Concordia do Livre Arbítrio - Parte III 9
Parte III - Sobre os auxílios da graça
Disputa XLIV: ¿Puede percibirse el movimiento de la gracia por propia experiencia?
1. Esta disputa tampoco es ajena a nuestro propósito de dar a conocer en mayor medida los auxilios de la gracia, sobre todo porque en la disputa 30recuerdo haber dicho que, en algunas ocasiones, las iluminaciones y auxilios de la gracia previniente suelen ser percibidas por propia experiencia no sólo por aquellos que han progresado mucho en la virtud y que están cercanos a Dios, sino también por aquellos que son llamados a la fe o resurgen de los pecados por alguna contrición ilustre. Por tanto, para que esto no intranquilice a nadie y para que sea evidente en qué sentido debe entenderse tal cosa y por qué no siempre se percibe por experiencia, esto puede demostrarse, en primer lugar, no sólo por la experiencia de muchos hombres justos, sino también por los siguientes testimonios de las Sagradas Escrituras.
2. En Salmos, XXX, 20, dice el profeta regio: «¡Qué grande es tu bondad, Señor! Tú la reservas para los que te temen». En Salmos, XXXIII, 6, leemos: «Los que miran hacia Él, refulgirán y no habrá sonrojo en su semblante»; y más adelante: «Gustad y ved qué bueno es el Señor». I Epístola de San Pedro, II, 3: «Si habéis gustado que el Señor es bueno». Salmos, LXXXVIII, 16: «Dichoso el pueblo que conoce el júbilo. Caminarán, Señor, a la luz de tu rostro». Salmos, XCIII, 19: «Tus consuelos recrean mi alma». Salmos, CXVIII, 32: «Corro por el camino de tus mandamientos, porque Tú dilatas mi corazón»; pues con estos consuelos, iluminaciones y dilataciones del corazón que el Espíritu Santo produce y en virtud de los cuales se hierve en caridad, quienes esperan en el Señor renuevan su vigor, toman alas como el águila, corren y no se cansan, andan y no se agotan, según leemos en Isaías, XL, 31. Y en Hechos de los apóstoles, IX, 31, leemos: «Las Iglesias… se edificaban y progresaban en el temor del Señor y estaban llenas del consuelo del Señor». El Espíritu Santo recibe el nombre de «paráclito», es decir, consolador. De él canta la Iglesia: Consolador, dulce huésped de mi alma, dulce refrigerio; en el trabajo, descanso, en la agitación, templanza, en el llanto, solaz. Oh luz beatísima, llena el interior del corazón de tus fieles &c. Y en Romanos, VIII, 16, leemos: «El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios». Y San Bernardo en su De laude novae militiae ad milites templi (cap. 2) dice: «La generación espiritual no se siente en la carne, sino en el corazón, al menos en aquellos que con San Pablo pueden decir: nosotros tenemos la mente de Cristo; y sienten que han progresado hasta tal punto que, con plena confianza, pueden decir: El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios». Cuando María Magdalena resurgió de sus pecados y San Agustín fue llamado a la fe, en sí mismos no experimentaron en menor medida los movimientos y los auxilios de la gracia, al igual que tampoco muchos otros hijos pródigos que, por el don de la gracia de la devoción sensible, casi experimentan los dulces abrazos del Padre celeste, a través de los cuales Dios los atrae hacia sí, iluminando sus mentes, inflamando sus corazones y haciendo que derramen dulces lágrimas tanto de amor, como de dolor, por haber ofendido tanto a su Padre. Pues difícilmente encontraremos un cristiano que en algún momento de su vida, ya sea asistiendo a predicaciones o exhortaciones, ya sea mientras se prepara y accede a la confesión o a la comunión, ya sea en otras circunstancias semejantes, no experimente un movimiento de gracia y devoción sensible, que fácilmente podrá reconocer en sí mismo, si quiere apercibirse de él.
3. No obstante, en primer lugar, hay que explicar por qué causas, aunque los fieles de Cristo reciban los movimientos de la gracia, sin embargo, casi nunca pueden apercibirse de ellos o, en virtud de lo que experimentan en sí mismos, juzgar con verosimilitud que reciben estos movimientos; en segundo lugar, habremos de explicar en qué sentido se dice que, en algunas ocasiones, los fieles se aperciben de estos movimientos experimentándolos.
