Concordia do Livre Arbítrio - Parte III 10

Parte III - Sobre os auxílios da graça

Disputa XLV: En la que nos preguntamos si el entendimiento y la voluntad concurren de manera eficiente con los movimientos de la gracia previniente y, de igual modo, sobre el orden y el modo en que se generan

1. Nos resta examinar si sólo Dios produce los movimientos de la gracia previniente y excitante o si, por el contrario, también el entendimiento concurre, simultáneamente y de manera eficiente, en las iluminaciones de la gracia a través de las cuales también se ilumina la voluntad en relación a los afectos y a los movimientos de la gracia excitante que recibe.
2. Andrés de Vega (Tridentini decreti de iustificatione expositio et defensio, lib. 6, cap. 8) considera, en primer lugar, que, para que el entendimiento entienda y la voluntad quiera, no es necesario que la intelección por la que el entendimiento entiende formalmente, proceda del entendimiento ─ni siquiera considerado como una parte de la totalidad de una causa eficiente─, porque el entendimiento puede entender formalmente como receptor de una intelección producida por Dios solo o por un ángel. Del mismo modo, no es necesario que la volición por la que la voluntad quiere formalmente, proceda de la voluntad ─ni siquiera considerada como parte de una causa eficiente─, porque la voluntad puede querer correctamente a través de una volición producida sólo por Dios. Vega piensa que este es el parecer común de los filósofos. Pero luego, en lo que atañe a la cuestión propuesta, estima que es más probable que las iluminaciones y otros movimientos de la gracia previniente a través de los cuales los pecadores son llamados tanto a la fe, como a la justificación, procedan sólo de Dios de modo eficiente, con intervención, en alguna ocasión, de un ángel que ayudaría transmitiendo inspiraciones, aunque el entendimiento y la voluntad de ninguna manera concurrirían de manera eficiente en estos actos, sino que tan sólo los recibirían en mismos.
3. Vega demuestra su parecer de la siguiente manera. En primer lugar: Así parece que lo definió el Concilio de Orange II (can. 20) con las siguientes palabras: «En el hombre hay muchos bienes que el hombre no produce; pero el hombre no realiza ningún bien que no le sea otorgado por Dios con vistas a su realización». Además, estos bienes que el hombre posee, pero sin producirlos, no parecen ser otra cosa que movimientos de la gracia previniente con los que Dios llama, atrae e invita al hombre.
4. En segundo lugar: Acude a las palabras de Apocalipsis, III, 20: «Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta &c.». Con estas palabras, Cristo enseña que, cuando llama a los pecadores, se asemeja a quien llama a una puerta; por tanto, como la llamada a una puerta sólo se produce en razón de quien llama, sin que el habitante de la casa tenga otra libertad que no sea la de oír o taparse los oídos para no oír ─y también la de abrir o no abrir─, por ello, los movimientos de la gracia previniente con los que se llama al pecador, sólo proceden de Dios y el pecador sólo puede consentir con ellos o disentir y, por ello, abrir la puerta de su corazón o no abrirla.
5. Domingo de Soto (De natura et gratia, lib. 1, cap. 16) defiende el parecer contrario, a saber, el entendimiento y la voluntad producen de modo eficiente estos movimientos. Sin lugar a dudas, hay que adherirse a este parecer. La razón es la siguiente: como hemos explicado en las disputas 8 y 9 y también en otras, estas iluminaciones no son otra cosa que conocimientos provocados ─por un predicador que nos habla desde fuera, por un ángel que actúa desde dentro o por otra razón─ y asistidos por Dios con un influjo particular y sobrenatural, en virtud de todo lo cual el hombre observa o penetra en aquello que cae bajo este conocimiento, que está de algún modo ajustado a la salvación en razón de este influjo sobrenatural de Dios. Pero Dios no transmite nuevas imágenes para que aparezcan estos conocimientos, sino que ─introduciéndose por medio de su influjo en los conocimientos que surgen en virtud de imágenes adquiridas y que son producidos por predicadores, por el propio Dios, por un ángel o por alguna otra razón─ es causa eficiente de estos conocimientos, que se ajustan a la salvación en mayor o menor medida en función de que el influjo sea mayor o menor. Por esta razón, iluminando y llamando de este modo, Dios coopera con su influjo en los conocimientos que incitan a la voluntad. Por tanto, como el conocimiento no es tan sólo acción sin más, sino también acción vital, que por su propia naturaleza procede del principio interno de aquel en el que se encuentra ─aunque a partir de las acciones, incluidas las no vitales, sólo puede denominarse aquello de lo que proceden de modo eficiente, como hemos demostrado en nuestros Commentaria in primam D. Thomae partem, q. 12, art. 5, pues a partir del calentamiento del agua que no se produce por el fuego, sino sólo por Dios, no puede denominarse al fuego como «calentador»─, de aquí se sigue que las iluminaciones mencionadas ─esto es, los conocimientos sobrenaturales─ procedan necesariamente del entendimiento considerado como una parte de la totalidad de la causa eficiente, aunque a partir de estas iluminaciones no se puede denominar al propio entendimiento, sino a Dios ─del que procede el influjo particular y sobrenatural─ como «iluminador» y «convocador»; en cuanto al entendimiento, gracias al cual aparecen estos conocimientos, se puede denominar «cognoscente» y al mismo tiempo también «iluminado», en la medida en que recibe en mismo los propios conocimientos y el influjo de Dios.
