Concordia do Livre Arbítrio - Parte III 11
Parte III - Sobre os auxílios da graça
Disputa XLVI: ¿Los actos de creer, de tener esperanzas, de amar y de arrepentirse emanan de modo eficiente de los hábitos teologales en el instante último en que disponen para estos hábitos? Además, ¿qué es la justificación?
1. Nos resta poner fin a la «Primera parte» de esta Concordia examinando la dificultad propuesta, a saber, ¿los actos sobrenaturales de creer, de tener esperanzas, de amar y de arrepentirse ─con que los adultos se disponen para la justificación en el instante último en que estos actos disponen para los hábitos de las virtudes teologales y Dios los infunde─ emanan de modo eficiente de estos mismos hábitos cuando se infunden por vez primera, como algunos sostienen, o, por el contrario, como creemos haber explicado claramente a partir de la disputa 8 y de nuevo a partir de la 37, no emanan de los hábitos que, con posterioridad de naturaleza, se infunden en el mismo momento, sino que se vuelven sobrenaturales y disposiciones últimas para estos hábitos por medio de los distintos auxilios y movimientos de la gracia previniente y excitante de los que hemos hablado hasta aquí? Ahora bien, si con posterioridad a ese instante persistimos en los mismos actos, entonces durante todo el tiempo siguiente emanarán de los hábitos ya infundidos y serán meritorios de un aumento de la gloria y también de la gracia recibida de manera totalmente gratuita en el primer instante. Aprovechando esta ocasión, también explicaremos qué es la justificación, de la que tantas veces hemos hablado hasta ahora.
2. Santo Tomás (Summa Theologica, 1. 2, q. 113, art. 7 ad quartum; art. 8 ad secundum), Cayetano y Bartolomé de Medina (comentando ambos el art. 8 mencionado), Domingo de Soto (De natura et gratia, lib. 2, cap. 18; In IV, dist. 14, q. 2, art. 6) y Melchor Cano (Relectio de poenitentiae sacramento, p. 1) son del parecer de que la última disposición del adulto para la gracia procede de manera eficiente de la propia gracia en el instante en que la gracia se infunde por vez primera. Es más, Soto afirma que el auxilio particular por el que este acto resulta sobrenatural y, finalmente, dispone para la gracia, no es otra cosa que el propio influjo de la gracia habitual que, como causa eficiente, se dirige hacia este acto.
3. Vamos a ofrecer la demostración de este parecer. En primer lugar: El acto por el que el adulto se dispone en última instancia para la gracia, es meritorio de la vida eterna en el propio instante en que se infunde la gracia. Pero no puede ser meritorio, salvo que proceda de la gracia. Por tanto, procede de la gracia en el instante en que la gracia se infunde.
4. En segundo lugar: La gracia que convierte en agraciado es un hábito operativo que actúa o coopera, en la medida en que le toca, por necesidad de naturaleza. Pero como la gracia actúa por necesidad de naturaleza, sobre todo si lo hace por medio de una acción instantánea, entonces en el primer instante en que aparezca, obrará, del mismo modo que, en el instante en que el sol aparece, ilumina. Por tanto, en el instante en que la gracia que convierte en agraciado, se infunde al adulto ─que, por medio de su operación, finalmente, se dispone para ella─, cooperará en el acto que se produce en ese mismo instante.
5. En tercer lugar: En uno y en el mismo instante unas causas pueden ser entre sí causas de modo recíproco y, por ello, pueden precederse mutuamente en función de distintos géneros causales. Así, cuando el aire, en virtud de su propio movimiento, abre la ventana y entra en la estancia, en términos de causa eficiente la entrada del aire precede a la apertura de la ventana, pues al entrar abre la ventana; sin embargo, en términos de causa dispositiva y, por así decir, material, como la apertura de la ventana es una disposición o condición requerida previamente para que el aire entre, esta apertura antecede a la entrada del aire. Asimismo, según aquellos que sostienen que se puede proceder a una reducción a la materia prima, en el instante en que se introduzca la forma substancial del fuego, de ella procederá de modo eficiente el calor con el que se conservará en materia; por ello, en términos de causa eficiente, la forma substancial precede en materia a su disposición requerida, aunque en términos de causa material y dispositiva, esa misma disposición precede en materia. Santo Tomás también ofrece el ejemplo de la iluminación del aire, que, en términos de causa eficiente, antecede a la disipación de la oscuridad, a pesar de que, en términos de causa material, la disipación de la oscuridad antecede a la recepción de la luz. Por tanto, del mismo modo, en términos de causa eficiente, la infusión de la gracia y su influjo ulterior sobre el acto por el que el adulto se dispone en última instancia para la gracia, anteceden a la disposición, a pesar de que, en términos de causa material, la disposición es anterior a que la gracia informe el alma e influya sobre dicho acto.
6. No han faltado quienes, pensando que la justificación del adulto se completa con los actos de las virtudes infusas, han afirmado que los hábitos de las virtudes teologales concurren de modo eficiente en la justificación del adulto y, por esta causa, en el instante en que los actos de creer, de tener esperanzas y de amar, resultan disposiciones últimas para los hábitos y en el instante en que estos actos se infunden por primera vez, son producidos de manera eficiente por estos hábitos. Lo demuestran recurriendo a las palabras del Concilio de Trento (ses. 6, cap. 7): «En la justificación con perdón de los pecados, el hombre recibe gracias a Cristo, a quien accede, estas tres cosas infundidas simultáneamente: fe, esperanza y caridad; pues la fe no puede, salvo que se le añadan la esperanza y la caridad, unir perfectamente a Cristo, ni hacer de alguien miembro vivo de su cuerpo».
7. En cuarto lugar: Unir y hacer miembro vivo dan a entender eficiencia. Por tanto, como carece de eficiencia la información de los hábitos infusos que informan el alma y sus potencias, pero no así el influjo de estos hábitos sobre los actos de amar afectuosamente, de tener esperanzas y de creer, que se realizan en ese mismo instante y unen a Cristo a aquel que se justifica, de aquí se sigue que los hábitos infusos concurren de modo eficiente en estos actos, cuando se realizan en el primer momento de la justificación.
Demostración: La justificación es vida espiritual de quien se justifica; pero el vivir de manera espiritual no puede darse, ni entenderse, sin la operación de la vida espiritual.
