiriese el concurso eficaz para realizarlo.
Pero para que pueda hablarse de una distinción entre «sentido dividido» y «sentido compuesto» que no destruya la libertad de arbitrio, es necesario que el propio arbitrio sea en mismo realmente capaz de realizar o no el acto, dada también la existencia de aquello con lo que no concuerda la otra parte de la contradicción, es decir, aquello en virtud de cuya existencia esta parte de la contradicción es imposible en sentido compuesto, porque aquello preexiste por la siguiente razón, a saber, porque en razón de la libertad de arbitrio no existe la parte de la contradicción con la que no concuerda; ahora bien, si esta parte fuese a darse, como bien puede suceder sin que aquello lo pueda impedir, entonces aquello nunca habría tenido lugar, como hemos explicado en la disputa anterior a propósito de la ciencia de Dios acerca de los actos contingentes que dependen de nuestro arbitrio.
20. Cuando nuestros adversarios, forzados por nuestros argumentos, se ven obligados a reconocer que la libertad de arbitrio no puede defenderse de ningún modo con sus predefiniciones, suelen huir hacia un refugio de ignorancia muy poco seguro en relación a la cuestión sobre la que disputamos; así dicen, siguiendo a Cayetano, que confesar nuestra ignorancia sobre el modo en que la libertad de arbitrio concuerda con la presciencia, la providencia, la predestinación y la reprobación divinas, es mejor que negar las predefiniciones. Sin embargo, como, por una parte, las predefiniciones, tal como nuestros adversarios las presentan, no pueden fundarse en las Sagradas Escrituras, ni en la tradición, ni en los Concilios, ni en los Santos Padres, sino que, antes bien, destruyen a todas luces la libertad de arbitrio, contradicen las Escrituras y las definiciones eclesiásticas y son escasísimos los escolásticos que las hayan defendido ─es más, hasta hace treinta años los escolásticos jamás las han conocido bajo este nombre─ y, por otra parte, si hablamos con franqueza de la presciencia, providencia, predestinación y reprobación divinas sin acudir a estas predefiniciones, la libertad de arbitrio concuerda con ellas de manera excelente, por todo ello, sin lugar a dudas, los católicos no tenemos por qué refugiarnos en la ignorancia de una manera tan pública, con tanto deshonor por nuestra parte y con un desprecio todavía mayor hacia nuestros dogmas por parte de los infieles, sobre todo porque ni los Santos Padres, ni Santo Tomás, ni otros próceres escolásticos se han refugiado en el asilo de la ignorancia.
21. Además, para persistir en sus predefiniciones, nuestros adversarios se refieren de manera desdeñosa a la libertad a la que hemos aludido y explicado y que, según consta, es materia de fe ─como hemos demostrado por extenso en la disputa 23─, llamándola «libertad de no se sabe qué»; pero otros deberán juzgar con qué seguridad y con cuánta reverencia hacia las enseñanzas de la fe se haya dicho esto.
22. También estiman en muy poca medida que, recurriendo a la certeza de la ciencia media, hayamos conciliado de manera tan evidente la libertad con la presciencia, providencia, predestinación y reprobación. Es más, consideran que habría que rechazar la ciencia media porque con ella todo esto podría conciliarse fácilmente y con toda claridad, a pesar de que a los Santos Padres les hubiese costado tanto conciliar todo esto, lo que les llevó a pensar en la conciliación exacta de la libertad de arbitrio con las cuatro cosas mencionadas y con la gracia divina como lo más difícil de entre lo difícil. Ahora bien, como lo verdadero concuerda con lo verdadero y lo verdadero discrepa rápidamente de lo falso, el hecho de que, gracias a la ciencia media, estas cuatro cosas concuerden tan fácilmente y de manera tan manifiesta con la libertad de arbitrio, sería señal evidente de que nosotros enseñamos el modo correcto y legítimo de conciliar todo esto. Pero si discrepásemos lo más mínimo de los dogmas de la fe, del propósito de los Santos Padres y de los Doctores católicos o de sus pareceres incontrovertibles, en esta nuestra manera de conciliar todo esto, sin lugar a dudas, ésta podría considerarse sospechosa con toda la razón. Además, nadie podrá censurarnos sin resultar injusto el hecho de que, tras ingresar en la senda de los Padres e instruirnos con los esfuerzos, hallazgos y pareceres egregios de otros Doctores, hayamos profundizado un poco más y hayamos dado con la raíz que explica cómo puede concordar todo esto y cómo pueden resolverse fácilmente todas las dificultades; asimismo, nadie podrá censurarnos el que, desde hace ya treinta años en disputas públicas y privadas y desde hace veinte en nuestros comentarios a la «Primera parte» de la Summa Theologica, hayamos presentado esta raíz bajo el nombre de «ciencia natural» (porque esta ciencia divina no es libre y antecede a todo acto libre de la voluntad divina) y ─en los últimos tiempos y, de manera más exacta que nunca antes, en esta nuestra Concordia─ bajo el nombre de «ciencia media», ante todo, en primer lugar, porque, aunque los Santos Padres, que yo recuerde, no hagan uso ─de manera expresa─ de la distinción entre «ciencia libre» y «ciencia natural», así como tampoco de una «ciencia media» como término medio entre la libre y la natural, no obstante, enseñan con consenso unánime que los actos futuros contingentes que dependen de nuestro arbitrio no acontecen porque Dios así lo haya presabido, sino que, como Dios es Dios ─es decir, a causa de la altitud de su entendimiento, que abarca la naturaleza de las cosas futuras─, conoce todas estas cosas porque, en razón de la libertad de arbitrio, van a acontecer, como hemos explicado en la disputa anterior, y, en segundo lugar, porque, por esta misma razón, estos mismos Padres enseñan con consenso unánime que la libertad de nuestro arbitrio concuerda con la presciencia divina, como es evidente si se lee lo que hemos dicho, citando a estos Padres, tanto en la disputa anterior, como en la disputa 23 y en otros lugares; sin duda, todo ello corrobora la ciencia media; y aunque a alguien no le convenzan nuestras palabras, la materia de discurso deberá hacerlo.
23. No nos satisface la respuesta de nuestros adversarios, a saber, estos testimonios sólo deben entenderse referidos a los actos pecaminosos y no a los actos no malvados del arbitrio creado.
En primer lugar: Porque si, con respecto a los actos pecaminosos del arbitrio creado, debemos admitir que Dios posee una ciencia media, a no ser que nuestros adversarios quieran afirmar que el arbitrio se deja arrastrar hacia los pecados por necesidad de naturaleza y que, como ya hemos dicho anteriormente, quieran destruir totalmente la libertad del arbitrio creado, ¿por qué no extienden esa misma ciencia media divina que en alguna ocasión admiten, para que también haya ciencia media acerca de todas las cosas que el libre arbitrio creado realiza libremente de tal modo que en su propia potestad está no realizarlas, puesto que la libertad del arbitrio no puede salvaguardarse de otro modo, según hemos demostrado con el argumento anterior?
En segundo lugar: Porque cuando los Santos Padres hablan así, no sólo se refieren a los futuros contingentes de manera genérica, como admiten nuestros adversarios ─aunque ofrezcan ejemplos de actos pecaminosos, porque el orden del discurso así lo pide y porque la ciencia media se puede explicar y entender más fácilmente referida a los actos pecaminosos que a los demás actos─, sino que a veces también aluden a actos buenos y meritorios.
Pues en el testimonio que hemos ofrecido en la disputa anterior, San Justino Mártir habla claramente de los futuros contingentes de manera genérica. Lo mismo hace en los testimonios que ofrecimos en la disputa 23, en los que también se refiere expresamente a los actos buenos. Y en sus Quaestiones et responsiones ad orthodoxos, en la respuesta a la cuestión octava, entre otras cosas, dice lo siguiente: «Así pues, Dios no es causa de nuestras virtudes, ni de nuestros vicios, sino que lo son nuestra intención y nuestra voluntad», cuyas palabras ya hemos ofrecido en el lugar mencionado. Aquí se puede observar fácilmente que, en la medida en que los actos virtuosos dependen libremente de nuestro arbitrio, San Justino Mártir los atribuye al propio arbitrio ─como causa libre que puede realizarlos y no realizarlos─ y no a la presciencia divina en virtud de la cual se conocen de antemano.
También Orígenes, en el testimonio que hemos citado en la disputa anterior, habla claramente de los futuros contingentes en tanto que incluirían actos malos y actos buenos y meritorios. Antes de finalizar dice: «Para saber que la causa de la salvación de cada uno no está en la presciencia de Dios, sino en la intención y en los actos de cada uno, léase a Pablo &c.». Sin duda, la intención o el arbitrio sólo son causa de salvación a través de actos buenos, entre los que estarían: castigar el cuerpo y someterlo a servidumbre, como recuerda Orígenes en este lugar recurriendo a San Pablo. En otros pasajes suyos que hemos citado en la disputa 23, Orígenes también habla de los futuros contingentes de manera genérica, ofreciendo ejemplos tanto de actos virtuosos, como pecaminosos, porque estarían en la potestad del arbitrio.
Aunque el testimonio de San Juan Damasceno que hemos citado en la disputa anterior sólo se pueda aplicar al pecado del diablo, sin embargo, es del todo evidente, por otros testimonios suyos que hemos ofrecido en la disputa 23, que habría que decir lo mismo a propósito de los actos buenos del arbitrio.
Aunque el testimonio de San Juan Crisóstomo se refiera a los actos pecaminosos, sin embargo, a partir de este mismo testimonio y de otros suyos que hemos ofrecido en la disputa 23 (miembro 4), es evidente a todas luces que habría que decir lo mismo de los actos virtuosos y en mayor medida todavía de los actos indiferentes.
San Jerónimo, en el segundo y tercer testimonio que hemos citado en la disputa anterior, ciertamente, habla de los futuros contingentes de manera genérica, siendo evidente que, sobre los actos virtuosos y pecaminosos, pensaba lo mismo, como puede observarse en los pasajes que hemos ofrecido en el citado miembro 4.
Además, es evidente a todas luces que San Agustín pensaba lo mismo de los actos virtuosos, como podemos leer en los pasajes que hemos citado en la disputa anterior. Pues habla del mismo modo tanto sobre la presciencia del consentimiento a caer en pecado, como sobre la presciencia del disentimiento, que es un acto bueno. Y en ese conocido pasaje del De libero arbitrio (lib. 3, cap. 4), en el que concilia la libertad de arbitrio con la presciencia exactamente del mismo modo, tanto si el acto futuro presabido es bueno, como si es malo, concluye de la siguiente manera: «Si no debe castigar a los pecadores por haber previsto que pecarán, tampoco deberá premiar a los que actúan con rectitud por haber previsto que obrarán de este modo». Es evidente que San Agustín piensa esto mismo, por otros pasajes que hemos ofrecido en el citado miembro 4 y en otros lugares.
Este mismo parecer también lo defienden los testimonios de otros Padres ─si se lee con atención cada uno de ellos─, con los que, en el citado miembro 4, hemos corroborado la libertad de arbitrio tanto para el acto bueno, como para el acto malvado.
24. Ahora regresaremos al lugar del que nos hemos desviado, para ofrecer nuestro segundo argumento con objeto de excluir las predefiniciones que nuestros adversarios se inventan. Si, por una parte, la elección de algunos para la beatitud ─por voluntad absoluta y eficaz de Dios─ precede a su predestinación con anterioridad a cualquier previsión de los medios y del uso futuro hipotético del libre arbitrio de cada uno de ellos, así como también el rechazo de los demás por una voluntad divina también eficaz, y, por otra parte, la predestinación de los adultos consiste en la predefinición de conferirles auxilios eficaces que determinen el arbitrio de éstos de tal modo que, con una certeza procedente de la cualidad de los auxilios, estos adultos ejecuten las obras y perseveren en ellas para alcanzar la vida eterna ─siendo los demás, a quienes Dios no ha decidido conferir estos auxilios, excluidos por ello del número de los predestinados─, de aquí, en primer lugar, se seguirá que en la facultad del arbitrio del adulto predestinado no estará desviarse de la beatitud, así como tampoco de cada uno de los medios en particular por medio de los cuales llegará a ella; ahora bien, sin lugar a dudas, esto es erróneo en materia de fe.
25. Pues en el predestinado la libertad de arbitrio desaparecería en relación a los medios para alcanzar la beatitud y, por consiguiente, desaparecería la razón de sus méritos, por medio de los cuales debería tender y alcanzar la beatitud, siendo esto herético a todas luces.
