Concordia do Livre Arbítrio - Parte II 9

Parte II - Sobre a cooperação geral de Deus

Disputa XXXIII: En la que explicamos lo que hemos dicho hasta ahora y nos preguntamos si Dios debe considerarse autor de los actos de nuestro arbitrio y también causa del elemento material del pecado

1. Para que se entienda mejor lo que hasta el momento hemos dicho, debemos añadir algo con objeto de que se entienda hasta qué punto los actos de nuestro arbitrio deben referirse a Dios, como autor y primera causa de las cosas, y hasta qué punto debe considerarse que Dios los quiere o no. Pero, partiendo de más lejos, debemos comenzar por los actos y los efectos respecto de los cuales las causas segundas carecen de libertad.
2. En primer lugar: Debemos añadir lo siguiente. Dios es autor y causa primera de todas las acciones y de los efectos de las causas segundas que se producen por necesidad de naturaleza ─y, por ello, de toda la bondad natural de las mismas─, en la medida en que todas estas causas han emanado de Él ─de manera mediata o inmediata─ y en la medida en que, por su sabiduría, les ha conferido fuerzas naturales apropiadas para sus acciones y sus efectos; con vistas a un mismo fin general, a todas ellas les ha otorgado su concurso, que les es necesario para obrar, aun siendo indiferente de por respecto a las distintas especies de acciones y de efectos; sin embargo, la determinación en especie de las acciones y de los efectos o su diversidad específica se debe a las fuerzas naturales de las causas segundas que Dios les confiere de manera inmediata con objeto de que así obren de manera conforme a los fines con vistas a los cuales Dios ha ordenado estas causas por medio de estas mismas fuerzas.
Por esta razón, Aristóteles y otros filósofos han considerado que esta obra propia de la naturaleza ─en la medida en que procede de manera inmediata de las causas segundas─ es obra de inteligencia, porque las causas segundas puramente naturales sólo han podido emanar de una causa primera inteligente ─que, a través de las fuerzas de las cosas, dirige a éstas hacia sus fines propios y hacia los de todo el universo─ dotadas de unas fuerzas tan apropiadas para actuar y dirigidas hacia sus fines, como, por enseñanza de la propia experiencia, sabemos que siempre actúan.
3. En segundo lugar: Pasando a los actos libres y al bien y al mal morales que conllevan, afirmo que ─conforme a lo que hemos dicho en las disputas 5 y 19─, en virtud de las fuerzas naturales de nuestro arbitrio y sólo con el concurso general de Dios, podemos hacer alguna obra moralmente buena por su objeto y por sus circunstancias; por ello, podemos hacer que sea en términos absolutos un bien moral respecto de la felicidad natural, especialmente cuando no implica una dificultad notable. Para aducir un ejemplo adecuado a lo que vamos a decir, valga el siguiente: Vemos a una mujer, sentimos una atracción muy leve y casi nula hacia ella y alguien realiza el siguiente acto moralmente bueno: no quiero pecar con ella; a pesar de que podría haber realizado este otro acto contrario, que es malo moralmente y pecado mortal, a saber: quiero fornicar.
4. En tercer lugar: Con el concurso general de Dios ─junto con las fuerzas del libre arbitrio─ con que se realiza el acto material del bien moral ─es decir, este acto considerado en género de naturaleza─ también aparece la bondad moral de este mismo acto sin otro influjo de Dios, ni del libre arbitrio. Y con el concurso general de Dios ─junto con las fuerzas del libre arbitrio─ con que se realiza el acto material del mal moral, también aparece la maldad moral en este acto, pudiendo ya considerarse pecaminoso, sin otro influjo de Dios, ni del libre arbitrio.