8. Domingo de Soto (In IV, dist. 14, q. 2, art. 6) no sólo admite que el parecer contrario es el común, sino también que la opinión de Santo Tomás es difícil de entender y de defender. También Bartolomé de Medina juzga el parecer contrario bastante probable y dice que se puede afirmar que el libre arbitrio no realiza junto con la gracia que convierte en agraciado la disposición última para esta gracia, sino junto con una moción distinta del auxilio de la gracia previniente; además, sostiene que, cuando Santo Tomás habla de «gracia» en los lugares citados, no se refiere a la gracia que convierte en agraciado, sino a un auxilio particular. Pero luego defiende la opinión de Santo Tomás. Pues aunque no pueda negarse que, además de referirse a la gracia habitual, Santo Tomás también habla de ese otro auxilio particular ─como es evidente según lo que dice en Summa Theologica, 1. 2, q. 109, art. 7 y siguientes; q. 112, art. 2─, no obstante, en otros lugares citados, afirma de modo manifiesto que la propia gracia que convierte en agraciado, concurre de manera eficiente en el acto del libre arbitrio que se realiza en el instante en que la propia gracia se infunde.
Yo también declaro que nunca he sido capaz de entender de qué modo la gracia que convierte en agraciado, puede concurrir en el acto del libre arbitrio, que es una disposición que se requiere previamente para alcanzar esta gracia; de ahí que siempre he juzgado mucho más probable el parecer contrario común.
9. Pero aprovechando la ocasión del cuarto argumento presentado y para que todo esto se entienda mejor, ante todo debemos explicar qué se entiende bajo el nombre de «justificación», de la que ahora hablaremos.
Dejando de lado otras acepciones de esta palabra y también, en primer lugar, la justificación en virtud de la cual alguien se hace justo sin que ningún pecado le preceda ─como todos los ángeles y los primeros padres, que, en el momento en que fueron creados, recibieron junto con su naturaleza la justicia o gracia─ y, en segundo lugar, la justificación por la que el justo incrementa su justicia ─de la que en Apocalipsis, XXII, 11, leemos: el justo seguirá practicando la justicia; en Eclesiástico, XVIII, 22: no esperes a la muerte para justificarte; en Jeremías, XXXI, 16: pues hay recompensa para tu trabajo; y en Santiago, II, 24: veis que el hombre se justifica por sus obras─, la justificación del impío o del pecador puede definirse de la siguiente manera, según las palabras del Concilio de Trento (ses. 6, cap. 4): es la traslación desde el estado de pecado mortal al estado de gracia y de adopción de los hijos de Dios por Jesucristo nuestro Salvador.
10. No he presentado exactamente la misma definición que el Concilio ofrece en el lugar citado, sino una que puede deducirse de las palabras del Concilio, porque, cuando en el lugar citado el Concilio define la justificación de la siguiente manera: es la traslación desde el estado en que el hombre nace como hijo del primero, es decir, Adán, al estado de la gracia y de la adopción de los hijos de Dios por medio del segundo Adán nuestro Señor Jesucristo; no define genéricamente la justificación del impío, sino tan sólo la justificación en virtud de la cual alguien que todavía no es fiel y que tampoco ha sido purificado de la mancha original, es trasladado al estado de gracia. Pues a partir del capítulo 14 de la misma sesión, el Concilio comienza a hablar de esa otra justificación del impío en virtud de la cual un varón fiel que, tras una primera justificación, ha caído en pecado mortal, alcanza de nuevo la justificación. Es más, hasta el capítulo 14, el Concilio de Trento sólo habla de la justificación del adulto infiel y del modo en que se produce, cuando el adulto infiel se justifica solamente doliéndose de los pecados, siendo este acto ─al que llamamos «atrición»─ suficiente una vez bautizado, como es evidente según lo que el Concilio declara en el capítulo 6 y en la explicación que ofrece, que debemos tener muy presente. Una vez explicada esta justificación, es fácil entender cualquier otra. Por tanto, para ofrecer una definición partiendo de las palabras del Concilio y que abarque genéricamente toda justificación del impío, en lugar de las palabras: es la traslación desde el estado en que el hombre nace como hijo del primero, es decir, Adán; hemos dicho: es la traslación desde el estado de pecado mortal.
11. El Concilio declara en el capítulo 7 que esta justificación no supone tan sólo el perdón de los pecados, sino también la santificación y la renovación por la gracia y los dones; de este modo, por ella el hombre injusto se hace justo y de enemigo pasa a ser amigo y heredero de la vida eterna.
El Concilio añade: «... la causa eficiente de esta justificación es Dios misericordioso, que santifica gratuitamente señalando y ungiendo a través del Espíritu Santo de la promesa, que es garantía de nuestra herencia…, la causa meritoria es Cristo nuestro redentor, que con su pasión santísima en la cruz nos ha hecho merecedores de la santificación y ha dado satisfacción al Padre por nosotros…, la causa formal es la justicia de Dios, no en tanto que Dios es justo, sino en tanto que nos hace justos a nosotros, porque una vez que Dios nos la ha concedido, se nos renueva el espíritu de nuestra mente y no sólo se nos considera justos, sino que verdaderamente somos y recibimos el nombre de ‘justos’, cuando recibimos en nosotros la justicia, cada uno la suya. Pues aunque nadie puede ser justo, salvo aquel a quien se le comunican los méritos de la pasión de Cristo, no obstante, esto sucede en la justificación del impío, cuando por mérito de esta pasión santísima la caridad de Dios se difunde a través del Espíritu Santo en los corazones de quienes alcanzan la justificación, adhiriéndose a ellos». Ciertamente, según estas palabras y todas las demás que el Concilio añade en el mismo capítulo, en los capítulos 8 y 10 y en toda la sesión, es evidente que la justicia por la que formalmente somos justos y por la que Dios nos hace ser justos misericordiosamente, es la caridad habitual y la gracia que Dios nos infunde por los méritos de Cristo y en virtud de la cual somos justos incluso cuando dormimos y perdemos la cabeza.
12. Pero debemos observar que la palabra «hacer» y las derivadas de ella, en algunas ocasiones se utilizan para significar tan sólo influjo y causalidad de causa eficiente y, por ello, la acción a través de la cual esta causa produce el efecto y en virtud de la cual formalmente se denomina «eficiente»; pero en otras ocasiones se utilizan para significar la causalidad de otras causas. Pues decimos que la blancura «hace» lo blanco no como causa eficiente, sino formal, y que la gracia, que es el término formal de la justificación, «hace» al agraciado; en virtud de este efecto formal, se la llama «gracia que ‘hace’ agraciado».
