Concordia do Livre Arbítrio - Parte III 3
Parte III - Sobre os auxílios da graça
Disputa XXXVIII: En la que, como apéndice de las disputas anteriores, resolvemos algunas dudas a propósito de los actos de creer, de tener esperanzas, de amar, de arrepentirse y de otros actos sobrenaturales
1. A propósito de lo que hemos dicho en la disputa 8, de lo que acabamos de decir en la disputa anterior sobre los actos sobrenaturales ─especialmente los actos de creer, de tener esperanzas, de amar y de arrepentirse─ y de lo que añadiremos en las siguientes disputas, un docto varón, dirigiéndose a nosotros por carta, nos plantea algunas objeciones, aunque no con intención de refutarnos, como si desaprobase lo que decimos, sino, más bien, con la intención de clarificar toda esta cuestión y de que, una vez explicadas en la medida de lo posible las dificultades planteadas, muchos más consideren mi parecer digno de aprobación. Para presentar y resolver estas dificultades, este lugar nos ha parecido más oportuno que ninguno otro anterior o posterior, tanto para no interrumpir nuestro discurso, como para no insertar de manera inoportuna lo que vamos a decir.
2. Como este varón coincide con nosotros en admitir que estos actos dirigidos a un mismo objeto pueden realizarse o bien únicamente con las fuerzas puramente naturales de nuestro arbitrio ─que no estarían en absoluto ajustadas a nuestro fin sobrenatural─, como venimos explicando desde la disputa 7, o bien con la ayuda, los auxilios y los dones divinos, sobrenaturales y ajustados a este mismo fin, como venimos explicando desde la disputa 8 y seguiremos explicando, por ello, no sin razón sostiene que hay algo intrínseco y esencial a estos actos, por lo que se distinguen entre sí en especie y en razón de lo cual algunos de ellos se ajustan a un fin sobrenatural y otros no. Pero esto, según dice, no puede ser un influjo sobrenatural de Dios, porque este influjo cae bajo el género de las acciones y ese algo intrínseco debe ser una diferencia dentro del género de la cualidad por abstracción de la acción a través de la cual Dios produce tanto esta diferencia, como el género al que esta diferencia reduce y determina.
3. Este varón añade que es evidente que, en el acto sobrenatural de creer, hay algo intrínseco que lo separa del acto natural de creer en el mismo objeto y lo distingue en especie; a través de ese algo intrínseco este acto sobrenatural se ajusta a nuestro fin sobrenatural y, por ello, supera a la fuerza natural de nuestro entendimiento. Pues la suma certeza de este acto, a pesar de su oscuridad, reside en la razón sobrenatural o diferencia esencial que reduce el acto genérico de creer a su especie sobrenatural, porque el entendimiento no puede asentir en virtud de su propia fuerza natural con tanta certeza y firmeza a algo que no ha visto. Si de este mismo modo ─según dice─ pudiera explicarse cuál es la razón sobrenatural de los actos de caridad, de esperanza y de las demás virtudes sobrenaturales, que en consecuencia sólo Dios infundiría, entonces todos acogerían esta explicación con gran aplauso como algo que nadie habría expuesto todavía como se requiere.
4. También añade lo siguiente: Del mismo modo que el acto sobrenatural de creer posee esta diferencia esencial ─que lo distingue del acto natural de creer─ en relación al objeto contemplado con certeza y oscuridad en términos de cognoscibilidad, así también, los demás actos sobrenaturales del entendimiento y de la voluntad deben poseer sus diferencias esenciales, por medio de las cuales se distinguen intrínsecamente y en especie tanto de los actos naturales dirigidos al mismo objeto material, como de cualesquiera otros actos. Para que exista esta diferencia específica, no bastan los diversos principios eficientes y los diversos influjos en virtud de los cuales estos actos se producen. Asimismo, tampoco basta con que uno de estos actos sea sobrenatural por un influjo particular externo y otro, en cuya producción no concurre este influjo, no sea sobrenatural, salvo que al objeto se le apliquen varios conceptos, bajo los cuales, en relación a los cuales y en orden a los cuales, estos actos se distinguirían intrínsecamente en especie; pero estos conceptos no se explicarían, ni parecerían aplicarse al objeto del acto de amor natural y sobrenatural en relación al propio Dios. Pues el único concepto conocido de bondad divina no encierra conceptos diversos de apetecibilidad, de tal modo que esta bondad se pudiese amar con amor natural y con amor sobrenatural.
5. Finalmente objeta lo siguiente: Si en virtud del poder divino pudiese haber una criatura que tuviese la capacidad natural de ver la esencia divina ─como no hemos juzgado improbable en nuestros Commentaria in primam D. Thomae partem, q. 12, art. 5, disp. 2─, entonces el acto de ver la esencia divina y el acto de amarla ─una vez vista con claridad─ serían idénticos conceptualmente y en especie, tanto para esta criatura, como para los beatos que ahora gozan de Dios, a pesar de que en estos actos Dios influiría sobre esta criatura de manera distinta de como influye en el segundo caso y a pesar también de que este acto sería natural para esta criatura y, sin embargo, sería sobrenatural para los beatos que ahora gozan de Dios. Por tanto, que Dios influya de distinto modo sobre algunos actos ─a saber, con influjo especial y sobrenatural o sólo con su concurso general─ y que sean actos naturales o sobrenaturales, no implica una distinción específica entre ellos, salvo que se añada lo siguiente, a saber, que mantienen distintas relaciones con el objeto considerado bajo diversos conceptos.