Demostración: Si, como muchos afirman, además de la materia de estos dos actos ─es decir, de estos dos actos considerados en género de naturaleza─, en ellos no hubiese una razón formal y real por la que pudiesen considerarse virtuosos o culposos ─es decir, actos moralmente buenos o pecaminosos en términos específicos, ya sea por avaricia, injusticia o algún otro vicio─, sino que estas razones formales fuesen entidades de razón respecto de los dictámenes de la razón y de la ley de Dios a los que, dándose unas u otras circunstancias, se adecuarían o no, sin lugar a dudas, en tal caso, no se realizarían con otro concurso general de Dios o particular del libre arbitrio que aquellos a los que se debe su materia; pues los entes de razón no aparecen por otra eficiencia o influjo que aquellos a los que se debe, como fundamento, su materia o realidad. Aunque algunos ─como Cayetano─ sostienen que estas razones formales son reales, sin embargo, no se encuentran en estos actos en virtud de otra eficiencia e influjo que la eficiencia e influjo en virtud de los cuales estos actos se realizan en género de naturaleza, de modo parecido a la semejanza real de una blancura nueva con otra blancura anterior, que no se debe a otra eficiencia e influjo que aquellos en virtud de los cuales se produce la propia blancura. Pues si además de la eficiencia y del influjo en virtud de los cuales se produce la blancura, la semejanza resultante necesitara de otro concurso general o influjo de Dios, entonces, puesto que Dios confiere este concurso libremente, una vez producida la blancura podría denegarlo y, en consecuencia, hacer que hubiese dos blancuras que de ningún modo se asemejaran entre sí, siendo esto contradictorio; por ello, todos niegan que la potencia divina pueda hacer tal cosa. Así también, Dios podría hacer que aquel que, cuando se le presenta la ocasión, no quiere fornicar para no transgredir la ley divina, no realice este acto virtuoso, porque, aunque este hombre no quisiese fornicar por la razón mencionada, Dios influiría sobre él denegando su concurso general con objeto de que este acto careciese de la razón formal de la virtud de castidad que acompaña a este acto por la propia naturaleza del objeto. Del mismo modo, podría hacer que quien, deliberadamente y a sabiendas, quiere fornicar, no realice este acto culposo y malo moralmente, porque denegaría su concurso universal con objeto de que este acto carezca de la razón formal y culposa de la fornicación. Ciertamente, ¿quién puede no ver que esto no sólo es absurdo sobremanera, sino también ridículo?
5. En cuarto lugar: De lo que acabamos de decir se sigue que, con el mismo concurso general de Dios y particular del libre arbitrio con que se realiza uno y el mismo acto en género de naturaleza, puede realizarse indiferentemente tanto un acto virtuoso y bueno moralmente como un acto culposo o pecaminoso; en consecuencia, a veces la producción de un acto virtuoso moralmente bueno y la de un acto culposo o pecaminoso, no requieren un concurso mayor, ni otro concurso de Dios.
Esto se demuestra claramente con el ejemplo que hemos puesto. En efecto, la voluntad de mantener ayuntamiento carnal aquí y ahora con la mujer que acabamos de ver, sin lugar a dudas, es un acto idéntico en género de naturaleza y en términos materiales, tanto si media contrato matrimonial, como si no. Sin embargo, si media contrato matrimonial, este acto será virtuoso por castidad conyugal; y si no media contrato, será un acto de fornicación moralmente malo y también pecado mortal. Por tanto, como ya hemos explicado que, con el mismo concurso general de Dios y particular del libre arbitrio con que se realiza un acto en género de naturaleza, según la diversidad de circunstancias concurrentes este acto poseerá una razón formal de virtud o de culpa sin otro concurso de Dios y del libre arbitrio, de aquí se sigue que, en ocasiones, Dios no concurra al acto virtuoso o moralmente bueno con otro concurso, ni con otro mayor, que aquel con que concurre al acto culposo y moralmente malo.
6. En quinto lugar: Del mismo modo que Dios confiere a las causas que actúan de manera puramente natural unas fuerzas determinadas para actuar e influir de un solo modo, gracias a las cuales estas causas determinan el concurso general de Dios ─que de por es indiferente respecto de las distintas especies de acciones y de efectos─ con vistas a sus acciones y efectos particulares, así también, a los hombres y a los ángeles les otorga la facultad de arbitrio ─que no está determinada para actuar de un solo modo─, gracias a la cual son dueños de sus acciones y en sus propias manos está la decisión de dirigir su diestra hacia donde quieran, ya sea el bien o el mal, ya sea la vida o la muerte; así pues, del mismo modo que pueden recibir alabanzas o premios por sus obras virtuosas, también pueden recibir castigos o reproches por sus obras culposas y contrarias a las anteriores. Por este motivo, por medio de la facultad de su arbitrio no sólo determinan el concurso general de Dios en relación a las acciones propias de su voluntad, sino que también, en función de la libertad innata de esta facultad, reprimen totalmente una acción o determinan este concurso de tal modo que se siga la volición antes que la nolición de un objeto ─o viceversa─ o la volición o nolición de un objeto antes que de otro; en consecuencia, determinan este concurso de tal modo que la obra a realizar sea virtuosa antes que culposa ─o viceversa─, conforme a la voluntad de quienes están dotados de esta facultad; por esta razón, decimos que poseen libertad tanto de ejercicio, como de determinación específica del acto.