13. Por tanto, según todo esto, si con la palabra «justificación» estamos significando la acción por la que Dios nos hace justos de manera eficiente y nos transfiere del estado de pecado mortal al estado de gracia y de adopción de hijos suyos, entonces la justificación no será otra cosa que la infusión del hábito de la caridad y de la gracia, en virtud de la cual decimos que, como acción de la justificación, produce y perfecciona el efecto. Pero si con ella estamos significando causalidad de causa formal, no será otra cosa que actuación ─o información─ a través de la cual el hábito de la caridad y la gracia infundida por Dios actúa e informa el alma de quien alcanza la justificación, porque por medio de esta actuación expulsa el pecado formalmente ─del mismo modo que, una vez que el aire recibe la luz, la oscuridad que ocupaba el aire desaparece formalmente─ y convierte en justo a aquel a quien informa y sobre el cual actúa y, en consecuencia, en términos de causa formal, lo convierte y lo transfiere desde el estado de pecado al estado de justicia y de adopción de hijos de Dios. Utilizando la palabra «justificación» en este sentido, decimos que la gracia y la caridad justifican y que Dios justifica por medio de esta gracia y caridad como causas formales, aunque digamos que Dios justifica por la propia infusión ─entendida como acción─ de esta misma gracia.
14. Sin lugar a dudas, el concepto de justificación que hemos definido y explicado debe entenderse en términos genéricos y unívocos respecto de toda justificación genérica del impío posterior al pecado de Adán, tanto si esta justificación se produce en niños pequeños o en locos por intervención del sacramento, como si se produce en adultos que sólo han hecho acto de atrición ─también por intervención del sacramento─ o en adultos que han hecho acto de contrición y que sufrirán del dolor sobrenatural de los pecados por amar a Dios en grado sumo, siendo esta la razón por la que, aunque todavía no hayan recibido el sacramento, alcanzarán la justificación. Más aún, aunque a partir del capítulo 4 el Concilio de Trento también se refiere a esta última justificación de los adultos infieles, sin embargo, sólo pretende explicar sobre todo la justificación de los adultos infieles que han hecho acto de atrición y, por ello, declara que el bautismo es causa instrumental de esta justificación.
15. Por lo que hemos dicho, es fácil entender que el cuarto argumento que hemos presentado, es absolutamente inane; tampoco es verdadero el sentido que da a las palabras del Concilio de Trento en las que se apoyan quienes lo defienden. Pues nadie puede negar con probabilidad, ni seguridad, que lo que el Concilio enseña con esas palabras se aplica también a la justificación de los niños pequeños y que, por medio de los hábitos sobrenaturales de fe, esperanza y caridad que reciben cuando son bautizados, estos niños se unen a Cristo y se convierten en miembros vivos de él, a pesar de que en ese instante no realicen operación vital alguna, ni ejerzan acto alguno de fe, esperanza o caridad. Por esta razón, la unión a la que se refieren esas palabras no se produce por el influjo de los hábitos ─como causa eficiente─ sobre los actos de fe, esperanza y caridad que el justificado realiza en ese momento.
16. También es evidente que la demostración añadida a este argumento, es inane. Pues en los niños pequeños justificados y en nosotros mismos cuando dormimos, hay vida espiritual en razón de la caridad y la gracia en virtud de las cuales somos justos formalmente, sin ninguna operación de vida espiritual procedente de estos hábitos. No puedo entender cómo ─según el parecer de los autores con los que disputamos─ puede defenderse que el acto que el justificado realiza en el instante en que recibe la gracia por vez primera, no es meritorio de la gracia, si ─según afirman─ en ese mismo instante este acto procede de la vida de la gracia y de la caridad de manera eficiente. Pues este mismo acto continuado más allá de ese instante o cualquier otro acto realizado de nuevo tras la recepción de la gracia, es meritorio no sólo de la gloria, sino también de la gracia, porque procede de la gracia o de la vida espiritual del alma de manera eficiente. Nadie osará decir que, en el primer instante en que se recibe la gracia, este acto es meritorio de la gracia, porque, una vez realizado dicho acto, la primera gracia se deberá a un mérito, siendo esto erróneo.
17. A esto debemos añadir lo siguiente. Aunque es erróneo y más que peligroso en materia de fe que alguien quiera negar que lo que con esas palabras el Concilio enseña, se aplica a la justificación de los niños, sin embargo, de ningún modo podrá negarse que se aplica a la justificación de los adultos infieles que reciben la justificación atritos sólo por temor servil y habiendo sido bautizados, porque en los capítulos citados el Concilio habla sobre todo de la justificación cuya causa instrumental es el bautismo de tal modo que, por lo menos, no puede negarse que en el lugar citado se refiere a esta justificación. Pero en virtud de la caridad y de la gracia que reciben a través de esta justificación, se unen a Cristo y se convierten en miembros vivos de él de tal modo que, sin embargo, en ese momento la caridad no realiza ningún acto, sobre todo porque si los durmientes o los locos recibieran el bautismo tras haberlo pedido antes de caer en el sueño o en la locura, del mismo modo recibirían la gracia.
18. El sentido de estas palabras del Concilio de Trento se entiende fácilmente, si atendemos a la Iglesia universal, que es, desde la caída de los primeros padres, un cuerpo místico cuya cabeza es Cristo en tanto que hombre. Los hombres se unen místicamente a Cristo por pertenecer al cuerpo de la Iglesia; por esta razón, son miembros de Cristo. Esta fue siempre la fe en Cristo, ya sea implícita, ya sea explícita, en función de los distintos estados de la Iglesia militante; porque no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos… a quien Dios exhibió como instrumento de propiciación por su propia sangre &c. Pero del mismo modo que por el hecho de que un hombre ─ya sea recibiendo el sacramento, ya sea no recibiéndolo, ya sea niño, ya sea adulto─ reciba el hábito sobrenatural de la fe, se convierte en parte de la Iglesia universal, así también, este hombre se convierte en miembro de Cristo ─unido en este cuerpo a su cabeza─ y sigue unido, cuando duerme y cuando está despierto, cuando realiza el acto de fe y cuando no lo realiza por ser totalmente incapaz de hacerlo, como los niños pequeños y los locos. Aunque el hábito de la fe una místicamente a Cristo y convierta al hombre en miembro suyo dentro del cuerpo de la Iglesia, no obstante, si a este hábito no se le añaden los hábitos de esperanza y de caridad ─que son vida espiritual del alma, expulsan la muerte del pecado y otorgan fuerzas para las obras meritorias de la vida eterna─, unirá de manera imperfecta y sólo producirá miembros que seguirán muertos a causa del pecado mortal y serán incapaces de realizar ninguna obra meritoria de la vida eterna. Por esta razón, es evidente que los hábitos infusos de fe, esperanza y caridad, unen a Cristo, en tanto que hombre y en tanto que cabeza de la Iglesia ─sobre esta unión el Concilio habla claramente en el lugar citado─, pero no en términos de causa eficiente, sino más bien en términos casi formales, del mismo modo que la forma se une a la materia dispuesta y del mismo modo que una parte del agua se une a otra parte. Aquel que nos infunde estos hábitos ─a saber, Dios─ es el que, por los méritos de Cristo y por su misericordia, nos une al propio Cristo de manera eficiente a través de estos hábitos, como causas formales que nos convierten en miembros vivos de Cristo. Muy distinta es la unión que se atribuye a la caridad a través de su acto ─en la medida en que, según Dionisio, el amor une al amante con la cosa amada y lo transforma en ella─, de la que se habla en el cuarto argumento que hemos presentado; pues esta es una unión con el objeto propio de la caridad, a saber, con Dios ─en la medida en que existe─, y no con Cristo, en tanto que hombre y cabeza de la Iglesia; sin lugar a dudas, en el lugar citado el Concilio no habla de esta unión.
