Concordia do Livre Arbítrio - Parte IV 6
Parte IV - Sobre a presciência de Deus
Disputa LII: ¿Hay en Dios ciencia de los futuros contingentes? Asimismo, ¿cómo concuerdan con ella la libertad de arbitrio y la contingencia de las cosas?
1. Aunque lo que vamos a decir en esta disputa fácilmente podría entenderse a partir de todo lo que hemos dicho, no obstante, también debemos presentar esta disputa para refutar algunos argumentos y para que se entienda con mayor claridad cómo concuerdan la libertad de arbitrio y la contingencia de las cosas con la presciencia divina.
2. Por tanto, en el lugar mencionado, Santo Tomás comienza presentando tres argumentos en favor de la opinión según la cual en Dios no hay ciencia de futuros contingentes.
En primer lugar: De una causa necesaria se sigue un efecto necesario. Pero la ciencia de Dios es causa de los futuros que se conocen por medio de ella, porque, como hemos explicado en nuestros comentarios al art. 8, Dios es, por medio de su ciencia, causa de las cosas y, además, es causa necesaria. Por tanto, todo futuro conocido por esta ciencia, acontece necesariamente y, en consecuencia, en Dios no puede haber ciencia de ninguna cosa contingente.
3. En segundo lugar: Si una proposición condicional es verdadera y su antecedente es absolutamente necesario, el consecuente también será absolutamente necesario; de otro modo, en una consecuencia correcta, el antecedente podría ser verdadero y el consecuente falso, siendo esto totalmente inadmisible. Pero esta proposición condicional es verdadera: Si Dios ha sabido que esto va a pasar, entonces tal cosa sucederá; de otro modo, la ciencia de Dios sería falsa; además, su antecedente es absolutamente necesario, en tanto que eterno y pasado, porque no hay potencia en relación al pasado. Por tanto, el consecuente también será absolutamente necesario y, por consiguiente, ningún futuro conocido por Dios será contingente.
4. En tercer lugar: Todo lo que Dios conoce, es necesario que suceda, en la medida en que todo lo que los hombres conocen, necesariamente debe acontecer y la ciencia de Dios posee mayor certeza que la humana. Pero ningún futuro contingente acontece necesariamente. Por tanto, Dios no puede conocer ningún futuro contingente.
5. Nosotros también podemos añadir los siguientes argumentos. En cuarto lugar: Ningún futuro presabido por Dios puede no acontecer. Por tanto, nada que Dios haya presabido, es un futuro contingente. La consecuencia es evidente, porque un futuro contingente no es otra cosa que aquello que puede suceder y no suceder indiferentemente. El antecedente se demuestra así: Si algo que Dios ha presabido que va a suceder, no aconteciese, entonces de hecho Dios se engañaría; por tanto, si con esta ciencia dicho futuro pudiese no acontecer, entonces realmente Dios podría engañarse, siendo esto impío y totalmente imposible.
6. En quinto lugar: Las cosas significadas por medio de proposiciones sobre futuros contingentes no son menos necesarias, si la ciencia divina que se tiene de ellas es verdadera de modo determinado, de lo que lo serían en el caso de que las propias proposiciones sobre estos futuros ─significando estas mismas cosas─ fuesen verdaderas de modo determinado. Pero del hecho de que las proposiciones sobre futuros contingentes sean verdaderas de modo determinado, Aristóteles colige en De interpretatione, c. 9, que de aquí se seguiría que las cosas significadas acontecerían necesariamente y que, en consecuencia, nuestras deliberaciones serían vanas. Por tanto, si la ciencia divina que se tiene de estas cosas es verdadera de modo determinado, de aquí se seguirá que todas ellas acontecerían necesariamente y ninguna lo haría de manera contingente; además, nuestras deliberaciones serían vanas y la libertad de nuestro arbitrio desaparecería totalmente.
7. En sexto lugar: La presciencia de los futuros elimina la libertad de arbitrio. Por tanto, la libertad de arbitrio y la presciencia divina de los futuros contingentes, no pueden concordar de ninguna manera y, en consecuencia, una de las dos cosas necesariamente debe negarse. La consecuencia es evidente. El antecedente se demuestra así: Dada la presciencia de los futuros, la siguiente consecuencia es necesaria y correctísima: Desde la eternidad Dios ha presabido que Pedro pecará mañana; por tanto, Pedro pecará mañana. Esta consecuencia se apoya en la certeza de la ciencia divina, que de ningún modo puede albergar falsedad y, en consecuencia, en la misma medida en que, con seguridad, Dios no puede engañarse con esta ciencia, así también, dicha consecuencia será necesaria. Ahora bien, en aquel en cuya potestad no está hacer que no suceda lo que enuncia el antecedente de una consecuencia necesaria, tampoco estará hacer que no suceda lo que el consecuente enuncia; de otro modo, alguien podría hacer que, en una consecuencia correcta, el antecedente fuese verdadero y el consecuente falso, siendo esto totalmente contrario a la naturaleza de una consecuencia correcta. Por tanto, como en la potestad de Pedro no está hacer que, desde la eternidad, Dios no haya presabido que su pecado se cometería al día siguiente ─esto tampoco está en la potestad de Dios, porque no hay potencia en relación al pasado─, por esta razón, en la potestad del propio Pedro tampoco está hacer que no peque al día siguiente y, en consecuencia, dándose la presciencia que Dios realmente posee, en Pedro desaparecerá la libertad de arbitrio.
8. Según las Sagradas Escrituras, es cosa evidentísima que Dios posee presciencia de los futuros contingentes, hasta tal punto que sostener lo contrario no sólo es locura, como afirma San Agustín (De civitate Dei, lib. 5, cap. 9), sino también error manifiesto en materia de fe.
Salmos, CXXXVIII, 3-4: «De lejos conoces mis pensamientos; disciernes cuándo camino y cuándo descanso; has previsto todas mis sendas; pues aún no está la palabra en mi lengua y Tú ya, Señor mío, lo sabes todo». En Sabiduría, VIII, 8, sobre la sabiduría divina leemos: «Conoce los milagros y los prodigios antes de que se produzcan, así como la sucesión de los tiempos y los siglos». Eclesiástico, XXIII, 28-29: «Los ojos del Señor son más claros que el sol, ven todos los caminos de los hombres, penetran en la profundidad del abismo, así como en las partes más oscuras del corazón de los hombres. Antes de que fueran creadas todas las cosas, ya las conocía Él». Eclesiástico, XXXIX, 24-25: «Las obras de todos los hombres están delante de Él y nada se oculta a sus ojos. Extiende su mirada desde el principio hasta el fin de los siglos y de nada se admira, como si pudiese suceder algo que Él no hubiese presabido antes». Isaías, XLI, 23: «Anunciadnos el porvenir y así sabremos que sois dioses». Isaías, XLVIII, 5: «Yo te predije esto hace tiempo y, antes de que sucediera, te lo di a saber, para que no dijeras: Lo ha hecho mi ídolo; mi estatua, mi escultura lo ha mandado». Juan, XIV, 29: «Os lo he dicho ahora, antes de que suceda, para que cuando suceda, creáis». Además, Dios ya conoce todos los futuros contingentes cuando se producen y están en acto, según lo que leemos en Hebreos, IV, 13: «Y no hay cosa creada que no sea manifiesta a sus ojos; todas las cosas son evidentes y manifiestas a sus ojos». Pero no comienza a conocerlas cuando están en acto; pues esto sería pasar de no saber a saber y, en tal caso, sin lugar a dudas, en Dios habría sombra de cambio. Por tanto, conoce los futuros contingentes antes de que acontezcan. Finalmente, si Dios no posee ciencia de los futuros contingentes, perderán su valor la profecía y la mayor parte de las Sagradas Escrituras, siendo esto totalmente contrario a la fe católica. De ahí que Tertuliano (Adversus Marcionem, lib. 2) diga con razón: «La presciencia de Dios tiene tantos testigos cuantos profetas creó».
9. Debemos distinguir en Dios una ciencia triple, si no queremos alucinar al tratar de conciliar la libertad de nuestro arbitrio y la contingencia de las cosas con la presciencia divina. Una puramente natural, que, en consecuencia, de ningún modo puede sufrir variación en Dios; por medio de ella, Él conoce todas las cosas que la potencia divina ─ya sea con inmediatez, ya sea con intervención de las causas segundas─ puede hacer, tanto en relación a las naturalezas necesarias individuales y a sus uniones, como en relación a las naturalezas contingentes, pero no porque vayan a producirse o no de manera determinada, sino porque podrían darse o no indiferentemente, siendo esto una característica necesaria de dichos futuros y, por ello, caen bajo la ciencia natural de Dios.
