Concordia do Livre Arbítrio - Parte III 5

Parte III - Sobre os auxílios da graça

Disputa XL: Apéndice de la disputa anterior, en el que explicamos aún más esta cuestión

1. Tras esta disputa ─más aún, una vez escrita toda esta obra─, he tenido conocimiento de que algunos se adhieren más de lo justo a esta opinión de Soto y de Andrés de Vega. Por ello, he considerado conveniente añadir esta disputa a la anterior; en primer lugar, para que, en pocas palabras, nuestro parecer sea totalmente inteligible; en segundo lugar, para que sea más evidente en qué se opone al parecer contrario, especialmente tal como algunos lo entienden y lo defienden hoy en día; finalmente, para que además de lo que hemos dicho en nuestra disputa anterior, también pueda juzgarse con mayor facilidad, por lo que vamos a añadir en esta disputa, cuál de estos pareceres es el verdadero.
2. Siguiendo no sólo los pasos, sino también las palabras y el parecer evidente del Concilio de Trento (ses. 6, cap. 5, can. 4 así como anteriores y posteriores) ─en el que, ciertamente, se enseña de manera más clara y exacta que en cualquier otro Concilio la doctrina de la justificación contra pelagianos y luteranos─, afirmamos lo siguiente.
3. En primer lugar: Ningún adulto puede creer, tener esperanzas, amar o arrepentirse en la medida necesaria para alcanzar la salvación, sin la gracia previniente y excitante del Espíritu Santo.
4. En segundo lugar: En la potestad del arbitrio del adulto prevenido y excitado de este modo, está consentir o no consentir con Dios ─cuando Él lo invita y lo llama por medio de la gracia previniente─ y, por ello, en la potestad de su arbitrio está frustrar o no esta gracia previniente del Espíritu Santo. Los autores del parecer opuesto no niegan ninguna de estas dos cosas, porque el Concilio de Trento define ambas con toda claridad en los lugares citados.
5. En tercer lugar: Afirmamos que la gracia previniente a través de la cual el Espíritu Santo previene, excita, atrae e invita al arbitrio del adulto a realizar los actos de creer, tener esperanzas, amar y arrepentirse, es un instrumento a través del cual el Espíritu Santo concurre de modo eficiente e influye con el propio arbitrio sobre la producción de estos actos, cuando el arbitrio consiente con esta gracia e influye y coopera con ella en estos actos. Por esta razón, estos actos proceden simultáneamente y de modo eficiente, por una parte, del propio arbitrio a través de su influjo sobre ellos y, por otra parte, de Dios, que influye sobre ellos con un nuevo influjo o una nueva acción por medio de la gracia previniente como si de un instrumento se tratara. En efecto, del mismo modo que ─puesto que los hábitos de las virtudes, tanto naturales, como sobrenaturales, inclinan a las potencias hacia los actos y, en consecuencia, las hacen apropiadas para ellos─ estos hábitos concurren con ellas en los actos de manera eficiente ─influyendo sobre ellos con un influjo propio y parcial─, así también, como la gracia previniente atrae, invita e inclina a las potencias a realizar estos actos sobrenaturales, ciertamente, cuando las potencias consienten con la gracia excitante e influyen sobre los actos hacia los que la gracia las atrae e invita, también la propia gracia influye y coopera con las potencias en estos mismos actos. Por otra parte, del mismo modo que la existencia en la naturaleza de un influjo de los hábitos dirigido hacia los actos de las virtudes que las potencias realizan, depende del influjo de las propias potencias sobre estos actos ─porque sin el concurso de las potencias el hábito no es causa suficiente para la producción de estos actos─, así también, la existencia en la naturaleza de un nuevo influjo de la gracia previniente sobre los actos de creer, de tener esperanzas, de amar y de arrepentirse, depende de la cooperación y del influjo de nuestro libre arbitrio ─a través del entendimiento y de la voluntad─ sobre estos actos, porque, del mismo modo, la gracia previniente no es causa suficiente de estos actos sin la cooperación y el influjo de nuestro arbitrio sobre ellos.
6. Por lo que hemos dicho, es fácil entender que una y la misma gracia, en la medida en que excita, atrae e invita a nuestro arbitrio a realizar los actos de creer, de tener esperanzas, de amar o de arrepentirse, se denomina «gracia previniente y excitante» ─por esta razón, previene a nuestro arbitrio en relación a estos actos─, pero en la medida en que ─una vez que nuestro arbitrio ya ha consentido y coopera en los actos hacia los cuales esta gracia invita y atrae─ también coopera en estos actos con una acción e influjo nuevos, se denomina «gracia adyuvante y cooperante».
Esto mismo es lo que declara a todas luces el Concilio de Trento (ses. 6, cap. 5), según las palabras que hemos reproducido en la disputa anterior, que voy a considerar con más detenimiento. Son las siguientes: «El Santo Sínodo declara que el comienzo de la justificación en los adultos se debe a la gracia previniente de Dios, esto es, a su vocación, a través de la cual Dios los llama en ausencia de todo mérito por parte de ellos, con objeto de que aquellos que se han apartado de Él por haber caído en pecado, se dispongan ─a través de su gracia excitante y adyuvante─ a convertirse, asintiendo y cooperando libremente con esta gracia, para que de aquí se siga su propia justificación, pero de tal modo que, habiendo tocado Dios el corazón del hombre por medio de la iluminación del Espíritu Santo, el propio hombre no consigue nada recibiendo esta inspiración, porque puede rechazarla, y, sin embargo, sin la gracia de Dios, no puede moverse, en virtud de su libertad, hacia la justicia a ojos de Dios».