6. No vamos a responder a estas dudas y objeciones en el mismo orden en que se nos han propuesto, sino en el orden en que mejor y de manera más clara pueda entenderse toda esta cuestión.
Por tanto, con respecto a la segunda duda, debemos señalar lo siguiente: La certeza de la fe en cosas no vistas ─según hemos dicho en nuestros Commentaria in primam D. Thomae partem, q. 1, art. 3, disp. 2─ nace en primera instancia de la verdad y de la infalibilidad de Dios, que a través de Cristo hombre, de los ángeles que le representan, de los profetas, de los apóstoles y de otros siervos suyos, ha revelado y ha propuesto todas estas cosas a la Iglesia para que las crea; en efecto, por esta misma razón, no puede atribuirse falsedad a estos objetos.
Como en relación a los objetos sobre los que el luterano no yerra cuando les otorga su asentimiento en cuanto revelados por Dios, también nosotros decidimos otorgarles nuestro asentimiento de manera sobrenatural en tanto que revelados por Dios ─aunque el luterano lo hace de modo natural, es decir, tan sólo en virtud de sus fuerzas naturales y sin el influjo sobrenatural mediato o inmediato de Dios─, por ello, en cuanto a la infalibilidad en primera instancia respecto a estos objetos, los luteranos piensan lo mismo que nosotros, a saber, en verdad Dios los ha revelado a su Iglesia a través de sus siervos y de sus ministros; y a este asentimiento del luterano no puede atribuírsele una falsedad mayor que al nuestro. Pero en esta cuestión que estamos tratando, nuestro asentimiento difiere del asentimiento del luterano en lo siguiente, a saber: es posible atribuir falsedad al asentimiento del luterano en la medida en que lo otorga tan sólo en virtud de sus fuerzas naturales y, en consecuencia, en su ser no transciende los límites de la fe humana, aunque sea imposible atribuírsela en la medida en que con este asentimiento se asiente a algo que en verdad Dios ha revelado a la Iglesia; sin embargo, no se puede atribuir falsedad a nuestro asentimiento, porque, en virtud del influjo sobrenatural inmediato o mediato de Dios a través del hábito sobrenatural de la fe infusa, este asentimiento es sobrenatural, se ajusta al fin sobrenatural y a través de él asentimos a las revelaciones de Dios.
Por este motivo, es evidente que la razón de la distinción de estos actos y de que uno se ajuste a un fin sobrenatural y el otro no, se reduce al influjo sobrenatural con que Dios dirige nuestro asentimiento ─que de otro modo sólo se otorgaría a un objeto natural y, por su propia naturaleza, no sería posible atribuirle falsedad en menor medida que atribuírsela al asentimiento del luterano en relación al mismo objeto─ hacia un ser sobrenatural de una especie que difiere de la del asentimiento del luterano y de la del asentimiento que de ese otro modo mencionado podemos ofrecer en relación al mismo objeto, salvo que Dios influya con nosotros de manera sobrenatural. Por esta razón, en los actos de fe no hay que recurrir al influjo y a la causalidad de Dios ─que dirigen nuestros actos hacia un ser sobrenatural y ajustado a nuestro fin sobrenatural y, en consecuencia, lo dirigen hacia un ser que difiere en especie del ser natural de los actos que nosotros realizaríamos en relación a estos mismos objetos─ en menor medida que en los actos de esperanza y de caridad, para explicar la distinción específica entre ellos y el hecho de que algunos de ellos se ajusten a un fin sobrenatural y otros no. Ciertamente, de aquí se sigue que en sí mismo el asentimiento sobrenatural posee una certeza particular a pesar de la falta de evidencia del objeto. En esta vida esta certeza del acto no posee en nosotros una carencia de evidencia menor que la certeza del objeto carente de evidencia al que otorgamos nuestro asentimiento por medio de este acto. Por esta razón, a través de un acto natural que de ningún modo se ajusta a un fin sobrenatural, en cuanto sujeto el luterano puede adherirse al dogma de la Trinidad tan firmemente como muchos católicos se adhieren a través de sus actos sobrenaturales ajustados a un fin sobrenatural, como hemos dicho en nuestros Commentaria in primam D. Thomae partem, q. 1, art. 5.
7. A propósito de esta objeción también debemos tener en cuenta lo siguiente: En el asentimiento que el filósofo luterano otorga a los artículos de la fe ─conocidos con evidencia en virtud de su razón natural, como que Dios existe y es uno─ y en el asentimiento que el teólogo católico otorga de modo sobrenatural a estos mismos objetos, la razón de la distinción entre ambos actos no radica en que el segundo sea un asentimiento que posee certeza y carece de evidencia y, por ello, no pueda otorgarse en virtud de las fuerzas naturales ─difiriendo así en especie del primero, que carecería de certeza, porque el segundo poseería certeza junto con una carencia de evidencia, pero no así el primero─, sino que es necesario recurrir a lo siguiente, a saber: uno es sobrenatural, porque se otorga gracias a que el hábito de la fe sobrenatural concurre en su producción, pero no así el otro.
8. Recordemos lo que se plantea en esta objeción, a saber, la suma certeza de este acto, a pesar de su oscuridad, reside en la razón sobrenatural o diferencia esencial que reduce el acto genérico de creer a la especie sobrenatural de la virtud teologal de la fe, porque el entendimiento no puede asentir en virtud de su propia fuerza natural con tanta certeza y firmeza a algo que no ha visto; en consecuencia, esto es lo que distingue intrínsecamente a este acto del acto natural de creer en el mismo objeto; asimismo, esto es también lo que hace que este acto se ajuste a un fin sobrenatural. Ahora bien, expuesto así, esto no resulta tan sólido y fácil de mantener como a primera vista parece.
