Concordia do Livre Arbítrio - Parte IV 1

Parte IV - Sobre a presciência de Deus

Disputa XLVII: Sobre la raíz de la contingencia

1. Hasta aquí nos hemos centrado en la libertad de nuestro arbitrio, la hemos conciliado ─en la medida de nuestras fuerzas─ con el concurso general de Dios y la gracia divina y hemos explicado, con toda la claridad que nos ha sido posible, que las obras de la naturaleza y también las de la gracia son contingentes.
Ahora, volviendo a la explicación de Santo Tomás y a la materia propia de este artículo, en primer lugar, debemos disputar sobre la raíz de la contingencia, para que así sea más evidente y quede demostrada totalmente la contingencia de los futuros. Para ello, explicaremos cómo conoce Dios los futuros contingentes y, finalmente, haremos concordar la presciencia divina con la libertad de nuestro arbitrio y con la contingencia de las cosas.
2. Para que se entienda la raíz u origen de la contingencia, hay que saber que, en relación a la cuestión que estamos tratando, una conexión puede denominarse «contingente» en dos sentidos.
Primero: Si nos fijamos de modo preciso en las naturalezas de los extremos, el sujeto no reclama para el predicado que se afirma de él en mayor medida que el opuesto; así, el hecho de que Sócrates esté sentado es contingente, porque Sócrates de por no reclama estar sentado en mayor medida que estar de pie o tumbado.
Considerada de este modo, la contingencia no excluye la necesidad fatal. Pues si todos los agentes actuasen por necesidad de naturaleza, entonces, aunque en función de las naturalezas de los extremos nada impediría que todo lo que sucede, aconteciese de distinta manera, no obstante, en relación a las causas y al modo en que estuviesen dispuestas y establecidas en este universo, todo ello sucedería por una necesidad fatal e infalible del modo en que en realidad aconteciese, porque habiendo una causa que podría impedir algo según la constitución y disposición del universo, en realidad habría otra causa que se lo impediría. Por esta razón, dada esta hipótesis, cualquiera que conociera todas las causas de este universo, conocería en ellas con certeza e infaliblemente todo lo que va a suceder.
Segundo: Una conexión futura se denomina «contingente», porque excluye no sólo la necesidad proveniente de las naturalezas de los extremos, sino también la necesidad fatal y extrínseca que se produce por la disposición de las causas, de tal modo que, dado este universo de cosas que vemos y establecidas todas las causas exactamente del modo en que realmente lo están ahora, resulta indiferente que esta conexión se produzca o no en virtud de las mismas causas por las que suele producirse.
Aquí hablamos de «contingencia» en este segundo sentido, cuando nos preguntamos por su raíz. Pues la raíz de la contingencia, según el primer sentido, son las propias naturalezas de los extremos de la conexión.
3. En la disputa 35 ofrecimos el parecer de Escoto, según el cual toda la raíz de la contingencia se encuentra exclusivamente en la voluntad divina; allí mismo lo impugnamos y rechazamos como peligroso y poco conforme con la fe católica.
Por tanto, para que sea evidente a qué causas ─como raíz y origen─ debe atribuirse la contingencia de las distintas cosas, debemos tener en cuenta que hay algunas cosas cuya producción y conservación dependen exclusivamente de Dios ─como los ángeles, los cielos, el alma humana y la materia prima─, hasta tal punto que la fuerza de los agentes naturales no las puede destruir de ninguna manera; pero la conservación de otras no depende sólo de Dios. Al mismo tiempo, hay algunas cosas que pertenecen al orden de la naturaleza y otras al orden de la gracia y la felicidad eterna, como son los medios sobrenaturales a través de los cuales nos disponemos y nos preparamos para la beatitud eterna.
4. Por tanto, vamos a ofrecer nuestra primera conclusión: Como nada de lo que ha sido creado es necesario para la causa primera, según hemos demostrado en nuestros Commentaria in primam D. Thomae partem (q. 3, art. 4, disp. 1) ─pues Dios lo ha creado todo de tal modo que podría no haberlo hecho─, por ello, debemos atribuir exclusivamente a la voluntad divina y libre la raíz de toda la contingencia que observamos tanto en la existencia de aquello que en un primer momento sólo Dios produjo ─como la constitución de este universo en todas sus partes y contenido─, como en el hecho de que se conserve y persevere todo aquello cuya conservación depende exclusivamente de Dios.