Otra puramente libre, por medio de la cual, sin hipótesis, ni condición alguna, Dios conoce de manera absoluta y determinada a partir de todas las uniones contingentes y con posterioridad al acto libre de su voluntad, qué cosas van a acontecer realmente y cuáles no.
Finalmente, la tercera es la ciencia media, a través de la cual Dios ve en su esencia, en virtud de la comprehensión altísima e inescrutable de todo libre arbitrio, qué haría éste en razón de su libertad innata, si fuese puesto en este o en aquel o incluso en cualquiera de los infinitos órdenes de cosas, a pesar de que en realidad también podría, si así lo quisiera, hacer lo opuesto, como es evidente por lo que hemos dicho en las disputas 49 y 50.
A esto debemos responder, en primer lugar, que esta ciencia no debe denominarse «libre» de ninguna manera, porque antecede a todo acto libre de la voluntad divina y porque en la potestad de Dios no está saber por medio de esta ciencia otra cosa distinta de la que en realidad sabe. En segundo lugar, hay que decir que tampoco puede denominarse «natural», es decir, como si fuese innata a Dios de tal modo que Él no pudiese saber lo opuesto de lo que sabe por medio de ella. Pues si el libre arbitrio creado fuese a hacer lo opuesto, como realmente está en su potestad, por medio de esta misma ciencia Dios sabría esto mismo y no lo que realmente sabe. Por esta razón, no es más innato a Dios saber por medio de esta ciencia una parte de la contradicción ─dependiente del arbitrio creado─ que la opuesta.
Por tanto, hay que decir que esta ciencia en parte debe considerarse ciencia natural, en la medida en que previene al acto libre de la voluntad divina y en la medida en que en la potestad de Dios no está conocer otra cosa por medio de ella, y en parte debe considerarse ciencia libre, en la medida en que el hecho de que su objeto sea una parte de la contradicción antes que la otra se debe a que el libre arbitrio, dada la hipótesis de que sea creado en uno o en otro orden de cosas, hará una cosa antes que otra, a pesar de que podría hacer cualquiera de las dos indiferentemente.
Sin lugar a dudas, esto lo exige la libertad del arbitrio creado, que, a pesar de la existencia de la presciencia divina, no es artículo de fe en menor medida que lo es la propia presciencia y la predestinación, como hemos explicado por extenso en la disputa 23. Esto mismo dan a entender bien a las claras los testimonios de los Santos que más adelante citaremos. Con estos testimonios también concuerda el parecer común de los Teólogos que, en parte, ofrecimos en la disputa anterior y del que hablaremos un poco más adelante.
Pero para que, bajo una primera impresión, esta doctrina no inquiete al lector, recuérdese que todo lo que vamos a decir a continuación concuerda y es conforme entre sí a todas las luces:
En la potestad de la criatura no hay nada que no esté también en la potestad de Dios.
En virtud de su omnipotencia, Dios puede inclinar a nuestro libre arbitrio hacia donde quiera, salvo hacia el pecado; pues esto resultaría contradictorio, como hemos demostrado en la disputa 31.
Todo lo que Dios hace a través de la intervención de causas segundas, también lo puede hacer solo, salvo que el efecto exija proceder de causas segundas.
Asimismo, que algo dotado de libre arbitrio se incline en uno o en otro sentido, una vez colocado en un orden determinado de cosas y de circunstancias, no se debe a la presciencia divina ─por el contrario, Dios presabe esto, porque este algo dotado de libre arbitrio debe hacer libremente esto mismo─, ni a que Dios quiera que haga tal cosa, sino a que este algo dotado de libre arbitrio querrá libremente hacer tal cosa. De aquí se sigue clarísimamente que la ciencia a través de la cual Dios prevé, antes de decidir crear a este algo dotado de libre arbitrio, qué es lo que éste haría dada la hipótesis de que fuese puesto en dicho orden de cosas, dependerá de que este algo dotado de libre arbitrio vaya a hacer, en razón de su libertad, esto o aquello y no lo contrario. Pero la ciencia por la que Dios sabe, de manera absoluta y sin hipótesis, qué va a acontecer realmente en virtud del libre arbitrio creado, siempre es libre en Dios y depende de la determinación libre de su voluntad, por la que decide crear a este libre arbitrio en uno o en otro orden de cosas.
11. Es posible que alguien pregunte si esta ciencia media puede atribuirse a algún beato o, al menos, al alma santísima de Cristo, de tal modo que así como Dios en cuanto Dios ve, gracias a la penetración de su esencia, qué va a suceder libremente en virtud del libre arbitrio creado, dada la hipótesis de que éste sea creado en un orden determinado de cosas, así también, aquella alma santísima vería, gracias a la visión de la esencia divina y por medio de la ciencia beata, qué sucedería en virtud del libre arbitrio, sobre todo, del hombre ya creado por Dios.
Habría que decir que ni siquiera a la propia alma de Cristo se le puede atribuir una ciencia tal. La razón de ello es que esta alma no comprehende la esencia divina. Sin embargo, San Jerónimo, San Agustín y otros Padres atribuyen esta ciencia a Dios en relación a las cosas creadas, porque Dios existe y, por esta razón, desde su altitud suprema comprehende cualquier libre arbitrio creado. Para saber en qué sentido se va a inclinar algo dotado de libertad, no basta la comprehensión de tal cosa, ni cualquier comprehensión mayor que la cosa comprehendida, sino que es necesaria una comprehensión altísima y eminentísima tal que, en relación a las criaturas, sólo se encuentra en Dios.
De ahí que no admitamos que, por ciencia natural o media ─que en este caso se la negamos─, Dios vea, con anterioridad a la determinación de su propia voluntad, en qué sentido se va a inclinar Él mismo, porque el entendimiento divino no supera a su esencia y a su voluntad con la misma altitud y prestancia con que supera ─y con mucho─ a las esencias y a las voluntades creadas. Por esta razón, al igual que el hombre y el ángel no conocen, antes de la determinación libre de sus voluntades, en qué sentido se van a inclinar, porque sus entendimientos no superan con infinitud a sus propias esencias y voluntades, del mismo modo, Dios no conoce, antes de determinar su voluntad, en qué sentido se inclinará ésta.
No llego a entender cómo permanecería intacta la libertad en Dios, si Él presupiese antes del acto de su voluntad, en qué sentido se inclinará ésta. En efecto, existiendo esta ciencia, su voluntad no podría decidir, bajo ningún concepto, obrar en sentido opuesto; por ello, si antes de su determinación Dios presupiese en qué sentido se va a inclinar su voluntad, no veo en qué momento tendría libertad para decidir obrar en sentido opuesto.
12. Pero para que esto se entienda mejor, obsérvese que el hecho de que un supuesto, en virtud de su eminencia sobre otro supuesto, sepa por ciencia media qué va a elegir este supuesto en razón de su libertad, difiere en gran medida de que uno y el mismo supuesto presepa por ciencia media qué va a elegir él mismo libremente. Pues el hecho de que un supuesto que comprehende con infinitud a otro, sepa por ciencia media ─pero no libremente, sino, por así decir, de modo natural─ qué elegiría este otro supuesto en razón de su libertad, dada la hipótesis de que fuera puesto en uno o en otro orden de cosas ─así como también sabría cualquier cosa que eligiera en sentido contrario, si, como realmente está en su potestad, se inclinase libremente en este sentido─, no debe asombrarnos, ni suponer perjuicio alguno para la libertad de este supuesto. Ahora bien, no veo de qué modo puede suceder, sin perjuicio de la libertad de un supuesto, que este supuesto sepa ─pero no libremente, sino, por así decir, de manera natural─ lo que va a querer él mismo antes de quererlo en acto, en la medida en que en el momento anterior en que supo tal cosa ─pero no libremente, sino, por así decir, de manera natural─ en su potestad no habría estado saber lo contrario, porque no habría sabido libremente esta parte de la contradicción, sino ─por así decir─ de manera natural; pero preexistiendo esta ciencia, resulta contradictorio querer o haber sabido lo contrario, porque o bien Dios se engañaría o bien, después de haber sabido algo, no lo habría sabido, siendo esto contradictorio, como demostraremos bien a las claras más adelante, en la disputa siguiente (miembro 1).