Pues como ya hemos explicado por extenso en nuestros Commentaria in primam D. Thomae partem, q. 1, art. 5, la certeza no es otra cosa que una negación y, en la cuestión que estamos tratando, procede de la certeza de la revelación divina dirigida al acto de fe; además, esta certeza no es una certeza del propio acto y del asentimiento ─que pertenece al género de las acciones─ en menor medida en que lo es del término o de la palabra derivados de este acto. Por esta razón, esta certeza no puede determinar una especie ─ni sobrenatural, ni natural─, ni distinguirla intrínsecamente, ni ajustarla a nuestro fin sobrenatural, sino que, más bien, esta certeza no es una disposición de razón del acto de fe sobrenatural en menor medida en que lo es de la propia revelación divina y del objeto revelado de los que, en virtud de esta misma certeza, decimos que son ciertos.
Asimismo, como la certeza considerada de modo genérico es unívoca tanto en relación a la certeza que lleva aparejada una evidencia, como a la certeza que carece de ella, por ello, la certeza genérica reducida a la certeza carente de evidencia, no puede ser la diferencia última que determine intrínsecamente la fe sobrenatural.
Además, obsérvese que quien objeta esto, parece confundir la certeza considerada en términos de sujeto ─es decir, la firmeza en otorgar el asentimiento─ con la certeza o infalibilidad del acto en sí. Como en relación a esta segunda certeza, el acto de fe sobrenatural difiere del acto de fe natural del modo que acabamos de explicar, la objeción presentada parece referirse a la primera certeza, en la que estos actos no difieren referidos a un mismo objeto; ciertamente, como hemos dicho ya y como explicamos en mayor medida en nuestros Commentaria in primam D. Thomae partem, el luterano podría adherirse a los artículos de fe de la Trinidad o de la Encarnación con mayor firmeza que algunos católicos. Esto es lo que teníamos que decir sobre la segunda objeción. Lo que se añade en ella podrá entenderse mejor cuando abordemos la tercera objeción.
9. En lo que respecta a la primera objeción ─como explicamos en diversos lugares de nuestros Commentaria in primam D. Thomae partem─, en los actos del entendimiento y de la voluntad ─ya sean naturales, ya sean sobrenaturales─ deben considerarse tres cosas.
En segundo lugar, el término del acto, que pertenece al género de la cualidad, como la palabra, que es el término del acto del entendimiento; del mismo modo, por medio del acto de la voluntad, se produce otra cualidad, que es el término de este acto. Además, la existencia y la conservación de estos términos dependen de los actos de los que son términos y en virtud de los cuales aparecen como términos de estos actos, sin que se distingan de ellos realmente, sino tan sólo formalmente, al igual que las demás acciones, que sólo se distinguen de sus términos formalmente.
En tercer lugar, hay que considerar los hábitos, que también son cualidades, ya sean naturales, ya sean sobrenaturales. Pero la conservación de los hábitos no depende de los actos, porque los hábitos perduran una vez han cesado los actos, confieren una potencia capaz de producir de nuevo actos iguales y concurren con estas potencias de manera eficiente en la producción subsiguiente de actos iguales a los anteriores. Ciertamente, la relación de los hábitos naturales con los actos que les anteceden es como la de los efectos con las causas instrumentales que los producen. Pues las potencias, junto con los demás elementos que concurren simultáneamente con ellas en la producción de los actos, son las causas principales de los actos y, a través de los actos, de los hábitos que surgen a continuación; pero la relación de los actos con los hábitos que producen no es como la de las acciones con sus términos, porque los actos son causas verdaderas, instrumentales y productivas de los hábitos y se distinguen realmente de ellos, como ya hemos explicado en nuestros Commentaria in primam D. Thomae partem, q. 27, art. 1 (disp. 8, memb. 2). Pero sólo Dios infunde los hábitos sobrenaturales de fe, de esperanza y de caridad, porque los actos de fe, de esperanza y de caridad no producen de modo eficiente estos hábitos, así como tampoco su aumento. Sin embargo, como estos actos contienen de modo eminente los actos naturales de fe, de esperanza y de caridad, porque en su producción concurren todas las causas que producen estos actos naturales ─salvo que Dios las dirija a través de su influjo sobrenatural con objeto de que produzcan actos sobrenaturales y de una especie superior─, de aquí se sigue que producen los hábitos naturales de fe, de esperanza y de caridad que permanecen en aquel que pierde la caridad sobrenatural por caer en pecado mortal y también en aquel que pierde la fe por cometer pecado de infidelidad.
10. También hay que observar lo siguiente ─como ya anteriormentehemos dicho a lo largo de esta obra y más de una vez y como repetiremos más adelante─, en los actos sobrenaturales de fe, de esperanza y de caridad, no hay nada realmente o formalmente distinto que sea y se denomine «influjo de Dios», como parte ─también metafísica─ del acto; tampoco hay nada que sea natural, ni sobrenatural, sino que el acto en su totalidad es sobrenatural con respecto al género y a la diferencia, aunque el género sea sobrenatural accidentalmente, en virtud de su unión con una diferencia de especie sobrenatural, del mismo modo que decimos que todos los grados superiores son singulares accidentalmente en cada uno de los individuos en virtud de su unión con la diferencia individuante.