Demostración: Consideremos cualquier medio en singular ─ya sea una disposición próxima o remota para la recepción de la gracia, ya sea un mérito para alcanzar la vida eterna o un aumento de la gracia─ por medio del cual un predestinado vaya a alcanzar la vida eterna; si nuestros adversarios afirman que en la facultad del arbitrio de este predestinado está de hecho no consentir con este medio u oponerse a él por un pecado anterior o destruirlo con un pecado posterior de tal manera que no alcance la vida eterna por medio de él, de aquí se seguirá que los auxilios que Dios le prepara y decide conferirle, no serían eficaces de por para que se diese este medio y el adulto perseverase hasta el final de su vida, como afirman nuestros adversarios, sino que del arbitrio dependería la eficacia de estos auxilios para que las dos cosas anteriores se produjesen, pues es el arbitrio el que quiere consentir o no e, igualmente, el que quiere caer en pecado o no; de aquí también se seguirá que no es cierto que estos medios vayan a darse sólo en virtud de la predefinición de Dios de conferir por su parte estos auxilios, sino que, al mismo tiempo, de la presciencia divina ─a través de la cual, gracias a la altitud de su entendimiento, Dios prevé, dada la hipótesis de que decida ofrecer estos auxilios, qué sucederá en función de la libertad de este arbitrio, a pesar de que podría suceder lo contrario y, si así sucediese, Dios presabría esto y no aquello otro─ dependería que con certeza se den estos medios. Pero, con las predefiniciones que establecen, nuestros adversarios pretenden lo contrario de lo que afirman. Por tanto, o bien deben reconocer que la certeza de los medios de la predestinación no procede exclusivamente de la predefinición y de la cualidad de los auxilios, sino que también depende de la certeza de la ciencia media, o bien deberán suponer que el predestinado no posee libertad para poder desviarse de la beatitud y de los medios a través de los cuales puede alcanzarla. Como hemos demostrado claramente en el argumento anterior, aquí no se puede recurrir al sentido dividido, a saber: para la existencia de esta libertad, basta con que el predestinado pueda desviarse dado el caso de que Dios no decida conferirle estos auxilios.
26. En segundo lugar, del argumento de la predestinación y las predefiniciones también se seguiría que en la potestad de los adultos no predestinados no estaría alcanzar la beatitud, ni realizar ninguno de los actos buenos que son necesarios para alcanzarla y que, de hecho, no van a realizar; es más, en su potestad tampoco estaría realizar ninguno de los actos no malvados o indiferentes que no van a realizar; de aquí se seguiría que, con respecto a los pecados que cometen, carecerían de libertad de contrariedad, porque sólo poseerían libertad de contradicción, a saber, para no otorgar su consenso a caer en ellos y no para disentir y luchar contra ellos. Pero ¿quién puede dudar de que esto es erróneo en materia de fe?
27. Demostración: Según el parecer de nuestros adversarios, ninguno de entre los no predestinados, puede realizar el acto necesario para alcanzar la beatitud, que sería imposible de realizar sin el auxilio eficaz de Dios; tampoco puede realizar ninguno de los otros actos no malvados, que serían imposibles de realizar sin un concurso divino eficaz de por sí. Ahora bien, supuesto el argumento de la predestinación y las predefiniciones, Dios habría decidido no conferir a ninguno de ellos los auxilios o concursos dirigidos hacia estos actos. Por tanto, en el arbitrio y en la potestad de los no predestinados no estaría realizar ninguno de los actos de esta clase que no realizarán y, por ello, en su potestad no estaría alcanzar la beatitud, porque no la alcanzarán, ni pueden alcanzarla, sin realizar estos actos. Como disentir y luchar contra el pecado no sólo es un acto no malvado del arbitrio, sino que también es un acto moralmente bueno, sin lugar a dudas, cuando consienten en caer en pecado, según el parecer de nuestros adversarios, carecen de libertad para disentir de él, porque no pueden disentir sin un concurso eficaz de Dios y, si lo recibiesen, realmente disentirían y no caerían en pecado; de otro modo, este concurso no sería eficaz. Por esta razón, del argumento de la predestinación y las predefiniciones que nuestros adversarios se esfuerzan en introducir y defender, se sigue claramente todo lo que hemos dicho.
28. Es más, de la misma manera, de aquí también se sigue que Dios no habría dejado en manos del arbitrio y de la potestad de los predestinados realizar más actos ─u otros actos─ no malvados o meritorios que los que realizarán, así como tampoco libertad de contrariedad para disentir y luchar contra los pecados en los que caerán, sino tan sólo libertad de contradicción, porque Dios no habría decidido conferirles ─para realizar todos estos actos─ un concurso eficaz de por sí, sin el cual no podrían realizarlos y con el cual no podrían no realizarlos. Por el contrario, supuesto este parecer, se abre una puerta enorme al error de aquellos monjes según los cuales no se debe reprender a nadie por no obrar el bien, sino que hay que rezar a Dios para que confiera a estas personas la gracia o el auxilio eficaz para obrar con rectitud; de este error hemos hablado en la disputa 1.
No sirve de nada que nuestros adversarios digan que de los no predestinados depende su no disposición a recibir el concurso eficaz de Dios ─con el que podrían realizar los actos por medio de los cuales alcanzarían la beatitud y podrían disentir y luchar contra los pecados en los que caen─ y que Dios siempre estaría dispuesto a ayudarlos de manera eficaz, si esto no dependiera de ellos. Pero, como digo, no sirve de nada que digan tal cosa. En primer lugar: porque, según su propio parecer, sin ninguna previsión ─ni consideración─ de la disposición o uso futuro del libre arbitrio, Dios habría decidido o predefinido desde la eternidad ayudar ─con un concurso eficaz de por sí─ a unos a realizar estos actos en particular y a otros no; por esta razón, según el parecer de estos autores, Dios no habría permitido que esto dependiera del arbitrio creado o de la disposición libre del arbitrio ─para hacer una u otra cosa─, salvo que estos autores pretendan contradecirse. En segundo lugar: porque esta disposición no puede entenderse, salvo que se produzca a través de algún acto o cooperación del libre arbitrio. Ahora bien, según su parecer, el arbitrio no puede alcanzar esta disposición sin un auxilio previo o un concurso eficaz de Dios; pero, una vez recibido este concurso, dicha disposición no puede no producirse; y, en ausencia de este concurso, dicha disposición no puede producirse. En tercer lugar: porque, finalmente, sea cual sea esta disposición ─aunque sea un disentimiento a caer en pecado, no realizando ningún acto en absoluto, sino refrenándose y no haciendo nada─, sin lugar a dudas, si de ella depende que Dios confiera o no su concurso eficaz, entonces, del mismo modo que, sin ciencia media, no puede haber una certeza acerca del hecho de que esta disposición vaya a producirse o no por medio del arbitrio creado, así también, el hecho de que este concurso eficaz deba conferirse y que Dios haya predefinido conferirlo, también dependerá de la certeza de la ciencia media que antecede a esta predefinición y sin la cual ésta no se produciría. De este modo, nuestros adversarios desembocan en la ciencia media que le niegan a Dios y de la que intentan huir desesperadamente, viéndose obligados a admitir que la predestinación y la reprobación no se producen sin que les anteceda una ciencia media de aquello que nuestros adversarios establecen como disposición para los concursos eficaces de Dios.
29. Ciertamente, si el modo de predestinar a algunos adultos y no a otros es este que acabamos de explicar según las predefiniciones y el parecer de nuestros adversarios, no entiendo de qué modo pueda ser verdad que Dios quiera que todos los hombres se salven, si en ellos mismos no está su salvación, y que Dios los haya creado a todos, verdaderamente y no de modo ficticio, para la vida eterna. Tampoco entiendo en virtud de qué razón Dios pueda quejarse con justicia de que los no predestinados no vivan con piedad y santamente y no alcancen la vida eterna. Es más, tampoco entiendo cómo pueda ser verdad que Dios haya puesto a los hombres en manos de sus propias decisiones, a fin de que extiendan su diestra hacia todo aquello que quieran. Por el contrario, supuesto este modo de predestinación y de predefiniciones, desaparece la libertad del arbitrio creado y la causa, la justicia y la bondad de Dios para con los réprobos se entenebrece y se oscurece sobremanera. Por ello, en materia de fe, esta opinión no es piadosa, ni segura, bajo ningún concepto.
30. También vamos a ofrecer un tercer argumento: Los auxilios con que Dios nos ayuda a alcanzar la justificación, no son eficaces de por y por su propia naturaleza, sino que su eficacia depende del consenso libre del arbitrio, que éste puede no ofrecer, sin que puedan impedirlo dichos auxilios; además, cuando consiente, puede disentir, como define con toda claridad el Concilio de Trento (ses. 6, cap. 5) y como hemos explicado por extenso en varios lugares y, sobre todo, en la disputa 40 y en el Apéndice a la Concordia («Respuesta a la tercera objeción»). Así también, cuando el arbitrio consiente con los auxilios de la gracia, puede cooperar y consentir, en razón de su libertad, de manera más o menos intensa y esforzándose más o menos; en consecuencia, puede realizar un acto más o menos intenso, como hemos demostrado en la disputa 39. Por tanto, con mayor razón habría que admitir estas dos cosas en relación al concurso con que Dios concurre en los actos naturales no malvados del libre arbitrio, a saber: este concurso no es eficaz de por y, sin que dicho concurso pueda impedirlo, el arbitrio ─cuando consiente y realiza estos actos─ puede no consentir, ni realizar dichos actos, de tal modo que la libertad innata del arbitrio no desaparece a causa del concurso de Dios y de su ayuda; así también, cuando el arbitrio realiza un acto, puede influir sobre él con un esfuerzo mayor o menor y, en consecuencia, en razón de su libertad, hacer que sea más o menos intenso, como reconocen todos los Doctores a propósito de los actos naturales del libre arbitrio. Por esta razón, no puede haber unas predefiniciones tales como nuestros adversarios pretenden establecer, esto es, por medio de un concurso de Dios eficaz de por para todos los actos no malvados del libre arbitrio. Más aún, son peligrosísimas en materia de fe. Además, del mismo modo que no puede haber tales predefiniciones, tampoco puede darse esa certeza de la presciencia divina ─en relación a los futuros contingentes que dependen del arbitrio creado─ que sólo se apoyaría en estas predefiniciones, por lo que habría que recurrir necesariamente a la certeza de la ciencia media, por medio de la cual, más allá de la naturaleza del objeto, Dios conoce con certeza, en virtud de la altitud de su entendimiento y de su penetración eminentísima del arbitrio creado, en qué sentido y con qué intensidad se inclinará el arbitrio dada la hipótesis de que, en un orden determinado de cosas y de circunstancias, esos auxilios lo ayuden.
31. Considero que las definiciones que hemos citado del Concilio de Trento demuestran este argumento ad hominem, porque nuestros adversarios no niegan, ni pueden negar, que en el lugar citado el Concilio define que nuestro arbitrio, incitado y movido por la gracia previniente, puede dar su asentimiento, a fin de consentir con esta gracia, de tal modo que, cuando lo da, pueda no darlo o, más aún, pueda disentir en ese momento, si así lo quiere. Ahora bien, sostienen que este consenso antecede a la conversión, para la cual, según afirman, sería necesario otro auxilio eficaz de la gracia coadyuvante sobreañadido a la gracia previniente, con objeto de que la conversión sea total.
Por ello, presento el siguiente argumento: Ese consenso anterior es un acto no malvado del libre arbitrio, porque consentir de ese modo con la gracia previniente no es un acto malvado. Por tanto, habría un acto no malvado del libre arbitrio que se habría producido sin un concurso eficaz, de tal modo que, cuando se produjo, pudo no haberse producido; más aún, podría haberse dado el disenso contrario. Por tanto, Dios no presupo con certeza este acto sólo en una predefinición por la que hubiese predefinido este acto con un concurso eficaz, sino porque alcanzó a saber a través de la ciencia media, en virtud de la altitud de su entendimiento, en qué sentido se inclinaría el arbitrio dada la hipótesis de que Él mismo, por medio de la gracia previniente, quisiera premoverlo e incitarlo; en consecuencia, nuestros adversarios afirman falsamente que toda la certeza de la presciencia divina en relación a todos los actos no malvados del libre arbitrio procede solamente de la predefinición de estos actos ─por medio de un concurso eficaz─ y no de una ciencia media.
Como nuestros adversarios suelen defender a menudo que de los réprobos depende su no conversión y que no alcancen la vida eterna, o que Dios no abandona a nadie sin que siempre esté, por su parte, dispuesto a conferirle un auxilio suficiente ─dependiendo del propio pecador que no lo reciba─, y además suelen aducir otras cosas semejantes a éstas como previas al auxilio eficaz, cuya presencia o ausencia caería bajo la potestad indiferente del arbitrio creado, por esta razón, debemos objetarles que el hecho de que esto se produzca o no, no depende de una predefinición, ni existe certeza alguna acerca del sentido en que el libre arbitrio deba determinar el auxilio divino, salvo por medio de la ciencia media de Dios. Al mismo tiempo, también debemos recordar que, sin presentar excepción alguna, nuestros adversarios reducen toda la certeza de todos los actos no malvados del libre arbitrio a la certeza de las predefiniciones por un concurso divino eficaz de por para que el arbitrio realice todos estos actos. Por tanto, debemos dilucidar si siempre se expresan de manera conforme a esta doctrina o si, por el contrario, con objeto de defender otra tesis, presentan alguna excepción, pretendiendo que pase desapercibida.