6. Lo mismo hay que decir sobre los afectos de la gracia por los que, con conocimiento previo, la voluntad se yergue y se ve incitada tanto a albergar esperanzas, como a amar a Dios, antes de realizar el acto de esperanza o el de amor o dolor por dilección de Dios. Pues aunque en estos afectos y movimientos no coopere la voluntad en la medida en que hay libre arbitrio ─sino que, quiera o no quiera, en presencia del conocimiento, la voluntad se yergue y resulta afectada por estos movimientos sobrenaturales, que deberán considerarse gracia previniente, si Dios influye simultáneamente sobre ellos de modo especial─, sin embargo, estos movimientos son acciones vitales que la propia voluntad experimenta en misma, siendo en consecuencia necesario que la voluntad concurra en ellos de manera eficiente ─pero no en la medida en que hay libre arbitrio, sino en la medida en que la voluntad también es una naturaleza─, del mismo modo que la voluntad también concurre eficientemente en los movimientos instantáneos que no son afectos y excitaciones dirigidos a que la voluntad quiera o no quiera, sino voliciones o noliciones, que no pueden considerarse virtuosas, ni viciosas, aunque se relacionen con un objeto bueno o malo, porque no son libres.
7. Para que esta cuestión ─que merece conocerse bien─ se entienda mejor, debemos advertir que, en virtud de la contemplación de algo muy digno de amor y que merece abrazarse sobremanera, en la voluntad aparece de modo natural un movimiento que le hace dirigirse hacia este objeto. Este movimiento no es una volición, sino una afección que dirige a la voluntad hacia este objeto, cuya bondad parece ─por así decir─ tocar e incitar a la voluntad a quererlo. Este movimiento no suele anteceder a la volición tan sólo en los hombres, sino también en los ángeles. Pues la afección de la voluntad de Lucifer dirigida a conseguir aquello que por soberbia quería conseguir, antecedió tanto en el tiempo, como por naturaleza, al hecho de querer tal cosa por medio de su voluntad y contra la ley de Dios. Así también, la afección de la voluntad de Eva dirigida hacia la manzana prohibida ─como dicen las Sagradas Escrituras (Génesis, III, 6) de la siguiente manera: Y como viese la mujer que el árbol era bueno para comer, apetecible a la vista…─ fue anterior al hecho de querer comer de él contra la ley de Dios. Por otra parte, aunque en la contemplación de estas cosas la voluntad tiene libertad para quererlas o rechazarlas, o para reprimir la volición y la nolición, sin embargo, que la voluntad no resulte afectada en relación a estas cosas, no puede impedirse de otro modo que apartando el pensamiento y dirigiéndolo hacia otros objetos o proponiendo a la voluntad otros objetos que la atraigan hacia cosas totalmente contrarias; pues una vez eliminados los impedimentos por la contemplación de estas cosas, dichos movimientos aparecen de manera puramente natural en la voluntad. De ahí que San Agustín (De libero arbitrio, lib. 3, cap. 25) diga: «A la voluntad no le incita a actuar cualquier cosa, salvo que la haya visto antes; en la potestad de cualquiera está aceptarla o rechazarla; ahora bien, que algo, una vez visto, llegue a tocarse, ya no está en la potestad de quien lo pretende». San Agustín añade que lo mismo puede decirse de los ángeles. Si sucede que, ante la aparición de una afección en relación a alguna de estas cosas, a la mente se le ofrecen el camino y el medio a través de los cuales cree que alguna de estas cosas puede alcanzarse, entonces en la voluntad también surgirá de modo natural un movimiento ─por el que, por así decir, se erguirá disponiéndose a esperar─ que antecederá en el tiempo o por naturaleza al acto libre de la esperanza. Además, este movimiento surge a partir del conocimiento de la bondad del objeto y del conocimiento del camino por el que se cree que este objeto se puede obtener o se juzga que no es imposible con la cooperación de la voluntad, no en cuanto libre, sino en tanto que es cierta naturaleza. Este movimiento también aparece de modo natural en la voluntad y además en un grado tanto mayor cuanto mayor y más verosímil es el conocimiento de la bondad del objeto y del camino por el que se cree que puede alcanzarse, como ya hemos dicho sobre ese otro movimiento que afecta a la voluntad en relación al objeto bueno conocido.