19. Para entender mejor lo que el sagrado Concilio quiere decir y qué se entiende bajo el concepto de justificación, debemos observar que, con esas palabras, el propósito del Concilio era rechazar y condenar el error pestífero de los luteranos ─a saber, que solamente la fe justifica─, así como explicar al mismo tiempo en qué sentido en las Sagradas Escrituras en algunas ocasiones la justificación se atribuye a la fe. Por esta razón, como el Concilio explica ─desde el capítulo 5 hasta las palabras citadas─ todo el proceso de la justificación y enseña que en ella concurren la fe y la esperanza, completándose la justificación por medio de la caridad y de la gracia infusas en los corazones de quienes son justificados, añade: «De ahí que en la justificación con perdón de los pecados, el hombre reciba gracias a Cristo, a quien accede, estas tres cosas infundidas simultáneamente: fe (aquí debe sobrentenderse: no sólo la fe, sino), esperanza y caridad»; a continuación el Concilio añade la razón de lo que acabo de decir que debe sobrentenderse: «Pues la fe no puede, salvo que se le añadan la esperanza y la caridad, unir perfectamente a Cristo, ni hacer de alguien miembro vivo de su cuerpo. Por este motivo, con toda razón se dice que la fe sin obras está muerta y ociosay que en Cristo Jesús no tienen ningún valor circuncisión, ni prepucio, sino la fe que obra por medio de la caridad. Esta es la fe que los catecúmenos piden a la Iglesia antes del sacramento del bautismo y conforme a la tradición de los apóstoles, cuando piden la fe que alcanza vida eterna, aunque esta fe no pueda alcanzar vida eterna sin esperanza, ni caridad. De ahí que seguidamente escuchen la palabra de Cristo: si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos. Así pues, tras recibir la justicia verdadera y cristiana, como primera estola ─en sustitución de la que Adán, por su desobediencia, perdió para sí mismo y para nosotros─ donada blanca y sin mancha por Jesucristo, se les mandará, una vez renacidos, conservarla para que la presenten ante el tribunal de Cristo y obtengan vida eterna». Ciertamente, la justicia ─y la estola que los catecúmenos toman al ser bautizados, en sustitución de la que Adán perdió para sí mismo y para nosotros, mandándoseles que la mantengan blanca y sin mancha─ no es otra cosa que el hábito de la caridad y la gracia que Adán, a causa de su pecado, perdió para sí mismo y para nosotros y es exactamente igual tanto en los niños, como en los adultos bautizados; en consecuencia, los padrinos la piden a la Iglesia en nombre de los niños antes de ser bautizados; para su conservación es necesaria la observancia de los mandamientos durante el tiempo en que obliguen bajo pecado mortal; no se pierde únicamente por infidelidad, como sostienen los luteranos, sino también por cualquier otro pecado mortal; por esta razón, el Concilio dice que en los adultos la fe sin las obras «está muerta y ociosa».
20. Luego, en el capítulo 8 siguiente, el Concilio explica que en la Epístola a los romanos, III, 22-24, San Pablo dice que el hombre se justifica por la fe y gratuitamente «..., porque la fe es el inicio de la salvación humana, fundamento y raíz de toda justificación ─sin la cual es imposible agradar a Dios y llegar a ser uno más de sus hijos─, que se alcanza de manera gratuita, puesto que nada de lo que antecede a la justificación ─ya sea la fe, ya sean las obras─ resulta meritorio para recibir la gracia de la justificación, porque si es gracia, ya no procede de las obras; de otro modo, como dice el apóstol, la gracia no sería gracia». He aquí que el Concilio añade que la fe ─que, según declara, es inicio de la salvación humana─ es fundamento y raíz de toda justificación y, por ello, también de la justificación de los niños; sin lugar a dudas, esto no puede entenderse, salvo referido a la fe infusa habitual, que, en primer lugar, nos une a nuestra cabeza ─aunque de manera imperfecta, como ya hemos explicado─ y nos hace miembros de Cristo. Pero como nuestra salvación está en la unión con nuestra cabeza en el cuerpo de la Iglesia y esta es la primera unión y raíz y fundamento de todo lo demás, con razón el Concilio declara que el hábito infuso de la fe es inicio de nuestra salvación y base y fundamento de todo lo conducente a la justificación, de tal modo que permanece en el justificado y lo une con su cabeza, de la que procede la vida de la caridad y de la gracia, que suponen la salvación íntegra y perfecta sólo a través de la unión por la fe. Pero esto no implica que en los adultos no sea necesario que, por naturaleza, al menos les preceda el acto sobrenatural de creer, en virtud del cual ─concibiendo, gracias al sentido del oído, todo aquello que es materia de fe y también prevenidos e incitados por la ilustración y el auxilio divinos─ se mueven libremente hacia Dios, creyendo que es verdad lo que Él nos ha revelado y prometido, como enseña el Concilio en los capítulos 5 y 6; de este modo, ayudados por Dios, en última instancia se disponen a recibir el hábito de la fe, gracias al cual ─unidos a su cabeza, que es Cristo, y convertidos en miembros suyos─ en ellos mismos está el inicio de la salvación y la raíz y el fundamento de la misma.