Miembro III: Hasta qué punto son admisibles las predefiniciones

1. Tras excluir las predefiniciones que nuestros adversarios establecen, debemos explicar qué predefiniciones de Dios son necesarias, tanto para la existencia de todas las cosas creadas, como para que éstas, en su totalidad, se sometan a la providencia divina.
Pero antes debemos advertir que, entre las cosas creadas, hay algunas cuya raíz próxima de contingencia es exclusivamente el arbitrio de Dios. Tales cosas son, por una parte, aquellas que Dios produce solo y de manera inmediata y que no dependen de ninguna otra raíz de contingencia ─como son todas las cosas que Dios produjo en el primer momento de la creación─ y, por otra parte, aquellas que, posteriormente, han surgido de estas primeras cosas exclusivamente por necesidad de naturaleza y sin ninguna dependencia de otra raíz de contingencia.
2. Si nos referimos a todos estos futuros contingentes con anterioridad a su existencia, todos estaremos de acuerdo en que todos estos futuros dependen exclusivamente de la predefinición a través de la cual Dios ha decidido desde la eternidad, con voluntad absoluta, producir de manera inmediata algunos de ellos y no denegar su concurso necesario para que de ellos se deriven seguidamente las demás cosas. También todos estaremos de acuerdo en que toda la certeza de la ciencia en virtud de la cual Dios conoce estos futuros con anterioridad a su existencia, depende exclusivamente de esta predefinición. Además, todos estaremos de acuerdo en que, con respecto a estos futuros contingentes, sólo debemos distinguir en Dios una ciencia doble, a saber: una ciencia libre, por medio de la cual Dios conoce estos futuros de manera absoluta, con posterioridad a su predefinición libre; y una ciencia natural, por medio de la cual, con anterioridad a esta determinación, conoce todas estas cosas como posibles en virtud de su omnipotencia y, además, sabe que acontecerán dada la hipótesis de que Él mismo quiera producir alguna de ellas y, una vez producidas, quiera no denegar el concurso necesario para que obren. Sin duda, nadie puede negar que, con respecto a estos futuros contingentes, Dios esté en posesión de esta ciencia hipotética. Asimismo, tampoco podrá negar que esta ciencia sea puramente natural, porque la existencia de estos futuros es absolutamente necesaria, en el caso de que se produzca lo que enuncia la hipótesis. Sin embargo, en este punto disentimos de nuestros adversarios, a saber: no consideramos que el concurso general de Dios con las cosas que produjo con inmediatez de modo que de ellas se siguiesen otras, sea un influjo de Dios sobre la causa con objeto de que, una vez movida y aplicada a obrar por este influjo, esta causa actúe, sino que sería un influjo que, junto con la causa, influiría de manera inmediata sobre el efecto, como ya hemos dicho en nuestra disputa vigésima quinta y en las siguientes.
3. Merece la pena que distingamos, en aras de una mayor perspicuidad, un género intermedio de cosas ─que se encontrarían entre las anteriores y otras de las que hablaremos más tarde─, a saber: aquellas cosas que Dios produce con inmediatez, aunque en la producción de algunas de ellas concurran el entendimiento o la voluntad humana o angélica, pero no en cuanto potencias libres, sino en tanto que obrando por necesidad de naturaleza; no obstante, consideradas en términos de sujeto o de alguna otra cosa, dependen de otra raíz de contingencia, además de Dios. Cosas tales serían: la resurrección de Lázaro, la infusión de visión al ciego de nacimiento y la llamada de San Pablo, cuando éste se dirigía a Damasco, no sólo la externa, sino también la interna, a través de la iluminación previa y el movimiento de su voluntad, con anterioridad a que San Pablo procediese a ofrecer asentimiento alguno; otras cosas semejantes a éstas se producirían en las llamadas interiores de otros hombres, encaminadas a que éstos alcancen la fe o se arrepientan. Pues aunque la existencia de Lázaro en el mundo y las demás cosas que le sucedieron hasta el instante en que Dios le hizo resucitar, tuvieron ─además de Dios─ otras raíces, en virtud de las cuales estas cosas acontecieron contingentemente ─debiéndose decir lo mismo sobre el ciego de nacimiento, hasta el instante en que recibió el sentido de la vista, y sobre San Pablo, hasta el instante en que fue llamado a la fe y al arrepentimiento─, sin embargo, la resurrección de Lázaro, la iluminación del ciego de nacimiento y la llamada de San Pablo, presupuesto todo lo demás, carecieron de otra raíz de existencia que no fuera la voluntad libre de Dios, siendo ésta la única raíz de su existencia. Por lo cual, si hablamos con precisión de estas cosas, con anterioridad a su existencia, presupuesto todo lo demás, habría que decir lo mismo que lo que hemos explicado en primer lugar sobre los futuros contingentes, a saber, dependen exclusivamente de la predefinición libre de Dios, por la que, desde la eternidad, Él decide producir estas cosas de este modo en un momento determinado del tiempo. Asimismo, habría que decir que también la certeza de la ciencia en virtud de la cual Dios conoce, por la razón mencionada, estas cosas como futuras en sentido absoluto, depende exclusivamente de esa misma predefinición, pero en otro sentido, a saber, en la medida en que, para la existencia de tales cosas, se requieren con anterioridad esas otras que, en buena medida, dependen del arbitrio creado; por esta misma razón, sobre la certeza de la ciencia de las cosas del tercer género ─al que inmediatamente vamos a referirnos─, habría que decir lo mismo que acerca de la certeza de la ciencia por la que Dios conoce aquellas otras cosas como futuras en sentido absoluto.
4. Por tanto, el tercer género sería el de aquellas cosas cuya raíz próxima de contingencia es el libre arbitrio creado, del que dependería ─ya sea de manera próxima, ya sea remota─ la existencia de estas cosas.
Pero como, tras explicar las predefiniciones divinas dirigidas hacia las acciones humanas de nuestro arbitrio en estado de naturaleza caída, se entenderá fácilmente, por una parte, lo necesario que eran para las acciones de los ángeles y de los hombres en estado de inocencia, cuya libertad era mayor que la nuestra, y, por otra parte, hasta qué punto depende de las predefiniciones divinas todo aquello que depende de manera mediata del arbitrio creado, por ello, sólo hablaremos de las predefiniciones divinas dirigidas hacia nuestras acciones.
5. Como decimos en nuestro Apéndice a la Concordia («Respuesta a la segunda objeción»), en lo que atañe a esta cuestión que estamos tratando, podemos distinguir un género triple de acciones humanas. Un primer género: de acciones indiferentes o que incluso son moralmente buenas, que, no obstante, no ofrecen gran dificultad para poderse realizar con el concurso general de Dios. Un segundo género: de acciones que son sobrenaturales o tan difíciles de realizar que necesitan de un auxilio particular de Dios. Un tercer género: de acciones que son pecaminosas. Hemos ofrecido ejemplos de acciones de cada uno de estos tres géneros, al referirnos al acto discursivo ordenado por el libre arbitrio, como también ahora haremos.
6. Sin embargo, debemos comenzar diciendo que, sea cual sea el parecer que se tenga sobre las predefiniciones divinas, no puede negarse que, con anterioridad a todo acto libre de la voluntad divina y, por ello, con anterioridad a toda predefinición, el entendimiento divino está en posesión de una ciencia ─que de ningún modo es libre─ por medio de la cual Dios conoce no sólo todo aquello que puede suceder en virtud de su omnipotencia, tanto por intervención propia e inmediata, como por intervención de las causas segundas, sino también aquello que cualquier arbitrio creado y, en general, cualquier otro agente pueden realizar, dada cualquier hipótesis o predefinición divina. Pues nadie puede negar que Dios esté en posesión de esta ciencia, aunque pueda ser objeto de controversia si acaso esta ciencia por hipótesis de unas predefiniciones en relación a todos los objetos, es puramente natural a Dios ─como anteriormente decíamos de ella, cuando tiene por objeto a las cosas creadas del primer género─ o no, sino que, con respecto a las cosas que dependen ─de manera mediata o inmediata─ del arbitrio creado, esta ciencia divina debería más bien considerarse ciencia media, que podría no darse, si el arbitrio, en razón de su libertad, fuese a obrar en sentido opuesto dada la misma hipótesis. Pero nuestros adversarios parecen sostener que esta ciencia es puramente natural con respecto a todas las cosas que, según ellos, requieren la predefinición divina, porque afirman que la predefinición de Dios y su concurso determinan al arbitrio a realizar estas acciones, sin que el arbitrio pueda hacer lo opuesto en sentido compuesto. Es más, esta parece ser la ciencia divina que defienden en relación a los futuros contingentes condicionados, según lo que hemos dicho ya en el miembro 1, respetando la idea que ellos mismos quieren transmitir; pero no explican con claridad cuál es su parecer sobre los actos pecaminosos, en relación a los cuales niegan las predefiniciones divinas; ahora bien, en los dos miembros anteriores ya hemos explicado, de manera conjetural, su opinión más probable.
7. Esto supuesto, es necesario que, desde la eternidad, a las acciones humanas del primer género ─como sería el acto discursivo de Pedro que, con carácter indiferente, va a producirse mañana o este mismo acto discursivo, pero ya moralmente bueno, por su relación con una diversión honesta según la virtud de la eutrapelia y de la urbanidad─ les precedan las siguientes predefiniciones de Dios, a saber: la voluntad de crear todo un orden de cosas hasta llegar a Pedro y la voluntad de concurrir con cada una de las causas segundas ─tanto libres, como naturales─ que se han sucedido ininterrumpidamente desde el comienzo del mundo hasta la aparición de Pedro; la voluntad de crear el alma de Pedro, de infundírsela a su cuerpo y de concurrir simultáneamente con todas las causas que concurren con inmediatez en su nacimiento y, por ello, la voluntad de conferirle ─en parte, por Él mismo y con inmediatez y, en parte, por intervención de causas segundas─ un libre arbitrio y las demás potencias necesarias para hablar y para realizar otras cosas; asimismo, la voluntad de concurrir en todo lo necesario hasta que Pedro llegue al momento de hablar, dándose todas las circunstancias que vayan a darse en ese momento; finalmente, la voluntad de no denegarle su concurso general para hablar de un modo determinado, si es así como, en razón de su libertad, quiere hablar ─asistiéndole siempre de tal manera que, si quisiera hablar o ejecutar otra operación, también lo ayudaría de este modo─, y, por ello, la voluntad de conferirle este concurso, al ver que, en razón de su libertad, tiene la intención de hablar.
Sin embargo, según nuestro parecer, este concurso no es un movimiento de Dios sobre el arbitrio para moverlo, aplicarlo y determinarlo a hablar de manera determinada o a hablar sin más, sino que es un influjo que se produce junto con el arbitrio y cuya existencia depende del influjo y de la cooperación del arbitrio, del mismo modo que ─como hemos explicado en la disputa 40─ el influjo y la cooperación del hábito con la potencia para la producción del acto, depende de la cooperación de la potencia. Sin embargo, en la cuestión que estamos tratando, del mismo modo que la existencia de este concurso general depende del influjo y la cooperación del arbitrio, así también, a su vez, la existencia del influjo del arbitrio depende de este concurso general, como ya hemos explicado por extenso en la disputa 25. Asimismo, el concurso general resulta indiferente de por para que de él se vaya a seguir la volición o la nolición del discurso o algún otro acto del arbitrio; además, con respecto a la especie del acto, sería el propio arbitrio el que determinaría, como causa particular, el concurso general.
He aquí de qué predefiniciones divinas depende el acto discursivo e indiferente de Pedro que acontecerá mañana o este mismo acto discursivo pero ya bueno en términos morales. Ahora bien, estas predefiniciones y este concurso general de Dios no pueden impedir que Pedro permanezca libre y posea libertad para querer hablar o no hablar o, igualmente, hablar ardorosamente o ─abusando de su arbitrio, del concurso general y de los demás dones de Dios─ de manera perversa, para alcanzar algún fin malvado, o bien aplicarse él mismo a obrar algo muy distinto, salvo que pretendamos negar ─y errar a todas luces en materia de fe─ la libertad de arbitrio de Pedro y la bondad moral y el mérito de esta obra, si se hace estando en gracia.
Sin embargo, como este acto discursivo y ardoroso está incluido en el fin en relación al cual Dios predefine conferir a Pedro un libre arbitrio, su concurso general y todos los demás dones mencionados, por ello ─previendo que, en razón de la libertad de Pedro, este acto discursivo se producirá dada la hipótesis de que Él quiera predefinir todas estas cosas─, a través de esta predefinición y, por ello, de su providencia en relación a este efecto ─que se producirá en virtud de esta predefinición─ e, igualmente, a través de sus propios dones, dirige este acto en particular y, otorgando su beneplácito, quiere que este acto se produzca, siempre con dependencia de la cooperación libre de Pedro, que, tal como ha previsto, se producirá.