He aquí que el Concilio declara que la gracia a la que se debe el comienzo de la justificación y a la que denomina «previniente, convocante y excitante», ayuda al adulto a encaminarse hacia su justificación, una vez que ha asentido y coopera libremente con esta gracia. Obsérvese que en este pasaje se declara que el adulto asiente y coopera con una misma gracia y no con otra distinta. Como el que coopera lo hace con aquel que también coopera con él, el Concilio enseña claramente que del mismo modo que el propio arbitrio coopera con la gracia, cuando se dispone y se dirige hacia la justicia, así también, la propia gracia coopera con el arbitrio en estos mismos actos a través de los cuales el arbitrio se dispone y se dirige hacia la justicia; estos actos no son otros que los actos de creer, de tener esperanzas, de amar y de arrepentirse en la medida necesaria para alcanzar la salvación.
Lo mismo dan a entender clarísimamente estas otras palabras del canon 4: «Si alguien dijera que el libre arbitrio del hombre, movido y excitado por Dios, no coopera asintiendo a Dios, cuando Él lo excita y lo llama a disponerse y prepararse para alcanzar la gracia de la justificación, y que tampoco podría disentir, si así lo quisiera, sea anatema».
He aquí que se define que el libre arbitrio, movido y excitado por Dios a través de la gracia previniente y excitante, coopera con Dios, cuando Él lo excita y lo llama y, por ello, por medio de esta misma gracia, el propio Dios coopera con el libre arbitrio ─que otorga su consentimiento─ en la disposición por la que se dispone y prepara, aunque el libre arbitrio podría disentir y no cooperar con Dios, si así lo quisiera.
7. Para que se entienda mejor nuestra tercera afirmación, debemos añadir que Dios ─que dispone todo de manera excelente─ no suele hacer Él solo lo que puede hacer por medio de causas segundas, incluidos los efectos sobrenaturales. Por esta razón, aunque ─según el parecer más digno de aprobación que ofrecimos en nuestros Commentaria in primam D. Thomae partem, q. 12─ por mismo Dios pueda producir junto con el entendimiento del beato la visión beatífica sin intervención de la luz de la gloria, no obstante, infunde a modo de hábito la luz de la gloria, para que esta visión no se interrumpa. También por esta razón, a aquellos que alcanzan la justificación, Dios les infunde los hábitos sobrenaturales de las virtudes teologales, para que, por medio de su libre arbitrio ─porque ya serían hijos adoptivos de Dios─, puedan obrar los actos sobrenaturales de estas virtudes y hacerse merecedores de un aumento de la gracia y de la gloria, de tal modo que, gracias a la cooperación de su arbitrio, surja en ellos el hábito de la gracia y de la caridad como fuente de agua que se dirige hacia la vida eterna. Del mismo modo, como para la justificación del adulto, el estado del camino hacia el reino de Dios pide y exige su cooperación a través de su libre arbitrio ─sin embargo, Dios solo podría lograr su justificación e inferir a la voluntad una necesidad en relación a los actos sobrenaturales requeridos para alcanzar esta justificación por ley ordinaria, dejando a la voluntad únicamente un carácter espontáneo, aunque no obra así, sino que, de manera sobrenatural y excelente, excita, atrae, mueve y llama al libre arbitrio con el auxilio de la gracia previniente─, por ello, una vez excitado y movido el arbitrio de este modo, el estado del camino hacia el reino de Dios le exige su consenso o cooperación en los actos hacia los cuales la gracia previniente le atrae y le llama. Por medio de este mismo auxilio de la gracia previniente ─como si de un instrumento se tratara─, Dios está dispuesto a cooperar con el arbitrio en estos actos, si también el propio arbitrio quiere cooperar libremente, de tal modo que, por una parte, Dios reservará para él la alabanza y el mérito de la vida eterna ─en la medida en que lo pide el estado del camino hacia la beatitud─ y, por otra parte, la ayuda dirigida a los actos sobrenaturales de creer, de tener esperanzas, de amar y de arrepentirse, con los que nos disponemos para alcanzar la justificación, responderá a su modo a la ayuda dirigida hacia los actos que realizamos tras entrar en posesión de los hábitos de las virtudes teologales, sin perjuicio de la libertad de nuestro arbitrio con respecto a ellos.
8. En cuarto lugar: Afirmamos que el consenso de nuestro arbitrio con Dios, cuando Él nos excita, nos atrae y nos convoca por medio del auxilio de la gracia previniente, no es otra cosa que un influjo libre de nuestro arbitrio y una cooperación con este auxilio de la gracia dirigidos hacia los actos sobrenaturales de creer, de tener esperanzas, de amar y de arrepentirse, hacia los cuales se nos invita como disposiciones para alcanzar la justificación. Sin lugar a dudas, esto dan a entender con toda claridad las dos definiciones del Concilio de Trento que hemos citado anteriormente. Pero en consideración de este consenso, por el que cooperamos con la gracia previniente y que está en nuestra potestad, el Concilio de Trento (en el cap. 5 citado) declara que en Zacarías, I, 3, puede leerse: Volveos a y yo me volveré a vosotros, y que, en este testimonio, se nos recuerda nuestra libertad para convertirnos; pues, naturalmente, consentir de este modo, estando este consenso en nuestra libertad, supone convertirnos a Dios. En consideración de la gracia previniente que necesitamos para hacer tal cosa, el Concilio añade que en Lamentaciones, V, 21, nosotros respondemos: Haznos volver a ti, Señor, y volveremos; en virtud de esta respuesta, el Concilio manifiesta que nosotros confesamos que la gracia de Dios nos previene, para que nos convirtamos, y que necesitamos esta prevención para poder realizar tal cosa.