8. Una vez explicado todo esto, puede entenderse que los movimientos de la gracia previniente son acciones vitales y, además, cuáles son, cómo se producen y si acaso son movimientos del libre arbitrio ─en la medida en que haya o no libre arbitrio─ y hasta qué punto dependen de él.
Puesto que Dios, por medio de la gracia que nos concede, no suprime, sino que dispone y perfecciona la naturaleza y la ayuda en sus movimientos, para que cada uno de ellos, en virtud del auxilio sobrenatural y de la gracia, sea tal como es necesario para alcanzar la salvación, por ello, para diferenciar y explicar los movimientos de la gracia, será necesario atender al progreso y al orden que la propia naturaleza o las potencias cognoscentes y apetentes guardarán, si sólo en virtud de sus fuerzas producen los actos ─considerados de manera substancial─ a través de los cuales nos justificamos, con objeto de que así se entienda cómo, por medio de los auxilios y los dones de la gracia, Dios se introduce y coopera con la naturaleza y la ayuda a realizar ─por encima de sus fuerzas─ estos actos, tal como es necesario que sean para alcanzar la salvación.
9. En las disputas 8 y 9 y en las siguientes, hemos explicado que cuando Dios ilumina y llama a alguien a la fe, no produce imágenes y conocimientos de lo que debe creerse, porque estos conocimientos ya se tienen por las cosas conocidas con anterioridad, por el ministerio de un predicador o por alguna otra razón, como ya hemos explicado por extenso en los lugares mencionados; por esta causa, ahí también hemos dicho que nuestra iluminación y la vocación interna por la que Dios nos llama a la fe, dependen sobremanera de nuestro libre arbitrio y del impulso de la Iglesia. Pues como nuestra iluminación no se produce sin estos conocimientos, por ello, en la misma medida en que estos conocimientos dependen de nuestro libre arbitrio y del impulso de la Iglesia, así también, que Dios nos ilumine y nos llame dependerá ─por lo general y en función del concurso común de la providencia divina─ de nuestro libre arbitrio y del impulso de la Iglesia como condiciones sin las cuales no se nos iluminará. Lo mismo hemos dicho en los lugares mencionados sobre los movimientos de la gracia excitante en relación a la contrición.
10. Por tanto, al mismo tiempo que se conoce el orden de los movimientos de la gracia previniente, también se sabe cuáles son estos movimientos y cómo se producen.
Cuando el hombre, sin haber sido todavía llamado interiormente a la fe de manera sobrenatural, piensa y reflexiona ─por medio de las nociones adquiridas gracias al ministerio del predicador o a otra razón─ sobre lo que debe creerse, Dios influye sobre estas nociones con un influjo particular y sobrenatural a través del cual ayuda al hombre a reflexionar y penetrar mejor y de manera más lúcida en estas cuestiones, haciendo así que estas nociones alcancen los límites del conocimiento sobrenatural y ajustado en grado y orden al fin sobrenatural. Para hablar de este influjo, suele utilizarse la expresión «iluminación y movimiento de la gracia previniente con vistas a un fin sobrenatural»; una vez que, en virtud de este influjo, Dios ha hecho sobrenatural a esa noción y a ese conocimiento, recibe la denominación de «gracia previniente en relación al entendimiento».