7. En sexto lugar: Aunque en la medida en que cooperamos por medio de nuestro arbitrio, nuestras obras sobrenaturales se nos atribuyen y reciben de nuestro influjo su especie en términos substanciales, sin embargo, deben atribuirse a Dios no sólo como causa primera y creador común de todos los bienes, sino también como artífice particular de todos ellos, porque de Él reciben su especie sobrenatural.
Por ejemplo, aunque los actos por los que asentimos de manera sobrenatural a las revelaciones ─del modo requerido para alcanzar la salvación─ sean nuestros en la medida en que se producen con nuestra cooperación ─por medio de nuestro arbitrio─ y en la medida en que no podrían producirse de ningún modo sin nuestro influjo libre ─además, gracias a nuestro influjo estos actos son asentimientos antes que disentimientos o actos de otra potencia─, sin embargo, el hecho de ser sobrenaturales y de una especie distinta de la que poseerían si sólo se realizasen en virtud de las fuerzas del libre arbitrio, se debería a Dios como causa particular de los mismos, porque Él hace que sean así, ya sea por mismo de modo inmediato, ya sea por medio del hábito sobrenatural que infunde. Aunque también la contrición sea un acto nuestro, porque sin el influjo libre de nuestra voluntad no se puede producir de ningún modo e, igualmente, porque el hecho de ser un dolor antes que algo de otra especie se debe al influjo de nuestra voluntad, sin embargo, el hecho de ser un dolor sobrenatural distinto en especie del puramente natural, se debería a Dios como causa particular de este acto.
8. En séptimo lugar: A Dios como creador y causa primera de todas las cosas se le atribuyen todas nuestras obras morales buenas y puramente naturales, pero no nuestras obras malas y nuestros pecados. Esto no sólo se debe a que Dios haya prohibido con severidad las malas obras y los pecados ─por el contrario, preceptúa obrar el bien─ y a que nos exhorta e invita con sus consejos y enseñanzas a que hagamos buenas obras en la medida en que le son gratas y, por el contrario, disuade y execra las malas obras ─también a menudo otorga auxilios particulares para las buenas obras puramente naturales y nunca para las malas y pecaminosas, pues querría que estas obras no se cometiesen, si también nosotros así lo quisiéramos en virtud de nuestra libertad─, sino que sobre todo se debe a que ─como enseña San Agustín de la mejor manera en De libero arbitrio, lib. 2, cap. ult., y lib. 3, cap. 1 y 6, y en otros lugares─ nos ha conferido facultad de arbitrio y también ─una vez conferida─ la asistencia de su concurso general para que obremos bien y de manera conforme a la recta razón y a su ley y así alcancemos la felicidad natural y también la sobrenatural con ayuda del propio poder divino; ahora bien, no nos ha conferido la facultad de arbitrio y su asistencia para que abusemos de ellas y terminemos perdiéndonos, aunque nos haya concedido la facultad de abusar de ellas por habernos hecho libres, con objeto de que así, para mayor beneficio nuestro, seamos dueños de nuestros actos y, haciendo un buen uso de la libertad que hemos recibido, alcancemos el premio y la alabanza por obrar con rectitud. Por tanto, como nuestras obras morales buenas, sean cuales sean, son el fin con vistas al cual el autor de la naturaleza nos ha conferido facultad de arbitrio y nos ofrece su concurso general, de aquí se sigue que estas obras deban atribuirse a Dios, como autor de la naturaleza y causa primera de todas las cosas, no en menor medida que cualesquiera bienes naturales respecto de los cuales las causas segundas carecen de libertad. Sin embargo, como nuestras obras moralmente malas caen fuera del fin con vistas al cual el autor de la naturaleza nos ha concedido facultad de arbitrio y nos ofrece su concurso general ─siendo nosotros mismos los responsables de abusar así de estos dones que Dios nos confiere para otro fin─, de aquí se sigue que nuestras obras moralmente malas y pecaminosas no deban atribuirse a Dios como autor de la naturaleza, sino a nosotros mismos como causa de ellas.