9. Podemos demostrar que el consenso de nuestro arbitrio con Dios, cuando Él nos excita, nos atrae y nos convoca a través del auxilio de la gracia previniente, no es otra cosa que el influjo libre y la cooperación de nuestro arbitrio con este auxilio de la gracia en los actos mencionados, en primer lugar, porque los defensores del parecer opuesto no indican qué otra cosa sea y, en segundo lugar, porque cualquiera experimenta en mismo, cuando medita sobre el peso y la maldad de sus pecados y sobre la bondad de Dios, o cuando oye que se explican estas cosas en un sermón, o cuando, en silencio y leyendo algún libro piadoso, considera todas estas cosas y súbitamente en su interior comienza a brillar una luz en su entendimiento sobre todas estas cosas y, además, aparece un sentimiento de desagrado por sus pecados, que a veces lleva aparejado otro de dilección de Dios junto con una cierta ternura y dulzura ─en virtud de los cuales se le atrae y se le invita a la contrición─, como digo, cualquiera de nosotros experimenta que asentir a este sentimiento producido por la gracia previniente, no es otra cosa que continuar de obra y libremente este sentimiento, influyendo y cooperando con él en el dolor de los pecados a causa de Dios, a quien por esta razón comenzamos a amar, siendo éste el acto al que incitan ese sentimiento y esa luz. Además, como este consenso del libre arbitrio no es otra cosa que el influjo libre y la cooperación de nuestro arbitrio ─en el acto de contrición─ como la parte menos importante de la totalidad de la causa íntegra de este acto ─y, por ello, se produce con la cooperación principal y simultánea de Dios en este mismo acto, por medio del auxilio de la gracia previniente, que ya en este momento puede considerarse gracia cooperante que ayuda al arbitrio en este acto─, por esta razón, este consenso e influjo del arbitrio no se distingue en términos reales, ni en términos de concepto formal, del acto de contrición; es más, tampoco aquí hay dos acciones, sino tan sólo una acción sobrenatural ─tanto en términos reales, como en términos de concepto formal─, a la que, considerada de modo preciso en la medida en que procede de nuestro arbitro como parte menos importante de la totalidad causal, denominamos «consenso e influjo de nuestro libre arbitrio» sobre esta acción; pero en la medida en que procede de Dios ─por medio del auxilio de la gracia previniente─ como parte más importante de la totalidad causal y en virtud de la cual esta acción es sobrenatural ─y tal como es necesario que sea para alcanzar la salvación─, la denominamos «influjo y acción de Dios por medio de la gracia coadyuvante». Por esta razón, el consenso del libre arbitrio con Dios, cuando Él lo excita y convoca por medio de la gracia previniente, no es en realidad nada que no sea sobrenatural y que no proceda simultáneamente de Dios, no sólo en la medida en que atrae, excita e invita a ello a nuestro arbitrio, sino también en la medida en que coopera por medio del auxilio de la gracia; por ello, de las cosas necesarias para alcanzar la justificación y que distinguen al justificado del no justificado, el adulto no tiene absolutamente nada de lo que pueda vanagloriarse como si no lo hubiera recibido de Dios, aunque coopere e influya libremente en muchas de las cosas necesarias para alcanzar la justificación, de tal modo que en su propia potestad estaría no cooperar y no influir y, por ello, impedir todas estas cosas.
10. Así pues, según nuestro parecer, debe considerarse anatema que alguien afirme que el consenso de nuestro arbitrio con Dios, cuando nos excita y nos llama por medio del auxilio de la gracia previniente, es un acto natural o que puede realizarse sin el auxilio y la cooperación de esta gracia previniente; pero también sea anatema si alguien afirma que este consenso no está en la potestad libre de nuestro arbitrio ─del modo que hemos explicado─ y que la cooperación libre de nuestro arbitrio no es necesaria para los actos sobrenaturales con que nos disponemos para la gracia y nos distinguimos de quienes no reciben la justificación. Pero sobre esta cuestión volveremos a hablar cuando entremos en materia de predestinación.
11. Antes de que ofrezcamos nuestra quinta afirmación, debe saberse que nosotros no negamos la distinción común del auxilio suficiente en eficaz e ineficaz, aunque la admitimos entendiendo que el auxilio eficaz no suprime la libertad de arbitrio y, por ello, no elimina el mérito y la gloria del mismo, sino que en su potestad está ─sin que este auxilio pueda impedirlo─ no convertirse y, por ello, frustrar y hacer ineficaz a este auxilio, de tal manera que el auxilio suficiente e ineficaz es en mismo suficiente y del propio arbitrio depende no convertirse con este auxilio y, por ello, que no sea eficaz; así pues, por una parte, este auxilio seguiría considerándose del todo suficiente y, por otra parte, la libertad de arbitrio para convertirse permanecería en aquellos que no se convierten, al estar Dios dispuesto a ayudarles en la medida necesaria para que se conviertan; más aún, a muchos de ellos les habría proveído de auxilios mucho mayores que los concedidos a otros que se habrían convertido, aunque de ellos mismos habría dependido su no conversión.
Por esta razón, la división del auxilio suficiente en eficaz e ineficaz, según nuestro parecer, se toma a partir del efecto, que simultáneamente depende de la libertad de arbitrio, llamándose «eficaz» el auxilio suficiente ─ya sea en mismo mayor o menor─ con que el arbitrio se convierte en virtud de su libertad, a pesar de que, sin que este auxilio pueda impedirlo, podría no convertirse. Pero este auxilio se denomina «ineficaz» cuando el arbitrio, en virtud de la misma libertad, no se convierte, a pesar de que podría convertirse; pues, de otro modo, este auxilio no sería suficiente para la conversión.
12. En quinto lugar: Afirmamos que el hecho de que los auxilios de la gracia previniente y adyuvante ─que por ley ordinaria se confieren a quienes están en camino hacia la beatitud─ sean eficaces o ineficaces para la conversión o la justificación, depende del consenso libre y de la cooperación de nuestro arbitrio con ellos y, por ello, en nuestra potestad libre está hacerlos eficaces─consintiendo y cooperando con ellos en los actos a través de los cuales nos disponemos para la justificación─ o hacerlos ineficaces, reprimiendo nuestro consenso y cooperación o eligiendo el disenso contrario.
Sin lugar a dudas, esto es lo que define, de manera bien elocuente, el Concilio de Trento en las dos definiciones que hemos citado.
Esto mismo es lo que exige la naturaleza del camino hacia la beatitud, sin lo cual no puede salvaguardarse la libertad de nuestro arbitrio para la justificación en el instante en que nos convertimos a Dios y abandonamos nuestros pecados.