Por otra parte, los Padres denominan «predestinar» y «predefinir» al hecho de que Dios dirija y quiera del modo mencionado ─a saber, por medio de sus predefiniciones y su providencia─ todas nuestras buenas obras en particular, aunque sean naturales, y también todo efecto no malvado de las causas segundas. Así, León IX en su Epistola ad Petrum Antiochenum dice: «Creo que Dios ha predestinado exclusivamente las buenas acciones, pero ha presabido las buenas y las malas». San Agustín, o quienquiera que fuera el autor de las siguientes palabras (De articulis sibi falso impositis, art. 10), dice: «Es detestable y abominable la opinión según la cual Dios es autor de cualquier voluntad o acción malvada; en efecto, su predestinación sólo tiene por objeto la bondad y la justicia: Pues todas las sendas de Dios son misericordia y verdad. Ciertamente, la Santa Divinidad sabe que no prepara los adulterios de las casadas, ni las deshonras de las vírgenes, sino que las condena; no dispone tales cosas, sino que las castiga. Por tanto, la predestinación de Dios no anima, ni persuade, ni empuja, ni es autora de las caídas de quienes se despeñan, ni de la injusticia de los malvados, ni de los deseos de los pecadores, sino que predestina su juicio, por el que retribuirá a cada uno según su comportamiento, ya sea bueno, ya sea malo».
8. En cuanto a las acciones humanas del segundo género, vamos a ofrecer un ejemplo de acción sobrenatural y dificilísima, a saber, una confesión de fe mientras se es torturado hasta morir ─lo que convierte en mártir─, y vamos a suponer que un infiel realiza esta acción y a través de ella alcanza la justificación.
Sin duda, para que esta acción se produzca, no sólo son necesarias todas las predefiniciones de Dios dirigidas hacia la acción indiferente o moralmente buena que acabamos de mencionar, sino que también se requiere una predefinición que permita llamar, ayudar y confortar a ese hombre en ese momento, por medio de auxilios extraordinarios de gracia previniente y cooperante, sin los cuales el arbitrio de ese hombre no podría realizar esta acción. Sin embargo, estas predefiniciones y las anteriores, así como los auxilios, no arrebatan a ese hombre su libertad ─en el instante en que se convierte─ para no convertirse e, incluso, disentir de la fe, negarla y, finalmente, sucumbir y negar la fe, en el momento en que las torturas le conducen a la muerte. Según lo que hemos dicho en el miembro anterior y en otros lugares, no dudamos de que esto es materia de fe; de otro modo, esta conversión a la fe y la perseverancia en la confesión no serían meritorias; es más, no serían actos buenos en términos morales, porque sin libertad ─ya sea de contrariedad, ya sea de contradicción─ para realizar lo opuesto, ningún acto puede ser meritorio, ni bueno en términos morales.
Pero como Dios prevé, en razón de la libertad de ese hombre, su confesión y perseverancia futuras hasta el momento de su muerte dada la hipótesis de que Él quiera predefinir ayudarlo de ese modo, por ello, a través de la propia predefinición o del orden de su providencia ─que, en relación a este efecto, se completa por medio de esta predefinición─ y a través de los propios auxilios, quiere en particular que se produzcan su confesión y perseverancia. Así quiere que suceda, otorgando el beneplácito de su voluntad y complacido por que esto se produzca simultáneamente en virtud de sus dones y de la voluntad libre del arbitrio. Por esta razón, se dice que Dios predestina y predefine esa confesión, como ya hemos dicho anteriormente a propósito de la acción buena en términos morales.
Lo que hemos dicho sobre esta operación sobrenatural y dificilísima de nuestro arbitrio, debe entenderse también referido a las demás operaciones para cuya realización se requiere un auxilio particular de Dios; pues la predefinición de conferir este auxilio no arrebata al arbitrio de ningún modo su libertad para no realizar esta acción o disentir de ella, como define el Concilio de Trento (ses. 6, cap. 5, can. 4).
9. Finalmente, en lo que atañe a las acciones humanas pecaminosas, entre las que estuvo la negación triple de Pedro, nuestros adversarios afirman con razón que Dios no predefinió sus negaciones. Ahora bien, esto no puede explicarse como ellos lo hacen, porque Dios no aplica, ni determina al arbitrio a realizar estas acciones con un concurso eficaz, como si lo determinase a realizar buenas acciones; por el contrario, cuando Dios decide otorgar al pecador un arbitrio, su concurso general y todo lo demás necesario para realizar las acciones mencionadas, no pretende que éstas se produzcan, sino que decide conferir todo ello para un fin muy distinto, siendo el propio pecador quien, en razón de su libertad y con objeto de realizar estas acciones, abusa de todo lo que Dios le confiere.
Aunque no deba decirse que Dios predestina o predefine las acciones malvadas, sin embargo, debe afirmarse que fueron necesarias algunas predefiniciones de Dios para que estas acciones se produjesen por medio del libre arbitrio. Por esta razón, para que las tres negaciones de Pedro tuviesen lugar, fueron necesarias todas las predefiniciones que ─como ya dijimos anteriormente─ son necesarias para la realización de la acción indiferente en el mismo instante en que Pedro negó a Cristo. Entre estas predefiniciones incluyo la predefinición de no denegar o de conferir a Pedro su concurso general. Además, fue necesaria la predefinición de permitirle, con vistas al mejor fin que el propio Dios perseguía con su permisión, esa mala acción que Él preveía que, en razón de la libertad de Pedro, se produciría bajo aquellas circunstancias; es decir, la predefinición de no variar estas circunstancias, ni conferirle otras ayudas con objeto de que, en razón de esta misma libertad de arbitrio, no cayese en esa negación.
10. He aquí que hemos explicado todas las predefiniciones necesarias para todos los futuros contingentes positivos sin excepción. Ahora, en pocas palabras, vamos a explicar la razón de la diferencia entre nuestro parecer y el de nuestros adversarios. Éstos piensan que las predefiniciones eternas de Dios y sus concursos ─por medio de los cuales, en virtud de sus predefiniciones, concurre en un momento del tiempo con cualquier arbitrio creado en todo acto no malvado─ determinarían al arbitrio a realizar este acto de tal modo que el arbitrio carecería de libertad para no realizarlo, porque consideran que todo concurso tal es de por eficaz y que su eficacia no depende del arbitrio de ningún modo. De ahí que, en consecuencia, consideren que toda la certeza de la presciencia divina, por medio de la cual Dios conoce en términos absolutos todos estos actos futuros, depende únicamente de las predefiniciones en virtud de las cuales el arbitrio creado realiza estos actos no sólo de manera infalible, sino también inevitablemente. De ahí que, en consecuencia, nieguen que Dios esté, con respecto a estos actos, en posesión de una ciencia media, como en verdad debe negarse según los fundamentos expuestos, porque la ciencia a través de la cual, con anterioridad al acto libre de su voluntad, Dios presabe los actos futuros dada la hipótesis de que se produzcan esas predefiniciones, sería totalmente natural a Dios, como ya hemos dicho. Por esta razón, sostienen que la ciencia por medio de la cual Dios conoce los futuros contingentes condicionados ─como, por ejemplo, que tirios y sidonios se habrían arrepentido dada la hipótesis de que entre ellos se hubiesen producido los milagros que tuvieron lugar en Corazín y en Betsaida─ sería puramente natural dentro de la predefinición que en ese momento se produciría. Pero como nosotros consideramos que es error en materia de fe establecer unas predefiniciones y concursos divinos tales que arrebaten al arbitrio su libertad para no realizar un acto no malvado ─en el instante en que lo realiza─ o para disentir de él, si así lo quiere, en consecuencia, afirmamos que toda la certeza de la ciencia divina por medio de la cual Dios presabe que, sin lugar a dudas, van a producirse los actos ─tanto buenos, como malos─ del arbitrio creado, no procedería exclusivamente de las predefiniciones de conferir auxilios y concursos ─pues, sin que éstos pudiesen impedirlo, el arbitrio podría inclinarse en sentido contrario─, sino que procedería de la ciencia media, por medio de la cual Dios conoce, con anterioridad a todo acto de su voluntad, en qué sentido se va a inclinar el arbitrio, en razón de su libertad, dada la hipótesis de que Él quiera conferirle estos auxilios y concursos, aunque del mismo modo sabría lo contrario, si el arbitrio fuese a inclinarse en sentido contrario en razón de su misma libertad. Así afirmamos que, por medio de esta ciencia, Dios conoce con certeza todos los futuros que nuestros adversarios denominan «condicionados».
Ahora bien, afirmamos que la certeza de esta ciencia media procede de la altitud y de la perfección ilimitada del entendimiento divino, en virtud de las cuales Dios conoce con certeza algo que en es incierto, gracias a que, en su esencia divina, comprehende de manera eminentísima todo arbitrio susceptible de creación en razón de su omnipotencia.
11. Finalmente, obsérvese que Dios posee ciencia media con anterioridad a todo acto libre de su voluntad y, además, que esta ciencia lo es de todos los efectos en su totalidad, no sólo de aquellos que realmente van a producirse en virtud de los arbitrios que ha decidido poner en el orden de cosas y de circunstancias que ha decidido crear, sino también de los que se producirían tanto en virtud de estos mismos arbitrios, como en virtud de todos aquellos otros arbitrios que, en número infinito, podría haber creado, una vez producida la variación de cualquier circunstancia en el orden de cosas que ha decidido establecer y una vez producido cualquier otro orden de entre los infinitos órdenes que, en número infinito, pudo establecer. Ahora bien, esta ciencia media es ciencia de todos estos efectos de tal modo que de ninguno de ellos lo sería salvo dada la hipótesis de que se produjese una predefinición de la voluntad divina por medio de la cual Dios quisiese establecer uno u otro orden y quisiese proveer y ayudar de uno o de otro modo a través de este orden o de sus medios y circunstancias. Como la razón de la providencia divina se completa, en relación a cada uno de sus efectos, por medio de esta predefinición, de aquí se sigue que, con anterioridad al acto de su voluntad, Dios no prevea nada con ciencia media, salvo dada la hipótesis y bajo la condición de que quiera proveer de uno o de otro modo en relación a un mismo efecto. Por tanto, esta ciencia media no impide, ni suprime la providencia divina, sino que, más bien, es la luz y el conocimiento que el entendimiento divino requiere de antemano, porque antes de decidir cualquier cosa por medio de su voluntad y, por ello, antes de proveer cualquier cosa en relación al arbitrio creado conforme a su naturaleza libre, Dios prevé, a través de esta ciencia y de este conocimiento, qué va a obrar el arbitrio, pero no de manera absoluta, sino dada la hipótesis y la condición de que quiera proveerlo de uno o de otro modo. Por tanto, del mismo modo que, en ese momento anterior ─es decir, antes de que Dios predefina y decida cualquier cosa por medio de su voluntad─, no podemos hallar en Dios razón completa de su providencia, ni con respecto al arbitrio creado, ni con respecto a ninguna otra cosa, porque todavía falta aquello que se requiere por parte de su voluntad para que pueda hablarse de providencia, así también, nada se conoce en ese momento como futuro en términos absolutos, sino tan sólo bajo la siguiente condición: que Dios quiera definir y proveer las cosas de uno o de otro modo.
12. Ahora vamos a explicar la diferencia entre nuestro parecer y el de nuestros adversarios acerca de la providencia divina sobre las cosas que dependen con inmediatez del arbitrio creado. Nuestros adversarios consideran, y con razón, que Dios posee una providencia sobre todos los actos en singular del libre arbitrio creado que no sean malvados; también piensan que los dirige y que son efectos de su providencia; sin embargo, sostienen que los dirige y que es causa de ellos a través de su providencia, porque, por una parte, ha decidido desde la eternidad determinar y mover al arbitrio creado hacia estos actos a través de un auxilio o concurso eficaz de por y, por otra parte, realmente mueve al arbitrio con este mismo concurso eficaz en un momento determinado del tiempo, de tal modo que en la potestad del arbitrio, una vez puesto bajo esta predefinición y este concurso, no estaría no realizar estos actos. De ahí que, en consecuencia, afirmen que estos actos sólo son ciertos e infalibles en virtud del orden de la providencia divina.
13. Pero nosotros, que no dudamos de que este modo de predefinición y de concurso eficaz de por sí, elimina la libertad de arbitrio para realizar estos actos y, en consecuencia, resulta erróneo en materia de fe, en primer lugar, afirmamos que, con su sabiduría, Dios provee todas las cosas de manera conforme a la naturaleza de cada una de ellas y, por ello, para las causas libres provee efectos libres ─tanto naturales, como sobrenaturales─, salvaguardando siempre su libertad de arbitrio, es decir, concediéndoles libertad para que ─en el instante en que producen sus efectos y sin que puedan impedirlo todas las circunstancias que se dan en ese momento─ no produzcan estos efectos o incluso, si así lo quieren, produzcan efectos contrarios, de tal modo que así posean el dominio de sus acciones y puedan atribuírseles virtudes y culpas, alabanzas y censuras, premios y castigos.