9. No han faltado quienes, por una parte, pensando que el concurso general no es un influjo de Dios con la causa segunda por el que influya de manera inmediata sobre la acción y el efecto de esta causa, sino que por medio de este concurso influiría de manera inmediata sobre la propia causa y, a través de ella ─movida previamente por este concurso─, influiría de manera mediata sobre su acción y su efecto y, por otra parte, pensando que nuestro libre arbitrio no puede realizar absolutamente ninguna acción hacia la cual Dios no lo mueva en particular y con anterioridad por medio de su concurso general, por todo ello, sostienen que nuestras obras moralmente malas y con las que transgredimos los preceptos ─por ejemplo, la volición en virtud de la cual alguien decide caer en concúbito con una mujer que no es la suya y peca mortalmente─ deben atribuirse a Dios como autor y causa de estos actos y a nuestro arbitrio ─y no a Dios como causa─ tan sólo la infamia del pecado, que es un ente de razón y una desviación de la ley de Dios.
10. Como explicación y defensa de esto último, añaden dos cosas.
En primer lugar: Con su concurso general Dios mueve a nuestro arbitrio hacia un medio conforme a la recta razón y a su ley y, por ello, hacia el bien; pero cuando nuestro libre arbitrio transgrede la ley de Dios y peca, por influjo propio se desvía de la guía, moción y dirección de Dios, hacia el acto pecaminoso, del mismo modo que el discípulo ─cuya mano mueve y guía el maestro para que escriba las mejores letras─, por su propio influjo particular, se tuerce y es la causa de que se escriban las peores letras; así también, a pesar de que la piedra tiende en línea recta hacia abajo por su propio peso, quien está en lo alto de la torre tuerce su trayectoria con su influjo y hace uso de ella para golpear desde la torre a otro que, alejado de la torre, permanece sentado en el camino.
11. En segundo lugar: Dada la hipótesis de que el pecador, en virtud de su arbitrio e influjo, quiera desviarse de un medio conforme a la razón en dirección al pecado, Dios lo moverá con su concurso general y lo ayudará en esta acción en particular, para que conserve su libertad, del mismo modo que, según dicen, cuando el mercader quiere salvar su vida en medio de la tempestad, arroja sus mercancías al mar, obrando así igual que aquel otro que, cuando negocia, pierde voluntariamente dos para no perder cuatro. Como Dios, según dicen, mueve hacia cualquier acción en particular del libre arbitrio, por muy mala que sea, no sólo quiere permitir que esta acción tenga lugar a través del libre arbitrio creado, sino que también quiere que esta acción en particular se produzca en cuanto a su ser natural, aunque no en cuanto a la infamia del pecado que lleva aparejada.
12. Esta opinión, si no me equivoco, ya ha sido impugnada en las disputas anteriores y parece poco conforme, en primer lugar, a las palabras del Concilio de Trento (ses. 6, can. 6): «Si alguien dijera que Dios obra tanto las malas obras, como las buenas, no sólo de modo permisivo, sino también propiamente, sea anatema». Tampoco es conforme a los testimonios de las Sagradas Escrituras y de los Santos Padres que hemos citado en la disputa 31, especialmente lo que dice San Agustín en De spiritu et littera (cap. 31): «En las Sagradas Escrituras no leemos en ningún lugar: la voluntad sólo procede de Dios. Con razón no está escrito, porque no es verdad; de otro modo, Dios también sería autor de los pecados ─siendo esto totalmente falso─, si no hubiese voluntad salvo procedente de Él, porque incluso la mala voluntad sola ya sería pecado, aunque faltase el efecto». Asimismo, en los artículos que se le atribuyen falsamente, sea quien sea su autor, leemos: «Es detestable y abominable la opinión según la cual Dios es autor de toda voluntad y acción malvadas, porque su predestinación sólo busca la bondad y la justicia. Pues Dios sólo siembra en su camino misericordia y verdad. En efecto, la santísima divinidad no sabe hacer a las casadas adúlteras y a las doncellas corruptas, sino que sólo sabe condenar estas cosas; tampoco sabe cómo disponer tales cosas, sino castigarlas». Un poco más adelante dice: «Por tanto, la predestinación de Dios no incita, ni persuade, ni empuja a los inicuos hacia la maldad, ni a los pecadores hacia la lujuria, ni a caer en la infamia». He aquí que San Agustín ─o quienquiera que sea el autor de esta obra─ no sólo niega que los pecados entendidos como entes de razón o formales procedan de Dios, sino que también niega que a Él se deban las propias voliciones y las acciones que violan los mandamientos, como los adulterios de las casadas, las corrupciones de las doncellas, &c. En efecto, como Dios prohíbe directamente en sus preceptos los propios actos pecaminosos ─pues ordena no matar, no fornicar, no robar y no desear ninguna de estas cosas─ y, por ello, quiere con voluntad signada ─la llamamos así, porque la conocemos por sus preceptos─ que estos actos no se produzcan ─aunque con dependencia de nuestra libertad, siempre que nosotros mismos queramos complacer su voluntad, que no puede ser mendaz, ni falaz o fingida, sino verdadera, queriendo por ella que se cumplan sus preceptos y detestando los actos contrarios─, por esta razón, sería asombroso que Él fuera causa de ellos en particular, moviendo y dirigiendo a nuestro arbitrio hacia ellos en particular, o que los quisiera no sólo de modo permisivo, sino también dirigiendo su voluntad hacia ellos en particular.
13. Para seguir con el ejemplo del hombre que, tras ver a una mujer que no es la suya, consiente en yacer en concúbito con ella y peca, querríamos preguntar a los defensores de la opinión contraria: ¿Acaso antes de que este hombre consienta, recibe previamente por naturaleza el concurso general de Dios que lo inclina, dirige y mueve hacia un medio conforme a la recta razón y, por ello, hacia el rechazo de esta acción pecaminosa cuyo rechazo compete a la virtud, pero este mismo hombre, desviando el influjo recibido, lo dirige hacia la volición de esta acción pecaminosa y peca del mismo modo que la mano del discípulo ─cuando recibe la moción y dirección por parte del maestro para escribir bien las letras─, en virtud de su influjo particular, desvía este influjo que, por parte del maestro, aún persevera e inclina hacia la buena escritura de las letras? ¿O acaso no recibe el concurso general, sino que no recibe ninguno? ¿O acaso recibe otro concurso que lo dirige y mueve en particular hacia la volición del concúbito, que es un acto moralmente malo y un pecado?
14. Si se diese lo primero, entonces, como esa volición es un acto que difiere ─no sólo en apariencia, sino también en realidad, tanto en términos de naturaleza, como de moral─ de la nolición del mismo objeto ─es más, se trata de un acto contrario─, ciertamente, sería asombroso que la moción en particular y la inclinación de Dios, a través de su concurso general, dirigidas exclusivamente hacia la nolición de este objeto, fuesen también una cooperación y un concurso general de Dios dirigidos hacia el acto contrario, a saber, la volición moralmente mala y el pecado. Pues la inclinación y la moción dirigidas hacia un acto en particular contrario a otro, no pueden ser cooperación, impulso y ayuda, sino que necesariamente deben impedir que se produzca el acto contrario. Además, como con su inclinación, dirección y cooperación, Dios sólo pretende la nolición del concúbito ─que es un acto moralmente bueno─, pero por influjo particular del libre arbitrio ─cuando se aparta de esta cooperación y dirección─ se produce la volición contraria ─que es moralmente mala─, de esta cooperación no se puede colegir que Dios pretenda y quiera la volición de este acto ─que es el elemento material del pecado y que Dios prohíbe por ley bajo conminación de muerte eterna─, salvo que, de algún otro modo o bajo otro influjo particular, Dios quiera concurrir en ella dada la hipótesis de que quien obra así, quiera desviarse de ese otro concurso general previo que sólo dirige, inclina e impulsa hacia el bien, como parecen dar a entender los ejemplos del mercader que, obligado por la tempestad, lanza sus mercancías al mar y de aquel otro que, cuando negocia, prefiere voluntariamente perder dos para no perder cuatro. Pues obran de distinta manera ante la hipótesis de la amenaza de un mal mayor.