21. Por lo que hemos dicho, ya es fácil entender que una cosa es el inicio de la salvación como raíz y fundamento de la justificación ─del que habla el Concilio de Trento en el capítulo 8 citado─ y otra cosa el comienzo de la justificación de los adultos por medio de la gracia previniente que incita, llama y aparece por auxilios particulares que no permanecen en el justificado, sino que son transitorios, de los que el Concilio habla en los capítulos 5, 6 y en los siguientes. Pues la primera es común a toda justificación considerada genéricamente. Pero la segunda es propia de la justificación de los adultos y le antecede por naturaleza.
22. Es posible que alguien diga que la justificación del adulto puede también considerarse en función de las disposiciones previas de los actos sobrenaturales de creer, de tener esperanzas, de amar y de arrepentirse, que Dios, como padre de toda santidad y justicia, exige por ley ordinaria, con objeto de infundir Él solo ─por los méritos de Cristo─ la justicia y el hábito de la caridad para justificar formalmente, del mismo modo que a la alteración previa para la introducción de la forma substancial la llamamos «generación substancial necesaria» por denominación tomada de la introducción de la forma substancial, respecto de la cual se ordena esta alteración como camino hacia ella. Es posible que además añada que a la justificación del adulto considerada de este modo concurre de manera eficiente el hábito de la caridad y de la gracia en el instante en que se infunde ─y no sólo el influjo del auxilio sobrenatural transeúnte─ y que, en virtud del influjo del hábito de la caridad y de la gracia, se transporta al ser sobrenatural de la disposición última requerida para este hábito de caridad y de gracia.
23. Quien sostenga tal cosa, deberá tener en cuenta, en primer lugar, que hay una gran diferencia entre una alteración previa respecto de la introducción de una forma substancial ─pues en esta introducción radica la razón formal y más apropiada de la generación substancial─ y las disposiciones previas del adulto necesarias para la justificación. Pues la alteración previa produce de manera eficiente la unión de la forma substancial con la materia y en verdad se dice que aquel que, alterando de este modo, dispone la materia, genera de manera substancial; en consecuencia, no debe sorprender que la alteración se denomine ─a partir del término que introduce y produce─ «generación» como camino hacia ella. Sin embargo, las disposiciones sobrenaturales previas no introducen ─ni de manera meritoria, ni mucho menos de manera eficiente físicamente─ la caridad y la gracia, sino que tan sólo son condiciones sin las cuales Dios no quiere infundir la caridad y la gracia, a pesar de los méritos de Cristo y su misericordia. Nadie sostiene tampoco que quien, con la cooperación divina, se dispone de este modo, se justifique a sí mismo, porque Dios es el único que lo justifica. Por esta razón, a pesar de lo que sostienen en sentido contrario Melchor Cano (De locis theologicis, lib. 12, cap. 13 ad 7) y Ruardo Tapper (Explicatio, artículo sobre la justificación, p. 5, § Hunc sensum), no hay por qué denominar «justificación» a la introducción de estas disposiciones, sino tan sólo «disposición para la justificación»; además, sólo debe admitirse que el adulto, con la cooperación divina, se dispone él mismo para la justificación, pero no que se justifique a sí mismo; es más, tampoco coopera en la justificación, sino que tan sólo se dispone y se prepara. Por esta razón, aunque haya que admitir que el hábito de la caridad y de la gracia concurre de manera eficiente en la disposición última para este hábito, sin embargo, no se puede afirmar que concurra de manera eficiente en la justificación, porque esta disposición última no es justificación, ni una parte de la justificación, sino disposición para la justificación, que reside únicamente en la infusión del hábito de la caridad y de la gracia.
24. También deberá tener en cuenta que, al menos en el caso de la justificación del adulto que, cuando recibe el sacramento, se produce únicamente con atrición, no puede afirmarse que el hábito de la caridad y de la gracia concurra de modo eficiente en la disposición última para este hábito. Pues en ese momento el acto del libre arbitrio no es una disposición última para la gracia, sino que el sacramento, junto con este acto, completa la disposición última; nadie dirá que el hábito de la caridad y de la gracia concurre de modo eficiente en este sacramento; además, en ese instante tampoco se produce ningún acto de dilección ─realizado u ordenado─, en cuya producción pueda concurrir de modo eficiente el hábito de la caridad y de la gracia, sino que tan sólo se produce ─únicamente por temor servil─ un dolor de los pecados que se convierte, a través de un influjo muy distinto, en temor sobrenatural.
25. Aunque admitamos que el acto sobrenatural de contrición, que es disposición última para la gracia, puede denominarse «justificación» de manera impropia ─y hablo así para no decir necedades─, porque es disposición y camino hacia la justicia, sin embargo, no creo que pueda defenderse como probable que en este acto, en cuanto disposición última para la gracia, concurra de modo eficiente el hábito de la caridad y de la gracia, al que dispone en último lugar, de tal modo que pudiese decirse que, en consecuencia, el hábito de la gracia y de la caridad concurre de manera eficiente en la justificación del impío.
26. En primer lugar: Porque si el acto sobrenatural de contrición procede de manera eficiente del hábito de la caridad y de la gracia, no veo de qué modo pueda defenderse que no es meritorio no sólo de la gloria, sino también de la gracia, como ya hemos deducido anteriormente; admitir esto sería más que peligroso en materia de fe. Además, admitida esta opinión, también habría que admitir que este acto, en cuanto disposición última para la gracia primera, sería meritorio de la gracia, porque, en cuanto disposición última, decimos que procede de manera eficiente del hábito de la gracia e incluso que se completa por medio del influjo del propio hábito como causa eficiente en tanto que disposición última para este hábito.