Sin embargo, no podemos denominar a Dios «causa contingente», sino «libre», en relación a estos efectos. Ahora bien, aunque estos efectos hayan sido producidos libremente por Dios ─por ello, no son efectos contingentes en el sentido de que se hayan producido por casualidad y de manera fortuita en virtud del concurso de dos causas diversas, más allá de la intención de éstas, sino que son libres─, no obstante, en la medida en que su causa los pudo producir o no y en la medida en que esta causa puede conservarlos o no en el futuro, con toda la razón puede decirse que estos efectos se produjeron y se producirán de manera contingente. Así es como hablaremos en adelante ─sumándonos a los demás Doctores─ y como investigaremos en este lugar la raíz de la contingencia de estos efectos.
La conclusión que hemos ofrecido es muy conocida, porque sólo se debe a la voluntad divina y libre que todos estos efectos puedan producirse y no producirse; en consecuencia, sólo a la voluntad divina podemos considerar raíz y razón absoluta de la contingencia.
5. Antes de añadir las demás conclusiones, debemos señalar que parece bastante verosímil que, aunque en los animales no podamos reconocer la libertad que, como dijimos en nuestra disputa segunda, poseen los locos y los niños ─antes de alcanzar un uso de razón suficiente como para ser sujetos de culpa y de mérito─, no obstante, en ellos hay cierto vestigio de libertad en relación a algunos movimientos, de tal modo que en su potestad está moverse en uno u otro sentido. Pues cuando un animal, cansado de reposar, desea moverse y no se siente arrastrado hacia ningún sitio en particular por conocimiento y apetito de algún objeto que esté en este sitio, parece que en su potestad está moverse en uno u otro sentido. Sin embargo, no admitiré que en los animales haya un vestigio de libertad tan grande que, habiendo entrado en conocimiento de algún objeto, su apetito los incite en dirección a este objeto determinado y ─sin que haya ninguna causa que los demore, como el miedo a recibir un varazo o algún otro─ en su potestad esté no moverse hacia él. Ahora bien, quien ni siquiera reconozca este vestigio de libertad en los animales, de ninguna manera deberá atribuir a su apetito la raíz próxima de alguna contingencia.
6. Habrá quien objete que, aunque la libertad o su vestigio ─si podemos hablar de él─ estén formalmente y como sujeto en el apetito, sin embargo, como raíz se encuentran en el conocimiento indiferente que debe anteceder al libre arbitrio. Los animales no pueden poseer este conocimiento, que consiste en la comparación de un objeto con otro y en el discernimiento entre uno y otro objeto, porque esto es algo que los animales no pueden realizar. Más aún, para que un animal pueda encaminar sus pasos de manera indiferente en uno u otro sentido, es necesario que conozca el fin al que tiende en cuanto fin, así como cada una de las razones de conveniencia o inconveniencia para dirigir los pasos en un sentido antes que en otro; también es necesario que compare estas razones entre y que, por esta comparación, infiera y colija qué conveniencia tiene más peso y es más fuerte que las demás. Asimismo, para que, de modo indiferente, se levante o refrene este acto y siga tumbado o bien, de modo indiferente, ande o se detenga, es necesario que conozca sus actos y las negaciones de éstos, así como las razones de bondad y conveniencia de estos actos, para compararlos entre sí. Pero todo esto es ajeno a los animales.
7. Ahora bien, hay que decir que, para que se pueda afirmar de alguien que está en posesión de la libertad de arbitrio que basta para caer en pecado mortal o hacer méritos y para ejercer las obras de virtud y prudencia humana incluso con mediocridad, no es necesario que, cuantas veces obra libremente de cualquier modo, piense y delibere sobre todo lo que hemos mencionado anteriormente, sino que sea capaz de pensar en todo ello y deliberar sobre ello en mayor o menor medida, según esté en posesión de una perspicacia de ingenio y prudencia natural mayores o menores o en la medida en que esté más o menos ejercitado en lo que debe hacerse y haya alcanzado una experiencia y destreza mayores o menores en la toma de decisiones; así pues, no es necesario que, cuantas veces los hombres realizan algo ─ya sea en cuanto a su ejercicio, ya sea en cuanto a la especificación del acto─, les antecedan todos estos pensamientos y deliberaciones.