No se me puede objetar que este supuesto haya sido Cristo y que, por ciencia beata, haya sabido con certeza en qué sentido se inclinaría libremente su arbitrio, sin perjuicio alguno de su libertad. Esto, como digo, no se me puede objetar, porque su alma santísima no recibió esta ciencia de sí mismo en cuanto hombre, sino de la Trinidad en su totalidad; además, por el hecho de que la divinidad manifieste a la humanidad qué va a querer Cristo en cuanto hombre ─libremente y por su voluntad─, la libertad en Cristo no desaparece en mayor medida que en Pedro porque Cristo le revelase a éste su pecado futuro. Pues, con respecto a esta cuestión, el hecho de que una naturaleza distinta a otra conozca algo sobre ésta en virtud de su altitud y eminencia y así se lo manifieste, sería lo mismo que si un supuesto, de modo semejante, presabe algo de otro y se lo manifiesta. Añádase que lo que afirmamos ─impulsados por necesidad a causa de la eminencia infinita de Dios sobre el arbitrio creado─ para proteger la libertad del propio arbitrio que experimentamos y que, según el testimonio de las Sagradas Escrituras, no es menos cierta que la presciencia divina, no debe aplicarse, y con razón, en otros sentidos, sin una razón perentoria en grado máximo, que, empero, en este momento no se da.
13. Aquí también debemos observar que una cosa es decir que Dios no conoce, en virtud de la ciencia que antecede al acto libre de su voluntad, en qué sentido se va a determinar libremente su voluntad o su arbitrio, a pesar de que, por medio de esta misma ciencia, conoce en qué sentido se determinaría cualquier libre arbitrio creado dada la hipótesis de que fuese colocado en uno de entre los infinitos órdenes de cosas o circunstancias en los que cualquier libre arbitrio puede ser colocado; y otra cosa muy distinta es decir que Dios no conoce en qué sentido se habría determinado su voluntad libre dada cualquier hipótesis que no se habría hecho realidad pero pudo haberse hecho, como, por ejemplo, que hubiese querido que la encarnación del verbo tomase cuerpo en una humanidad exenta de sufrimiento dada la hipótesis de que Adán no hubiese pecado.
Pero lo segundo nunca lo he dicho, ni en esta disputa, ni en ningún lugar, sino que, antes bien, del desarrollo de mi doctrina se colige lo contrario. En efecto, aunque Dios, en virtud de la ciencia que antecede a la determinación libre de su voluntad, no conozca las determinaciones de su voluntad que se producirían dadas estas hipótesis y, por ello, en Dios no habría ciencia media respecto de tales determinaciones de su voluntad ─aunque sí la habría respecto de la determinación de cualquier libre arbitrio creado, dada cualquier hipótesis en relación a éste─, sin embargo, sí las conoce con ciencia libre, que aparece tras el acto libre de su voluntad. Pues este acto libre, que, respecto de las cosas que Dios puede hacer, es en sí infinito, ilimitado y sin sombra de cambio, al mismo tiempo se determina libremente ─en relación a todos los objetos posibles─ en uno de los sentidos de la contradicción, no sólo cuando Dios realiza libremente lo que ha decidido hacer o permitir y cuando decide libremente no hacer o no permitir lo demás, sino también cuando decide libremente lo que habría querido dada cualquier hipótesis que pudo haberse hecho realidad pero no se hizo. Ciertamente, este acto responde a una deliberación plenísima e ilimitada ─tanto por ciencia puramente natural, como por ciencia media, que se encuentra entre la libre y la puramente natural─, que en Dios, en términos de entendimiento ─según nuestro modo de entender, basado en la realidad de las cosas─, antecede al acto de su voluntad; además, sería absurdo y repugnaría a la suma perfección de Dios decidir algo ─de entre todas aquellas cosas a las que puede someter a deliberación─ en uno de los sentidos de la contradicción, pero sin haberlo deliberado antes, sobre todo porque Dios ya no puede deliberar con posterioridad lo que no ha deliberado antes y no concordaría con su suma e ilimitada perfección no poder deliberarlo nunca.Por esta razón, Dios conoce por ciencia libre ─que es posterior al acto de su voluntad─ y en la propia determinación de su voluntad, qué va a querer Él mismo en cualquier situación y dada cualquier hipótesis que pudo hacerse realidad y no se hizo. Pero yo afirmo lo primero, a saber: Dios no conoce, en virtud de la ciencia precisa que antecede al acto de su voluntad, en qué sentido se determinaría ésta con respecto a cualquier objeto de los que Él puede producir, a pesar de que, en virtud de esta misma ciencia y dada la hipótesis de que su voluntad quisiera determinarse hacia uno u otro orden de cosas y circunstancias, conocería lo que cualquier arbitrio creado querría o haría bajo este orden en razón de su libertad. La razón de esto es que así como el entendimiento de Dios y esta ciencia divina superan con infinitud en perfección al arbitrio creado ─que estaría contenido en ellos de modo eminente─ y, por esta causa, lo comprehenden con infinitud y de un modo que excede en eminencia al modo en que el propio arbitrio es cognoscible, sin embargo, no superan en perfección a la voluntad divina, ni la comprehenden de una manera tal que supere en eminencia el modo en que ella misma es en sí cognoscible, siendo esto, no obstante, necesario para conocer, antes de que el libre arbitrio se determine a sí mismo, en qué sentido se determinará éste en razón de su libertad, dada cualquier hipótesis, como hemos dicho.De aquí no se sigue que esta ciencia no comprehenda la voluntad divina, porque para comprehenderla basta conocer todas las cosas hacia las que se puede determinar esta voluntad y que puede querer o rechazar; pero Dios conoce todas estas cosas con esta ciencia, considerada de manera precisa con respecto a su voluntad, antes de realizar el acto.Asimismo, de aquí tampoco se sigue que esta ciencia sea imperfecta, porque, considerada ésta de manera precisa, Dios no conoce la determinación de su voluntad, puesto que del mismo modo que no la juzgamos imperfecta por no poder considerarla ciencia libre antes de la determinación de la voluntad divina, ni juzgamos que la propia voluntad y el propio Dios sean imperfectos por considerar que en ellos todavía no se ha dado el acto de la voluntad divina, ni el despliegue del Espíritu Santo ─pues no hay un instante en el que en Dios encontremos a uno sin el otro─, sino que estas son consideraciones de nuestro entendimiento en relación a Dios, pero basadas en la realidad de las cosas, tampoco ─por la razón mencionada─ podemos juzgar que esta ciencia sea imperfecta, porque en Dios no hay muchas ciencias, sino una sola ciencia simplicísima, que siempre debe considerarse ciencia libre y a través de la cual Dios conoce las determinaciones libres de su voluntad.
Tampoco es correcta la siguiente consecuencia: Por medio de esta ciencia, considerada de manera precisa, Dios no conoce las determinaciones libres de su voluntad; o bien: Dios no conoce la determinación libre de su voluntad antes de determinarla libremente; por tanto, Dios no conoce estas mismas determinaciones de su voluntad; porque, como hemos dicho, las conoce por la siguiente razón, a saber, porque realiza el acto de su voluntad y lo determina libremente, siendo esto algo simultáneo en realidad, pero posterior según nuestra consideración, basada, no obstante, en la realidad de las cosas; de este mismo modo también decimos, en relación a nuestra voluntad, que en el instante en que ésta realiza el acto libre y se determina en uno de los dos sentidos de la contradicción, con prioridad de naturaleza es libre e indiferente para determinarse en uno o en otro sentido, pero con posterioridad de naturaleza ya está determinada y realiza un acto determinado.
14. Algunos piensan que en los futuros contingentes una parte de la contradicción, antes de producirse, siempre es verdadera desde la eternidad de manera determinada y la otra falsa de manera determinada ─por esta razón se sabría que, por su propia naturaleza, una va a producirse de manera determinada y la otra no, también de manera determinada, porque Dios conocería de modo natural, con anterioridad a todo acto de su voluntad, todo lo que es cognoscible por su propia naturaleza─ y, por ello, consideran que Dios, con anterioridad a todo acto libre de su voluntad, no sólo sabe qué va a acontecer en virtud del arbitrio creado dada cualquier hipótesis, sino también qué va a querer libremente Él mismo con posterioridad de naturaleza ─según nuestro modo de entender, basado en la realidad de las cosas─, porque de modo semejante tal cosa sería verdadera de manera determinada, con anterioridad a que Dios la decidiese.