27. En segundo lugar: Porque no puedo entender de qué modo en el acto que se requiere con antelación para la infusión del hábito ─en tanto que disposición para este hábito─ de tal modo que del libre consenso y del influjo del arbitrio sobre este acto depende su aparición, concurre ─en ese preciso instante en el que es disposición última para el hábito─ de manera eficiente el propio hábito, que existiría con antelación, informaría el alma y sus potencias e influiría como causa eficiente antecediendo por naturaleza a la existencia del propio acto que dispone para este hábito, especialmente siendo materia de fe que el libre arbitrio, prevenido y excitado por Dios ─a través del auxilio de la gracia─ para realizar este acto, puede no consentir y no realizarlo en el mismo instante en que lo realiza ─y en el que se encuentra ya excitado y prevenido por Dios─, haciendo inútil la gracia así recibida y no alcanzando más adelante el don de la justificación. Por esta razón, la gracia que previene, excita y ayuda al libre arbitrio en el mismo instante en que asiente o se duele por los pecados ─por lo que finalmente se dispone para el don de la justificación─ no es el hábito de la caridad y de la gracia a través del cual se justifica formalmente, ni un influjo suyo, sino un auxilio y una moción totalmente distintas que anteceden a la propia justificación, a la disposición última y al influjo del libre arbitrio sobre ella; no llego a entender de qué modo permanecería libre la voluntad para realizar y no realizar el acto de contrición, si con anterioridad recibiera, como causa eficiente, el hábito de la caridad y de la gracia y este influjo la ayudase a realizar el acto de contrición. Ciertamente, una vez conferido el hábito de la gracia ─y con anterioridad por naturaleza a la realización del acto de contrición─, no puede desaparecer y, en consecuencia, habría que admitir que en ese instante la voluntad no permanece libre para no realizar el acto de contrición o habría que sostener que el adulto podría recibir el hábito de la caridad y de la gracia sin estar dispuesto para ella en última instancia; ahora bien, nadie admitirá ninguna de las dos cosas.
28. En tercer lugar: Porque el Concilio de Trento ─como ya hemos explicado por extenso con anterioridad─ enseña que, con los auxilios de la gracia previniente y excitante ─que difieren del hábito de la caridad y de la gracia y que, una vez conferidos por Dios, pueden resultar inútiles en virtud de la libertad del arbitrio─, los adultos se disponen en última instancia para recibir el don de la justificación o el hábito de la caridad y de la gracia; finalmente, este hábito se infunde cuando, por medio de estos auxilios y del influjo libre del arbitrio, se produce esta disposición. Pues aunque omitamos lo que el Concilio enseña claramente sobre esta cuestión (ses. 6, cap. 5 y 6), el tercer canon de la sesión 6 dice: «Si alguien dijera que, sin la inspiración previniente del Espíritu Santo y sin su ayuda, el hombre puede creer, tener esperanzas, amar o arrepentirse en la medida necesaria para que se le confiera la gracia de la justificación, sea anatema». He aquí que el Concilio declara que, por inspiración y ayuda del Espíritu Santo, el hombre realiza los actos de creer, de tener esperanzas, de amar y de arrepentirse tal como se requiere ─o, lo que es lo mismo, estos actos son disposiciones suficientes─ para que se le confiera la gracia de la justificación; en consecuencia, declara que la gracia de la justificación ─que no es otra cosa que el hábito de la caridad y de la gracia─ se confiere una vez que se han realizado estos actos como disposiciones últimas que dependen de estos auxilios previos y particulares y del influjo libre del hombre. El canon cuarto dice así: «Si alguien dijera que el libre arbitrio del hombre, movido y excitado por Dios, no coopera asintiendo ─cuando Dios lo excita y lo llama a disponerse y prepararse para obtener la gracia de la justificación─ y que tampoco puede disentir, aunque quiera, sea anatema». He aquí que el Concilio declara que Dios, por medio de un auxilio e influjo distintos, excita y mueve al libre arbitrio hacia la disposición sobrenatural, tras la cual ─una vez en posesión de ella─ obtiene con posterioridad de naturaleza la gracia de la justificación y, por ello, el hábito de la caridad; también declara que el propio libre arbitrio coopera así con Dios, que lo excita y llama de tal modo que, si quiere, puede disentir tras esta excitación y esta llamada y no prepararse en última instancia para la gracia de la justificación. No sé qué puede decirse más claramente para que se entienda que la disposición última para la justificación o para el hábito de la caridad y de la gracia, no se produce de manera eficiente por el propio hábito de la caridad y de la gracia, sino por los otros auxilios previos.
29. Pero para que esto se entienda mejor y se puedan refutar más fácilmente los argumentos en sentido contrario, debemos advertir que los hábitos infusos de fe, esperanza y caridad o gracia, no sólo son operativos, sino que también obran de por sí por necesidad de naturaleza; sin embargo, no son causas íntegras de sus actos, como es muy sabido, porque, para poder producir estos actos, en sí mismos dependen del influjo libre de las potencias en las que residen. Además, el modo propio que tienen de influir sobre sus actos es atrayendo a las potencias y facilitando que éstas produzcan sus actos. Esta es la cooperación con las potencias apropiada y dirigida a sus actos, ya sean actos y hábitos naturales, ya sean sobrenaturales.
30. De aquí resulta, en primer lugar, que cuando dormimos o cuando abandonamos libremente el ejercicio de los actos, los hábitos no realizan ninguna acción en absoluto; también sucede que, por medio del influjo libre de las potencias, hacemos uso, cuando queremos, de los hábitos para las operaciones.
31. Por la misma razón, aunque en el mismo instante en que el hábito ─al menos si precede por naturaleza al influjo de la potencia para la operación─ aparece por primera vez, pueda concurrir de manera eficiente en la operación de la potencia atrayéndola y facilitándola el acto que produce en ese instante, sin embargo, si la potencia influye y produce el acto antecediendo por naturaleza a la aparición del hábito, el hábito que aparece con posterioridad de naturaleza de ningún modo podrá concurrir en el mismo instante en esta operación, porque del mismo modo que no ayudará a la potencia atrayéndola y disponiéndola a influir sobre este acto con prioridad de naturaleza, tampoco la podrá ayudar a realizar dicho acto, en la medida en que habría sido producido por un influjo anterior.
32. De la primera parte de lo que hemos inferido, se sigue que los hábitos de fe, esperanza y caridad infundidos a todos los ángeles y a los primeros padres en el primer momento en que fueron creados, habrían concurrido de manera eficiente en los actos de creer, de tener esperanzas y de amar que realizaron en ese mismo instante. Pues como los habrían recibido con anterioridad por naturaleza a que realizasen estos actos, porque ─como diremos más adelante en su momento─ estos hábitos se les habrían conferido sin que se esperase ninguna disposición previa por parte de ellos ─pues, como dice San Agustín, Dios les confirió la gracia al mismo tiempo que creó sus naturalezas─, con toda razón pudieron concurrir con las potencias atrayéndolas y disponiéndolas a influir en ese mismo instante sobre los actos que realizaron en ese momento. Lo mismo habría que decir de los hábitos naturales que, al mismo tiempo que su naturaleza, los primeros padres recibieron de Dios por infusión, siendo estos hábitos iguales que los que ellos podían alcanzar con sus propias fuerzas. Pues como estos hábitos se les confirieron con anterioridad por naturaleza a que ejercieran sus actos, pudieron concurrir de manera eficiente en los actos de las ciencias y de las virtudes que los primeros padres realizaron en ese mismo instante.