Pues los hombres desvergonzadísimos que no se preocupan, ni piensan en absoluto en su salvación, ni en la ley de Dios, sino que, como animales irracionales, se dejan llevar por el deleite del gusto o del tacto, ciertamente, cuando se les ha ofrecido algo indecoroso bajo el aspecto del deleite que procura, inmediatamente se muestran de acuerdo con ello y lo ejecutan sin mediación de estas comparaciones y raciocinios; ahora bien, basta con que puedan pensar en todo ello, deliberar sobre ello y decidir no hacerlo, para que de ellos podamos decir que han querido hacerlo libremente ─tanto en términos de ejercicio, como de especificación del acto─ y para que sean culpables de pecado mortal.
Asimismo, cuando hombres prudentes o imprudentes se encaminan hacia algún lugar, dan pasos más o menos apresurados, dirigen su andar en uno u otro sentido del camino ─o de algún sendero intransitable─ y detienen un poco su andar o prosiguen su camino, sin lugar a dudas, hacen todo esto libremente y no razonan, ni deliberan sobre todo lo que hemos dicho anteriormente, como la propia experiencia atestigua, porque para hacer estas cosas, basta con el conocimiento del espacio por donde dirigen sus pasos, junto con su libertad innata para andar de una u otra manera o para detener su andar.
Así también, al animal ─cuando se levanta tras descansar y le apetece andar o se dirige en busca de alimento hacia el lugar donde se le ofrece─, para recorrer un trayecto u otro de los infinitos que puede recorrer en un sentido, para dar pasos más o menos apresurados, para comenzar su trayecto en un momento o un poco después y para detener su andar de vez en cuando o ponerse de nuevo en camino, parece bastarle el conocimiento de todo el espacio por donde puede andar junto con su vestigio innato de libertad ─que reside en el propio apetito─ o, lo que es lo mismo, junto con su vestigio innato del dominio de estos actos, de tal modo que en mismo está realizar uno u otro trayecto, completarlo con mayor o menor rapidez, comenzarlo en un momento o en otro posterior y, finalmente, detenerse de vez en cuando o avanzar de nuevo.
En efecto, cuando hay libertad o vestigio de libertad en razón del apetito y el objeto no mueve de manera tan vehemente que el apetito obligue en función de su propia cualidad, la libertad sola o el vestigio de libertad bastan para que no se ordene el movimiento que se puede ordenar y, por ello, no es necesario el conocimiento de la negación del movimiento para no ordenarlo. Pues para que el animal ─o el hombre─ no ordene el movimiento, no es necesario que quiera o desee no ordenarlo ─para lo cual sería necesario el conocimiento de la negación del movimiento─, sino que basta con que mantenga una postura puramente negativa, no ordenando el movimiento que puede ordenar; pero hay quienes no reparan en esto suficientemente.
Del mismo modo, cuando hay libertad o vestigio de libertad, a la libertad sola o al vestigio de libertad se debe el hecho de que, con el mismo conocimiento del objeto y del camino, se ordene un movimiento más o menos rápido.
Por otra parte, todo lo que hasta aquí hemos dicho que depende del vestigio de libertad, es suficiente en grado máximo para constituir la raíz próxima de alguna contingencia en el apetito del animal, como es evidentísimo de por sí.
8. Por tanto, a la objeción presentada, en primer lugar, debemos decir que nosotros no ponemos la libertad en el conocimiento antes que en el apetito, como hace Durando; tampoco atribuimos a la potencia cognoscitiva tantos juicios y órdenes como hacen otros, sino que, más bien, consideramos que el solo conocimiento simple del objeto ─bajo el aspecto del deleite que procura o bajo otro aspecto apetecible─ basta para que lo deseen no sólo el apetito sensitivo de los animales, sino también la voluntad humana y la angélica, como diremos más adelante ─cuando entremos en materia de pecado de los ángeles─ y como ya hemos dicho por extenso en nuestros Commentaria in primam secundae S. Thomae, (q. 9, art. 1), donde expusimos el parecer de Aristóteles sobre esta cuestión. Además, debemos decir que, para que se pueda hablar de vestigio de libertad en los animales, basta con que tengan conocimiento del espacio por el que, andando, volando o nadando, pueden recorrer su camino; asimismo, basta con que el conocimiento del objeto cuya imaginación les guía, no les mueva de manera tan vehemente que, en función de la cualidad del apetito animal, los obligue al ejercicio del acto, como ya hemos explicado; tampoco necesitan los conocimientos, las comparaciones y las demostraciones de las que hemos hablado, como ya hemos dicho.