14. En segundo lugar: Afirmamos que Dios dirige estos actos y que son efectos particulares de su providencia, porque todas las causas que producen estos efectos en singular ─por las que Dios prevé, en virtud de su ciencia media, que estos efectos se producirán dada la hipótesis de que Él quiera disponer el universo o proveer en él de manera determinada─ son medios y efectos de su providencia, dirigidos hacia la producción de estos actos y otros semejantes y conferidos a través de su predefinición eterna y su providencia. Sin embargo, entre estos medios y causas se incluye y se cuenta el propio arbitrio, que, a través de su providencia, Dios confiere al hombre o al ángel para la producción de estos actos junto con la facultad de no producirlos, aun preexistiendo la ciencia divina por la que Dios ve, dada la hipótesis de que quiera poner al arbitrio en ese orden determinado de cosas y de circunstancias, que éste producirá dichos efectos. Por tanto, como entre los medios a través de los cuales Dios dirige con su providencia estos actos ─siendo Dios, en realidad, causa de cada uno de ellos en particular, cuando se producen─ está el arbitrio creado, en cuya potestad realmente está no producirlos, si así lo quiere, por ello, de aquí se sigue que estos actos no sean seguros e infalibles exclusivamente por los medios de la providencia divina, si excluimos la ciencia media, a través de la cual Dios prevé ─en virtud de la altitud de su entendimiento, que abarca la naturaleza del objeto─ que estos actos se producirán, en razón de la libertad de arbitrio, a partir de estos mismos medios y del orden de su providencia.
15. En tercer lugar: Afirmamos ─según hemos explicado hasta el momento─ que, como estos actos dependen simultáneamente de la libertad de arbitrio y de la voluntad de Dios de conferir, a través de su providencia o predestinación eterna, tanto el arbitrio, como todos los demás medios necesarios ─o coadyuvantes─ para que estos actos se produzcan, por ello, de aquí se sigue que, previendo Dios por ciencia media que estos actos se producirían, en razón de la libertad de arbitrio, dada la hipótesis de que Él quisiera predefinir y proveer de este modo la producción de estos actos ─pues posteriormente, según nuestro modo de entender, basado en la realidad de las cosas, predefiniría y proveería de esta manera─, haya querido con voluntad absoluta que estos actos sean tal como Él habría previsto que serían, pareciéndole bien que dependan tanto de su propia predefinición y providencia, como de la libertad de arbitrio, en tanto que dos causas necesarias hasta tal punto para la existencia de estos actos que, si alguna de ellas faltase en razón de su libertad, estos actos no se producirían.
16. En cuarto lugar: Afirmamos que, como no sólo nuestros buenos actos dependen ─de la manera que hemos explicado─ de nuestro arbitrio, sino que también nuestros actos malvados dependen de esta misma libertad de arbitrio y, además, Dios no provee a cada uno de los hombres y de los ángeles hacia actos naturales, ni sobrenaturales, del mismo modo e igualmente, sino que decide distribuir los dones de su misericordia según le place, pero sin dejar de asistir a todos en todo lo necesario, por ello, para una providencia perfectísima de Dios ─como decíamos en la disputa anterior─ es necesaria la ciencia media, a través de la cual, previendo lo que haría el arbitrio de cualquier criatura dada cualquier hipótesis y en cualquier estado de cosas y salvaguardando su libertad en estas acciones, pueda predestinar ─desde la eternidad y sin ninguna sombra de cambio en el propio devenir del tiempo─ a las criaturas que quiera de entre aquellas a las que haya decidido crear y, además ─decidiendo proveer a todas ellas en cada una de las situaciones según su sabiduría y el beneplácito de su voluntad─, pueda prevenir sus actos de distintas maneras y con diversos auxilios, adiestrarlas de modos diversos, permitir y tolerar sus faltas y pecados, llamarlas a la fe y a la penitencia y, una vez llamadas ya y habiendo éstas alcanzado la justificación, hacer que progresen en el bien y cuidarse de muchas otras cosas en relación a ellas.
17. En quinto lugar: Afirmamos que, como todos los bienes ─tanto si se producen por causas que actúan por necesidad de naturaleza, como si se producen por causas libres─ dependen de la predefinición divina ─como nosotros la hemos explicado─ y de la providencia divina de tal modo que, por medio de ellas, Dios los dirige en particular y como, además, los actos malvados del libre arbitrio, por una parte, están sujetos a la providencia y predefinición divinas, en la medida en que las causas de las que proceden y el concurso general de Dios necesario para realizarlos se confieren a través de la providencia y predefinición divinas ─aunque no con objeto de que sean estos actos los que procedan de estas causas, sino con objeto de que se produzcan otros muy distintos y de que se salvaguarde la libertad innata de las criaturas dotadas de arbitrio con vistas al máximo bien─, y, por otra parte, también están sujetos a la predefinición y providencia divinas, en la medida en que no pueden existir en particular, salvo que Dios, por medio de su providencia, los permita en particular con vistas a algún bien mayor, por todo ello, de aquí se sigue que todas las cosas en su totalidad estén sujetas en particular a la providencia y voluntad divinas, que en unos casos las dirigen en particular y en todos los demás las permiten en particular. Por esta razón, ni se mueve la hoja que cuelga de la rama, ni cae a tierra ninguno de los dos pajarillos que se venden por un as, así como tampoco ninguna otra cosa sucede, sin la voluntad y la providencia de Dios sobre todas estas cosas en particular, ya sea dirigiéndolas, ya sea permitiéndolas en particular, siendo esto gran solaz para los justos que ponen toda su esperanza en Dios y que descansan plácidamente bajo la sombra que proyectan las alas de su providencia, mientras desean que la voluntad divina siempre se cumpla en relación a ellos, tanto en la prosperidad, como en la adversidad.
18. Por todo lo que hemos dicho, es fácil entender con cuánta falsedad se afirma a menudo que nosotros sólo hablamos de una providencia genérica ─y no particular─ en relación a las cosas que dependen del arbitrio creado por el hecho de que atribuimos a Dios una ciencia media a través de la cual Él prevé lo que haría el arbitrio creado dada la hipótesis de que fuese colocado en este o en aquel orden de cosas, de circunstancias y de auxilios. Quienes afirman esto de nosotros, no tienen en cuenta que en el orden de cosas, de circunstancias y de auxilios, así como en la propia criatura dotada de libre arbitrio, están contenidos todos los medios de la providencia divina por medio de los cuales Dios dirige en particular todas las buenas acciones que prevé que se producirán en virtud de la libertad de este arbitrio creado. Sin embargo, como no me preocupa lo que alguien diga de mí, porque cualquiera que lea la primera edición de nuestra Concordia o esta segunda edición, podrá advertir con facilidad lo que en realidad afirmamos, por ello, vamos a omitir deliberadamente muchas cosas que se nos atribuyen falsamente como si las hubiéramos sostenido; asimismo, considero superfluo responder a otras falsedades.

Miembro IV: En el que refutamos otras objeciones

1. En primer lugar: Nuestros adversarios argumentan de la siguiente manera: Si Dios hubiese decidido no crear nada en absoluto, en Él sólo habría ciencia natural, a través de la cual se comprehendería a mismo y, en mismo, todas las cosas posibles, tanto naturales, como libres. Pero desde el momento en que decidió crear las cosas, sólo posee ciencia libre, a través de la cual conoce lo que va a suceder en virtud de su decreto libre. Por tanto, Dios no posee ese otro tercer género de ciencia, es decir, ciencia media.
2. Demostración: O bien podemos considerar la ciencia divina en relación a las cosas posibles, con anterioridad a la determinación de la existencia de éstas por acto de la voluntad divina, y en tal caso estaríamos ante una ciencia divina natural; o bien podemos considerar la ciencia divina en relación a las cosas que, con posterioridad a la determinación libre de la voluntad divina, acontecerán en algún momento del tiempo, y estaríamos ante una ciencia libre. Por tanto, Dios no poseería un tercer género de ciencia.
3. De este argumento debemos negar la mayor. Pues más allá de la ciencia puramente natural, a través de la cual todas las cosas mencionadas se conocerían como puras posibilidades, habría también una ciencia media por la que Dios conocería, de entre todas aquellas contradicciones de futuros contingentes que dependen del arbitrio creado, qué parte de la contradicción se va a producir, pero no en términos absolutos, sino dada la hipótesis de que Él quiera crear uno u otro orden de cosas, aunque también conocería la parte contradictoria, si ésta fuese a producirse dada esta misma hipótesis, con dependencia del arbitrio creado, como hemos explicado hasta aquí. Nuestros propios adversarios estarán obligados a reconocer esto mismo a propósito de los pecados que el arbitrio creado cometería dada esta hipótesis, salvo que o bien pretendan afirmar que Dios ignora qué pecados se cometerán dada esta hipótesis, o bien pretendan afirmar que, dada esta hipótesis, el arbitrio cometerá estos pecados por necesidad de naturaleza, siendo esto algo que ya hemos impugnado por extenso en el miembro segundo. Obsérvese que, aunque Dios hubiese decidido no crear nada, estaría en posesión de una ciencia libre, a través de la cual sabría que no va a producirse ninguna de las cosas que podría crear; pues del mismo modo que, libremente, no habría decidido crearlas, así también, libremente, no sabría nada de las cosas que podría crear y que no habría decidido que aconteciesen. Sin embargo, nuestros adversarios hablan de una ciencia libre de cosas positivas.
4. En cuanto a la demostración, debemos decir que la ciencia divina admite un tercer modo de consideración, a saber, en relación a aquellas cosas que acontecerán, pero no en términos absolutos, sino dada la hipótesis de que el propio Dios quiera crear uno u otro orden de cosas, porque las cosas futuras por hipótesis se encontrarían en un término medio entre las puramente posibles y las futuras en sentido absoluto, como hemos explicado en el miembro primero. Pero una ciencia divina considerada de este modo ─es decir, en relación a las cosas que, dada esta hipótesis, acontecerían con dependencia del arbitrio creado─ es ciencia media, porque, aunque no sea una ciencia divina libre, no obstante, Dios conocería la parte contradictoria, si ésta fuese a producirse, como es posible dada esta misma hipótesis.
5. En segundo lugar: Nuestros adversarios argumentan de la siguiente manera: La razón por la que no habría que establecer una predefinición de Dios de conferir un concurso eficaz de por para que se produzca el acto bueno de la voluntad, así como tampoco un concurso eficaz de por sí, sería la siguiente: una determinación eficaz y total de la voluntad por parte de esta predefinición y de este concurso, suprimiría la libertad de la voluntad para hacer lo opuesto y, en consecuencia, la voluntad no realizaría libremente este acto, sino de manera necesaria, y, siendo esto así, desaparecería la bondad moral y el mérito de este acto. Pero del hecho de que la voluntad esté totalmente determinada cuando obra, no se sigue que no obre libremente. Por tanto, por esta causa, de manera muy poco razonable habría que negar la predefinición divina de conferir un concurso eficaz de por sí, así como el propio concurso eficaz de por sí. La menor se demuestra así: también en opinión de quienes no admiten estas predefiniciones y concursos eficaces, cuando la voluntad obra libremente, ya se ha determinado en uno de los dos sentidos de la contradicción; es más, obra porque ya se ha determinado. Pero esto no impide que obre libremente. Por tanto, del hecho de que la voluntad, cuando obra, esté totalmente determinada, no se sigue que no obre libremente.
6. Sobre la mayor de este argumento, debemos decir que no hay que admitir estas predefiniciones y concursos eficaces de por por la siguiente razón, a saber: porque quienes los defienden, afirman que, sin ellos, la voluntad no podría realizar ese buen acto y, con ellos, no podría no realizarlo; además, el hecho de recibirlos o no, no dependería de la propia voluntad que va a realizar ese acto, sino exclusivamente de Dios, que desde la eternidad y libremente lo predefiniría o no; y una vez que la voluntad los hubiese recibido, perdería ya para siempre la facultad de ─de manera indiferente─ determinarse o no o determinarse en uno o en otro sentido, siendo esto, no obstante, totalmente necesario para que la voluntad sea verdaderamente libre. Es evidente que, una vez que la voluntad ha recibido la predefinición y el concurso eficaz, pierde ya para siempre esa facultad, porque en el momento en que no está presente este concurso, la voluntad no puede determinarse a realizar ese acto, ni en su propia potestad está hacer algo en ese momento a causa de lo cual, en caso de hacerlo, reciba este concurso, porque entonces el concurso y la predefinición no sólo dependerían de la voluntad libre de Dios, sino de aquello que la voluntad, en razón de su libertad, haría o no, presabiéndolo Dios por ciencia media. Así pues, en el momento en que la voluntad ha recibido este concurso eficaz, no puede no determinarse a realizar ese acto, porque si en ese momento en su potestad estuviese no determinarse, podría hacer que este concurso resultase ineficaz y, en consecuencia, de ella dependería su eficacia o ineficacia.