4. Respecto a lo primero: La primera razón es la siguiente: los movimientos de la gracia previniente a menudo son muy débiles, ya sea a causa de la poca preparación, de nuestro esfuerzo, de muchos delitos anteriores y de malos sentimientos, ya sea porque el Espíritu Santo sopla cuando quiere, pero sin denegar a nadie en el comedio lo necesario para la salvación. Por tanto, como los movimientos de la gracia previniente, cuando son muy débiles, añaden muy poca luz y claridad y muy poco sentimiento y fervor a los actos del entendimiento y de la voluntad que los hombres pueden realizar de manera substancial en virtud exclusivamente de su fuerzas naturales y, además, estos movimientos sólo conducen a que estos actos sean sobrenaturales y tal como es necesario que sean con vistas al fin sobrenatural, de aquí se sigue que no puedan apercibirse, ni reconocerse por experiencia.
5. La segunda razón es la siguiente: en algunas ocasiones, por medio de los dones de la gracia, Dios sólo mueve el entendimiento y la voluntad, sin comunicar iluminación alguna a los sentidos internos, ni afecto alguno a las fuerzas sensitivas y apetitivas, abandonando así a toda la parte sensitiva exclusivamente a sus fuerzas. Ahora bien, en algunas ocasiones, Dios inunda de iluminación divina y de un afecto de gracia no sólo el entendimiento y la voluntad, sino también las fuerzas sensitivas, para que el corazón y la carne se transporten simultáneamente hacia Él, es decir: Dios confiere el don de la gracia sensible junto con la gracia esencial y fundamental del entendimiento y de la voluntad. Por tanto, ya que, mientras permanecemos en este cuerpo, el entendimiento no entiende nada, salvo que los sentidos internos obren simultáneamente de algún modo en relación al mismo objeto ─siendo necesario que el sujeto de entendimiento contemple una idea─ e, igualmente, la voluntad no apetece nada, salvo que consigo también conlleve una fuerza sensitiva y apetitiva dirigida simultáneamente hacia el mismo objeto aprehendido y formado en cierto modo por el sentido interno ─no obstante, aquello para lo cual se confieren los movimientos de la gracia, como son Dios y lo que de Él se cree o de Él se espera, así como todo lo demás bajo cuya consideración hay que dolerse de los pecados, dista sobremanera de la experiencia de los sentidos─, de aquí se sigue que, cuando sólo el entendimiento y la voluntad se ven afectados por los movimientos de la gracia, sin que al mismo tiempo se les confiera ninguna iluminación o sentimiento sobrenatural a las fuerzas sensitivas, difícilmente nos apercibimos de los movimientos de la gracia, en primer lugar, por la aridez de la parte sensitiva y por el hastío y la molestia que, abandonada por la dulzura y suavidad espirituales, suele experimentar, mientras coopera simultáneamente con el entendimiento y la voluntad en algo que está alejado de la experiencia de los sentidos y en lo que no hay nada agradable o beneficioso ─siendo esto, sin duda, causa de que el propio sujeto no persista de tan buena gana en las operaciones del entendimiento y de la voluntad, ni atienda a la excelencia, gozo y consuelo espiritual de las mismas, ni las mantenga─, y, en segundo lugar, porque, mientras permanecemos en este cuerpo, la suavidad que experimentamos en la parte sensitiva nos influye y nos atrae más ─a causa de su mayor fuerza─ y porque el placer ínsito a las operaciones del entendimiento y de la voluntad nos mueve y nos afecta poco, al estar tan acostumbrados al conocimiento y a los afectos de los sentidos. De aquí se sigue que, a menudo, quienes están en posesión de un don de contrición superior al de otros ─y que se deshacen fácilmente en lágrimas, porque la parte sensitiva se conmueve con facilidad en virtud de sentimientos de amor y de dolor─ o, más aún, siendo su don mayor que el que tenían antes ─cuando su cuerpo era presa de otras afecciones o Dios los iluminaba simultáneamente e influía sobre sus fuerzas sensitivas con el don de la gracia sensible─, se quejarán de no llegar a la contrición y al sentimiento de amor y de dolor, como desean y se esfuerzan por conseguir; así también, se quejarán de no experimentar en sí mismos la misma contrición que, en alguna ocasión, han experimentado gracias a la misericordia de Dios, a pesar de que tan sólo carecerían del don de la devoción sensible, que Dios les denegaría en función de una utilidad, a saber, que, mientras ignoran tener lo que desean y lo que se les ha concedido en abundancia, conserven la humildad, se esfuercen aún más por conseguirlo y, por esta razón, acumulen más méritos.