9. Segunda conclusión: Si suprimimos el libre arbitrio ─tanto de los hombres, como de los ángeles─ y el apetito sensitivo de los animales respecto de los actos en los que apreciamos en ellos un vestigio de libertad, dada la constitución presente del universo ─y Dios no hace nada que vaya más allá del curso común y del orden presente en la naturaleza─, desaparecerá la contingencia de todos los efectos de las causas segundas y sucederá necesariamente que todo acontecerá por una necesidad fatal.
Demostración: Esto supuesto, todas las causas segundas actuarían por necesidad de naturaleza y la causa que, según la constitución de este universo, pudiera impedir la acción de otra, realmente lo haría. Por tanto, sucediera lo que sucediera, todo ello tendría lugar de tal modo que, en función de cada una de sus causas, de hecho nada de ello podría suceder de otro modo y, por ello, todo acontecería por una necesidad causal fatal y extrínseca.
10. Tercera conclusión: Dada la misma constitución del universo y dado que Dios no hace nada que vaya más allá del curso común o del orden de la naturaleza, la raíz primera, aunque remota, de la contingencia de todos los efectos de las causas segundas de orden natural, es la voluntad de Dios, que creó el libre arbitrio de los hombres y de los ángeles y el apetito sensitivo de los animales, que parecen dotados de ─por así decir─ un vestigio de libertad en relación a algunos actos; pero la raíz próxima e inmediata es el libre arbitrio angélico y humano y el apetito sensitivo de los animales en los actos respecto de los cuales parecen estar en posesión de un vestigio de libertad.
La primera parte ─a saber, la voluntad divina es la raíz primera─ es evidentísima, porque como es necesario que, en caso de que alguna otra cosa pueda considerarse raíz de contingencia, tal cosa exista por voluntad divina, entonces también es necesario que la voluntad divina constituya siempre la raíz primera.La segunda parte se demuestra así: Como las demás causas segundas actúan por necesidad de naturaleza y cada una de las que no están impedidas ─dándose las circunstancias que en realidad se dan─ está determinada a hacer aquello que hace o aquello que, dadas las mismas circunstancias, se sigue de ella y sólo el libre arbitrio angélico y el humano tienen en su potestad hacer una cosa u otra y de uno u otro modo ─o bien abstenerse totalmente de la operación que de forma innata procede de ellos─, así como también el apetito sensitivo de los animales ─en los que reconocemos un vestigio de libertad respecto de algunos actos─, de todo esto se sigue que la contingencia de cualquier efecto procedente de las causas segundas, se deba a alguna de estas tres causas como raíz próxima.11. Aquí debemos señalar que una cosa es que todo efecto contingente de causas segundas proceda por proximidad de alguna de estas tres causas y otra cosa es que la raíz próxima de la contingencia de cada uno de estos efectos sea alguna de estas tres causas; pues lo primero es falso y lo segundo verdadero. Ciertamente, muchos efectos contingentes proceden de modo inmediato de causas naturales; no obstante, la raíz inmediata de la contingencia de estos efectos no es la propia causa natural que los produce por necesidad de naturaleza, sino alguna de las tres mencionadas. Por ejemplo, el hecho de que esta lámpara, junto a la cual me entrego con ardor a la escritura, proyecte ahora luz, es un efecto contingente que puede no darse; a pesar de que, por necesidad de naturaleza, la propia lámpara ─como causa natural─ produzca este efecto, sin embargo, la raíz de su contingencia no es la lámpara, sino quien la ha encendido en virtud de su libre arbitrio, así como todas las causas libres que han concurrido en la producción de este aceite y de todo lo demás necesario para encender la lámpara. Por esta razón, no sólo son contingentes los efectos que proceden de manera inmediata de estas tres causas, sino que también, por unión de estos efectos con las causas naturales de este universo, hay una infinitud de efectos de causas naturales que también son contingentes. No sólo la variación producida en los efectos de las causas naturales por influjo inmediato de alguna de estas tres causas, da lugar a la contingencia en los efectos de las causas naturales, sino que también cualquier otra variación que en adelante se produzca a causa de estos efectos en cualesquiera otros efectos de las causas naturales ─que, ante el cambio de cualquier circunstancia, varían con facilidad─ producirá en ellos la contingencia.