Así pues, este acto en su totalidad es sobrenatural; y, por una parte, todo él ─en términos de totalidad de efecto en todos sus grados─ procede de las causas naturales que concurren en él y, por otra parte, en términos de totalidad de efecto, todo él procede de Dios, que concurre de modo sobrenatural a su producción, ya sea por sí mismo de modo inmediato, ya sea por medio del influjo de sus dones sobrenaturales como causas segundas; sin embargo, este acto procede parcialmente por parcialidad causal, por una parte, de las causas naturales consideradas como una parte del todo de esta causa y, por otra parte, de Dios, que influye de modo sobrenatural como la otra parte del todo de esta causa.
Por esta razón, la totalidad de la acción, en la medida en que procede totalmente de causas naturales ─y como tal la consideramos─, es influjo de causas naturales, pero en la medida en que procede de Dios a través de su influencia sobrenatural, es influjo de Dios; en consecuencia, sólo en virtud de nuestra consideración con fundamento real, distinguimos en esta acción el influjo de Dios del influjo de las causas segundas.
Sin embargo, del mismo modo que esta acción es libre gracias al influjo de nuestra voluntad y no al influjo del hábito sobrenatural que concurre en ella, así también, el hecho de ser sobrenatural y de una especie distinta de la que poseería si ninguna causa sobrenatural concurriese en ella, se debe al influjo del hábito sobrenatural y no a nuestro influjo. Pues no implica contradicción que la índole de un acto difiera en la medida en que dicho acto procede de distintas causas parciales, a pesar de que todo el acto considerado en términos de totalidad de efecto proceda de cada una de ellas. Ciertamente, el sol y el caballo generan al caballo; tampoco hay nada en el caballo que lo genere el caballo y no el sol; no obstante, que el efecto sea un caballo y no otra especie, no se debe al sol, sino al caballo.
11. Por esta razón, es evidente que el influjo de Dios dirigido al acto sobrenatural de la fe o a cualquier otro, según nuestro parecer, no constituye una diferencia esencial, distintiva o intrínseca del acto sobrenatural respecto del natural en relación a un mismo objeto, sino que este acto sobrenatural posee su propia diferencia intrínseca y esencial; esta diferencia, considerada en términos de parcialidad causal y no de efecto, procede en su totalidad de Dios como causa eficiente ─a través de su influencia sobrenatural─ y de nosotros, que influimos de modo natural, aunque esta diferencia no es sobrenatural por proceder de nosotros, sino por proceder de modo mediato o inmediato de Dios cuando influye de modo sobrenatural junto con nosotros. Además, está claro que la diferencia esencial que procede de Dios y de nosotros por totalidad de efecto ─aunque el hecho de ser sobrenatural y distinto de como sería si Dios no influyera de manera sobrenatural, no se debe a nosotros y sí a Dios─ no debe establecerse únicamente en los términos de estos actos sobrenaturales, que pertenecen al género de la cualidad, sino que una diferencia semejante debe establecerse en los propios actos, en la medida en que caen bajo el género de las acciones. Asimismo, es cosa clarísima que no sólo la diferencia de estos actos y términos es sobrenatural, sino que también sus géneros, en la medida en que se unen a sus diferencias, son sobrenaturales en los propios actos y términos, aunque accidentalmente, como ya hemos explicado. A pesar de que las diferencias de los actos, de los términos y de los hábitos son relaciones que transcienden a unos mismos objetos de modo mediato o inmediato, como pronto explicaremos, sin embargo, en sí difieren esencialmente, porque son diferencias de diversos géneros subalternados o incluso de otra categoría.
12. En cuanto a la tercera objeción, debemos señalar lo siguiente: Aunque las potencias cognoscitivas y apetitivas y sus actos se distingan en especie por las relaciones transcendentes e intrínsecas que mantienen con sus objetos considerados bajo distintos conceptos, como dicen los Dialécticos y los Metafísicos, sin embargo, la raíz de estos conceptos se encuentra en la posibilidad de las propias potencias y de algunos otros principios eficientes a través de los cuales las potencias se determinan bajo la forma de actos que difieren en especie; en función de la diversidad de estos principios eficientes posibles y en orden a ellos, aparecen los diversos conceptos formales bajo los que se consideran los objetos, de tal modo que, finalmente, todos estos conceptos se reducen a la posibilidad ─como raíz primera u origen del que dependen─ que tanto los propios principios eficientes, como los objetos tomados de modo natural, poseen en virtud del poder divino, porque la esencia divina los contiene de manera eminente. Por esta razón, no debe excluirse la diversidad en los principios eficientes ─o cooperantes─ de los actos de las fuerzas cognoscitivas y apetitivas: en primer lugar, porque en relación a ellos se entienden y aparecen los diversos conceptos bajo los que se consideran los objetos y en orden a los cuales los actos se distinguen intrínsecamente en especie; y, en segundo lugar, porque en virtud de ellos como causas particulares y eficientes, próximas o remotas y determinadas en este sentido aparecen las mismas relaciones intrínsecas a los actos y, por ello, la diversidad específica de estos actos.