33. Pero de la segunda parte de lo inferido se sigue que, aunque los hábitos naturales que sólo se adquieren en virtud de nuestras fuerzas sean operativos y actúen por necesidad de naturaleza, sin embargo ─como es del parecer común de todos─, en el instante en que aparecen por vez primera, no influyen con la potencia sobre el acto por el que aparecen, a pesar de que en ese mismo momento se realice el acto y exista el hábito. Pues como la potencia influye sobre este acto y lo produce con anterioridad por naturaleza a que aparezca el hábito que surge por medio de este mismo acto en ese mismo instante, por ello, este hábito no puede atraer y ayudar a la potencia en el influjo ─con prioridad de naturaleza─ sobre este acto y, por ello, tampoco puede ayudar en la producción del acto. No obstante, si la potencia persevera en el mismo acto, entonces, una vez adquirido el hábito, éste atraerá a la potencia y la hará idónea para influir sobre este acto todo el tiempo restante; por ello, a partir de este momento, este acto procederá de manera eficiente de la potencia y del hábito.
34. Esta causa es la misma por la que, en la cuestión que estamos tratando, el hábito de la caridad y de la gracia infundido en el momento de la justificación del impío, no concurre de manera eficiente en el acto de contrición y de dilección sobrenatural realizado en ese instante. Pues como este acto, en tanto que disposición para el hábito de la caridad y de la gracia, antecede por naturaleza al propio hábito, por ello, el influjo sobre este acto procede del libre arbitrio ─excitado, prevenido y sostenido por los auxilios de la gracia previniente─ con anterioridad por naturaleza a que el hábito se infunda al impío ─suficientemente dispuesto ya para este acto─ y, en consecuencia, en ese instante el hábito no puede ayudar al libre arbitrio influyendo junto con él de manera eficiente sobre la producción de este acto. Por tanto, aunque el adulto ─por medio de los hábitos de la fe, la esperanza y la caridad que se le infunden en la justificación─ reciba fuerzas para creer, tener esperanzas y amar de modo sobrenatural y, por ello, hacerse merecedor no sólo de la beatitud, sino también de un aumento de la gracia, sin embargo, estos hábitos no ejercen ninguna eficiencia sobre esta facultad en los actos que, como disposiciones, anteceden a la infusión de dichos hábitos, sino posteriormente, en la continuación de estos actos y en otros que las potencias realizan de nuevo tras la infusión de los hábitos.
El Concilio de Trento (ses. 6) señala esto con suficiente claridad, si se lee y se consideran detenidamente sus palabras. Pues cuando explica ─hasta el cap. 10, no incluido─, todo el proceso de la justificación hasta que el infiel adulto alcanza la justicia, no utiliza ninguna palabra que pueda llevar a alguien a pensar ─creyendo que esta es la intención del Concilio─ que la propia justicia concurre de manera eficiente en los actos del adulto, sino que, más bien, el Concilio atribuye toda la eficiencia y el concurso sobrenatural a distintos auxilios de gracia previniente y excitante. En el capítulo 10, una vez explicada completamente la primera justificación, el Concilio añade: «Por tanto, así se renuevan los justificados, convertidos en amigos y sirvientes de Dios y yendo de virtud en virtud, como dice San Pablo, de día en día, esto es, mortificando los miembros de su carne y exhibiéndolos como armas de justicia para santificación por observancia de los mandamientos de Dios y de la Iglesia; en la propia justicia recibida por la gracia de Cristo, con la cooperación de la fe, crecen con las buenas obras y se justifican aún más, como está escrito: que el justo se justifique aún más; y también: no temas justificarte, ni aguardes a la muerte para ello; igualmente: ¿Veis que el hombre se justifica por las obras y no sólo por la fe?Este es el incremento de la justicia que la Iglesia pide, cuando reza: Danos, Señor, aumento de fe, esperanza y caridad». Así habla el Concilio en el cap. 10 citado; en los tres siguientes, se ocupa de la observancia de los mandamientos, necesaria para el justificado, y del don de la perseverancia en la justicia recibida.
35. Finalmente, debemos señalar que, aunque en el adulto la disposición última para la gracia suela comenzar por un primer ser, en el que simultáneamente se infunde el hábito de la caridad y de la gracia, sin embargo, hablando en términos morales, este acto no puede cesar en su ser último, sino que siempre se prolonga durante algún tiempo. Por tanto, durante todo el tiempo en que ─tras el primer instante en que el hábito se infunde─ este acto persevera, en él concurre de manera eficiente el hábito de la caridad y de la gracia, como hemos dicho ya varias veces; en consecuencia, durante todo este tiempo se hace merecedor de un incremento de la gloria y de la gracia.
36. Por tanto, respecto del primer argumento, concediendo la mayor, debemos negar la menor. Pues para que ese acto ─sobre todo porque es sobrenatural por influjo de la gracia previniente junto con el libre arbitrio─ sea meritorio de la vida eterna, basta con que en el mismo instante, con posterioridad de naturaleza, lleve aparejado el hábito de la caridad y de la gracia a través del cual se hace grato el acto que el hombre realiza en el mismo instante en que se convierte en hijo adoptivo de Dios. Pues del mismo modo que el adulto se hace grato a Dios a través del hábito que recibe ─alcanzando de esta manera la vida eterna─, así también, este acto sobrenatural realizado de manera eficiente con prioridad de naturaleza, se hace grato con la llegada del hábito ─permitiendo así alcanzar la vida eterna─ en tanto que resulta meritorio de la vida eterna por su unión con el hábito. Por el contrario, la razón por la que este acto sólo es meritorio de la vida eterna y no de la gracia, está en que la gracia de ningún modo lo antecede como para ─a modo de semilla que precede y manantial que brota por propia naturaleza─ hacerlo merecedor de un incremento de la gracia para alcanzar la vida eterna.
37. Respecto del segundo argumento, concediendo también la mayor, debemos decir que la menor sólo es verdadera cuando la fuerza para actuar antecede por naturaleza al influjo de la acción y no cuando la fuerza para actuar sólo es causa coadyuvante ─y de ningún modo necesaria para la acción─ y aparece con posterioridad por naturaleza a que emane el influjo de la acción, como hemos demostrado que sucede aquí.