Por tanto, concediendo la mayor del argumento presentado, si ésta se refiere a una determinación en el sentido que acabamos de explicar ─que eliminaría la libertad de la voluntad para realizar ese acto y, junto con ella, la bondad moral y el mérito de dicho acto─, entonces deberá negarse la menor, si ésta se refiere igualmente al mismo modo de determinación total.
En cuanto a la demostración de la menor, debemos negar que la voluntad, cuando obra libremente, se determine con anterioridad por naturaleza a su obrar; por el contrario, cuando obra libremente, se determina con vistas a su operación; además, en ese mismo momento ─con anterioridad por naturaleza a que obre de manera determinada o no y con anterioridad también a que quiera o rechace uno u otro objeto─, permanece indiferente en relación a determinarse a obrar o no, a obrar una cosa antes que otra y a querer tal cosa o rechazarla, como hemos explicado en la disputa 24. Más bien, la voluntad obra libremente o se determina libremente a obrar, porque con prioridad de naturaleza permanece indiferente en relación a determinarse o no de la manera mencionada y, por ello, cuando se determina, puede no determinarse. Pero una vez que entendemos que, en determinado momento, ya está totalmente determinada, sería contradictorio que no se hubiese determinado en ese momento y, en consecuencia, ya no sería libre para no determinarse de este modo, como enseñaron Aristóteles y Boecio, según esta formulación tan repetida: «Lo que es, cuando es, no puede no ser». Pero ya hemos mencionado esta cuestión en la disputa citada.
7. En tercer lugar: Nuestros adversarios argumentan de la siguiente manera: Aunque, dada la volición eficaz de un fin, la voluntad no pueda no querer en sentido compuesto un medio necesario para este fin, sin embargo, esto no suprime la libertad, ni la bondad moral, ni el mérito, en la volición de este medio; por ejemplo, dándose en el peregrino que está en camino hacia la beatitud la volición eficaz de la beatitud eterna y presentándosele la observancia de algún precepto que obliga bajo pecado mortal, aunque este peregrino no pueda no querer en sentido compuesto esta observancia, porque este medio sería absolutamente necesario para alcanzar la beatitud, no obstante, tal cosa no implica que esta volición no sea libre, buena moralmente y meritoria. Por tanto, el hecho de que, dándose la predefinición divina de conferir a alguien un concurso eficaz para algún acto bueno, este hombre no pueda no realizar en sentido compuesto este acto, no impide en absoluto que dicho acto sea libre y bueno moralmente o también meritorio, si este hombre lo realiza estando en gracia.
8. De este argumento, concedido el antecedente, debemos negar la consecuencia, porque, en un primer momento, esas dos cosas que no pueden acontecer en sentido compuesto, se encuentran simultáneamente en la libre voluntad del peregrino, de tal modo que, en el momento en que quiere la observancia que se le ofrece del precepto, podría tanto no quererla, como, por ello mismo, desistir simultáneamente de la volición eficaz del fin y, en consecuencia, mantenerse en posesión de una verdadera libertad o indiferencia para hacer una u otra cosa en relación a la observancia de este precepto; pero, en un segundo momento, admitido este género de predefinición y de concurso divino eficaz de por sí, no permanecería en posesión de esta libertad para realizar o no ese acto bueno, como hemos explicado a propósito del argumento precedente y anteriormente en varias ocasiones.
9. En cuarto lugar: Nuestros adversarios argumentan así: Si un general prudentísimo o un cabeza de familia pudieran mirar por su ejército o por su casa proveyendo todas y cada una de las cosas, así como los medios particulares para alcanzar una victoria o un gobierno doméstico correcto, sin lugar a dudas, lo harían y, al hacerlo, en ellos resplandecería la mayor de las prudencias y de las sabidurías; pero si no obran así, será porque no pueden. Pero Dios puede proveer de la manera mencionada y con extrema facilidad todas las cosas y no por ello desaparece la libertad del arbitrio creado. Por tanto, Dios provee predefiniendo todas las cosas en singular.
10. Si con este argumento sólo se pretende demostrar que Dios posee providencia de todas las cosas en singular, deberá admitirse en su totalidad; ciertamente, no contradice nuestro parecer, porque consideramos que Dios posee providencia de todas las cosas en singular, de tal manera que dirige todas las buenas acciones en singular y permite las malas en singular, como hemos explicado en el miembro anterior. Pero si con este argumento se pretende demostrar que Dios provee las cosas y los medios en singular con objeto de dirigir cada una de las cosas a través de su predefinición y por medio de un concurso eficaz de por sí, en tal caso, admitiendo la mayor y, en su primera parte, la menor, habremos de negar la segunda parte de ésta, a saber, este modo de predefinición no suprime la libertad del arbitrio creado; pues hemos demostrado lo contrario. Pero a continuación tendremos que negar la consecuencia y la razón será muy distinta. Ciertamente, una victoria y un gobierno doméstico carentes de toda falta, son fines que el general y el cabeza de familia siempre intentan alcanzar, como así sucederá, siempre que esto les sea posible. Sin embargo, el fin natural y sobrenatural en relación a los cuales Dios provee a las criaturas libres, no son fines de Dios, sino de las propias criaturas, a quienes se les proponen de tal manera que Dios permite que en su potestad esté alcanzarlos o no, para que, de este modo, en las criaturas libres los medios puedan considerarse mérito, alabanza y honor y los propios fines puedan considerarse el premio. Por esta razón, no resultaría conveniente que Dios les proveyese de concursos eficaces, sino de concursos cuya eficacia o ineficacia para obrar dependiese de las propias criaturas dotadas de libre arbitrio.
11. En quinto lugar: Nuestros adversarios argumentan así: Suceden muchas cosas que no podrían acontecer sin que la voluntad eficaz de Dios las predefiniese en particular. Por tanto, debe admitirse la predefinición de Dios. La consecuencia es evidente. Y el antecedente es manifiesto, como puede verse en todo aquello que ha sucedido más allá del curso común de las cosas: la vocación y conversión milagrosas de San Pablo en el propio acto de perseguir a Cristo y a la Iglesia; lo que le sucedió a José, cuando, odiado por sus hermanos, fue desnudado, arrojado a un pozo, vendido y encarcelado ─careciendo de toda culpa─, aunque, finalmente, alcanzó gran gloria por todas las demás cosas que le sucedieron, sobre todo porque en todas ellas se comportó como Cristo posteriormente. Sin lugar a dudas, todas estas cosas no podrían haber sucedido sin la decisión especial de Dios y la predefinición de su voluntad eficaz. Un hecho igual de extraordinario aconteció a los hermanos Fares y Zaraj, quienes, en el momento de nacer, obraron de tal modo que uno sacó la mano primero y la comadrona ató a ella un hilo rojo, diciendo: «Este salió primero»; pero, retirando su mano, dejó pasó al otro. Lo mismo podemos decir de Esaú y Jacob, pues el menor ─y no el mayor─ fue el preferido, no por las obras, sino por el que llama; y así se dijo: «Porque el mayor servirá al menor»; y esto mismo sucedió en otros casos similares.
12. De este argumento debemos conceder el antecedente, no sólo cuando se refiere a aquello que Dios obra milagrosamente más allá del curso común de las cosas, sino también cuando se refiere a aquello que sólo Dios produce de manera inmediata y que únicamente puede considerarse contingente en relación a Él, como hemos explicado al comienzo del miembro anterior; pues, con respecto a estas cosas, admitimos las predefiniciones por voluntad eficaz de Dios, así como su concurso eficaz para que estas cosas acontezcan, según hemos dicho en el lugar mencionado. Por ello, si el consecuente sólo se refiere a la predefinición de estas cosas, también deberá admitirse la consecuencia; pero si se refiere a una predefinición tal dirigida también hacia aquello que depende del arbitrio creado o hacia aquello que, en términos de sujeto o de otra cosa, depende del arbitrio creado del modo que hemos explicado en el miembro anterior, habrá que negar la consecuencia. Con respecto a los ejemplos citados como demostración del antecedente, del primero debemos decir que Dios predefinió ─con voluntad y concurso eficaces─ la llamada milagrosa de San Pablo, tanto externa, como interna; sin embargo, el consentimiento de San Pablo a esta llamada y, por consiguiente, su conversión ─en la medida en que dependía de su libre consentimiento─ no fue definida del modo mencionado, como demostraremos bien a las claras en nuestra respuesta al siguiente argumento de nuestros adversarios. Del segundo ejemplo debemos decir que Dios predefinió del modo mencionado los sueños de José y otras ayudas a través de las cuales Dios lo asistió de manera especial con objeto de que aconteciesen muchas de las cosas que le sucedieron; sin embargo, ni los odios y persecuciones de sus hermanos, ni su lanzamiento al pozo, ni su venta, ni el falso testimonio de la mujer de Putifar, ni la incitación por parte de ésta al adulterio, fueron predefinidos por Dios del modo mencionado ─porque son pecados mortales─, como también reconocen nuestros adversarios, sino que, como Dios habría previsto las maldades de sus hermanos y de la mujer de Putifar que acontecerían dada la hipótesis de que Él, por su parte, quisiese crear todo un orden de cosas y de circunstancias, sólo habría decidido permitirlas. Sin embargo, Dios no habría predefinido del modo que sostienen nuestros adversarios otras acciones no malvadas que acontecieron en relación a José, en la medida en que dependían del arbitrio creado, sino del modo que hemos explicado en el miembro anterior. Con respecto al tercer ejemplo, Dios habría predefinido del modo mencionado todo aquello que se produjo milagrosamente. Asimismo, la moción interna a través de la cual, según parece, Dios indujo a la matrona a atar un hilo rojo a aquel cuya mano asomara primero, fue predefinida por Dios, según parece. Respecto del cuarto ejemplo, la preferencia o elección eterna por la que Jacob fue elegido antes que Esaú, sólo se debió a la voluntad libre de Dios. Aunque esta elección no dependió de la previsión de las obras, sin embargo, no se produjo sin la previsión de las obras que ambos arbitrios realizarían dada la hipótesis de la creación de un orden determinado de cosas, circunstancias y auxilios. Además, Dios definió algunas de las cosas que se produjeron en la propia ejecución de la elección del modo que defienden nuestros adversarios, pero otras las definió del modo que hemos explicado en el miembro anterior, como ya hemos dicho a propósito de otros ejemplos.
13. En sexto lugar: Nuestros adversarios argumentan así: La conversión de San Pablo, de María Magdalena y del ladrón que colgaba de la cruz, tuvieron lugar por medio de un concurso o auxilio de Dios eficaces de por y Dios las predefinió desde la eternidad para que aconteciesen por medio de este auxilio; además, la libertad de arbitrio de los tres concordaba con estas predefiniciones. Por tanto, deben admitirse las predefiniciones por un concurso divino y eficaz de por y, al mismo tiempo, hay que reconocer que esto no supone ningún perjuicio para la libertad de nuestro arbitrio.
14. Respecto de este argumento, debemos negar que estas conversiones se produjesen por un auxilio divino y de tal modo eficaz que en la potestad del arbitrio de San Pablo, de María Magdalena y del ladrón, una vez prevenido, movido e incitado por este auxilio potentísimo, no estuviese no consentir, como define el Concilio de Trento, sin contemplar excepción alguna, en relación a los auxilios de la gracia dirigidos hacia la conversión del pecador. Por ello, el hecho de que de este auxilio se siguiese que los arbitrios de San Pablo, de María Magdalena y del ladrón, se moviesen con determinación en dirección al consentimiento y la cooperación con este auxilio para alcanzar la contrición y la conversión y, por ello, que este auxilio fuese eficaz o no para obrar tal cosa, dependió de la libre voluntad de San Pablo, de María Magdalena y del ladrón, porque en la potestad de éstos estaba ─si así hubiesen querido─ hacer que este auxilio resultase ineficaz, no consintiendo, ni cooperando con él.