12. En esta conclusión hemos dicho: «Dios no hace nada que vaya más allá del curso común o del orden de la naturaleza», porque si hiciera algo así o sustrajera el concurso que, en cierta manera, les debe a las causas naturales, entonces la contingencia de los efectos de las causas naturales también se reduciría a la voluntad divina como raíz inmediata. Pues el hecho de que el fuego babilónico no quemase a aquellos tres jóvenes ─a los que habría quemado, si se le hubiese dejado actuar según su naturaleza─, debe atribuirse a la voluntad divina, que sustrajo libremente su concurso general. Ahora bien, como Dios no suele hacer nada de esto salvo en razón del orden de la gracia ─por ejemplo, arrastrando a los hombres hacia la fe, reforzándolos aún más en ella u obrando de manera semejante─, estos efectos pueden incluirse con razón entre los pertenecientes al orden de la gracia.
13. Aquí no hemos incluido ─en relación a las raíces de la contingencia de las que hemos hablado─ los efectos en los que ─según hemos dicho en nuestros Commentaria in primam secundae S. Thomae, q. 13, art. 2, y en nuestros Commentaria in Aristotelis Physicorum libros, lib. IV─ se percibe la contingencia tal como se percibiría al romperse una vasija llena de agua, si se congelase y el aire exterior no tuviese por donde entrar en ella para llenar el vacío; en efecto, si la vasija es uniforme y de resistencia absolutamente igual en todas sus partes, como no hay mayor razón para que se rompa por una parte antes que por otra y, no obstante, necesariamente debe romperse para que en ella no se el vacío, entonces, se rompa por donde se rompa, diremos que ha sucedido por azar y de manera fortuita y, por ello, que ha tenido lugar de manera contingente. Si alguien pretende decir que no se puede inferir correctamente que, por igualdad máxima de cada una de las partes de la vasija en su totalidad, no haya una razón mayor por la que, en este caso, la vasija deba romperse por una parte antes que por otra, supongamos que Dios aplica, por medio de un influjo especial, una fuerza igual de resistencia a la parte o partes por las que se dice que debe producirse la rotura; de este modo, también sucederá que no habrá una razón mayor por la que deba romperse por una parte antes que por otra, habiendo recibido de Dios cada una de las partes una fuerza igual para resistir. Lo mismo sucederá si se rompe una cuerda finísima ─cuya resistencia es la misma en todas sus partes─, en caso de que la cuerda se tense tras aplicar fuerzas contrarias a sus extremos. Así también, lo mismo sucederá si a un animal se le arrojan dos objetos conformes y adecuados a su apetito, de tal manera que cualquiera de ellos lo atrae igualmente; de manera semejante, en razón de la fuerza del apetito, de los objetos y de las demás circunstancias concurrentes, no habrá una razón mayor para que se mueva en un sentido antes que en otro. Hemos considerado que, en todos estos casos, los efectos proceden de sus causas, porque sería ridículo afirmar que, en los casos mencionados, no se producirían la rotura de la vasija o la de la cuerda, ni el movimiento del animal. Sin embargo, como no hay una razón mayor por la que la rotura deba producirse en un lugar del vaso o de la cuerda antes que en otros o por la que se siga un movimiento en un sentido antes que en otro, hemos dicho que estos efectos se producen de manera contingente según el dictado del azar. Por tanto, como no parece que estos y otros casos semejantes puedan producirse de modo natural ─salvo quizás en el caso del animal, que, como parece estar en posesión de un vestigio de libertad con respecto a su apetito sensitivo, una vez puesto en esa situación, puede moverse en el sentido que quiera─, por ello, no nos hemos preocupado de incluir estos efectos relacionándolos con otras raíces inmediatas de contingencia.
14. Cuarta conclusión: La contingencia de los efectos pertenecientes al orden de la gracia debe atribuirse en parte a la voluntad humana o angélica y en parte a la voluntad divina como raíz próxima e inmediata, en la medida en que los efectos hayan emanado libremente sólo de la voluntad divina ─como fue el caso de la encarnación del Hijo de Dios y de las infusiones de algunos hábitos y dones─ o de la voluntad creada con la cooperación y la ayuda simultánea de la voluntad divina por medio de algún auxilio especial.
Esta conclusión es tan evidente que no necesita ninguna demostración.