15. Pero no aceptarán lo segundo, a saber, no recibe ese concurso general, ni ningún otro. En primer lugar, porque entonces tendrían que admitir que la acción real de la causa segunda ─es decir, la volición del concúbito─ se produce sin el concurso general de Dios; ahora bien, sostener esto es más que peligroso en materia de fe. En segundo lugar, porque si no hubiese una moción, una inclinación y una dirección de Dios, a través de su concurso general, en sentido contrario ─es decir, hacia la nolición de este objeto─, entonces el desvío de esta moción y dirección de Dios no podría entenderse del mismo modo que cuando el discípulo, por influjo propio, se aparta de la moción y de la dirección del maestro con objeto de escribir mal las letras, o del mismo modo que cuando alguien, desde lo alto de una torre, interfiere en la trayectoria natural de una piedra ─que, por su propio peso e ímpetu, tiende en línea recta hacia abajo─ y hace uso de ella, una vez impresa su fuerza, para golpear a alguien que está sentado debajo y alejado de la torre.
16. Si se diese lo tercero ─como parecen dar a entender los ejemplos del mercader que arroja sus mercancías al mar y de aquel otro que pierde voluntariamente dos para no perder cuatro─, entonces este hombre resultaría ayudado por un nuevo concurso general de Dios, que lo guiaría y movería en particular hacia la volición del concúbito con una mujer que no es la suya, siendo esta volición un acto moralmente malo y un pecado; además, Dios haría esto dada la hipótesis de que el pecador no quisiese hacer uso de ese otro concurso dirigido hacia la nolición del objeto mencionado, a fin de salvaguardar así, para mayor beneficio suyo, su libertad, ayudándolo de este modo; pero entonces habría de sostenerse lo siguiente: O bien Dios concede simultáneamente dos concursos generales al hombre que quiere el concúbito y peca ─uno con el que lo inclina, lo guía y lo mueve a rechazar este objeto y, en consecuencia, a realizar el acto moralmente bueno, y otro con el que, dada la hipótesis de que no quiera obrar así, sino de manera contraria, lo inclina, lo guía y lo mueve a querer esto mismo y a pecar─ o bien le confiere únicamente este segundo concurso general.
17. Lo primero no parece admisible de ningún modo, porque, por una parte, sería ridículo que Dios moviera con dos concursos generales a quien consiente en caer en acto de pecado ─uno con el que lo inclinaría y guiaría a rechazarlo y otro con el que lo dirigiría y ayudaría a quererlo─ y, por otra parte, en la naturaleza habría lugar para una acción y un concurso general de Dios sin efecto y sin acción sobre la causa segunda hacia la que se dirigen la ayuda y la cooperación divinas, siendo esto contrario al parecer que todos mantienen en común.
18. Lo segundo tampoco puede afirmarse. En primer lugar, porque si quien consiente en caer en concúbito, nunca recibe de Dios impulso, inclinación y dirección hacia el acto contrario, sino únicamente hacia el consentimiento de este acto de pecado, entonces no podrá entenderse la desviación con respecto a la inclinación, la moción y la dirección de Dios a través de su concurso general, ni el abuso de este concurso a la manera en que el discípulo abusa de la moción del maestro y se aparta de ella con objeto de escribir mal las letras. En segundo lugar, porque si sólo Dios mueve, dirige e inclina a este hombre hacia la volición de un concúbito en particular, que es un acto moralmente malo, entonces no veo de qué modo puede suceder que Dios no sea causa de este pecado. En tercer lugar, porque, según la opinión de aquellos con quienes disputamos, este hombre no puede rechazar dicho acto, ni quererlo, salvo que Dios lo prevenga, lo impulse y lo guíe a través de su concurso general hacia uno u otro de estos actos en particular; por esta razón, si quiere fornicar, Dios lo previene con un concurso general ajustado a este acto y nunca recibe el concurso y el movimiento contrarios. De ahí que la volición de caer en pecado por parte del hombre ─a causa de su maldad─, no se produzca antes de que Dios lo mueva y lo ayude de este modo, sino todo lo contrario; en consecuencia, la concesión de este concurso, que dirige y ayuda de este modo, no se produce en función de la hipótesis de que el hombre quiera pecar en virtud de su libertad y maldad. En efecto ─como argumentábamos en la disputa 29 contra el parecer de Antonio de Córdoba─, puesto que la determinación de la voluntad en uno u otro sentido, es acción e influjo de la voluntad, esta determinación no