15. No obstante, afirmar que los futuros contingentes son verdaderos de manera determinada por la propia naturaleza de la cosa, contradice tanto la doctrina de Aristóteles y el parecer común de los Doctores, como la propia naturaleza de los futuros contingentes, porque cada uno de ellos puede acontecer o no indiferentemente en virtud de la propia naturaleza de los mismos, como explicamos en nuestros comentarios al De interpretatione (c. 9). Por esta razón, ciertamente, fallaría el fundamento en que se apoyan estos autores e iría más allá de la naturaleza de los futuros contingentes que dependen del arbitrio creado que Dios los conociese; por el contrario, esto se debería a la perfección infinita e ilimitada de Dios, por la que comprehende cada uno de los arbitrios creados de modo altísimo y eminentísimo, como ya hemos explicado. Por esta razón, como el fundamento en que nos basamos no puede aplicarse a Dios en relación a la determinación libre de su voluntad ─a la que esta ciencia no puede superar en perfección de ninguna manera─ y como lo que admitimos en Dios con respecto al arbitrio creado ─obligados por necesidad a causa de una comprehensión eminentísima que va más allá de la perfección del objeto─ no debe aplicarse en otros sentidos ─como acabamos de decir─, por estos motivos, no debemos decir que Dios conozca, con anterioridad a la determinación libre de su voluntad, en qué sentido se va a determinar ésta, sino que debemos decir que, en ese momento anterior, el entendimiento divino sólo le mostraría a Dios todas las demás cosas en general, incluidas las que se producirían en virtud de cualquier arbitrio que pudiera ser creado, dada cualquier hipótesis y orden de cosas, de tal modo que, con esta deliberación plenísima por parte del entendimiento divino, la voluntad de Dios decidiría y dispondría todo según su arbitrio y, sin perjuicio de la libertad del arbitrio creado, proveería todo y predestinaría o decidiría guiar de manera misericordiosa hacia la felicidad eterna a quienes quisiera.
16. Es posible que alguien objete lo siguiente: Para conocer basta una proporción entre la potencia y el objeto, de tal modo que la potencia posea tanta capacidad para conocer, cuanta sea la entidad o cognoscibilidad del objeto; por tanto, quienquiera que comprehendiese alguna voluntad, observaría en ella en qué sentido se determinaría en razón de su libertad y, en consecuencia, Dios presabría en qué sentido se determinaría libremente su voluntad y, sobre todo, el alma de Cristo presabría por ciencia beata en qué sentido se determinarían libremente tanto su voluntad humana, como las de los otros hombres, porque las comprehendería por medio de esta ciencia con una eminencia que superaría a la propia cognoscibilidad que estas voluntades poseen por propia naturaleza.
17. Respecto a este argumento, debemos decir que su antecedente es verdadero, si se refiere a las cosas que son objetivamente cognoscibles sobre todo por la propia naturaleza de la entidad de las mismas; pero no es verdadero, si se refiere a las cosas que, más allá de su naturaleza, sólo se conocen en virtud de la eminencia del sujeto cognoscente y de su perfección ilimitada, como, por ejemplo, la determinación del libre arbitrio antes de que ésta se produzca y, en general, todos los futuros contingentes con anterioridad a que acontezcan. Pues para conocerlos, no basta la adecuación de la potencia del sujeto cognoscente con la raíz de la contingencia de los mismos o la comprehensión de esta raíz, sino que es necesaria una comprehensión ─altísima y eminentísima de esta raíz─ tal que sólo se daría en Dios con respecto al libre arbitrio de todas sus criaturas. Por tanto, como a los beatos no se les puede atribuir esta ciencia media, en nuestros Commentaria in primam D. Thomae partem (q. 12, art. 8) y en otros lugares hemos dicho que los beatos no pueden conocer con certeza, en virtud tan sólo de la visión de la esencia divina y de la determinación de la voluntad divina de poner al libre arbitrio de cualquiera en algún orden de cosas, los futuros contingentes que dependen de este libre arbitrio; por ello, consideramos que a los beatos se les manifiestan estas cosas, mostrándoseles la ciencia que Dios tiene de ellas o de algún otro modo.
18. Una vez explicado esto así, puesto que de entre todas las cosas creadas, como hemos dicho en distintas ocasiones, unas proceden de Dios con inmediatez, otras proceden de la intervención exclusiva de las causas segundas que actúan por necesidad de naturaleza ─sin ninguna dependencia del libre arbitrio creado─ y otras, finalmente, proceden del libre arbitrio creado o pueden sufrir variación a causa de él, por esta razón, en primer lugar, Dios fue causa ─ya sea particular, ya sea universal─ de todas las cosas del primero y del segundo género mencionados por medio exclusivamente de la ciencia puramente natural de la que hemos hablado en primer lugar, tras añadírsele la determinación libre de su voluntad, a través de la cual esta ciencia se determinaría a producir dichos efectos del modo mencionado, como hemos explicado y demostrado en nuestros Commentaria in primam D. Thomae partem (q. 14, art. 8). Pues sólo esta ciencia puede considerarse el arte en virtud del cual Dios conoce el modo y la manera de fabricar estas cosas del modo mencionado y de proveer a cada una de ellas con objeto de acomodarlas a sus fines. Pero como el arte no obra, salvo que la voluntad del artesano lo determine ejecutando lo que el propio arte prescribe, una vez determinada la voluntad divina por la que Dios ha querido la producción de estas cosas, la ciencia natural de Dios es la causa remota de ellas, según nuestro modo de entender, y la determinación libre de su voluntad es su causa próxima y suficiente. Ahora bien, aunque el libre arbitrio angélico y humano sean cosas del primer género, no obstante, como Dios creó ambos de tal modo que, una vez puestos en manos de sus propias decisiones, pudieran alcanzar con ayuda divina no sólo el fin natural, sino también el sobrenatural, o desviarse de ambos fines en razón de su arbitrio, por ello: para que Dios fuese causa ─a veces sólo universal y a veces también particular─ de las cosas del tercer género, que dependen del libre arbitrio; para que pudiese ejercer con respecto al libre arbitrio su debida providencia en relación a uno y a otro fin, ya sea entrenando al hombre a través de distintas situaciones, ya sea tolerando y permitiendo sus defectos, ya sea llamándolo, ayudándolo y dirigiéndolo hacia el bien; y, finalmente, para que pudiese predestinar a algunos hombres o ángeles y ordenar todo en dirección a su debido fin; además de la ciencia puramente natural de la que hemos hablado en primer lugar, también fue necesaria la ciencia media, por medio de la cual, dada la hipótesis de que quisiese producir este o aquel orden de cosas, Dios habría previsto con certeza todas las cosas que acontecerían en razón de la libertad de arbitrio, tanto angélico, como humano, en cada uno de estos órdenes. Por tanto, a veces Dios es causa universal de las cosas de este tercer género y, en otras ocasiones, es causa particular, a saber, de manera remota ─según nuestro modo de entender─, por medio de las dos ciencias de las que hemos hablado, y de manera próxima, a través de la determinación de su voluntad, por la que ha decidido poner a los hombres y a los ángeles en el orden de cosas en que los ha puesto y, simultáneamente, ha decidido cooperar con el libre arbitrio de ellos de este o de aquel modo. Ahora bien, de ninguna manera debemos pensar que Dios pueda ser causa de los pecados; pues, en términos culposos y de responsabilidad, sólo pueden atribuirse al libre arbitrio como causa de los mismos, según hemos señalado a partir de la disputa 32.
Pero la ciencia libre por la que, tras la determinación de su voluntad, Dios ha conocido, de manera absoluta y sin ninguna hipótesis, lo que sucederá dado cualquiera de estos tres géneros de efectos, no es de ningún modo causa de las cosas, porque esta ciencia aparece tras la determinación libre de su voluntad, por la que se completa toda la razón de la causa y del principio de obrar con inmediatez por parte de Dios.
19. Por todo ello, puede entenderse fácilmente que, aunque Dios no reciba su ciencia a partir de las cosas, sino que todo lo que conoce lo conoce y comprehende en su esencia y en la determinación libre de su voluntad, sin embargo, algo no va a suceder porque Dios sepa que así va a ser, sino que, por el contrario, Dios sabe que algo va a suceder, porque tal cosa va a producirse en virtud de sus causas.
Pues como las cosas del primer género se producen en virtud exclusivamente de la voluntad libre de Dios como causa inmediata y total, por esta razón, puesto que estas cosas acontecerán, Dios sabe por ciencia libre ─que aparece en Él tras la determinación de su voluntad─ y en la propia determinación de su voluntad como causa, que acontecerán; y no sucede lo contrario, a saber, que estas cosas vayan a acontecer porque Dios sepa que así va a ser, puesto que estas cosas acontecerán en virtud de la determinación libre de la voluntad divina con anterioridad ─según nuestro modo de entender, basado en la realidad de las cosas─ a que Dios lo sepa a partir de esta misma determinación.
También, como las cosas del segundo género acontecen de tal modo que ninguna otra causa podría impedir estos efectos, en parte por la voluntad libre de Dios ─por la que ha decidido crear con inmediatez las causas segundas y concurrir con ellas como causa universal─ y en parte por el influjo necesario de las propias causas segundas, por esta razón, preexistiendo la ciencia natural en virtud de la cual Dios prevé que estas cosas acontecerán necesariamente dada la hipótesis de que quiera crear sus causas, habrá presabido en la determinación de su voluntad ─por la que ha decidido crear estas cosas─ y por ciencia libre, que aparece tras esta determinación, que estos efectos se producirán de manera absoluta y sin hipótesis, porque acontecerán en virtud de las causas mencionadas y no al contrario, a saber, estas mismas causas producirán estos efectos, porque Dios habrá presabido que así va a ser.