Esto también da a entender la doctrina que los defensores del parecer contrario suelen enseñar junto con nosotros, a saber: Dios nunca deniega a aquel que está en camino hacia la beatitud el auxilio suficiente para su conversión; y de los pecadores que no se convierten, dependen su no conversión y su no justificación, porque en virtud de su arbitrio no quieren hacer todo lo que pueden.
Esto mismo también es la razón por la que al pecador se le atribuye, en alabanza y mérito de vida eterna, su conversión y su justificación; asimismo, es la razón por la que la no conversión se les atribuye, bajo la forma del reproche y la censura, a quienes perseveran en la inmundicia de sus pecados y no se convierten, a pesar de que pueden convertirse.
Esto mismo, además, es la razón por la que, con todo derecho, Dios se queja de los pecadores, porque les ha llamado y ellos le han rechazado; también es aquello de lo que el juicio justo de Dios depende, de manera que se pueda castigar e infamar a los malvados por sus deméritos y por no haber querido recuperar la sensatez; por el contrario, los buenos, a causa de sus acciones contrarias a las anteriores, son colmados de premios y honores. Si no hay gracia de Dios, como dice San Agustín en su Epistola 146 ad Valentinum, ¿cómo salva Cristo el mundo? Y si no hay libre arbitrio, ¿cómo juzga el mundo?
Esto mismo, finalmente, es lo que incluso la propia experiencia atestigua en cada uno de nosotros, cuando nos convertimos a Dios. Pues cualquiera experimenta en mismo, cuando se duele de los pecados a causa de Dios, que en su potestad está reprimir el acto del que se duele, no sólo dirigiéndose hacia otros, sino también disintiendo y complaciéndose en ese momento en el dolor de sus pecados; por esta razón, en las loas del justo se incluye el hecho de que ha podido transgredir y no lo ha hecho, de que ha podido hacer el mal y no lo ha hecho. No veo por qué debería suprimirse tal cosa en el propio instante o momento de la justificación.
13. Obsérvese lo siguiente. Aunque el pecador no pueda convertirse de ningún modo sin el auxilio de la gracia excitante, previniente y cooperante, porque sin este auxilio no puede realizar los actos de creer, de tener esperanzas, de amar y de arrepentirse en la medida necesaria para alcanzar la salvación, sin embargo, en la medida en que nuestra conversión depende simultáneamente del libre consenso de nuestro arbitrio y de nuestra cooperación en estos actos, ciertamente, todo lo que atrae, invita y ayuda a nuestro arbitrio a otorgar más fácilmente su consenso y a cooperar en su conversión, debe incluirse entre los auxilios que se otorgan para su conversión. Entre estos auxilios se encuentran los predicadores egregios que, con sus enseñanzas y su ejemplo, ayudan a nuestra conversión; de igual modo, muchas otras cosas ayudan a convertirse a la fe, entre las cuales las más importantes son los milagros, porque atestiguan ser revelaciones de Dios en materia de fe y, por ello, nos persuaden de manera asombrosa de que debemos otorgar nuestro asentimiento a todas estas cosas; por esta razón, quienes no se convierten, a pesar de haber presenciado milagros, son más culpables que aquellos que no han asistido a ningún milagro. Por esta causa, como Dios siempre permanece junto a la puerta del pecador, para ayudarlo con el auxilio suficiente de la gracia previniente, y a menudo impulsa su corazón, dependiendo del propio pecador su no conversión, con razón nuestro Señor Jesucristo comenzó a reprochar a las ciudades que habían asistido a sus milagros que no se arrepintiesen, como leemos en Mateo, XI, 20-22: «¡Ay de ti, Corazín! ¡Ay de ti, Betsaida! Porque si en Tiro y en Sidón se hubieran hecho los milagros que se han hecho en vosotras, tiempo ha que en sayal y ceniza se habrían convertido. Por eso os digo que el día del juicio habrá menos rigor para Tiro y Sidón que para vosotras»; a saber, a causa de la eficacia presente en los milagros para que ─una vez contemplados─ muchos se convirtiesen a la fe. Y como leemos en Hechos de los apóstoles, IV, 29-31, los apóstoles y los demás fieles oraron diciendo a Dios: «Y ahora, Señor,… concede a tus siervos que puedan predicar tu palabra con toda valentía, extendiendo tu mano para realizar curaciones, señales y prodigios por el nombre de tu santo hijo Jesús. Acabada su oración, tembló el lugar donde estaban reunidos». Esta misma fuerza se la atribuye San Pablo al don de la profecía, cuando dice en I Corintios, XIV, 23-25: «Si se reúne toda la asamblea… y todos profetizan y entra un infiel o alguien no iniciado, todos le convencerán, todos le juzgarán. Los secretos de su corazón quedarán al descubierto y, postrado con rostro en tierra, adorará a Dios confesando que Dios está verdaderamente entre vosotros».
14. Este es nuestro parecer sobre toda esta cuestión, que acabamos de presentar al lector en pocas palabras, explicándola de manera un poco más precisa. Pero ahora veamos en qué disienten otros de nuestro parecer.
Afirman que, para la justificación del adulto, es necesario un auxilio doble de la gracia: uno previniente y excitante, que, según dicen, nuestro arbitrio puede frustrar, si no otorga su consenso ─piensan que sólo en este sentido deben entenderse las definiciones del Concilio de Trento que hemos citado─; y otro coadyuvante, que, según dicen, es de por un auxilio eficaz ─pero no por la determinación libre y la cooperación de la voluntad con él─ y, en consecuencia, de ninguna manera puede frustrarse, sino que mueve y determina a la voluntad a creer, a tener esperanzas, a amar y a arrepentirse de tal modo que, estando presente este auxilio, en la facultad de la voluntad no está no realizar estos actos; por ello, sostienen que la intensión y el ardor en la creencia, la esperanza, el amor y el arrepentimiento, sólo responden a la cantidad de este auxilio.
Añaden que, sin este auxilio, que es eficaz de por para prevenir y mover a la voluntad, nadie puede realizar los actos necesarios para alcanzar la justificación, por mucho que ese otro auxilio de gracia previniente y excitante lo mueva.