Pero a partir del conocimiento y de la penetración de todas las cosas relacionadas con la fe ─es decir, cuando se reflexiona sobre lo dignísimo que es otorgarles el asentimiento y en qué gran medida resulta esto conveniente─, en la voluntad surge de modo natural un movimiento de afección hacia las cosas así conocidas, que atrae y casi invita a la voluntad a ordenar al entendimiento que otorgue el asentimiento por el que asiente a ellas. Por tanto, puesto que es como si Dios se introdujera en este movimiento ─influyendo en él por medio de su auxilio particular y, por así decir, agudizándolo con este auxilio, para que inste y atraiga todavía más─ y lo hiciera sobrenatural, para que se ajuste en orden y grado a la salvación, por ello, el auxilio particular con el que Dios influye sobre este movimiento, se denomina «auxilio de la gracia previniente»; pero en la medida en que, por medio de este auxilio, Dios hace sobrenatural a este movimiento y afecto de la voluntad en relación a las cosas de fe, dicho movimiento se denominará «gracia previniente para el asentimiento de la fe en relación a la voluntad». Pues en la disputa octava hemos explicado que la vocación a la fe ─es decir, aquello a través de lo cual Dios nos empuja a creer─ comprende los dos movimientos de la gracia previniente, tanto del entendimiento, como de la voluntad.
11. Por todo ello, es evidente que estos dos movimientos de la gracia previniente son acciones vitales del entendimiento y de la voluntad y que en gran medida dependen del libre arbitrio; es más, también el libre arbitrio puede desearlos y pedírselos a Dios; y, en cierta manera, el propio libre arbitrio puede adaptarse y disponerse de tal modo que, según el curso común y el orden de la providencia divina, Dios le conceda más fácilmente estos movimientos. Pero, propiamente hablando, estos movimientos no son actos del libre arbitrio, no sólo porque la iluminación del entendimiento puede producirse por medio de pensamientos a los que el hombre llega sin deliberación, ni movimiento alguno de su libre arbitrio ─porque un ángel o Dios los produce o imprime en él u otro se los sugiere de palabra antes de cualquier movimiento de su libre arbitrio─, sino también porque el hecho de que este pensamiento se convierta en iluminación y gracia previniente, sólo se debe al influjo sobrenatural de Dios y debe entenderse en relación a Dios ─en tanto que causa de la iluminación─ y no en relación al entendimiento, aunque si el entendimiento no coopera simultáneamente, este pensamiento e iluminación no se producirán; por esta razón, esta iluminación, en cuanto iluminación y gracia previniente, no es un acto del libre arbitrio.
Pero el afecto sobrenatural de la voluntad hacia las cosas de fe, aparece en la voluntad de manera puramente natural, una vez se ha iluminado el entendimiento y Dios ha influido sobre este afecto simultáneamente por medio de su concurso particular; ahora bien, en la potestad libre de la voluntad no está cooperar en este afecto, porque dicho afecto aparece en ella de manera puramente natural en tanto que naturaleza, pero no en tanto que libre arbitrio, como acabamos de explicar; pues en tanto que libre arbitrio, puede impedir que aparezca este afecto, apartando el pensamiento o aportando razones que le hagan dirigirse en sentido opuesto.
Además, el libre arbitrio, ayudado e incitado por estos dos movimientos de la gracia previniente, todavía tiene la potestad de ordenar o no ordenar el asentimiento de la fe. Si la voluntad quiere abrazar la fe y ordena al entendimiento el acto de creer, con la influencia simultánea del movimiento de la gracia previniente que ha recibido, en misma realizará el acto sobrenatural a través del cual querrá abrazar la fe y también ordenará al entendimiento que asienta; al mismo tiempo el entendimiento, movido por este mandato sobrenatural de la voluntad y ayudado por la iluminación divina, realizará el acto sobrenatural de asentir a las revelaciones. En virtud de estos dos actos sobrenaturales del entendimiento y de la voluntad, el hombre dispuesto como es menester recibirá el hábito sobrenatural de la fe que sólo Dios infunde, para que en adelante pueda realizar actos sobrenaturales semejantes. En este hábito se pueden distinguir dos partes, como ya hemos explicado en la disputa 8: una reside en la voluntad, de tal modo que el entendimiento recibe la orden de asentir a la creencia; otra reside en el entendimiento, de tal modo que realiza los mismos asentimientos que la voluntad ordena; esta parte es la única que se denomina propiamente «hábito sobrenatural de la fe».
12. Los demás movimientos de la gracia previniente necesarios para la esperanza y la contrición o para la atrición sobrenatural, se generan de la siguiente manera.