Finalmente, como las cosas del tercer género, con la cooperación de otras causas segundas y la cooperación de Dios ─en parte como causa universal y en parte como causa particular─, se producen en virtud del libre arbitrio creado o con dependencia de él, de tal modo que podrían no producirse, por esta razón, previendo Dios por ciencia natural y por ciencia media ─que se encuentra entre la puramente natural y la libre─ que estas cosas se producirán en razón de la libertad de arbitrio, dada la hipótesis de que haya querido crear a los hombres y a los ángeles en el orden de cosas en que los ha puesto, Dios ha sabido en la determinación libre de su voluntad, por la que ha decidido crearlos así, y por ciencia libre ─que aparece tras esta determinación─, que estas cosas acontecerán, porque se producirán de este modo en razón de la libertad de arbitrio y no al contrario, a saber, estas cosas han acontecido o acontecerán, porque Dios ha presabido que así sucederá.
20. Todos los Doctores que hemos citado en la disputa anterior, afirman esto mismo que acabamos de decir en último lugar. Pues cuando afirman que, una vez que el libre arbitrio, en razón de su libertad innata, elige hacer en el futuro una cosa o la opuesta indiferentemente, Dios hace que, desde la eternidad, Él mismo no haya presabido otra cosa, están enseñando de manera manifiesta que una cosa no va a acontecer porque Dios así lo presepa, sino que sucede lo contrario. De la misma opinión parecen ser los demás Doctores escolásticos, aunque, a decir verdad, Santo Tomás parece sostener lo contrario en su Summa Theologica (1, q. 14, art. 8 ad primum), cuando explica e intenta presentar en sentido contrario el testimonio de Orígenes que más adelante vamos a citar, en el que enseña lo mismo a todas luces.
Pues San Justino Mártir (Quaestiones et responsiones ad orthodoxos, q. 58), hablando de la traición de Judas y de la presciencia de Dios, dice: «La causa de lo que va a suceder no es la presciencia, sino que aquello que va a suceder es causa de la presciencia. Pues lo que va a suceder no depende de la presciencia, sino que ésta depende de lo que va a suceder. De este modo, Cristo no es causa de la traición, sino que la traición es causa de la presciencia del Señor». San Justino también afirma que lo mismo debe decirse sobre la presciencia del pecado de los ángeles y de los primeros padres. Por ello, no habla sólo de la presciencia de Cristo en cuanto hombre ─pues ésta no antecedió a los pecados de los ángeles y de los primeros padres─, sino también de la presciencia de Dios en cuanto Dios. Sin embargo, cuando habla de «causa» no se refiere a una verdadera causa ─pues las cosas no son causa de la presciencia de Cristo y, además, la presciencia no creada que Cristo posee en cuanto Dios, no procede de las cosas mismas, así como tampoco la presciencia creada de los futuros contingentes que Cristo posee en cuanto hombre─, sino que se refiere a la razón por la que esta ciencia existe, en la medida en que la relación de razón que la ciencia divina tiene con las cosas que Dios sabe que van a acontecer, depende de que estas cosas acontezcan en virtud de sus causas, como hemos explicado.
22. También Orígenes (In epistolam ad Romanos, lib. 7) ─comentando las siguientes palabras: a los que predestinó, a éstos también los llamó─ dice: «Algo no va a suceder porque Dios sepa que así va a ser, sino que, como va a suceder, Dios lo conoce antes de que se produzca. Pues aunque supongamos que Dios no presabe algún futuro, sin lugar a dudas, del mismo modo que, por ejemplo, Judas se convirtió en un traidor, así también, los profetas predijeron que esto sucedería. Por tanto, Judas no se convirtió en un traidor porque los profetas lo hubiesen predicho, sino que predijeron su malvada intención porque se convertiría en un traidor, a pesar de que en la potestad de Judas estuvo asemejarse a Pedro o a Juan, si así lo hubiese querido; pero se decantó por el deseo del dinero antes que por la gloria de la participación y la comunicación apostólica y los profetas, previendo su voluntad, hablaron de ella en sus libros testimoniales. Pero a fin de saber que la causa de la salvación de cada uno no está en la presciencia de Dios, sino en la intención y en los actos de cada uno, adviértase cómo Pablo, ante el temor de que, a pesar de que predicaba a otros, él mismo se convirtiese en réprobo, atormentó su cuerpo y lo sometió a servidumbre».
23. San Juan Damasceno en su Dialogus adversus Manichaeos dice: «El hecho de que la presciencia no fue la causa por la que el diablo se volvió malo, es evidente por la siguiente razón: tampoco el médico, cuando predice una enfermedad, es causa de ella; pues la causa de la enfermedad está en un régimen de vida inmoderado y torcido; sin embargo, la presciencia del médico nos muestra la pericia de éste; pero la causa de su presciencia es la siguiente, a saber, que así sucederá».
24. San Juan Crisóstomo (In Matthaeum, hom. 60) ─comentando las palabras de Mateo, XVIII, 7: ¡Ay del mundo por los escándalos!─ dice: «No habrá escándalos porque los haya predicho, sino que, como acontecerían, por ello los predijo. Pues no acontecerían, si los hombres malvados y pestíferos no los concibiesen; y no los habría predicho, si no fuesen a acontecer. Pero hubo escándalos, porque muchos que estaban gravemente enfermos no quisieron no actuar malvadamente y así predijo que sucedería. Pero alguien dirá: si éstos se hubiesen curado y no hubiese habido nadie que diera lugar a escándalos, ¿acaso haber hablado así debería considerarse haber hablado con falsedad? Sin lugar a dudas, si todos hubiesen querido curarse y sanarse, no habría dicho: es necesario que vengan escándalos. Pero como veía que por su propia voluntad no se curarían, por ello, predijo que todo esto sucedería».
25. San Jerónimo ─comentando las palabras de Isaías, XVI, 13: Esta es la palabra que el Señor pronunció sobre Moab─ dice: «La presciencia de Dios no ha sido la causa del abatimiento, sino que la majestad de Dios ha presabido el abatimiento futuro». Y comentando las palabras del comienzo del cap. 26 de Jeremías, dice: «Algo no va a suceder porque Dios lo sepa, sino que Dios lo sabe porque va a suceder, pues Él tiene presciencia de los futuros». Así también ─comentando las palabras de Ezequiel, II, 4: Diles…─, afirma: «No porque sepa que tal cosa acontecerá, haremos de manera necesaria lo que ha presabido, sino que sabe que, por nuestra propia voluntad, acontecerá lo que vamos a hacer, porque Él es Dios». Y en Dialogus adversus Pelagianos (lib. 3) dice: «Adán no pecó porque Dios supiera que así sucedería, sino que Dios presupo lo que aquél haría por su propia voluntad».
26. San Agustín (De civitate Dei, lib. 5, cap. 10) dice: «El hombre no peca porque Dios presepa que va a pecar; es más, cuando peca, no duda en pecar, porque aquel cuya presciencia no puede errar, ha presabido que no será el hado, ni la fortuna, ni ninguna otra cosa, sino él mismo quien pecará. Pues si no quisiera, no pecaría de ningún modo; pero si no quisiese pecar, Dios también sabría esto mismo». En De praedestinatione et gratia (cap. 15) el autor de esta obra dice: «Si se dice que el faraón ya no pudo cambiar porque Dios habría presabido que no lo haría, habrá que responder que la presciencia de Dios no obliga al hombre a ser tal como Dios ha presabido, sino que Él presabe este futuro tal como va a acontecer, aunque Él no lo haya dispuesto así».
27. San Cirilo (In Iohannem, lib. 9, cap. 10) dice: «Puesto que algunos obrarían así por propia voluntad, el Espíritu Santo predijo, en virtud de su presciencia, que así sucedería».
28. San León I Magno (Sermo 67, cap. 2) dice: «El Señor no dirigió contra sí mismo las manos impías de los locos, sino que las permitió; tampoco hizo que esto aconteciese por haber presabido que así sucedería».
29. Por todo lo que hemos dicho, tanto en esta disputa, como en las anteriores, es evidente, según creo, de qué modo concuerdan la libertad de nuestro arbitrio y la contingencia de las cosas con la presciencia divina.