15. Sólo por una razón dicen que son ciertas las siguientes palabras de San Pablo en I Corintios, IV, 7: «¿Quién te distingue? ¿Qué tienes que no lo hayas recibido?». Pues, según dicen, si una vez conferido el auxilio con el que alguien realmente se justifica, el hecho de que este auxilio sea eficaz y este hombre se convierta o no, depende del consenso y de la determinación libre de la voluntad ─y no al contrario, es decir, como este auxilio es en eficaz, determina a la voluntad de tal modo que sin él no puede determinarse y con él no puede no determinarse─, entonces, ciertamente, en la justificación nuestro arbitrio pone algo en virtud de lo cual quien alcanza la justificación se distingue de quien no la alcanza, a saber, el consenso libre y la cooperación de nuestro arbitrio.
Así también, si una vez conferidos auxilios iguales por parte de Dios, puede suceder que, en virtud únicamente de su libertad y de su consenso, uno se convierta y otro no, entonces, sin lugar a dudas, sólo les distinguirá el mencionado consenso de nuestro arbitrio, cuando las demás circunstancias permanecen iguales; sin embargo, esto se opone a la doctrina de San Pablo.
16. Sólo por esta razón afirman que es verdad que no hay una causa de la predestinación y de la reprobación de los adultos, salvo en función únicamente de la voluntad libre de Dios. Pues aquellos a quienes, en función tan sólo de su voluntad libre, Dios decide conceder este auxilio eficaz ─mediante el cual finalmente se convierten─, son predestinados, porque, una vez conferido este auxilio, no pueden no convertirse; pero a quienes, en función de su misma voluntad libre, decide no conferir este auxilio eficaz ─sin el cual no pueden convertirse─, sino únicamente auxilios ineficaces para la conversión, no los predestina y, en consecuencia, son incluidos en el número de los réprobos.
17. Sin lugar a dudas, son muchas las razones que hacen demasiado difícil este parecer.
En primer lugar: Si no me equivoco, hemos demostrado con bastante claridad que el Concilio de Trento define que la eficacia de todos los auxilios de la gracia ─dirigidos hacia los actos de creer, de tener esperanzas, de amar y de arrepentirse, con los que nos disponemos para la justificación y que se les confieren a los adultos que están en camino hacia la beatitud─ que no se frustren, depende del libre consenso y de la cooperación de los adultos con estos auxilios; por ello, su conversión a Dios no sólo es espontánea, sino también libre, de tal modo que, en virtud de su libertad, pueden no convertirse en ese mismo instante en el que, creyendo, teniendo esperanzas y doliéndose de sus pecados, se convierten a Dios.
Al mismo tiempo, hemos demostrado claramente que la gracia cooperante es una e idéntica numéricamente hablando a la gracia previniente y excitante y, además, se considera cooperante en la medida en que, una vez que nuestro libre arbitrio consiente con la gracia previniente y coopera con libre consenso en los actos en virtud de los cuales nos convertimos y nos disponemos a alcanzar la justificación, también la propia gracia coopera e influye sobre estos mismos actos. Por esta razón, no veo de qué modo pueda defenderse este parecer sin perjuicio de la fe católica.
Sin duda, como el Concilio de Trento se propuso condenar con esas definiciones el error pestífero y absurdo de Lutero y sus secuaces ─según el cual, nuestro arbitrio sólo puede considerarse algo a modo de nombre o, más bien, un puro nombre sin ese algo─ y también se propuso explicar a los fieles la libertad evidente que, según las Escrituras, como hemos demostrado en la disputa 23, tenemos para alcanzar nuestra justificación, por esta razón, estas definiciones son exiguas e insuficientes para demostrar tal cosa, si, como pretenden los defensores del parecer opuesto, en ellas sólo se habla del auxilio previniente e insuficiente para alcanzar la justificación ─además del cual sería necesario otro, sin el cual no podría producirse la conversión, siendo así que, con este auxilio y sólo con el beneplácito de Dios, en la potestad de nuestro arbitrio no estaría no convertirse─, porque en tal caso la libertad para nuestra justificación seguiría siendo algo únicamente a modo de nombre o, más bien, un puro nombre sin ese algo, puesto que de nuestro arbitrio no dependería que nos convirtiésemos o no, sino tan sólo del auxilio eficaz de Dios. Añádase que cuando el Concilio de Trento (can. 3) define contra los pelagianos que no podemos creer, tener esperanzas, amar o arrepentirnos en la medida necesaria para alcanzar la salvación, sin la inspiración y la ayuda previniente del Espíritu Santo, seguidamente, en el can. 4, define contra los luteranos la libertad que tenemos para realizar estos mismos actos, sin perjuicio de su dependencia de la iluminación y de la ayuda del Espíritu Santo, como hemos explicado. Por esta razón, en esos pasajes se habla de la libertad en relación a la realización de estos actos y no en relación a algo previo e insuficiente para realizarlos.
18. En segundo lugar: A este parecer también se le presenta la dificultad de que sus defensores no pueden explicar qué otra cosa sea el consenso libre de nuestro arbitrio por el que consentimos con Dios ─cuando, por medio de su gracia, nos previene, nos excita y nos llama a convertirnos y a realizar los actos de creer, de tener esperanzas, de amar y de arrepentirse─ salvo una cooperación e influjo de nuestro libre arbitrio en estos actos. Pero a esto hay que decir: el consenso libre del que hablan es un acto puramente natural o sobrenatural. No dirán que es puramente natural, porque se realiza con la gracia previniente que excita y atrae hacia él; por tanto, es sobrenatural. Por esta razón, como no es sobrenatural por otro motivo que en virtud del influjo de la gracia previniente dirigido hacia él, de aquí se sigue que la gracia previniente, en relación a este acto, se considere gracia cooperante y, por ello, el auxilio de la gracia previniente y el de la gracia cooperante son uno y el mismo, aunque difieran bajo distintas consideraciones.