Pero para que esto se entienda mejor, obsérvese que nada ─exceptuando la contemplación diáfana de Dios─ obliga a la voluntad en cuanto al ejercicio de su acto, sino que ésta siempre permanece libre para ejercer o no el acto, aunque cuanta mayor sea la bondad que se observe en el objeto, cuanta mayor sea la atracción que éste ejerce sobre la voluntad y cuanta menor sea su dificultad, con tanta mayor facilidad y frecuencia la voluntad se determinará, en virtud de la libertad que le es propia, en dirección al acto o apetición del objeto, aunque, no obstante, siempre se mantendrá en posesión de libertad para refrenar este acto, porque no hay nada que la obligue en cuanto al ejercicio de su acto. Esta libertad basta para que un acto pueda ser meritorio, si es en mismo un acto bueno moralmente y lo realiza alguien que está en gracia. Por tanto, del mismo modo que, cuando un hombre vive entregado a las cosas de este mundo, cuanto mayor es el bien temporal que se le ofrece y menor la dificultad con que puede obtenerlo, con tanta mayor facilidad y frecuencia suele quererlo sin tardanza alguna ─hasta tal punto que nadie que sea prudente dudará de que, si se le presenta la oportunidad de adquirir gratuitamente miles de monedas de oro o un reino o monarquía terrena, de inmediato lo querrá y, no obstante, lo hará libremente en cuanto a su ejercicio, de tal modo que, si lo desea con pecado, al menos venial, verdaderamente pecará, aunque esto no sucedería, si no pudiese refrenar este acto─, así también, Dios puede ilustrar al pecador interiormente con una luz tan intensa ─con objeto de que conozca sus propios crímenes, los daños que éstos le han ocasionado y, finalmente, la bondad de Dios y la ingratitud que ha exhibido ante Él─ y la propia voluntad del pecador ─junto con su parte sensitiva─ puede moverse hacia la contrición y dilección tras ser inundada por un deleite tan seductor que habría que creer absolutamente que este pecador consentirá sin tardanza con el auxilio divino, aunque siempre seguiría siendo libre para refrenar este acto, si así lo quisiera; sin embargo, muy pocas veces ─o, más bien, nunca─ refrenará este acto tras haber recibido una luz tan intensa y una ayuda tan potente, especialmente si al mismo tiempo se le presenta alguna señal externa que le induzca a obrar así, como fue la luz venida del cielo que rodeó a San Pablo, cayendo éste a tierra y apareciéndosele Cristo, que le dijo: «Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?... Te resulta duro dar coces contra el aguijón». Según parece, así fueron las conversiones de San Pablo, de María Magdalena y del ladrón que colgaba de la cruz. Sin embargo, no deben medirse según el ejemplo de estas conversiones otras que cada día se producen en el seno de la Iglesia mediante auxilios comunes y con una dificultad mucho mayor por parte de aquellos que se convierten. Además, las conversiones de San Pablo, de María Magdalena y del ladrón pudieron ser ─con un auxilio igual por parte de Dios─ más o menos intensas, según la cooperación ─más o menos intensa─ de sus respectivos arbitrios con el auxilio de Dios; parece que es esto lo que Cristo alabó en María Magdalena, cuando dijo: «Le son perdonados sus muchos pecados, porque amó mucho». Téngase también en cuenta que, como hemos explicado en nuestros Commentaria in primam secundae S.Thomae (q. 10), en esta vida ningún objeto en particular se desea necesariamente en cuanto a su especie de acto con una necesidad omnímoda tal que, en consideración de algún mal que pueda conllevar, no pueda en alguna ocasión, aunque esto raramente suceda, rechazarse con nolición. Por esta razón, en la potestad de San Pablo, de María Magdalena y del ladrón estuvo no querer convertirse ─sin que dicho auxilio pudiera impedirlo─, en razón de la dificultad que supone refrenarse de caer en pecado mortal durante toda la vida, como estaban obligados a hacer para que su contrición fuese verdadera, aunque esto suceda muy raramente o nunca con un auxilio tal y tan grande. Por ello, también a estas conversiones se les puede aplicar la definición del Concilio de Trento, según la cual el libre arbitrio del hombre, movido e incitado por Dios ─a través de los auxilios de la gracia─ a alcanzar la justificación, puede disentir, si así lo quiere.
15. En séptimo lugar: Nuestros adversarios argumentan así: Dios predefinió por medio de su concurso ─o de un auxilio eficaz de por sí─ cada uno de los actos meritorios de la Santísima Virgen y de otros que también fueron confirmados en la gracia, especialmente aquellos actos a través de los cuales se cumplían los preceptos y que los confirmados estaban obligados a realizar para no ser acusados de caer en pecado mortal y perder la gracia. Pero esto no eliminó la libertad de quienes así fueron confirmados, porque aunque no pudieron no realizar en sentido compuesto estos actos ─pues sería contradictorio que alguien, estando confirmado en la gracia, no realice el acto que está obligado a realizar para no ser acusado de caer en pecado mortal─, sin embargo, haber podido no realizarlos en sentido dividido les bastó para que de ellos se dijera que realizaron estos actos libremente y que, por ello, pudieron obrar meritoriamente. Por tanto, deben admitirse las predefiniciones por concurso divino y eficaz de por sí. Además, el hecho de que, si se produce esta predefinición, un acto predefinido no pueda no realizarse en sentido compuesto, no suprime la libertad de arbitrio, porque basta con que pueda no realizarse en sentido dividido.
16. Aunque deba admitirse que estos actos serían predefinidos de la manera que hemos explicado en el miembro anterior, sin embargo, con respecto a este último argumento, debemos negar que estos actos hubiesen sido predefinidos por medio de un auxilio eficaz de por sí, como pretende sostenerse en este argumento. Pues la Santísima Virgen y otros que también fueron confirmados en la gracia, siempre tuvieron libertad ─sin que la gracia o el concurso de Dios pudieran impedirlo─ para no realizar esos actos y hacer que este auxilio o concurso resultasen vanos también en el momento en que los realizaron, tras haber recibido el auxilio bajo el cual los realizaron; de otro modo, no habrían obrado meritoriamente al realizar esos actos en ese momento, encontrándose bajo ese auxilio. No puede negársele a la Santísima Virgen, ni a los que también fueron confirmados en la gracia, la siguiente alabanza, entre otras que se pueden decir del hombre justo que pudo transgredir los preceptos y no lo hizo: «Pudo hacer el mal y no lo hizo».
La confirmación en la gracia depende de que Dios decida conferir a alguien durante toda su vida una gracia tan grande y unos auxilios tales que prevea que, en virtud de ellos, este hombre nunca caerá en pecado mortal en razón de su libertad, a pesar de que podría caer en él, sin que esta gracia y estos auxilios pudieran impedirlo. También depende de que Dios manifieste su decisión de protegerlo de este modo. Asimismo, Dios preservó a la Santísima Virgen de caer en pecado venial alguno, porque le confirió durante toda su vida esta gracia tan grande y unos dones y auxilios tales y porque desde la eternidad decidió conferirle la gracia y los auxilios con los que, según preveía, ni siquiera caería en pecado venial en razón de su libertad, a pesar de que, en razón de esta misma libertad, pudo haber caído en él ─sin que estos auxilios y dones hubieran podido impedirlo─, si así hubiese querido. Así pues, la certeza de que el confirmado en la gracia no pecará mortalmente en lo que le quede de vida a partir del momento en que se pueda decir que ha sido confirmado en la gracia ─y, por consiguiente, no la perderá─, se reduce a la certeza de la presciencia divina a través de la cual Dios prevé que, con esta gracia y estos auxilios, esto va a suceder así, en razón de la libertad del hombre justificado de la manera mencionada; pero no se reduce a una eficacia de por de los auxilios divinos, como si este hombre no pudiera caer en pecado mortal y como si la futura eficacia o ineficacia de estos auxilios con respecto a este efecto no dependiese de la libertad innata del hombre así confirmado en la gracia, por su volición o su rechazo a consentir y cooperar con ellos. Por tanto, como el hecho de que podamos considerar a San Pedro hombre confirmado en la gracia desde el día de Pentecostés, dependió, en primer lugar, de que Dios hubiese querido conferirle la plenitud de la gracia y de los auxilios que desde la eternidad decidió conferirle en ese mismo momento y, en segundo lugar, de que Dios hubiese previsto que San Pedro, habiendo recibido esta gracia y estos auxilios, no caería en pecado mortal en razón de su libertad durante el resto de su vida ─aunque esto último no sucedería porque Dios así lo hubiese presabido, sino que, por el contrario, Dios lo habría presabido porque así sucedería en razón de la libertad de San Pedro, una vez fortalecido con esos dones─, por esta razón, el hecho de que el confirmado en la gracia no pueda no cumplir en sentido compuesto los preceptos que obligan bajo pecado mortal, no resta ni un ápice de la libertad que posee para poder no cumplirlos, si así lo desea, porque si no tuviese la intención de cumplir alguno de estos preceptos, como realmente está en su potestad ─sin que pueda impedirlo la presciencia divina─, Dios nunca habría estado en posesión de esta presciencia y, por ello, no podríamos considerar a San Pedro confirmado en la gracia de la siguiente manera, a saber: porque Dios habría decidido desde la eternidad conferirle esa plenitud de gracia y esos auxilios.
17. Finalmente: Nuestros adversarios argumentan así: Dios predefinió por medio de un auxilio eficaz de por los actos de nuestro Señor Cristo, especialmente por medio del auxilio gracias al cual Cristo cumplió el precepto del Padre de redimir al género humano con su propia muerte; pues como al mismo tiempo Cristo era Dios, de ningún modo pudo pecar y, por ello, no pudo no realizar el acto con que cumplió el precepto. No obstante, realizó este acto libremente; de otro modo, este acto no habría sido meritorio y, por consiguiente, con él no habría redimido al género humano, siendo esto herético. Por tanto, la necesidad en sentido compuesto de realizar algún acto ─ya sea porque ha sido predefinido por medio de un auxilio eficaz de por sí, ya sea porque a través de este acto se cumple el precepto y lo realiza aquel que, en la medida en que es Dios y hombre al mismo tiempo, no puede pecar de ningún modo─ no suprime la libertad en términos absolutos ─ni el mérito─ de este acto, porque basta con que este acto sea libre en sentido dividido, como fue el caso del acto de Cristo. Por esta razón, las predefiniciones a través de un auxilio eficaz de por no deberían rechazarse, como si suprimiesen la libertad de los actos, puesto que, para que haya libertad, basta con que un acto predefinido pueda no realizarse en sentido dividido, como necesariamente debemos afirmar del acto de Cristo.
Sobre la impecabilidad y la libertad de Cristo
18. Este argumento nos obliga a explicar fuera del lugar apropiado por qué razón, en primer lugar, habría resultado contradictorio que Cristo, mientras peregrinaba hacia la beatitud, hubiese pecado; por qué razón, en segundo lugar, Cristo habría tenido al mismo tiempo libertad para no realizar aquello cuya omisión le habría convertido en culpable; y, por ello, en tercer lugar, por qué razón habría hecho méritos cumpliendo tanto los demás preceptos ─según leemos en Juan (XV, 10): Si guardáis mis preceptos, permaneceréis en mi amor, como yo guardé los preceptos de mi Padre y permanezco en su amor─, como el precepto particular del Padre de arrostrar su propia muerte para redención del género humano, según leemos en Juan (X, 18), donde, a propósito de su muerte, Cristo dice: «Tal es el mandato que he recibido del Padre»; y en Juan (XIV, 31), sobre esta misma pasión y muerte, dice: «… según el mandato que me dio el Padre, así actúo. Levantaos, vámonos de aquí»; y en Filipenses (II, 8) leemos: «… se humilló, haciéndose obediente hasta la muerte y una muerte de cruz…»; y en Hebreos (V, 8): «Aunque era Hijo, aprendió por sus padecimientos la obediencia».
19. Pero para que esto se entienda mejor, obsérvese que difiere en gran medida que algo se deba a la naturaleza humana asumida por el Verbo en razón de la asunción o de la gracia de la unión y que algo sea conforme a esta naturaleza en virtud de la pura asunción, descontando cualquier otro don que se le deba en razón de la gracia de la unión. Pues como el Verbo, en cuanto Verbo, no influye sobre la naturaleza humana asumida, sino que determina su dependencia sin mediar ninguna causalidad en absoluto ─aunque es toda la Trinidad, entendida como Dios único, la que produce de manera eficiente la unión hipostática, por medio de un influjo sobre la humanidad en virtud del cual a la naturaleza humana se le confiere de modo sobrenatural el mismo ser, pero con dependencia del supuesto del Verbo y de ahí su unión con el Verbo divino─, por esta razón, la naturaleza asumida en virtud precisamente de esta unión carece de otras fuerzas que no sean aquellas que poseería si, abandonada a misma, subsistiese en misma o en su supuesto propio.
20. Pues del mismo modo que, en el momento en que ─en el sacramento de la Eucaristía─ se produce la transubstanciación del pan en el cuerpo de Cristo, los accidentes que estaban en la substancia del pan, se hacen existentes en mismos por el influjo sobrenatural de toda la Trinidad sobre ellos ─pero no como si recibiesen un nuevo ser, sino su mismo ser, aunque independiente ya del sujeto más allá de sus propias naturalezas, a través de un nuevo influjo como causa eficiente, gracias al cual se vigorizan en mismos y se compensa y se suple la causalidad del sujeto material que, en otras circunstancias, les es necesaria para existir─, así también, como la naturaleza humana singular conlleva de por una subsistencia en misma o, si se la abandona a misma, ser ella misma supuesto, pues ya no necesitaría nada más en lo que sostenerse y sustentarse, por ello, más allá de su naturaleza, toda la Trinidad la hace dependiente ─por medio de un nuevo influjo sobre ella─ del supuesto del Verbo al que se une, como si existiese y se sustentase en él; no obstante, la hace dependiente, pero no en el sentido de que la Trinidad le confiera otro ser por medio de este influjo, sino ese mismo ser que ya existe debilitado en mismo, en la medida en que necesitaría de otro supuesto en el que sustentarse de manera mejor y más digna que subsistiendo en mismo o en su supuesto propio.