Pues como las cosas que proceden o dependen de nuestro arbitrio, no acontecen porque Dios presepa que así va a suceder, sino que, por el contrario, Dios presabe que acontecerán de este o de ese modo, porque van a producirse en función de la libertad de arbitrio de tal manera que, si aconteciesen de modo contrario, como es posible, serían presabidas desde la eternidad también de este modo y no del modo en que realmente se conocen; más aún, como la ciencia por la que Dios conoce en términos absolutos que estas o aquellas cosas acontecerán, no es causa de las cosas, sino que, más bien, una vez establecido ─en virtud de la determinación libre de la voluntad divina─ este orden de cosas que vemos, los efectos ─como señalaron Orígenes y otros Padres─ proceden de sus causas ─de las naturales de modo natural y de las libres libremente y de modo contingente en uno u otro sentido─ como si Dios careciese de presciencia con respecto a los sucesos futuros; por estas razones, sin lugar a dudas, la presciencia divina, por medio de la cual Dios conoce con certeza ─a causa de la agudeza y la perfección infinita y absolutamente ilimitada de su entendimiento─ lo que harán las causas libres puestas en cualquier orden de cosas ─a pesar de que, en realidad, si así lo quisieran, podrían hacer lo contrario─, no supone ningún perjuicio en absoluto para la libertad de arbitrio y la contingencia de las cosas, sino que ─con esta misma ciencia─ la libertad de arbitrio y la contingencia de las cosas para determinarse en uno o en otro sentido, permanecen a salvo, como si no existiese esta presciencia. Además de Boecio (De consolatione philosophiae, lib. 5, pros. últ.) y de muchos otros, San Agustín (De libero arbitrio, lib. 3, cap. 4), disputando con Evodio, enseña esto mismo de la mejor manera posible. Así, después de que Evodio le ha preguntado a San Agustín cómo conciliar la presciencia de Dios y el libre arbitrio humano, puesto que aquello que Dios sabe que va a suceder, debe suceder necesariamente, San Agustín le responde: «¿Qué te lleva a pensar que nuestro libre arbitrio no se puede conciliar con la presciencia de Dios: que hablemos de presciencia sin más o que hablemos de presciencia de Dios? Evodio: Que hablemos de presciencia de Dios. San Agustín: Por tanto, si tú presupieras que alguien va a pecar, ¿no pecaría necesariamente? Evodio: Sin duda, pecaría necesariamente; pues mi presciencia sólo sería tal si lo fuese con certeza. San Agustín: Así pues, hablar de presciencia de Dios no implica una necesidad en aquello que Dios ha presabido que va a suceder, porque sólo se trata de una presciencia, que no existiría, si careciese de certeza. Evodio: Estoy de acuerdo, pero ¿a dónde quieres llegar? San Agustín: Si no me engaño, tú no obligarás a pecar a alguien en el momento en que presepas que va a pecar; tampoco tu propia presciencia lo obligará a pecar, aunque vaya a pecar más allá de toda duda, pues de otro modo no presabrías que tal cosa va a suceder. Del mismo modo que estas dos cosas no se oponen entre sí, pues en virtud de tu presciencia sabes lo que otro va a hacer por propia voluntad, así también, sin obligar a nadie a pecar, Dios prevé a aquellos que pecarán por propia voluntad. Por tanto, ¿por qué el justo no va a juzgar cosas a cuya producción no obliga con su presciencia? Pues así como tú con tu memoria no has obligado a que acontezcan las cosas que han sucedido, tampoco con su presciencia Dios obliga a que se produzcan las cosas que van a suceder. Además, del mismo modo que tú te acuerdas de algunas cosas que hiciste y, sin embargo, no has hecho todas las cosas de las que te acuerdas, así también, Dios presabe todas las cosas que ha creado y, no obstante, no es el autor de todas las cosas que presabe. Así pues, es vengador justo de aquellas cosas de las que no es autor malvado. Por tanto, a partir de aquí debes entender con qué justicia Dios castiga los pecados, porque no ha hecho las cosas que ha presabido que sucederían. Pues si no debe castigar a los pecadores por prever que pecarán, tampoco debe premiar a los que obran bien por haber previsto que obrarán correctamente. Por el contrario, debemos reconocer que es propio de su presciencia que ningún futuro se le oculte y de su justicia que el pecado que se comete voluntariamente no resulte impune a su juicio, del mismo modo que su presciencia no obliga a su comisión». Hasta aquí llegan las palabras de San Agustín.
30. Por todo lo que hemos dicho hasta aquí, nos resta advertir que, aunque los Teólogos hablen de manera verdadera cuando dicen que, existiendo la presciencia de que Pedro pecará mañana, en sentido dividido ─pero no en sentido compuesto─ Pedro podría no pecar, sin embargo, hay que evitar dos errores extremos a propósito de los dos sentidos mencionados.
El primer error se refiere al sentido dividido, que ya impugnamos en la disputa anterior; así no creeremos que podemos no pecar en sentido dividido, como si, haga lo que haga Pedro de manera indiferente en un futuro, Dios también fuese a hacer de manera indiferente en un futuro que Él no hubiese sabido desde la eternidad otra cosa que esta misma; pues este error suprimiría la certeza y la determinación de la ciencia divina sobre los futuros contingentes antes de que aconteciesen, siendo tal cosa totalmente contraria a la nobleza de la ciencia divina y siguiéndose de aquí absurdos enormes, como ya hemos explicado en el lugar mencionado. Por esta razón, debemos admitir que desde la eternidad hay un fundamento sólido: «Dios conoce a los que son suyos».
El segundo error se refiere al sentido compuesto. Debemos evitarlo, para que la preexistencia de la ciencia divina no nos lleve a afirmar que, en realidad, Pedro no puede no pecar, como si hubiese perdido algo de su libertad y facultad para no pecar de hecho, si así lo quisiera, a causa de la preexistencia de la ciencia divina. No dudo en considerar este sentido erróneo en materia de fe. En efecto, en realidad, a pesar de la preexistencia de esta ciencia, en la potestad de Pedro está no pecar y, por ello, realmente puede refrenar el acto que le ha hecho objeto de presciencia como futuro pecador, como si no hubiese tal ciencia, según hemos explicado ya; por esta razón, el sentido compuesto no se corresponde con el pensamiento de los Teólogos. Por tanto, éstos dicen con toda verdad que, preexistiendo la ciencia divina, Pedro no puede no pecar en sentido compuesto, porque es imposible conciliar simultáneamente estas dos cosas, a saber: que Pedro no peque y que Dios sepa que va a pecar. Ahora bien, si Pedro no fuese a pecar, como realmente está en su potestad en ese momento, Dios no estaría en posesión de esta ciencia y, por ello ─sin que dicha ciencia supusiera ningún impedimento en absoluto, pues si Pedro no fuese a pecar, como está en su potestad, no habría tal ciencia─, podría no pecar en sentido dividido, exactamente igual que si dicha ciencia no preexistiese.
31. Del primer argumento: En primer lugar, debemos decir que su premisa mayor es verdadera, si se refiere a una causa total en términos absolutos ─no lo es si se refiere a una causa total en términos de algún grado causal, por ejemplo, universal, como hemos explicado en la disputa 26─ o si se refiere a una causa necesaria que no sólo exista necesariamente, sino que también obre necesariamente, porque de una causa así se sigue un efecto necesario. Pero en cuanto a la primera parte de la menor, si ésta se refiere a la ciencia libre de Dios, en virtud de la cual Él conoce los futuros contingentes de manera absoluta y sin hipótesis, habremos de negar que esta ciencia sea causa de los futuros contingentes, como es evidente por lo que hemos dicho en nuestros comentarios a este artículo y al artículo 8. Pero si se refiere a la ciencia de Dios, tanto a la natural, como a la media ─en virtud de la cual, con anterioridad a todo acto suyo libre, Dios conoce los futuros contingentes, pero no en tanto que futuros en términos absolutos, sino en cuanto futuros dependientes de la hipótesis de que Dios quiera establecer este o aquel orden de cosas, con estas o aquellas criaturas dotadas de libre arbitrio─, habremos de admitir que esta ciencia sería causa de los futuros contingentes, pero no causa total, porque en relación a los futuros contingentes que dependen del arbitrio creado, también el propio libre arbitrio sería parte de una causa total, de la que dependería no sólo que estos futuros aconteciesen o no, sino también que aconteciesen unos antes que otros. Ahora bien, sobre la segunda parte de la menor, debemos decir lo siguiente: Aunque esta ciencia, una vez concebida, sea necesaria, tanto si la consideramos natural a Dios, como si la consideramos sujeta a variación en Dios ─si el libre arbitrio, en razón de su libertad, fuese a inclinarse en sentido opuesto, como está en su potestad─, sin embargo, no produce necesariamente los futuros contingentes, sino con dependencia de la determinación libre de la voluntad divina y de la elección libre del arbitrio creado, en virtud de la cual éste abrazará uno de los sentidos de la contradicción antes que el otro; de este modo, de la determinación libre de estas partes de una sola causa total pueden proceder efectos contingentes, sin que para ello suponga ningún impedimento la necesidad de la ciencia mencionada, como enseña Santo Tomás.