19. Asimismo, una vez que Dios nos ha prevenido y excitado a través del auxilio de la gracia previniente, que nos confiera el auxilio eficaz o bien depende de nuestro consenso libre con la gracia previniente ─de tal modo que si consentimos, nos lo otorgará, y si no consentimos, no nos lo otorgará─ o bien no depende de ello en absoluto. Si depende de nuestro consenso, nos encontramos de nuevo con los argumentos que los defensores del parecer opuesto al nuestro presentan contra nosotros, a saber, nuestro arbitrio pone algo en virtud de lo cual quienes se justifican se distinguen de quienes no se justifican, a saber, el consenso libre y sobrenatural del que dependen el auxilio eficaz y la justificación; además, sucede que, una vez producido este consenso, la predestinación y reprobación no se deben a la voluntad predestinadora de Dios, sino a este uso o consenso previsto del libre arbitrio, del que depende que se confiera o no el auxilio eficaz y, en consecuencia, que el adulto se justifique o no. Pero si la concesión o no del auxilio eficaz no depende de este consenso, sino que lo mismo puede suceder que el auxilio eficaz se confiera como que no se confiera ─tanto si el adulto consiente con la gracia previniente, como si no lo hace─, entonces desaparece la enseñanza común de los Doctores, cuando afirman que Dios no deniega la gracia y los auxilios suficientes para la justificación y la salvación a quien hace lo que está en él; así también, parece que nuestra libertad para la justificación desaparece totalmente.
20. En tercer lugar: A este parecer también se le presenta la dificultad de que el hombre puede justificarse en cualquier momento del tiempo, sin ser necesario que la gracia previniente y excitante anteceda en el tiempo a su justificación, sino que basta con que le anteceda por naturaleza. Por tanto, si el adulto se justifica en un instante, habrá que decir que se justifica sin un consenso previo y libre en virtud del cual consienta libremente con la gracia previniente y excitante, de tal modo que en su potestad esté no consentir en ese momento; por ello, a una justificación tal no se le podrían aplicar las definiciones mencionadas del Concilio de Trento, ocasionando esto una inseguridad total en materia de fe. Demostración: Si este adulto se justifica en ese instante, ciertamente, en ese instante tendrá el auxilio eficaz y, con él, en la facultad de su arbitrio no estará no alcanzar la disposición última para la gracia y, por ello, tampoco disentir de la gracia previniente y excitante; pues implicaría contradicción que, en el mismo momento del tiempo, alguien disintiese de Dios ─cuando Él lo excita y lo llama por medio de la gracia previniente─ y simultáneamente alcanzase la disposición última para la gracia que convierte en agraciado. Cuando menos, este argumento demuestra que la existencia o no de este auxilio eficaz depende del consenso previo por el que alguien consiente con la gracia excitante de tal modo que podría no consentir y, por ello, hay algo que procede de nuestro arbitrio y de lo que la justificación depende, de tal modo que en nuestra potestad estaría la no existencia de la justificación, ni del auxilio eficaz.
21. En cuarto lugar: A este parecer también se le presenta la dificultad de que este auxilio eficaz de la gracia cooperante o bien es un influjo inmediato de Dios junto con nuestra voluntad sobre el acto de contrición por los pecados ─o sobre la última disposición para la gracia─ o bien es un influjo previo sobre la voluntad por el que, una vez movida y prevenida por Dios, en su potestad no estará no hacer acto de contrición, ni disponerse totalmente para la gracia. Las palabras de nuestros adversarios no parecen dar a entender lo primero, porque dicen que este auxilio previene y mueve la voluntad. Además, no se ve por qué razón el influjo inmediato, no sobre la voluntad en tanto que principio de un acto, sino junto con la voluntad sobre el acto, deba inferir una necesidad a la voluntad para que coopere con su influjo, que por lo demás sería libre. Pero si admiten lo segundo, entonces este auxilio deberá considerarse simultáneamente gracia previniente, en la medida en que mueve e inclina ─más aún, en la medida en que, según ellos, impone a la voluntad la necesidad de influir sobre el acto de contrición─, y también gracia cooperante, en la medida en que posteriormente coopera con la voluntad en este mismo acto. Pues no pueden afirmar que sólo la voluntad realiza de modo inmediato la contrición o la disposición última para la gracia, como si el auxilio divino no influyese inmediatamente junto con ella. Por tanto, como admiten que la gracia previniente y la que coopera con la voluntad en la última disposición para la gracia, son una y la misma, ¿por qué no se atienen a la definición del Concilio de Trento, afirman que el influjo de nuestra voluntad sobre la contrición es un consenso por el que nuestra voluntad consiente con la gracia que la mueve, sostienen que este influjo es libre de tal modo que, en la facultad de la voluntad, está no realizarlo ─como define el Concilio y como exigen el estado de nuestro camino hacia la beatitud y nuestro mérito─ y, en consecuencia, admiten que la eficacia o ineficacia de este auxilio dependen de nuestro influjo libre y nuestra cooperación con él?
22. También deberían atender a lo siguiente: puesto que tanto este auxilio, como la voluntad, son causas segundas y principios eficientes del acto de contrición, al mismo tiempo se requiere el concurso general con que Dios influye inmediatamente junto con estas causas sobre el acto de contrición; de otro modo, no se seguiría ninguna acción, porque toda causa segunda depende en su obrar del influjo inmediato de Dios sobre la acción y sobre el efecto.
23. En quinto lugar: A este parecer también se le presenta la dificultad de que, aunque salvaguarde el carácter espontáneo de la acción, sin embargo, desaparece la libertad de los adultos para convertirse o no convertirse en el instante en que se convierten y se justifican, siendo esto totalmente contrario a la fe católica. Demostración: Según este parecer, no depende de nuestro arbitrio que el auxilio eficaz se confiera o no; por ello, una vez que Dios diese su beneplácito, en nuestra potestad no estaría no convertirnos, por lo que entonces desaparecería la facultad del arbitrio para la conversión.