puede producirse sin el concurso general de Dios; en consecuencia, si la cualidad de esta determinación depende de la cualidad del concurso general divino ─por el que Dios mueve a la voluntad y la determina antes de que ella se determine misma─, entonces la decisión de Dios de conferirle a la voluntad uno u otro tipo de concurso general, antecederá a la presciencia del sentido en que se va a determinar y, en consecuencia, el modo de conferirle su concurso general no se deberá a la hipótesis y a la presciencia de que la voluntad, en virtud de su propia libertad y maldad, vaya a determinarse a misma a realizar un acto moralmente malo y no vaya a querer hacer uso del concurso general de Dios para realizar el acto bueno. En cuarto lugar, del hecho de que este hombre no quiera hacer uso del concurso general con vistas a la nolición del acto malo, no se sigue que quiera abusar de él con vistas a una mala volición, porque podría suspender toda acción y toda volición y nolición; por tanto, de la sola previsión de no querer hacer uso de este concurso con vistas a la nolición del acto de pecar, no se sigue que Dios ─a través de su concurso general─ prevenga, impulse y dirija a este hombre hacia la volición moralmente mala.
19. Una vez impugnada esta opinión, vamos a reanudar la serie de los puntos que hemos considerado que debemos añadir a las disputas anteriores.
En octavo lugar: Aunque, conforme a las razones que hemos aducido, nuestras buenas obras morales ─también las puramente naturales─ deban atribuirse a Dios como autor de la naturaleza y causa primera de todas las cosas, sin embargo, nuestras malas obras no deben atribuirse a Él como causa, sino a nosotros mismos, cuando, en virtud de nuestra libertad y maldad, abusamos de nuestro arbitrio y del concurso general de Dios con objeto de hacer aquello para lo cual Dios no nos ha conferido el arbitrio, ni su concurso; sin embargo, si consideramos el libre arbitrio y el concurso general de Dios como indiferentes respecto del buen o mal uso que se haga de ellos y respecto del acto moralmente bueno o malo ─y si al mismo tiempo consideramos, por una parte, que en nuestra potestad está hacer uso de ellos, de tal manera que se nos pueda considerar virtuosos y se nos pueda alabar y otorgar premios, y, por otra parte, que a nuestro influjo, que es libre para determinarse en un sentido u otro, se debe que hagamos un buen uso de ellos y realicemos obras moralmente buenas o que abusemos de ellos y realicemos obras moralmente malas y pecaminosas─, entonces a nosotros mismos como causa particular y no a Dios deberá atribuírsenos el ejercicio bueno o malo de las obras que podemos realizar en virtud de la facultad de nuestro arbitrio y del concurso general de Dios.
Esto es lo que a veces enseñan algunos Padres y también San Justino Mártir en sus Quaestiones et responsiones ad orthodoxos (de necesariis quaestionibus, resp. ad octavam). La cuestión octava pregunta: «Si de Dios hemos recibido conocimiento tanto del bien y del mal, como de nuestro estado, ¿cómo puede suceder que no sea causa de ambas cosas aquel que, por así decir, ha introducido en nuestra naturaleza tanto el conocimiento, como la capacidad de hacer una cosa u otra?». Justino explica o responde lo siguiente: «Dios no sólo nos otorga la fuerza para vivir y para conocer y hacer el bien y el mal, sino que también nos ha concedido libre arbitrio y la potestad de realizar aquello que nos parezca de entre las cosas que se presentan a nuestro conocimiento; tampoco establece nuestra virtud, ni nuestro vicio, en el conocimiento de las cosas que conocemos, sino en la realización de lo que hacemos. Así pues, Dios no es causa de nuestra virtud o nuestro vicio, sino que lo son nuestra intención y nuestra voluntad. Pues del mismo modo que quien ve a una ramera y, por su visión y su conocimiento, sabe que es una ramera, no es un putañero ─aunque si su voluntad se deja vencer por el impulso, entonces será un putañero por obra o inclinación─, tampoco el conocimiento es la razón por la que los hombres son buenos o malos, sino la voluntad, que realiza lo que le parece de entre las cosas que se le presentan». Con estas palabras, Justino no señala a Dios como causa de nuestra virtud y nuestro vicio ─porque nos atribuye a nosotros tanto las fuerzas con que ejercemos la virtud y el vicio, como el conocimiento natural de ambos─, sino a nuestro arbitrio y a nosotros mismos, porque desviamos nuestro arbitrio libremente en uno u otro sentido, como causa particular y propia de ambos.