6. Ante todo debemos advertir que la iluminación y el afecto de la gracia esencial previniente no deben juzgarse mayores y más efectivas por que las fuerzas orgánicas internas gocen de una luz mayor y más clara ─pues a veces esta luz puede provenir y ser asistida por una mejor disposición de la cabeza y una abundancia mayor y más pura de espíritus animales─, así como tampoco por un afecto mayor o más sensible de la parte sensitiva ─que también puede provenir y ser asistida por los distintos estados del cuerpo y suele deshacerse en lágrimas más fácilmente─, sino por lo siguiente, a saber: en primer lugar, porque esta iluminación penetra más profundamente y nos hace considerar cuán digno de creencia es todo lo que se nos propone creer a fin de que otorguemos nuestro asentimiento a ello, a saber, qué bueno es Dios en sí mismo, por cuántos beneficios estamos ligados a Él, en qué gran medida conviene huir de los suplicios y gozar por siempre de la felicidad eterna, qué vergonzosos y repugnantes son los pecados y qué cosa tan mala es ofender a Dios mortalmente; y, en segundo lugar, por el afecto y el propósito de la voluntad en virtud de los cuales el hombre decide adherirse tanto a aquello que se le propone creer, como a los preceptos y consejos divinos, y, por esta razón, arrostrar cualesquiera adversidades, que, sin duda, cuanto mayores son, con tanto mayor afecto de temor o amor esencial de Dios y con tanto mayor odio y detestación de los pecados se presentan. Pero según la fortaleza y firmeza con que alguien, en consideración a Dios, persiste en una observancia más estrecha de los preceptos y de los consejos, soportando por esta causa un duro camino, debemos juzgar cuánto progresa en virtud, en perfección, en caridad y en amor de Dios, según las palabras de Juan, XIV, 21: «El que tiene mis mandamientos y los guarda, ése es el que me ama».
7. Pues hay una devoción que se denomina «verdadera y esencial» y que radica en el decreto firme y en la preparación del alma para obedecer en todo a Dios, tanto en la prosperidad, como en la adversidad. Esta devoción es tanto mayor y procede de una gracia esencial tanto mayor, cuanto más firmemente se persevera en consideración a Dios; por ello, en virtud de esta gracia debemos pensar que las fuerzas internas son mayores.
Asimismo, hay otra devoción, llamada «sensible» ─pues abunda en iluminaciones y afectos para las fuerzas sensitivas─, que reanima el alma de manera asombrosa, expulsa el hastío y la fatiga del obrar y hace que el corazón y la carne se transporten hacia Dios vivo. Con ella se dilata el corazón, arde la caridad y se toman fuerzas y alas como las del águila, con las que se recorre sin dificultad el camino de los mandamientos, de tal modo que, no sin razón, un hombre lleno del espíritu divino, hablando de ella, diría que cabalga con gran suavidad aquel a quien el omnipotente transporta. Gracias al ungimiento de este aceite, el yugo de los mandamientos y de los consejos de Cristo se mitiga y se hace leve y suave, siendo este yugo, en ausencia de esta gracia, áspero y pesado e incluso una auténtica cruz que se nos manda portar detrás de Cristo para que así también seamos glorificados.
8. Si esta última devoción es verdadera y auténtica, será, por así decir, una iluminación del rostro divino en sus siervos. El poeta regio la pedía en Salmos, XXX, 17, con estas palabras: «Haz que tu semblante alumbre a tu siervo». Casi presente a través de su semblante, para proteger y favorecer a su siervo, sentimos a Dios. Nuestro espíritu recibe así testimonio de que Dios nos ama y de que somos sus hijos. Casi parece que esta iluminación nos abre un camino para que hablemos con respeto ─aunque también de manera audaz─ con Dios en tanto que propicio y bondadoso para con nosotros. Finalmente, esta iluminación es aquello que estaba escondido y de lo que el profeta regio decía: «Tú los escondes en el secreto de tu rostro, lejos de las intrigas de los hombres; bajo techo los pones a cubierto de la querella de las lenguas». Pues mientras, por medio de este don, el semblante divino se irradia sobre sus siervos y los protege, ellos soportan los desórdenes de los hombres y las confusiones de las lenguas tan fácilmente como si nada de esto les afectase. En consideración de este mismo don, el profeta regio dice: «Gustad y ved qué bueno es Dios». San Pedro dice: «... si habéis gustado que el Señor es bueno». Y San Bernardo: «Una vez hemos gustado el espíritu, toda carne nos sabe mal».