24. No es satisfactoria la respuesta que dan, cuando dicen que en ese instante el adulto no puede no convertirse en sentido compuesto, aunque podría en sentido dividido, y que esto basta para hablar de libertad. Esta respuesta no es satisfactoria, porque aquí no veo qué otra cosa puedan ser un sentido compuesto y un sentido dividido salvo no poder no convertirse con el auxilio eficaz ─careciendo el arbitrio, así dispuesto ya en ese momento, de la facultad de no convertirse─ y, sin este auxilio, poder no convertirse o incluso no poder convertirse, careciendo el arbitrio de la facultad de convertirse en ese momento. Así no se puede hablar de libertad en el arbitrio para convertirse o no convertirse, sino de libertad en Dios para convertir al adulto ─concediéndole libremente un auxilio eficaz─ o bien, negándole este auxilio, no convertirlo, del mismo modo que, cuando en virtud de mis fuerzas puedo mover una piedra hacia la derecha o no moverla, si no aplico ninguna fuerza, la piedra carece de libertad para moverse o no moverse, siendo yo quien tiene libertad para moverla o no.
25. En alguna ocasión puede hablarse con razón de sentido compuesto y sentido dividido, como cuando el arbitrio verdaderamente tiene la facultad de hacer lo contrario, sin que se lo impida de ningún modo algo preexistente y que no puede coexistir con lo contrario; sin embargo, si fuera a producirse lo contrario, estando esto dentro de la facultad del arbitrio, nunca hubiese tenido lugar la otra preexistencia. Por ejemplo, preexistiendo en Dios el conocimiento de que Pedro va a negar a Cristo en un instante determinado del tiempo, Pedro no puede no negar a Cristo en sentido compuesto, porque estas dos cosas no pueden darse al mismo tiempo, a saber: que Dios conozca con antelación que Pedro, en virtud de su libertad, va a negar a Cristo y que Pedro no niegue a Cristo. Sin embargo, puesto que, preexistiendo este conocimiento, Pedro tiene tanta libertad para no negar a Cristo como si este conocimiento no preexistiese ─pues no niega a Cristo porque Dios lo sepa, sino que Dios lo sabe con antelación gracias a la eminencia de su entendimiento─, porque Dios también habría conocido con antelación el futuro contrario, si fuese a producirse realmente ─como es posible en virtud de la misma libertad─, por todo ello, de aquí se sigue que el hecho de que, en sentido dividido, Pedro pueda no negar a Cristo, basta para que Pedro tenga verdadera libertad, a pesar de esta presciencia.
En esta cuestión, según los autores que defienden el parecer contrario, una vez que ha recibido el auxilio eficaz, el adulto no puede no convertirse de ninguna manera; pero si no lo ha recibido, no puede convertirse de ningún modo, hasta tal punto que algunos de estos autores afirman que tirios y sidonios, de los que se habla en Mateo, XI, 21-22, no se habrían convertido, aunque entre ellos se hubiesen producido los milagros y prodigios que se produjeron en Corazín y en Betsaida. Aducen lo siguiente: en realidad carecieron del auxilio eficaz de la gracia cooperante; de otro modo, se hubieran convertido sin estos milagros y prodigios. Pues los milagros y prodigios no bastan para la conversión sin el auxilio eficaz de la gracia. En defensa de su parecer recurren a explicaciones forzadas y peregrinas de este pasaje, en el que Cristo enseña con tanta claridad lo contrario. Pero a fin de descubrir este subterfugio, hemos dicho anteriormenteque el auxilio con que Dios ─que siempre está a la puerta del pecador y a menudo impulsa su corazón─ está preparado para ayudar a cualquiera, basta para la conversión de cualquiera; por ello, su no conversión y, en consecuencia, su obra culposa, dependieron tanto de tirios y sidonios, como de los habitantes de Corazín y de Betsaida. No obstante, como los milagros y prodigios ayudan en gran medida a nuestro arbitrio a cooperar y otorgar su consenso a la gracia con que Dios está dispuesto a ayudarlo y tirios y sidonios realmente habrían otorgado su consenso, si hubiesen asistido a los milagros que se produjeron en Corazín y en Betsaida ─como Cristo enseña clarísimamente en ese pasaje─, por ello, los habitantes de Corazín y de Betsaida, en virtud únicamente de su libertad de arbitrio, fueron más culpables que tirios y sidonios, como confirma este mismo pasaje del Evangelio.
26. Sobre el primer argumento que les lleva a estos autores a hablar de auxilio eficaz, debemos negar que se siga del testimonio de San Pablo, como hemos demostrado más de una vez.
Sobre la primera demostración, debemos negarla, si en ella se habla del consenso que procede de nuestro libre arbitrio de tal modo que este consenso no procedería simultáneamente y de modo principal de Dios, no sólo atrayendo, llamando e incitando hacia él por medio del auxilio de la gracia previniente, sino también cooperando por medio de este mismo auxilio, como ya hemos explicado. Por esta razón, principalmente es Dios quien distingue al justificado del no justificado, pero con la cooperación del arbitrio del propio adulto que resulta justificado, siendo esto artículo de fe; en consecuencia, el justificado no tiene nada que lo distinga del no justificado y que no lo haya recibido de Dios; por ello, no tiene nada de lo que pueda vanagloriarse, como si no lo hubiera recibido; sin embargo, esto no impide que dicho consenso dependa simultáneamente de la cooperación libre y del influjo del arbitrio del adulto justificado, sin el cual este consenso no se produciría.
27. Sobre la segunda demostración, debemos decir lo siguiente: cuando afirmamos que, dados dos auxilios iguales por parte de Dios, puede suceder que uno se convierta en virtud de su libertad y otro no, sólo hablamos de los auxilios de la gracia previniente y excitante en cuanto auxilios de gracia previniente y excitante. Sin embargo, como los auxilios de la gracia cooperante no difieren ─en tanto que principios eficientes de la cooperación─ de los auxilios de la gracia previniente y excitante, sino que son absolutamente uno solo y el mismo auxilio, como ya hemos demostrado ─aunque el hecho de que cooperen con nuestro arbitrio en la disposición para la gracia, es decir, en la contrición y en los actos de creer y de tener esperanzas, y de modo concomitante en el consenso con la gracia previniente o en el influjo de nuestro libre arbitrio dirigido a estos mismos actos, depende de la cooperación de nuestro arbitrio con la gracia previniente─, por todo ello, de aquí se sigue que no sólo el consenso del libre arbitrio del adulto justificado ─esto es, la contrición en tanto que procedente de su libre arbitrio─ lo distingue del no justificado, sino que también lo distingue el influjo de la gracia previniente, en virtud del cual a esta gracia se la considera gracia cooperante, es decir, la propia contrición en tanto que procedente por parcialidad causal y de modo eficiente de la gracia previniente.