32. Del segundo argumento: Debemos saber que una proposición que, consideradas las naturalezas de sus extremos y sus causas ─es decir, el principio del que procede la conjunción del predicado con el sujeto─, es puramente contingente, a veces resulta absolutamente necesaria en virtud de alguna condición; ahora bien, lo que hace falta no es imaginar que esta condición existe, ni suponer que, pudiendo existir y no existir, existe, sino que de hecho ya exista, de tal modo que su supresión implique contradicción. Pues aunque los dos primeros géneros de condiciones sólo den lugar a una necesidad en términos relativos e hipotéticos ─así, por ejemplo, si el caballo vuela, tiene alas, y así también, todo lo que existe, dada la hipótesis de que exista, existe necesariamente─, sin embargo, el tercer género de condición da lugar a una necesidad absoluta ─a partir de una necesidad en términos relativos─ y distinta sólo por hipótesis. Así pues, en este sentido, aunque la existencia de Adán hubiese sido contingente de manera absoluta, porque Dios lo habría creado libremente, sin embargo, como tuvo existencia, ya hoy su existencia pasada es necesaria de tal modo que implicaría contradicción no haber existido, porque esta existencia ya no puede suprimirse, ni impedirse. Del mismo modo, aunque la presciencia de Dios sobre el pecado del Anticristo en un momento determinado del tiempo hubiese sido contingente, porque si el Anticristo no hubiese tenido el propósito de pecar, como estaba en su potestad, Dios no habría presabido su pecado, sin embargo, como Dios ha previsto el futuro desde la eternidad, resultaría contradictorio que ahora sucediese que no lo hubiese presabido, porque no hay potencia en relación al pasado y, además, Dios no puede sufrir cambio alguno. Hay que entender que Santo Tomás se refiere a este género de necesidad absoluta, cuando dice que esta proposición y otras semejantes que son verdaderas referidas al pasado, son absolutamente necesarias.
33. Además, debemos saber que ─como bien puede colegirse de lo que hemos dicho─ la ciencia divina de las cosas contingentes que dependen del arbitrio creado, posee una característica peculiar, a saber: en virtud de la agudeza y de la suma perfección de su entendimiento, Dios ha presabido lo que sucederá, porque el propio arbitrio, en razón de su libertad, obrará así; y si sucediese lo opuesto ─como es posible─, Dios sabría esto mismo; por esta razón, Dios sabe con certeza algo que en sí es incierto, pero no en virtud de una certeza proveniente del objeto, sino en virtud de la agudeza y de la suma perfección de su entendimiento, aunque con dependencia de que el libre arbitrio obre así.
34. Una vez establecido esto, debemos negar la mayor del argumento, porque el antecedente es absolutamente necesario en virtud únicamente de la necesidad de la que acabamos de hablar y el conocimiento formado depende de que tal cosa acontezca libremente o contingentemente, siendo así que, contrariamente, este conocimiento debería tomar otra forma, en caso de que tal cosa, como es posible, aconteciese de manera contraria y el conocimiento no poseyese certeza en virtud del objeto, sino sólo en virtud de la agudeza y de la perfección inmensa del sujeto de conocimiento. Pues entonces, aunque aquella proposición condicional fuese necesaria ─porque es imposible conciliar en sentido compuesto estas dos cosas, a saber, que Dios presepa que algo va a suceder y que tal cosa no suceda como Dios ha presabido─ y aunque su antecedente también fuese necesario del modo mencionado, porque ni el pasado, ni Dios, pueden experimentar sombra de cambio, sin embargo, el consecuente podría ser puramente contingente. Pero sobre la demostración de la mayor, por la que se infiere que, de otro modo, en una consecuencia correcta el antecedente podría ser verdadero y el consecuente falso, debemos negar que esto sea así. En efecto, si, tal como es posible, fuese a suceder lo opuesto de lo que enuncia el consecuente, nunca le hubiese precedido su antecedente, que fue conocido en virtud de la agudeza y la perfección del entendimiento divino, porque tal cosa sucedería, a pesar de que podría haber acontecido lo contrario. Por esta razón, nunca sucedería que el antecedente fuese verdadero y el consecuente falso. Por ello, dado el antecedente, en realidad el consecuente sólo es necesario por necesidad de consecuencia ─en virtud de la cual éste se puede inferir perfectamente de aquél─ y no por necesidad de consecuente, porque la condición mencionada no convierte en absolutamente necesario al consecuente, como sí hace con el antecedente, porque no afecta al consecuente de ningún modo, sino que éste puede, en términos absolutos, resultar verdadero o no; sin embargo, si no resultase verdadero ─siendo esto posible─, el antecedente nunca le precedería y, en consecuencia, en él no aparecería esta condición, que sólo procede de la agudeza y de la perfección divina.
35. Del tercer argumento: La mayor debe admitirse en términos de necesidad de consecuencia, en la medida en que es necesaria la siguiente consecuencia: Dios sabe que esto o aquello va a suceder; por tanto, sucederá. Pero debe negarse en términos de necesidad de consecuente, como si fuera necesario que la cosa que Dios ha sabido que va a acontecer, fuese de por sí necesaria o segura. Pero si tomamos la demostración en términos de necesidad de consecuente, de tal modo que su sentido fuese el siguiente: Todo aquello de lo que los hombres poseen ciencia, es necesario por necesidad de consecuente o, por lo menos, seguro de por sí ─aquí tomamos la palabra «ciencia» en sentido amplio, en tanto que abarcaría también el conocimiento cierto y comprobable por la propia experiencia de los sentidos, acerca de las uniones contingentes─; por tanto, todo lo que Dios sabe que va a suceder, también será necesario por necesidad de consecuente o, por lo menos, seguro de por sí; entonces, como la ciencia de Dios es mucho más segura que la nuestra, tendremos que negar la consecuencia. La razón de esto es la siguiente: nuestra ciencia carece totalmente de una certeza en virtud de una agudeza y eminencia del sujeto cognoscente sobre las cosas conocidas, es decir, como si se observaran las cosas con mayor certeza de la que poseen en sí mismas y por su propia naturaleza. Por esta causa, la certeza de nuestra ciencia depende de la necesidad o de la certeza de los objetos de por sí; además, la certeza de nuestra ciencia no puede ser mayor que la que poseen los objetos de por sí. Ahora bien, la ciencia divina, en virtud de la agudeza y de la eminencia del sujeto cognoscente ─que ve con certeza en un objeto incierto de por sí lo que va a suceder─, posee de por sí una mayor certeza que la que poseen los objetos. Esta es la razón por la que sólo atribuimos a Dios ─y no a los hombres─ la ciencia de los futuros contingentes, como hemos dicho en nuestros Commentaria in primam D. Thomae partem (q. 1). Por tanto, a nuestro favor habla el hecho de que la ciencia de Dios sea más cierta que la nuestra. De aquí se infiere a todas luces que no se puede decir lo siguiente: Así como nuestra ciencia sólo puede aplicarse a un objeto ya seguro de por sí, así también, Dios sólo puede tener ciencia de un objeto del mismo tipo. Pues como estos futuros contingentes son en sí mismos objetos inciertos y, sin embargo, gracias a la altura y eminencia de su entendimiento, Dios los conoce con toda certeza y, en consecuencia, posee de manera propia una ciencia sobre estos futuros que va más a allá de la naturaleza de los mismos, el profeta regio, que recibió la revelación de algunos futuros por don profético, hablando con Dios, le dijo: «Me manifestaste las incertidumbres y los secretos de tu sabiduría». Cuando habla de «incertidumbres», se refiere al significado y a la naturaleza de las revelaciones, pero luego añade «de tu sabiduría» en referencia al conocimiento certísimo y totalmente infalible sobre las mismas en virtud de la altitud, eminencia y perfección infinita del entendimiento divino. Sé que el texto en hebreo no presenta las dos palabras, sino sólo una, que vale tanto como secreto y escondido; por consiguiente, aquí debemos entender las «incertidumbres», según el texto en hebreo, tanto si en sí mismas son inciertas, como si no lo son. Por lo demás, la doctrina que acabo de ofrecer sobre esta cuestión es verdadera en sí misma. Además, se ve reforzada en gran medida por el hecho de que los Setenta intérpretes tradujeron así este pasaje, siendo el texto de la Vulgata el fijado por ellos.