Sin embargo, cuando dos principios eficientes se influyen de tal modo que uno de ellos, conteniendo por eminencia al otro y completando su influjo, coopera en algún acto de este último, no es necesario que los actos procedentes de estos principios distintos se distingan en especie entre sí. Por ejemplo, como el sol contiene por eminencia el calor del fuego y la virtud seminal del ratón, no es necesario que el calor que el sol produce de manera inmediata y el calor que el fuego produce de manera inmediata, se distingan en especie entre sí, así como tampoco es necesario que el ratón generado por el sol sin ratón y el ratón generado por otro ratón en razón de su virtud seminal, se distingan en especie entre sí.
Asimismo, cuando un solo principio coopera con otro como virtud derivada de este último, no es necesario que su cooperación sobreañadida produzca en el acto una diversidad específica. Puesto que por mediación del acto el hábito natural surge a partir de la potencia y de los demás principios que concurren con ella en la producción del acto por el que este hábito surge y, por ello, toda la fuerza de este hábito procede de estos principios, no es necesario que la cooperación posterior del hábito ─junto con los demás principios─ dirigida a la producción de actos semejantes, produzca en estos actos una diversidad específica.
Vamos a explicar lo que acabamos de decir. Puesto que en virtud de la potencia divina el entendimiento y los sentidos son posibles, de aquí se sigue que las cosas cognoscibles se dividan en inteligibles y sensibles; y como todas las cosas que pueden sentirse, también pueden entenderse, de aquí se sigue que uno y el mismo objeto caiga simultáneamente bajo la consideración de dos conceptos en términos de ser cognoscible: un concepto de lo sensible en relación a los sentidos y otro de lo inteligible en relación al entendimiento.
Asimismo, como los sentidos externos e internos son posibles y lo que se conoce con los sentidos externos también se percibe con los sentidos internos, de aquí se sigue que a cualquier objeto percibido por los sentidos externos se le apliquen dos conceptos formales distintos en especie en términos de ser sensible: un concepto en relación al sentido externo y en función del cual dicho objeto es visible o audible; y otro en relación a los sentidos internos y en función del cual dicho objeto es sensible en virtud del modo de percibir de los sentidos internos.
Como los cinco sentidos externos con que se perciben las diversas cualidades, también son posibles y necesarios, de aquí se sigue que a estas cualidades se les apliquen diversos conceptos de sensibilidad ─por ejemplo, el concepto de lo visible, de lo audible, &c.─ en relación a los distintos sentidos y en orden a cuyos conceptos dichos sentidos se distinguen entre sí en especie.
Además, como cada uno de estos objetos es perceptible simultáneamente y de distinto modo según los distintos sentidos internos, de aquí se sigue que a cada uno de ellos se le apliquen simultáneamente varios conceptos de sensibilidad en relación a los distintos sentidos internos con que se perciben estos objetos de distinta manera.
Como el ángel entiende de distinta manera que nosotros, de aquí también se sigue que en las cosas inteligibles una cosa sea el concepto de inteligibilidad en relación a nuestro entendimiento y otra en relación al entendimiento angélico.
Finalmente, en los objetos las especies de cognoscibilidad en relación a las fuerzas cognoscitivas ─aunque se nos oculten, porque ignoramos la potencia divina─ son tantas cuantas fuerzas cognoscitivas son posibles en virtud de la potencia divina, además de las que ésta ha producido. Si la existencia de los sentidos fuese imposible incluso para la potencia divina, entonces a ningún objeto podría aplicársele el concepto de lo sensible.
13. Pero pasemos a hablar de los actos de las potencias: como las potencias se ordenan en relación a los actos y, por medio de ellos, se despliegan y llegan hasta los objetos, de aquí se sigue que se relacionan de modo inmediato y transcendental con los actos y, en consecuencia, se especifican a través de ellos de modo inmediato; pero también se relacionan mediatamente con los objetos y, en consecuencia, se especifican a través de ellos de modo mediato. Por lo demás, como los actos no se dividen, ni se distinguen en varias especies, en la medida en que emanan de sus potencias ─aunque sí lo hacen por otra razón, como explicaremos más adelante─, por ello, las potencias se especificarían por sus actos, si los considerásemos tal como se producirían en el caso de que emanasen de ellas de modo preciso, pero no tal como se producen por otra razón, es decir, divididos y multiplicados en muchas especies.
Para hablar de nuestras potencias y omitir de momento las potencias angélicas, vamos a referirnos por separado a los actos aprehensivos y a los juicios: puesto que las potencias cognoscitivas, como decíamos en nuestros Commentaria in primam D. Thomae partem, q. 1, art. 3 (disp. 3) y también en otros lugares, son indiferentes de por sí en relación al conocimiento de uno u otro objeto material en virtud de lo contenido dentro de los límites de su objeto formal, así como también son impotentes para percibir cualquiera de estos objetos, salvo que se determinen a conocer por otra razón en virtud de la influencia junto con ellas de alguna causa particular ─que suele ser con regularidad la especie o semejanza impresa de un objeto─, de aquí se sigue que, como en función de la diversidad específica de los objetos materiales se imprime en las potencias una especie impresa de distinta especie que las especies impresas de otros objetos por medio de las cuales las potencias se determinan al acto de conocer, por todo ello, también los actos de ver, de entender o de conocer por cualquier otra potencia, así como los términos de estos actos ─es decir, las especies que se producen y se siguen de ellos─, se distinguirán en especie entre sí en función también de la diversidad de los objetos materiales ─según hemos explicado ya en la disp. 3 que acabamos de citar─ y hasta tal punto que a la blancura se le aplicaría un concepto de cognoscibilidad ─siendo la blancura percibida por la vista, en la medida en que ésta es determinable por la especie impresa de blancura que coopera con ella en la visión de la blancura─ que diferiría del concepto de cognoscibilidad que se le aplicaría al color negro, siendo éste también percibido por la vista, en la medida en que ésta es determinable por la especie impresa y distinta del color negro; lo mismo puede decirse de los demás objetos que se perciben con el entendimiento o con los sentidos.