20. En noveno lugar: Ante todo, Dios quiere con voluntad condicionada nuestras buenas obras morales ─cuya existencia depende de la cooperación libre de nuestro arbitrio y no únicamente del concurso general de Dios─, en caso de que también nosotros las queramos en virtud de nuestra libertad, del mismo modo que quiere que todos los hombres se salven, siempre que ellos también lo quieran. Pero previendo qué buenas obras se van a realizar realmente en virtud de nuestra libertad, se complace en ellas y quiere con voluntad absoluta que se produzcan.
21. En décimo lugar: Dios querría que nuestras obras moralmente malas no se produjesen, si también así lo quisiéramos nosotros en virtud de nuestra libertad; por ello, las prohíbe y execra. Además, aunque quiera prestar su concurso general, que es indiferente de por respecto de la realización de estas obras o de las obras contrarias y buenas ─que dependen de lo que elijamos en virtud de nuestra libertad─, y, por ello, quiera ser indiferentemente causa universal de cualesquiera acciones y efectos reales ─casi confundiéndose con ellos─ que nosotros queramos, porque así conviene a nuestro mérito y libertad, sin embargo, puesto que no por esta razón las acciones son de la especie real que Dios prohíbe y que lleva aparejada una consideración pecaminosa ─por ejemplo, la volición de acercarse a una mujer que no es la propia antes que su nolición─ y puesto que, de igual modo, a través de su concurso universal Dios no inclina, ni dirige, ni guía hacia la volición de este acto, sino que el hecho de que se produzca la volición antes que la nolición de este acto se debe únicamente a nuestro influjo libre y particular ─por el que abusamos de nuestro arbitrio y del concurso general de Dios con objeto de querer este acto, para cuya volición Dios no nos habría conferido el arbitrio, ni su concurso─, de aquí se sigue que no podamos denominar a Dios «causa» sin más de nuestras malas obras en particular, sino que debemos añadir el adjetivo calificativo «universal», sin que esto implique que, en virtud de su causalidad y de su concurso universal, Dios dirija y determine la especie de la acción; en consecuencia, de ningún modo sería causa universal de ella, si de nuestro arbitrio no dependiese la dirección de esta acción y la determinación del concurso general de Dios hacia esta especie de acción, contrariamente a su ley y a su voluntad condicionada.
22. En undécimo lugar: La bondad natural del acto malo moralmente y del elemento material del pecado se debe a Dios ─como autor de la naturaleza y causa primera de las cosas─, en la medida en que confiere la facultad de arbitrio de la que procede esta bondad natural ─aunque el pecador desvíe esta facultad hacia aquello para lo cual no ha sido conferida─ y en la medida en que no deniega al pecador su concurso general necesario para la existencia de esta bondad natural, del que el pecador también abusa con objeto de hacer aquello para lo cual el autor de la naturaleza no se lo ha conferido. Aunque Dios ─incluso previendo que este mal acto se producirá por la maldad y el abuso del pecador─ no sólo le confiere el arbitrio, sino que también le otorga libremente su concurso general ─por ello, quiere ser causa universal de este acto del modo que acabamos de explicar─, sin embargo, no le confiere el arbitrio, ni su concurso general, con objeto de que se produzca este acto y tampoco querría que se produjese, si así también lo quisiera el pecador por su propia libertad; ciertamente, de aquí se sigue que Dios no dirige, ni quiere ─ni como autor de la naturaleza, ni como legislador─ el acto en que aparece esta bondad natural, sino que, por el contrario, lo prohíbe y lo execra, porque de cualquier obra mala puede decirse verdaderamente lo que el propio Dios dice en Apocalipsis, II, 6: «Detestas el proceder de los nicolaítas, igual que yo». Por tanto, Dios no quiere que se produzca este acto, sino que sólo quiere permitirlo por un bien mayor procedente de la maldad y del abuso del pecador en virtud del libre arbitrio que Dios le concede.