Por esta razón, si hay que hablar con el máximo rigor, cuando dos adultos tienen auxilios iguales de gracia previniente, no hay que afirmar en sentido absoluto que, con auxilios iguales, uno de ellos se convierte y el otro no, salvo que se añada y se hable de la gracia previniente; pues cuando uno de ellos se convierte en virtud de su libertad, ya en ese momento el auxilio de la gracia previniente que se le ha conferido, produce en este adulto un nuevo influjo de gracia que cooperará con su arbitrio y que el otro adulto no tendrá; asimismo, tampoco hay que afirmar que, teniendo dos adultos auxilios iguales de gracia previniente, uno de ellos se convierte en virtud únicamente de su libertad y el otro no, porque aunque esta conversión dependa de su libertad y se produzca en virtud de su arbitrio por su libertad, sin embargo, no se produce únicamente por su libertad, sino también por la cooperación simultánea del auxilio de la gracia previniente por medio del influjo por el que también la podemos considerar gracia cooperante, aunque, como este influjo está a nuestra disposición y acompaña a la gracia previniente con dependencia de la cooperación del arbitrio, sólo exige la cooperación libre de nuestro arbitrio.
Sin embargo, como sería molesto hablar siempre con el máximo rigor y tal cosa oscurecería el discurso, por tener que aplicar restricciones poco necesarias para entender la cuestión que estamos tratando, cuando en adelante digamos que un adulto, con auxilios iguales o incluso menores, se convierte o se salva en virtud de su libertad, a diferencia de otro ─que no se convierte, ni se salva─, esto deberá entenderse referido a los auxilios de la gracia previniente y a otros conducentes a la salvación, pero no al influjo de la gracia previniente por el que también puede considerarse gracia que coopera en la justificación con vistas a la salvación. Pues cuando se produce este influjo y la gracia previniente pasa a considerarse gracia que coopera en la justificación, el pecador siempre se convierte y se justifica; sin embargo, la producción de este influjo depende de la cooperación libre de nuestro arbitrio, como hemos repetido varias veces.
28. Por todo ello, es evidente que debe afirmarse con razón lo que sigue: en sentido compuesto no puede suceder que se produzca el influjo de la gracia cooperante o ─lo que es lo mismo─ el auxilio de la gracia cooperante ─en tanto que coopera en la conversión─ sin que el pecador se convierta por medio de su arbitrio; no obstante, en sentido dividido y en términos absolutos, en ese mismo instante en que el pecador se convierte, en la facultad de su arbitrio está no convertirse y, por ello, ofrecer libremente su consenso, influjo y cooperación con objeto de creer, tener esperanzas y arrepentirse, pero de tal modo que en ese momento puede reprimir su cooperación y no convertirse o incluso disentir.
La razón de esto es que, aunque la gracia previniente, en cuanto previniente, antecede al consenso de nuestro arbitrio y a su cooperación en los actos de creer, de tener esperanzas y de arrepentirse ─con los que nos convertimos a Dios─, sin embargo, el influjo y la cooperación de esta misma gracia con nuestro arbitrio en estos actos, en virtud de los cuales la gracia previniente empieza a considerarse gracia cooperante, no antecede a nuestro consenso y cooperación libres dirigidos hacia nuestra conversión, sino que los acompaña y depende de ellos, del mismo modo que el concurso y el influjo de los hábitos de las virtudes con vistas a nuestras operaciones, dependen de la cooperación de las propias potencias, como ya hemos explicado con anterioridad, siendo esto la causa de que usemos de los hábitos para nuestras operaciones, cuando queremos obrar en función de nuestro arbitrio, y de que no hagamos uso de ellos, cuando queremos dejar de obrar en función también de nuestro arbitrio. Por esta razón, del mismo modo que, en sentido compuesto, resulta contradictorio que los hábitos que residen en nuestras potencias obren sin que también lo hagan las potencias y, no obstante, en sentido dividido y en términos absolutos, las potencias que subyacen al libre arbitrio obran libremente en ese momento y pueden no obrar, porque los hábitos no cooperan con estas potencias con anterioridad a que las propias potencias cooperen libremente con los hábitos, así también, en esta cuestión, aunque resulte contradictorio que se produzca el influjo de la gracia previniente junto con nuestro arbitrio ─por el que esta gracia empieza a considerarse gracia que coopera en nuestra conversión─ sin que el propio arbitrio coopere también en esta conversión y se convierta, no obstante, como el influjo de la gracia cooperante no antecede al consenso, a la determinación y a la cooperación de nuestro arbitrio en esta conversión ─más bien, la producción de este influjo depende de nuestra cooperación─, por ello, dicho influjo no impone absolutamente ninguna necesidad a nuestro arbitrio ─salvo únicamente de consecuencia─, ni elimina la facultad del arbitrio para no cooperar, si así lo quiere, en el instante mismo en que coopera en su conversión. Por esta razón, la necesidad en sentido compuesto no se debe a una eficacia tal que el auxilio de la gracia cooperante mueva a nuestro arbitrio a la conversión de tal modo que, en el instante en que se convierte, no sea libre para no convertirse o de tal modo que, con un influjo igual de la gracia cooperante, uno no pueda, en virtud de su libertad, convertirse con un esfuerzo mayor y un acto más intenso que los de otro.
29. En cuanto al segundo argumento de estos autores, cuando entremos en materia de predestinación, demostraremos claramente que no prueba nada que contradiga nuestro parecer.