Cuando el entendimiento, ilustrado ya por la luz de la fe sobrenatural, piensa en la beatitud eterna que Dios ha preparado para el hombre, en la bondad y excelencia de Dios y en muchas otras obras y beneficios notables conferidos al hombre ─entre los que se encuentran la encarnación y la pasión de Cristo─ y considera los demás medios que ha recibido en abundancia para alcanzar la vida eterna, en su voluntad aparece de modo natural no solamente un afecto hacia la beatitud, a través del cual se la atrae y se le invita a quererla con amor concupiscente, sino también un movimiento de alzarse, a través del cual se la atrae y se le incita a tener esperanzas en ella por Dios. Aunque este movimiento dependa del libre arbitrio, pues el entendimiento podría abandonar el pensamiento del que nace este movimiento o ponerse a pensar en dificultades que asusten y abatan totalmente a la voluntad, sin embargo, suprimidos estos impedimentos, este movimiento aparece en la voluntad de manera puramente natural y Dios ─como si se presentase en ella e influyese de modo especial─ aguza este movimiento y lo hace sobrenatural, con objeto de que, en orden y grado, sea tal como es necesario para alcanzar la salvación; por medio de este movimiento, es como si Dios levantase e invitase a la voluntad a realizar el acto sobrenatural de esperar la beatitud eterna y los medios necesarios para conseguirla. Por tanto, nos referiremos a esta moción o influjo sobrenatural de Dios como «auxilio de la gracia que previene e invita a la voluntad a esperar tal como es necesario para alcanzar la salvación». Por todo ello, también es evidente que este movimiento es una operación vital de la voluntad y no un acto suyo considerada como libre arbitrio, sino considerada como voluntad y naturaleza; ahora bien, este movimiento depende de la voluntad considerada como libre arbitrio, del modo que ya hemos explicado anteriormente. Por tanto, a través de esta gracia, nuestro libre arbitrio, una vez prevenido y excitado por Dios, realizará, si quiere, el primer acto libre de la esperanza sobrenatural a través del cual, dispuesto como es menester, conseguirá de Dios el hábito de la esperanza sobrenatural, por medio del cual más tarde podrá realizar cuantas veces quiera otros actos sobrenaturales semejantes.
13. Más tarde, cuando el entendimiento, iluminado por la luz de la fe ─habiendo realizado ya la voluntad el acto de esperanza sobrenatural─, considera la bondad de Dios ─tanto en misma, como en relación a nosotros─ y todos los beneficios ─tantos y tan grandes─ con los que Dios nos previene de modo excelente, en la voluntad aparece de manera natural una moción de afecto amoroso y amistoso hacia Dios, por la que esta potencia resulta atraída y se le invita a amar a Dios, que también se introduce en este movimiento ─que, aunque dependa del libre arbitrio, en la medida en que el libre arbitrio puede no pensar en Dios o desviar su pensamiento hacia otro objeto, sin embargo, una vez que el entendimiento está ya en posesión de la luz y del conocimiento debidos, aparece en la voluntad─ y no sólo lo aguza y enciende con su influjo sobrenatural, sino que también lo convierte en sobrenatural en orden y grado, tal como es necesario para alcanzar la salvación. Por tanto, el influjo con que Dios influye sobre este movimiento, se denomina «auxilio de la gracia previniente para amar como es necesario para alcanzar la salvación»; por otra parte, a la propia moción y al afecto, en tanto que procedentes de Dios por medio de este influjo, nos referimos como «gracia que previene y excita al libre arbitrio a amar a Dios como es necesario para alcanzar la salvación».
Si al mismo tiempo se añade el conocimiento de la magnitud, de la multitud y de la ingratitud de los pecados con que ofendemos a Dios, del mismo modo que el libre arbitrio, prevenido por esta gracia, puede realizar el acto de dilección sobrenatural de Dios, así también, puede realizar el acto del verdadero dolor por los pecados a causa de nuestro amor hacia Dios por afecto de amor sobrenatural, que es la verdadera contrición y la disposición última para la gracia que convierte en agraciado y que en el mismo instante, aunque con posterioridad de naturaleza, permite llegar a la contrición.