21. De ahí que ya se pueda entender fácilmente que la naturaleza humana, a través de su asunción por parte del Verbo divino, alcanza la gracia de la unión, es decir, el Verbo es su supuesto. Al igual que, por esto mismo, la naturaleza humana proporciona al Verbo el ser de este hombre que al mismo tiempo es Dios verdadero, así también, a su vez, gracias al Verbo, la naturaleza humana alcanza una dignidad infinita, en razón de la cual las obras que realice serán meritorias y de valor infinito. Por lo demás, aunque la naturaleza humana alcance por medio de su asunción la gracia de la unión y esta gracia sea raíz y origen de que a ella le sean debidos todos los dones que debe poseer el hombre que al mismo tiempo es el unigénito del Padre, no obstante, sin estos dones no poseerá mayores fuerzas que las que tendría si, abandonada a misma, subsistiese en misma o en su supuesto propio. Por esta razón, de la misma manera que, sin que pueda impedirlo su asunción, la naturaleza humana ─abandonada a misma─ podría morir, como murió en Cristo, y podría sufrir las demás calamidades y miserias que sufren todos los demás mortales, así también, podría estar en posesión de los movimientos naturales de sensualidad y en posesión de las pasiones y rebeliones contrarias a la razón que experimentan los demás ─mayores o menores en función de la cualidad de la complexión que se le hubiese conferido─ y también tendría una libertad natural de arbitrio, por la que podría tanto resistir, como consentir, exactamente igual que si subsistiese en misma o en su supuesto propio. Por tanto, del mismo modo que la naturaleza humana en Cristo necesitó de la luz de la gloria para contemplar la esencia divina y para poseer un alma beata ─también necesitó de la gloria del cuerpo o de las dotes que, desde el momento de la resurrección, redundaron sobre su cuerpo gracias a la gloria de su alma, para ser inmortal e incapaz de padecer y estar en posesión de todo lo demás que caracteriza a los cuerpos gloriosos─, así también, para que en su parte sensitiva, mientras todavía peregrinaba hacia la beatitud, no se levantasen pasiones y movimientos contrarios a la razón, necesitó, por una parte, de la plenitud de la gracia habitual y de las virtudes y, por otra parte, de unos dones ─como la justicia original─ en su parte sensitiva, con objeto de refrenar a esta última y mantenerla en la que debe ser su función; lo mismo debe decirse de otros dones necesarios para otras funciones y fines.
22. Además, obsérvese que, aunque a Cristo o a su humanidad se le hubiese debido, en virtud de la gracia de la unión, todo aquello que alcanzó tras su resurrección, sin embargo, en primer lugar, como Dios decidió encarnarse para que Cristo, a través de sus méritos y de su muerte, redimiese al género humano ─al mismo tiempo que, con su vida santísima y perfectísima, ofrecía a los mortales un ejemplo ilustrísimo que les instruyese en todo género de virtudes y de perfección y les estimulase y urgiese vigorosamente a imitarlo─ y, en segundo lugar, como llegar por méritos propios a la gloria y exaltación del cuerpo suponía para Cristo una gloria mayor que haber estado en posesión de ellas desde el principio, por estas razones, de aquí se sigue que, aunque ese cuerpo santísimo hubiese alcanzado ─desde el momento de su concepción en el útero de la Virgen por obra del Espíritu Santo─ una complexión perfectísima y su alma hubiese contemplado la esencia divina y, además, Cristo entero, en cuerpo y alma, se hubiese llenado de hábitos y dones que no eran contrarios al fin de la encarnación ─del que hemos hablado anteriormente─, ni al estado de quien peregrina hacia la beatitud y al mismo tiempo la comprehende, sin embargo, no habría recibido la gloria del cuerpo hasta el momento de su resurrección, aunque ésta no sería la única que Dios habría impedido milagrosamente que se siguiese de la gloria del alma, sino que al mismo tiempo también le habría comunicado la visión de su esencia, el amor beatífico y su fruición de tal modo que, más allá de la naturaleza de estos bienes, refrenando los efectos que de aquí habrían debido seguirse por necesidad de naturaleza, habría dejado que la voluntad de Cristo fuese capaz de experimentar dolor y tristeza, dotándole de libertad para cumplir o no los preceptos que obligaban bajo peligro de actuar culposamente, exactamente igual que si el alma de Cristo hubiese carecido de gloria, porque esto era necesario para que pudiese obrar meritoriamente, para que redimiese al género humano con su vida inocentísima y con su muerte, para que, de manera tan laudable y honrosa, dejase a los mortales el ejemplo ilustrísimo de su vida y para que alcanzase la gloria y exaltación de su cuerpo. En efecto, desde el momento de su concepción en el útero de la Virgen hasta que exhaló su alma en la cruz, Cristo pudo considerarse peregrino hacia la beatitud ─comprehendiéndola simultáneamente─ por la siguiente razón, a saber, porque la gloria de su alma estaba reprimida hasta tal punto que su voluntad poseyó libertad para cumplir o no los preceptos, exactamente igual que si hubiese carecido de esa gloria y hubiese sido un simple peregrino hacia la beatitud.
23. Pero vamos a terminar de refutar el argumento mencionado, según lo que hemos explicado hasta aquí: si consideramos a Cristo según aquello que, en razón de la gracia de la unión, se le debe, tendremos que decir que Cristo no pudo pecar de ningún modo, como San Agustín (De praedestinatione sanctorum, cap. 15; Enchiridion, cap. 40; y también en otros lugares) y los demás Padres afirman en común, porque a la humanidad de Cristo se le debía que Dios no le permitiera pecar de ningún modo y porque habría sido absolutamente feo e indecoroso que el Verbo pecase, incluso por medio de la naturaleza asumida. Por esta razón, del mismo modo que es contradictorio que Dios mienta ─pero no porque le falte potencia para dar forma a las palabras que, si se profieren, dan lugar a una mentira, sino porque mentir es indigno de Él y totalmente opuesto a su bondad infinita─, así también, era contradictorio que Cristo pecase, pero no porque, en tanto que peregrino hacia la beatitud, careciese de la facultad de transgredir los preceptos, sino porque Dios era contrario a permitirlo y pecar ─incluso por medio de la naturaleza asumida─ es algo totalmente opuesto a la bondad infinita del Verbo divino, siendo Dios, por ello, contrario a permitirlo. Por esta razón, era tarea de la providencia divina disponer las cosas de tal modo que, salvaguardando la libertad de Cristo ─que era totalmente necesaria para el mérito de sus actos y para los fines de los que hemos hablado─, no pecase, como sucedió en realidad. De ahí también que, según lo que hemos dicho en nuestra respuesta al argumento anterior, Cristo no pudiese pecar en sentido compuesto, porque era el primero de los confirmados en la gracia y en el bien por medio de unos dones y ayudas excelentes, incluso en mayor medida que los de su madre santísima. Pues sería contradictorio que, en sentido compuesto, pecase alguien que ha sido confirmado en la gracia y en el bien, aunque no en sentido dividido y en términos absolutos, porque si fuese a pecar, como está en su potestad ─sin que pudiesen impedirlo los dones recibidos─, Dios no habría presabido que este hombre confirmado en la gracia no va a pecar, en razón de su libertad y de los dones recibidos, y, por ello, no podría considerársele confirmado en la gracia y en el bien, como ya hemos explicado en nuestra respuesta al argumento anterior.
Pero si consideramos a Cristo en tanto que peregrino hacia la beatitud ─además, la gloria de su alma dependía de los fines de los que hemos hablado, de tal manera que no arrebatase a Cristo la libertad de transgredir los preceptos, como se la arrebata a los demás beatos que no son al mismo tiempo peregrinos hacia la beatitud─ y en tanto que afrontando su muerte con gran dificultad y aflicción y realizando otras obras difíciles y trabajosas para salvación del género humano ─como leemos en Lucas, XII, 50: Tengo que recibir un bautismo. ¡Y cómo me siento constreñido hasta que se cumpla!; en Mateo, XXVI, 37-39: …comenzó a entristecerse y angustiarse (en Marcos, XIV, 33, leemos: comenzó a sentir temor y angustia). Entonces les dijo: Triste está mi alma hasta la muerte; quedaos aquí y velad conmigo. Y adelantándose un poco, se postró sobre su rostro, orando y diciendo: Padre mío, si es posible, haz que pase de este cáliz; sin embargo, no se haga como yo quiero, sino como quieres tú; y tanta fue su agonía y aflicción que sudó como gruesas gotas de sangre, que corrían hasta la tierra, según cuenta Lucas, XXII, 42; y esto mismo también lo confirma el siguiente pasaje de Hebreos, IV, 15: No es nuestro Pontífice tal que no pueda compadecerse de nuestras flaquezas: antes fue tentado en todo a semejanza nuestra (es decir, como si fuera uno de nosotros), pero sin caer en pecado; y este otro de Mateo, XXVII, 46: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?─, si, como decimos, consideramos a Cristo de este modo, sin lugar a dudas, sin que puedan impedirlo las otras razones de las que hemos hablado, realmente poseyó libertad para no hacer todo aquello que estaba obligado a hacer por precepto, con la seguridad, no obstante, de que, oponiéndose a ello con gran fuerza su propia naturaleza, cumpliría con todo hasta el final y de manera perfectísima en razón de su libertad, apoyado en las ayudas y en los dones potentísimos recibidos.
Por ello, la muerte de Cristo no sólo fue voluntaria, sino también libérrima ─por libertad de contradicción o incluso de contrariedad─, y al mismo tiempo fue un precepto impuesto a Cristo, sin que una cosa sea contradictoria con la otra. En efecto, Cristo enseñó ambas cosas, cuando, según leemos en Juan, X, 17-18, dijo: «Por esto el Padre me ama, porque yo doy mi vida para tomarla de nuevo. Nadie me la quita, soy yo quien, a partir de mismo, la da. Tengo poder para darla y poder para volver a tomarla. Tal es el mandato que del Padre he recibido».
También por ello, la muerte de Cristo fue costosísima y dificilísima, porque la naturaleza de Cristo se oponía y la rechazaba en grado máximo, como es evidente por los testimonios que acabamos de citar y por el siguiente pasaje de Romanos, XV, 3: «…Cristo no buscó su propia complacencia, según está escrito: Sobre cayeron los ultrajes de quienes me ultrajaban…»; y, sin embargo, a causa de las ayudas y los dones en los que Cristo se apoyaba y de la increíble grandeza y fervor caritativo con que honraba a Dios y a sus prójimos, se mostró totalmente dispuesto a morir, como leemos en Mateo, XXVI, 41: «…el espíritu está presto, pero la carne es flaca»; y en Salmos, XVIII, 6: «…se lanza alegre, como valiente, a recorrer su camino», es decir, el sufrimiento de la pasión y de la muerte con que aquélla acabó.
Finalmente, también por ello, la muerte de Cristo y sus restantes obras se consumaron y fueron perfectísimas en todo sentido, como era preceptivo en un redentor tan grande como Cristo, tanto para ejemplo y beneficio nuestro, como para suma alabanza y honor suyos.
24. Por tanto, con respecto a este argumento, formalmente debemos negar que Dios predefiniese, por medio de un auxilio eficaz de por sí, los actos de Cristo ─incluido aquel a través del cual cumplió el precepto del Padre de redimir al género humano con su muerte─ de tal modo que, en presencia de este auxilio, Cristo careciese de libertad para no realizarlos. Ciertamente, esto supondría dejar a Cristo sin libertad en el momento en que los realizaba y, por tanto, sin mérito.
En cuanto a la demostración, ya hemos explicado ─pero no en razón de la eficacia del auxilio, sino por otras dos razones─ que, en sentido compuesto, Cristo no pudo pecar y, en consecuencia, tampoco pudo no realizar esos actos; pero, en sentido dividido y en términos absolutos, esto no eliminó en Cristo la libertad para poder no haber realizado esos actos en el instante mismo en que los realizó.
Es bastante evidente, por lo que hemos dicho, que todo lo demás que se añade en este argumento no demuestra que haya que admitir las predefiniciones de Dios por un auxilio eficaz de por sí, porque un auxilio tal elimina sin más la libertad en el arbitrio de aquel que lo recibe en el instante en que realiza el acto.
Además, el sentido dividido, tal como lo entienden quienes defienden estas predefiniciones, no deja libertad al arbitrio para que lo ayude un auxilio eficaz de por sí, sino que tan sólo deja libertad a Dios para conceder o no este auxilio y, por ello, para hacer que el arbitrio realice o no este acto, como ya hemos explicado anteriormente; pero no es este el sentido dividido que distinguimos del compuesto, dado el cual Cristo ─por las otras dos razones que hemos mencionado─ no podía pecar, ni dejar de realizar el acto al que estaba obligado por precepto, como ya hemos explicado.