14. Del mismo modo, como en las ciencias naturales y en el asentimiento de sus principios, el entendimiento se determina por las naturalezas de los extremos, por ello, en función de la diversidad de las naturalezas de los extremos que concurren en el asentimiento ─que se produce a través de conocimientos simples por medio de los cuales estos principios se aprehenden o incluso se penetran─, estas ciencias se distinguen entre sí según la especie de asentimiento de los principios, así como también ─en consecuencia─ los hábitos que a continuación surgen en una misma ciencia, como en la geometría o en la aritmética, según hemos explicado ya en la disputa citada. Pues los principios no sólo son cognoscibles de manera genérica y en la medida en que se encuentran en diversos grados de abstracción ─con distintos asentimientos─, así como también las conclusiones derivadas de ellos ─por ejemplo, sin discurso─, sino que también cada uno de ellos en particular es cognoscible de distinto modo, según la determinación del entendimiento en virtud de las naturalezas de los distintos extremos o por otra razón, según hemos explicado en la disputa citada.
Asimismo, como en virtud de los asentimientos de los principios el entendimiento se determina en relación al asentimiento de las conclusiones por medio de alguna consecuencia, por ello, en función de la diversidad de los principios por los que el entendimiento se determina y en función de la cualidad de la corrección de la consecuencia, se generan los actos de asentir ─por medio del discurso─ distintos en especie y también, en consecuencia, los hábitos que a continuación surgen dentro de una misma facultad y disciplina en términos de una sola e idéntica abstracción u orden. Por esta razón, no sólo las conclusiones genéricas ─en la medida en que se encuentran en diversos grados de abstracción─ son cognoscibles de distinto modo, así como los principios de los que se derivan de manera mediata o inmediata ─naturalmente, por medio del discurso─, sino que cada una de estas conclusiones en particular también es cognoscible de distinto modo que cualquier otra, por medio de la determinación del entendimiento en virtud de los diversos principios y de la diversidad de la cualidad de la consecuencia. Además, de la misma manera que cada una de ellas en particular es cognoscible de distinto modo en función de la diversidad de aquello en virtud de lo cual el entendimiento se determina a conocer, así también, en función de la diversidad de aquello en virtud de lo cual el entendimiento se determina, se generan los actos y, en consecuencia, también los hábitos de conocer ─por medio del discurso─ distintos en especie o por subalternación genérica. Pues si todos los principios son evidentes y, del mismo modo, también las consecuencias, entonces en función de la diversidad de los principios ─o de uno de ellos─ surgirán, distintas en especie, las ciencias de las conclusiones. Si una y la misma conclusión ─como esta: la Tierra es redonda─ se deriva de distinto modo de principios diversos, como los de la filosofía natural ─a saber, la naturaleza y peso de la propia Tierra─ y los astronómicos ─esto es, un eclipse de luna─, entonces, sobre una y la misma conclusión, surgirán ciencias distintas en especie. Pero si alguno de los principios y la corrección de la consecuencia no son evidentes y además el asentimiento no se alcanza por medios sobrenaturales con el apoyo de la revelación divina, entonces surgirá la opinión y, en función de la diversidad de los principios en virtud de los cuales el entendimiento se determina, se generarán opiniones distintas en especie.
15. Del mismo modo que el concurso del hábito natural por género de causa eficiente ─junto con los otros principios en virtud de los cuales el entendimiento se determina a asentir─ no es la causa de que se genere un asentimiento diferente en especie del que se generaría por estos mismos principios, si no surgiese este hábito ─como ya hemos dicho─, porque toda la fuerza del concurso del hábito procede de estos mismos principios, tampoco el hábito basta para que en relación a él se aplique un concepto distinto de cognoscibilidad al objeto al que asentimos de este modo. Esto es verdad, aunque Dios infunda un hábito por accidente, como fueron los hábitos de las ciencias de la naturaleza que Dios infundió a los primeros padres. Pues como estos hábitos eran en sí naturales, poseían la misma virtud y eficacia que los adquiridos y sólo eran sobrenaturales por accidente en relación al modo en que fueron concedidos e infundidos; por ello, no producían en el acto al que concurrían una diversidad mayor que si hubieran sido adquiridos.
16. Pero como el hábito de la virtud teologal de la fe infusa es de por sí y en sí mismo sobrenatural, difiere en especie del hábito que el luterano adquiere en relación al objeto de revelación ─así, también nosotros adquiriríamos este hábito, si, abandonados exclusivamente a nuestras fuerzas, asintiésemos a creer en estas cosas─ y es de una eficacia superior; por esta razón, influyendo simultáneamente con los demás principios naturales por los que asentimos a todo aquello que ha sido objeto de revelación, este hábito determina a nuestro entendimiento a realizar un acto de una naturaleza y especie superiores al que realizaríamos únicamente en virtud de nuestras fuerzas. Por ello, como así este hábito determina de distinto modo a nuestro entendimiento a asentir a lo que Dios nos ha revelado, de aquí se sigue que las cosas que han sido objeto de revelación, son cognoscibles de distinta manera, por una parte, cuando concurre el hábito de la fe infusa y, por otra parte, cuando alguien asiente a ellas exclusivamente en virtud de sus fuerzas naturales; esto es así hasta tal punto que a estas cosas, consideradas de un modo o del otro, se les aplica un concepto distinto de cognoscibilidad en función de los distintos principios en virtud de los cuales nuestro entendimiento se determina a asentir a estas cosas; esto es así no sólo cuando hay una falta de evidencia, sino también cuando concurre simultáneamente un conocimiento, como hemos dicho ─en las dos disputas citadas─ a propósito de la aserción Dios existe, que admiten tanto el filósofo católico, como el filósofo luterano.