38. Respecto del tercer argumento, debemos negar su antecedente cuando una cosa es disposición que se requiere con antelación para la existencia de otra. Pues esta disposición que se requiere con anterioridad, no puede emanar de manera eficiente de algo que la requiere con anterioridad para existir como sujeto que debe recibir esta disposición. Los ejemplos que se ofrecen junto con el argumento no demuestran tal cosa con evidencia suficiente.
39. En cuanto al primer ejemplo, debemos negar que, en términos de causa eficiente, la entrada del aire preceda a la apertura de la ventana. Pues una cosa es la fuerza que se imprime al aire, por la que éste se mueve y se comprime contra la ventana; otra cosa es el movimiento del aire, por el que éste se dirige hacia la ventana y se comprime contra ella; otra es la fuerza que se imprime a la ventana, por la que ésta se abre y se mueve con movimiento de apertura; y otra la entrada del aire por la ventana, que, sin lugar a dudas, es el efecto último en términos de causa eficiente. Pues aunque en términos de causa eficiente el influjo sobre el aire anteceda al influjo sobre la ventana y las causas eficientes influyan sobre la ventana por medio del influjo sobre el aire, sin embargo, en términos de causa eficiente, estos efectos se ordenan del modo que acabamos de recordar y el efecto último es la entrada del aire por la ventana. Pues las causas primeras que realizan todo esto, en primer lugar, imprimen una fuerza al aire, a través de la cual lo mueven hacia la ventana. Pero esta impresión, fuerza o ímpetu sobre el aire, no produce un movimiento local, sino una alteración del aire. Además, esta fuerza mueve el aire hacia la ventana con movimiento local y lo comprime contra ella ─estando cerrada─, porque supera la resistencia del aire. A su vez, el aire, movido así localmente y comprimido contra la ventana a causa de la fuerza que se le ha imprimido, en razón del movimiento de su compresión contra la ventana imprime sobre ella otra fuerza en dirección al interior de la estancia. Como esta fuerza es una cualidad, su impresión produce una alteración de la ventana y no un movimiento local. Además, en el instante en que la fuerza imprimida sobre la ventana es tanta como su resistencia, se produce por última vez la no existencia del movimiento local de apertura de la ventana ─porque en ese momento no hay movimiento─, pero inmediatamente después, cuando esta fuerza supera la resistencia de la ventana, se produce su movimiento de apertura. A este movimiento le sigue el movimiento de entrada del aire simultáneamente, pero con posterioridad de naturaleza, en la medida en que, en términos de causa eficiente, el obstáculo de la ventana que impide la entrada, desaparece a causa de este movimiento previo antes de que se siga, en términos del mismo género de causa, la entrada del aire; pues el aire no abre la ventana con su entrada, sino en virtud de la fuerza que imprime sobre ella antes de que se abra y de que el aire proceda a su apertura. Lo mismo sucede cuando sacamos un clavo con otro clavo; pues, en términos de causa eficiente, la expulsión del clavo que se saca antecede a la entrada del otro clavo, aunque la fuerza sobre el clavo que se saca derive del clavo con el que lo sacamos.
40. En cuanto al segundo ejemplo, admitiendo que se pueda proceder a una reducción a la materia prima ─aunque si Aristóteles no hubiera enseñado esto tan claramente, lo contrario podría defenderse con la mayor de las probabilidades, porque, por una parte, casi podría tocarse y verse por la propia experiencia y, por otra parte, se evitarían grandes dificultades─ y adhiriéndonos a este parecer, diríamos que los accidentes corpóreos están sujetos a la materia prima, en la medida en que ésta se encuentre en acto primero por la forma substancial; no obstante, la condición sin la cual no hay sujeto de un accidente, es que la forma substancial esté informada, pero de uno u otro modo indiferentemente; ahora bien, admitiendo, como hemos dicho, esta proposición sobre la reducción a la materia prima, habrá que decir que de la forma substancial del fuego, en el instante en que ésta se introduce en la materia, procede el calor a través del cual, una vez se ha introducido, se conserva en la materia; sin embargo, la materia no requiere de antemano este calor, que tampoco aparece en la materia, en términos de causa material y dispositiva, antes que la propia forma substancial. En efecto, una cosa es hablar de la disposición que requiere la materia ─para que por medio de ella se introduzca la forma substancial del fuego─, que no procede de la forma substancial que se introduce en la materia ─sino de lo que la genera─ y además, en términos de causa eficiente y material ─o dispositiva─, antecede a la forma substancial del fuego generado, como todos admiten. Otra cosa es hablar de la condición que la materia requiere de antemano para no rechazar la introducción de la forma de lo generado, siendo esta condición la expulsión de la materia de las disposiciones contrarias que en sí mismas no toleren la forma del fuego; esta disposición o condición requerida de antemano no procede de la forma de lo generado, sino de lo que lo genera y antecede ─tanto en términos de causa eficiente, como material─ a la introducción de la forma de lo generado. Y otra cosa es hablar de las disposiciones connaturales a la forma de lo generado, que proceden accidentalmente de ella en el instante en que se introduce, en la medida en que la reducción a la materia prima se produce por expulsión de la forma del leño; así pues, del mismo modo que cuando desaparece el sujeto en relación al acto primero que lo informaba accidentalmente, igualmente desaparecen las disposiciones precedentes, así también, de la forma que se introduce accidentalmente en la materia ─en la que no hay nada que pueda obrar un rechazo─ procede toda la amplitud de sus disposiciones, por medio de las cuales se conserva en la materia; ciertamente, no es necesario que estas disposiciones aparezcan de antemano en la materia, sino que basta con que acompañen a la forma substancial y la sigan en su introducción en la materia, una vez despojada ésta de todos sus accidentes anteriores. Por esta razón, debemos negar que estas disposiciones ─también en términos de causa material y dispositiva─ precedan a la existencia de la forma de la que proceden.
41. En cuanto al tercer ejemplo, debemos negar que en el aire que se ilumina, la expulsión o la no existencia de oscuridad anteceda, en términos de causa material, a la introducción de la luz. Pues como la oscuridad no es otra cosa que ausencia de luz en un sujeto capaz de recibirla, resulta contradictorio pensar en un aire sin oscuridad y sin recibir luz; por esta razón, en términos de causa material, en el aire la no existencia de oscuridad no antecede a la introducción de la luz.
42. Respecto del cuarto argumento, debemos negar que unir y hacer miembro vivo signifique eficiencia en el lugar citado del Concilio, como ya hemos explicado.
43. Asimismo, en cuanto a la demostración, debemos negar que no pueda haber vida espiritual sin operación vital, como es evidente por lo que hemos dicho en la explicación de la cuestión propuesta.