36. Del cuarto argumento: Si entendemos en sentido compuesto su antecedente ─a saber: ningún futuro presabido por Dios puede no acontecer─, admitiendo este antecedente, habrá que negar la consecuencia. En cuanto a la demostración, debemos decir que, para que algo sea en términos absolutos un futuro contingente, basta con que, en sentido dividido, pueda acontecer y no acontecer, porque si no fuese a acontecer, como puede suceder en realidad sin que lo impida la presciencia divina, ésta no existiría, pues con ella no podría conciliarse el hecho de que este futuro no aconteciese. Pero si entendemos el antecedente en sentido dividido, debemos negarlo. Por otra parte, con respecto a la siguiente demostración: Si algo que Dios ha presabido que va a suceder, no sucediese, entonces en realidad Dios se engañaría; por tanto, si, a pesar de la existencia de esta ciencia, dicho futuro pudiese no acontecer, entonces en realidad Dios podría engañarse; en primer lugar, debemos decir que si tomamos el antecedente y el consecuente en sentido compuesto, habremos de admitir esta demostración, pues no sirven para demostrar aquel otro antecedente en sentido dividido; además, tampoco afirmamos que, existiendo esta ciencia, tal cosa pueda no suceder en sentido compuesto. Pero como nosotros sostenemos que una presciencia en acto no puede impedir en absoluto que pueda suceder otra cosa ─de este modo, sin que esta ciencia sirva de impedimento, tal cosa podría no acontecer en sentido dividido, porque si no aconteciese, como realmente es posible, esta ciencia nunca habría existido─, admitiendo el antecedente de esta demostración, tendremos que negar la consecuencia, porque no hay contradicción engañosa entre que algo pueda no acontecer en acto y que este algo vaya a acontecer tal como ha sido presabido, porque si no fuese a acontecer del modo presabido, como es posible en realidad, Dios nunca hubiese presabido que acontecería. Por tanto, que tal cosa vaya a acontecer de otro modo no se puede conciliar con la presciencia divina, aunque con ella sí se puede conciliar muy bien el hecho de que, en términos absolutos, tal cosa podría acontecer de otro modo; no obstante, si así sucediese, no existiría esta presciencia, que no impone a las cosas futuras ninguna necesidad ─ni certeza─ de consecuente, sino que las deja tan inciertas de por sí y con respecto a sus causas como si no hubiese habido ninguna presciencia tal.
37. Del quinto argumento: Debemos negar la mayor. La razón ya la ofrecimos en nuestra respuesta al tercer argumento. Pues como nuestra ciencia y conocimiento no poseen una certeza mayor que la del objeto considerado en sí mismo, ciertamente, si estuviésemos en posesión de una ciencia cierta acerca de los futuros contingentes y las proposiciones que enuncian estos futuros fuesen verdaderas de modo determinado, esto se debería a que, de por sí, estos futuros acontecerían de manera determinada, debiéndose esto únicamente al hecho de que estos futuros serían de por sí necesarios por necesidad de consecuente. Pero como la ciencia divina, en virtud de la agudeza y de la perfección del esciente, posee una certeza total acerca también de los futuros contingentes, que de por sí y en razón de sus causas carecen de toda certeza, como ya hemos explicado varias veces, por esta razón, del hecho de que Dios conozca con certeza los futuros contingentes no se sigue que vayan a acontecer necesariamente a causa de sus propias naturalezas, como se seguiría si nuestro conocimiento sobre estos futuros poseyese una certeza o si las proposiciones que enunciamos sobre ellos fuesen verdaderas de manera determinada.
38. Del sexto argumento: Debemos negar su antecedente. En cuanto a la demostración, si admitimos la mayor, la siguiente consecuencia será necesaria y totalmente correcta: Dios ha presabido desde la eternidad que Pedro pecará mañana; por tanto, Pedro pecará mañana. Si entendemos la menor en el sentido de que en aquel en cuya potestad no está hacer que no acontezca lo que enuncia el antecedente de una consecuencia correcta, en su potestad tampoco estará hacer que no acontezca ─es decir, no realizar─ lo que el consecuente ─por seguirse del antecedente─ enuncia que debería realizar (ciertamente, la menor sólo puede aparecer en el argumento por la siguiente razón, a saber, porque el hecho de que Pedro no vaya a pecar mañana, como Dios ha presabido, no significa que Pedro vaya a hacer que no acontezca algo, sino que significa que no va a cometer el pecado que necesariamente debería cometer en virtud de lo enunciado por el antecedente), entonces tendremos que negar la menor, porque si no fuese a acontecer lo que el consecuente enuncia, siendo esto posible, Dios nunca hubiese presabido que Pedro pecaría y, por ello, el antecedente no hubiese sido verdadero. Por esta razón, aunque ni en la potestad de Pedro, ni en la Dios, esté ya hacer que Él carezca de esta presciencia, sin embargo, en la potestad de Pedro sigue estando hacer tal cosa ─a saber, no pecar─ y si, como está en su potestad, fuese a obrar de este modo, nunca se hubiera formulado el antecedente. Por ello, de la potencia de Pedro para no pecar no se sigue que, en una consecuencia correcta, puedan aparecer un antecedente verdadero y un consecuente falso, porque si Pedro no fuese a pecar, como está en su potestad, tal antecedente nunca se hubiera formulado.
39. Por todo lo dicho hasta el momento, considero que es bastante evidente que la libertad de nuestro arbitrio y la contingencia de las cosas se pueden conciliar muy bien con la presciencia divina; además, esta presciencia no es, de ningún modo, causa de que, a pesar de recibir la ayuda de Dios ─que siempre otorga su auxilio a cada uno en la medida necesaria─, en nuestra potestad no esté evitar todos los pecados mortales, levantarnos tras haber caído en ellos o, finalmente, alcanzar o perder la vida eterna, porque si no la alcanzamos, tendremos que culparnos, exactamente igual que si Dios careciese de presciencia de los futuros.
Por esta razón, como Dios no presabe lo que atañe a nuestra salvación o condenación de manera distinta de cómo presabe lo que atañe a otros efectos futuros contingentes y, además, como lo primero no recibe de la presciencia divina una necesidad mayor que la que recibe lo segundo, por ello, ciertamente, del mismo modo que consideraríamos loco al agricultor que, movido por la presciencia divina, holgazanease a la hora de sembrar e ─inducido por la siguiente razón, a saber, que desde la eternidad Dios habría presabido todas las cosas y éstas acontecerían como Él ha presabido─ no sembrase o lo hiciese en menor medida que en otras circunstancias, porque ─sin que la presciencia suponga impedimento, ni ayuda alguna─ la cosecha que recoja dependerá de cómo siembre ─pues su cosecha será tanto mayor cuanto lo haya sido su sementera, por lo que, si no siembra nada, no recogerá nada y, posteriormente, deberá culpar de esto a su propia estulticia y no a la presciencia divina─, así también, deberíamos considerar que ha perdido el juicio en mayor medida todavía aquel que, movido e inducido por la presciencia divina a pensar que va a obrar rectamente, a vencerse a sí mismo y las tentaciones y a hacer lo necesario para alcanzar un premio mayor de beatitud, se hiciese indolente y perezoso, por lo que, más tarde, no debería culpar a la presciencia y a la predestinación divinas, sino a sí mismo, sobre todo porque el agricultor puede perder todo su trabajo por adversidades meteorológicas o sucesos fortuitos y el segundo, sin embargo, sólo puede perder el fruto de sus esfuerzos por su propia voluntad, incluso sabiendo que Dios siempre está presto y dispuesto a otorgarle dones mayores en la medida en que él mismo se disponga con mayor diligencia a someterse a Él.
El ejemplo que hemos ofrecido del agricultor también podría asemejarse al del enfermo que, confiando en la presciencia divina de los futuros, no quisiese tomar la medicina; así como al del soldado que, movido por la misma razón, se dirigiese a combatir sin la protección de las armas; y a otros muchos casos.
Por ello, totalmente despreocupados de la presciencia divina, procuremos asegurar nuestra vocación y elección, según el consejo de San Pedro. Pues del mismo modo que el diablo ─que sabe mucho mejor que nosotros que Dios presabe todo─, despreocupado de la presciencia divina, no deja piedra sin mover, se desplaza de un confín a otro de la Tierra y merodea con gran astucia buscando a quién devorar, así también, nosotros, liberados de toda preocupación por la presciencia divina, confiando en el auxilio de Dios, obremos con gran diligencia nuestra salvación; pues, sin lugar a dudas, así alcanzaremos la felicidad eterna. Aquí debería bastar con que cada uno considerase que Dios es Dios ─es decir, sabiduría, bondad, &c., infinitas─, de tal modo que, en estas cuestiones que superan la capacidad de la mayoría, se entregue confiado a la bondad y providencia divinas e intente, en la medida de sus fuerzas como hombre, realizar con la máxima diligencia, ayudado por Dios, cuanto está en él.