17. Si Dios influye de modo sobrenatural y sin mediación de un hábito sobre el acto de creer en las cosas que han sido objeto de revelación ─como de hecho influye, por medio de otros auxilios particulares, sobre el primer acto de creer, que es, por así decir, una disposición a la infusión del hábito en los adultos─, entonces, si este acto es en sí de la misma especie que los actos de creer que se producen tras la adquisición del hábito infuso de la fe, sin duda, del mismo modo que esa misma diversidad que determina al entendimiento hacia el acto de creer de modo sobrenatural en las cosas que han sido objeto de revelación ─ya sea por medio del hábito, ya sea por medio de otros auxilios particulares─ no produce una diversidad específica en este acto, tampoco en relación a dicho acto se les aplica a los objetos revelados un concepto distinto de cognoscibilidad. Esto es así porque, cuando Dios influye de este modo y sin mediación de un hábito sobre el primer acto de creer, influye como causa que en sí contiene por eminencia el hábito infuso de la fe y completa su causalidad. Como ya hemos dicho anteriormente, cuando dos principios eficientes se influyen de tal modo que uno, conteniendo por eminencia al otro y completando su influjo, coopera en algún acto, no es necesario que, en función de la diversidad de estos principios, se produzcan actos distintos en especie, según hemos explicado ya recurriendo al ejemplo del calor producido tanto por el sol, como por el fuego, y al ejemplo del ratón generado tanto por el sol, como por otro ratón. Pero he dicho: si este acto es en sí de la misma especie; porque al menos sobre el acto de contrición y de amor por el que el adulto se dispone para la justificación, parece que habría que decir que este acto difiere en especie del que se realiza y le sigue una vez alcanzado el hábito de la caridad y la gracia y una vez producida su cooperación en este acto. En efecto, el primero no hace a alguien merecedor de la gracia, ni de la gloria, salvo que posteriormente en términos de naturaleza el hábito de la caridad y de la gracia informe a este acto; pero el segundo, que se realiza con la cooperación de la caridad y de la gracia, hace a cualquiera merecedor del aumento de la caridad, de la gracia y de la gloria. Parece que esto no sería posible sin una distinción específica entre ambos actos, porque el acto realizado gracias a la propia fuerza del hábito de la caridad ─considerado también en tanto que emanando de la caridad─, parece convertir a cualquiera en merecedor de la gracia y de la gloria.
18. Sobre las potencias apetitivas, debemos decir que también se especifican con inmediatez por sus actos, siempre que los consideremos tal como serían, si emanasen tan sólo de las propias potencias, y no como realmente son, en tanto que se multiplican y se dividen en especie, en la medida en que las potencias apetitivas ─con la cooperación e influjo de algún otro elemento─ se determinan en relación a distintos objetos o en relación a la búsqueda o huida de una y la misma cosa, dependiendo de que se considere buena o mala, es decir, conveniente o perjudicial; pero las potencias apetitivas se especifican con mediatez por los objetos. Ahora bien, omitiendo de momento otras potencias apetitivas, los actos naturales de la voluntad libre y, en consecuencia, los hábitos que de ellos se generan, se distinguen en especie no sólo en términos morales, según la diversidad de los objetos de las distintas virtudes morales y de los vicios ─considerando la recta razón como regla y medida de la moralidad de los actos─, sino también, a mi entender, en términos de naturaleza, según la diversidad específica de los objetos en su ser natural, en la medida en que se consideren buenos o malos por naturaleza, siendo esta la razón de apetecer o huir de estos objetos. Pues en la medida en que la voluntad se determina ante la concurrencia de conocimientos distintos de lo apetecible o de lo rechazable en un objeto, hay un concepto distinto de lo apetecible o de lo rechazable para la voluntad con la concurrencia y cooperación de este conocimiento a fin de buscar o huir de este objeto. De ahí que pueda observarse que alguien ha alcanzado el hábito de la templanza en relación al sentido del gusto o en relación a un objeto considerado materialmente bajo este concepto y no a otro objeto; ahora bien, a estos objetos y, en consecuencia, a los actos y a los hábitos relacionados con estos objetos, se les aplica un mismo concepto en función de la regla de la razón de comer y beber con templanza.
19. Pero los concursos de los hábitos naturales para realizar estos actos de la voluntad, no producen una diversidad específica en los actos por la razón que ya hemos mencionado a propósito de los hábitos naturales considerados genéricamente; y esto es así, aunque Dios infunda estos hábitos accidentalmente, como se los infundió a los primeros padres, como es evidente por lo que hemos dicho en ese lugar.