9. Aunque este don no sólo fortalece y custodia nuestro espíritu ─según lo que leemos en Job, X, 2: Tu solicitud cuidó mi aliento─, sino que también nos hace crecer de manera asombrosa, sin embargo, no siempre nos asiste, sino que en muchas ocasiones también se aleja de quienes se vuelven hacia su corazón y tienen gran hambre y sed de justicia, unas veces por una culpa leve ─si debe llamarse «leve» a aquella que sólo produce la ausencia de un bien, como el mismo varón piadoso dice en otra ocasión─ y otras veces por su propio bien y para ponerlos a prueba. Pues esta vida no ha sido creada para ocio y disfrute, sino para luchar, combatir y someterse a examen. De ahí que en Job, VII, 18, leamos: «... para que le escrutes todas las mañanas y a cada instante le escudriñes». Por esta causa, este don suele otorgarse a quienes se esfuerzan por penetrar en el camino de perfección ─y que todavía necesitan leche para no sucumbir de fatiga y cansancio─ antes que a aquellos que han progresado mucho en virtud y que ya pueden recibir alimento sólido. Esto es lo que teníamos que decir sobre lo primero.
10. Respecto a lo segundo: puesto que a menudo aquello que alguien puede pensar que es efecto de la gracia, no puede producirse salvo por la constitución natural del cuerpo, adaptada a afectos piadosos y tiernos; puesto que también Satanás a menudo se transfigura en ángel de la luz y puede producir, moviendo tanto el cuerpo como el espíritu, pensamientos y afectos variados que producen en las fuerzas sensitivas tanto placer que causa admiración en el hombre; y, finalmente, puesto que, cuando Dios comunica iluminaciones y afectos de tal modo que el alma los recoge y resulta verosímil creer que Dios los envía, estas iluminaciones y afectos no se deben exclusivamente a la gracia conferida gratuitamente, tanto si respondemos por medio de nuestro libre arbitrio a Dios ─cuando nos llama y nos invita con su gracia─ en la medida necesaria para alcanzar el don de la justificación, como si, por el contrario, en nosotros mismos todavía hay algo que se nos oculta y que desagrada a la majestad divina; por todas estas razones, aunque a menudo los justos experimenten en sí mismos iluminaciones y movimientos de la gracia que juzgarán, de manera verosímil y con razón, procedentes de Dios ─más aún, a través de ellos se fortalecen en la fe y se inflaman de caridad hasta tal punto que la caridad perfecta expulsa el temor y, en consecuencia, no son testimonio pequeño del Espíritu de ser hijos de Dios adoptados por la gracia que los convierte en agraciados─, sin embargo, por lo general, nunca podrán estar seguros de que Dios les haya comunicado estos movimientos o de encontrarse bajo la gracia que los convierte en agraciados hasta el punto de que a veces no puedan engañarse. De este modo, siempre les es conveniente humillarse ante Dios y, en razón de sus juicios ocultos, temer que quizás, ante la existencia de indicios tan verosímiles, no hayan alcanzado la justicia divina. De ahí que leamos en Eclesiastés, IX, 1: «Los justos, los sabios y sus obras están en manos de Dios; y el hombre no sabe si es digno de amor o de odio; pues todo es incierto de cara al futuro». Y en Job, IX, 11: «Si pasa junto a mí, yo no le veo; si se desliza, no le advierto»; y un poco más adelante: «Ni siquiera mi alma sabe si soy justo». Y dice San Pablo en I Corintios, IV, 4: «Mi conciencia no me reprocha nada, pero no por eso estoy justificado».
Por tanto, en el sentido que hemos explicado debe entenderse que los fieles a menudo experimentan en sí mismos los movimientos de la gracia.