14. Si alguien, una vez que la luz de la fe ha iluminado su entendimiento, piensa que ha perdido el derecho a la felicidad eterna ─por haber pecado mortalmente─ y que se ha hecho merecedor del fuego, de tormentos eternos y de una miseria extrema, a partir de este pensamiento en la voluntad suele aparecer un movimiento de temor de Dios, que detesta hasta tal punto los pecados y castiga con dureza. Dios suele introducirse en este movimiento, aguzándolo con su influjo sobrenatural ─para que pinche y fustigue todavía más─ y confiriéndole el ser sobrenatural del temor servil. El libre arbitrio, ayudado y excitado por este temor, puede realizar el acto del dolor sobrenatural de los pecados por temor de Dios y de los infiernos, siendo este dolor atrición sobrenatural que basta para alcanzar la gracia de la justificación, una vez recibido el sacramento.
15. Por tanto, con respecto al primer argumento de Andrés de Vega, hay que decir que las cosas que ─según declara el Concilio de Orange II─ aparecen en el hombre sin que él las produzca, son, por una parte, hábitos sobrenaturales infusos que Dios solo produce de modo eficiente y, por otra parte, movimientos de la gracia previniente que, como ya hemos explicado, no se deben a que el hombre coopere por medio de su entendimiento y voluntad considerados en términos de libre arbitrio. Además, en ese lugar se considera que lo único que el hombre hace es aquello que realiza a través de su libre arbitrio, en tanto que libre arbitrio. Pues en ese lugar se habla, contra los pelagianos, sobre los bienes que tienen por fin la vida eterna. Como los pelagianos sostenían que el hombre, por medio de su libre arbitrio y sin el auxilio de la gracia, podría hacer ─o, es más, realmente hace─ algunas de estas buenas obras por las que se haría merecedor de que, más adelante, se le confiriesen los auxilios de la gracia, por ello, los Padres del Concilio definieron que Dios realiza en el hombre ─sin su cooperación a través de su libre arbitrio─ algunas de estas buenas obras; ahora bien, el hombre no podría realizar ninguna de ellas recurriendo a su libre arbitrio, salvo que Dios le otorgase su gracia para que las realizase. Por esta razón, los Padres no niegan que el entendimiento o la voluntad, considerados en términos de naturaleza, cooperen en los movimientos de la gracia previniente.
16. Con respecto al segundo argumento, hay que decir que, cuando Cristo llama a los pecadores, no llama a una puerta inerte ─que de ningún modo se apercibiría de la llamada─, sino que llama a la puerta del corazón, es decir, a la voluntad y al entendimiento, que en mismos experimentan la llamada o el movimiento con el que Dios llama al pecador y realizan simultáneamente las operaciones vitales con las que Dios llama al pecador y lo atrae hacia la fe, hacia la penitencia o hacia algún otro bien, siendo así que, en consecuencia, el hombre en mismo y por experiencia se apercibe de este movimiento o llamada, así como también de las demás operaciones de las fuerzas tanto cognoscentes, como apetitivas. Más aún, del mismo modo que quien llama a una puerta, llama para que quien está dentro se aperciba del sonido y, por ello, se dirija a abrir la puerta, así también, Dios llama y mueve el corazón, para que éste se aperciba del movimiento y, por ello, a continuación el hombre se mueva a través de su libre arbitrio de tal modo que consienta la moción y haga aquello a lo que se le invita por medio de esta moción, con objeto de que en su alma se abra un camino hacia Cristo; pero esta moción no se percibiría de ningún modo, salvo que las potencias que la reciben, influyesen vitalmente sobre ella. Por tanto, hay una diferencia entre la llamada de la puerta y la del corazón, a saber: aunque ambas, en tanto que son llamadas en sentido absoluto, proceden exclusivamente y de modo eficiente del que llama ─pues los movimientos de la gracia previniente, en la medida en que proceden del entendimiento y la voluntad, no son llamadas, ni por medio de ellos la voluntad y el entendimiento se llaman a mismos, sino que Dios es el único que, por medio de ellos, llama al entendimiento y a la voluntad─, sin embargo, de ningún modo concurre la puerta de manera eficiente en la acción de llamar, sino que únicamente quien llama a través de esta acción, produce el sonido del que se aperciben los oídos de quien está dentro de la casa, si este sonido llega a ellos; no obstante, tiene libertad para abrir o no abrir la puerta; pero para que se produzca la llamada del corazón, es necesario que el propio corazón concurra de manera eficiente, con objeto de que esta llamada pueda percibirse y, en consecuencia, el hombre pueda moverse en virtud de su libertad para abrir su corazón a nuestro Señor Jesucristo. Por otra parte, según el testimonio de Apocalipsis, III, 20, «... oír la voz de Cristo» no significa apercibirse de ella, sino consentir y obedecerla.