20. Sin embargo, como el hábito de la virtud teologal de la caridad infusa ─que, según nuestro parecer, en primer lugar, casi no se distingue de la gracia que convierte en agraciado y, en segundo lugar, por medio del Espíritu Santo que nos ha sido dado, se infunde en nuestros corazones como vestido nupcial que distingue a los hijos adoptivos de Dios de los que no lo son─ es de por sí un hábito infuso y de una naturaleza, esencia y especie superiores a las del hábito de la caridad natural que el infiel alcanza en virtud de sus fuerzas naturales amando a Dios tras conocerlo con la luz natural de la razón ─o si es un hereje, por revelación divina de todo aquello sobre lo cual el hereje no yerra─ y que nosotros también alcanzaríamos si, abandonados exclusivamente a nuestras fuerzas, amásemos a Dios en la medida en que lo conocemos, por todo ello, el concurso de este hábito ─considerado como causa eficiente junto con nuestra voluntad y todo lo demás que concurre con ella para amar a Dios─ produce un acto de dilección de una especie distinta y superior a la especie del acto que producen nuestras fuerzas naturales solas; en consecuencia, considerada en sí misma y según uno y el mismo concepto, la bondad divina se ama de distinta manera; por ello, se le aplica un concepto de dilectibilidad en relación a nuestras fuerzas naturales solas y otro en la medida en que, junto con ellas, influye el hábito de la virtud teologal de la caridad infusa o bien cualquier otro auxilio divino particular que dirija nuestro acto de dilección hacia una especie y naturaleza superiores a las que poseería si se realizase exclusivamente en virtud de nuestras fuerzas naturales, como ya hemos dicho a propósito del acto de creer ─en lo que ha sido objeto de revelación─ realizado con la influencia simultánea del hábito de la virtud teologal de la fe o de otro influjo particular de Dios con objeto de dirigirlo hacia una especie superior de creencia.
21. Por todo lo que acabamos de decir, es evidente que la tercera objeción pierde su fuerza. Pues hemos explicado de qué modo, bajo un mismo concepto de bondad divina aprehendido por nosotros, aparecen distintos conceptos formales ─según el ser de lo dilectible en relación a los distintos principios por los que se producen estos actos─, en orden a cuyos conceptos dichos actos se especifican y, en consecuencia, presentan diferencias esenciales por las que se distinguen intrínsecamente y por las cuales un acto, que es de naturaleza y esencia superiores, resulta proporcionado a nuestro fin sobrenatural y otro no. Además, hemos explicado por qué razón esto se debe a la diversidad de principios por los que nuestra voluntad se determina o se le ayuda a amar a Dios de distinto modo, aun siendo aprehendido bajo el concepto de una misma bondad. Para ir asegurando el camino a fin de responder a la cuarta objeción, respecto de lo que se dice en particular en la tercera ─a saber, no basta con que los actos se distingan en especie, si uno de ellos es sobrenatural de manera extrínseca en razón de un influjo particular y otro, en cuya producción no concurre este influjo, no es sobrenatural─, habría que decir que si, en virtud de este influjo, el primer acto sólo es sobrenatural por su modo de producirse y no, sin embargo, por la propia naturaleza del acto realizado ─del mismo modo que la visión que Cristo le concedió a un ciego de nacimiento, era sobrenatural sólo por el modo de producirse y no por el acto producido, porque era del mismo tipo y especie que otros que se producen en los hombres de modo natural─, sin duda, esto es cierto; ahora bien, en la cuestión que estamos tratando, debemos considerar esto de modo muy distinto. Pues como ya hemos explicado, el primer acto es sobrenatural ─en virtud de dicho influjo─ por el propio acto producido, así como de una naturaleza y especie superiores a las del acto de dilección que todas las fuerzas naturales pueden producir.
22. En cuanto a la cuarta objeción, debemos decir que nosotros no negamos que un acto de una sola especie pueda ser natural y sobrenatural bajo distintas consideraciones. Más bien, afirmamos que amar a Dios de modo conmensurado a nuestro fin sobrenatural, es un acto sobrenatural en relación a nuestra voluntad considerada en sí misma junto con lo que le es connatural; sin embargo, considerada en tanto que influida ya por el hábito de la virtud teologal de la caridad y en la medida en que este hábito influye junto con ella de modo eficiente y por necesidad de naturaleza, este acto es natural; ahora bien, como este hábito es sobrenatural en relación a nuestra voluntad, para nosotros también será sobrenatural amar a Dios de manera conmensurada al fin sobrenatural, incluso cuando estemos en posesión del hábito infuso de la virtud teologal de la caridad. Algo parecido hemos dicho en nuestros Commentaria in primam D. Thomae partem, q. 12, art. 5 (disp. 1, ad tertium Scoti), a propósito de la visión beatífica considerada, por una parte, en relación a nuestro entendimiento en sí mismo y, por otra parte, en la medida en que nuestro entendimiento ya ha recibido la infusión de la luz de la gloria. Lo que decimos ahora es lo siguiente: si se producen dos actos en relación a un mismo objeto, realizados por una misma potencia y de los cuales uno es natural al entendimiento y el otro, sin embargo, sobrenatural, pero no por su modo de producción, sino por ser de naturaleza y esencia más eminentes, estos actos diferirán en especie y la eminencia y distinción del superior con respecto al inferior se deberá, en términos de origen y de causa eficiente, al influjo de la causa superior que ayuda a la potencia a realizar este acto, que es sobrenatural por esta causa. Pero en términos formales, admitidas la mayor y la menor del argumento, también podríamos conceder su consecuencia; pues los actos de los que hablamos, llevan aparejadas relaciones distintas con el objeto considerado bajo distintos conceptos, como ya hemos dicho.