Concordia do Livre Arbítrio - Parte II 8
Parte II - Sobre a cooperação geral de Deus
Disputa XXXII: En la que se expone la razón por la que no es Dios,sino únicamente el libre arbitrio creado, la causa del pecado
1. Los católicos no albergan duda alguna sobre esta cuestión; pero se preguntan la razón por la que, a pesar de que Dios ─como causa primera─ influye de modo eficiente e inmediato sobre la mala acción del libre arbitrio creado de tal modo que toda esta acción se debe a Dios y al mismo tiempo toda ella se debe también al libre arbitrio, sin embargo, la culpa y la infamia de esta acción no se atribuyen a Dios, sino al libre arbitrio creado.
2. Casi todos los antiguos aducen como razón de esto el hecho de que, como el pecado considerado formalmente radica en la falta de conformidad con la regla que está obligado a seguir quien obra y, por esta razón, formalmente no es otra cosa que una deficiencia, una privación y una pura nada, entonces habrá que preguntarse más bien por la causa deficiente del pecado que por la eficiente. Por este motivo, como el libre arbitrio creado puede faltar a la regla y a la ley que se le han prescrito ─y faltar de hecho cuando realiza una mala acción─ y como Dios ─que no está sujeto a ninguna regla, sino que Él es ley para sí mismo─ no puede faltar a la regla cuando confiere el ser a esta acción junto con el libre arbitrio, por esta razón, en la medida en que la acción se debe al libre arbitrio creado, es culposa y pecaminosa y, en la medida en que se debe a Dios como causa primera y origen de todo ser creado, no es culposa, ni pecaminosa, porque sólo gracias a Dios tiene ser y, en consecuencia, una bondad trascendente que aparece junto con el ser y no una deficiencia respecto de la regla, siendo esta deficiencia la razón del pecado y de la maldad moral.
3. Pero este razonamiento o bien no explica en la medida necesaria esta cuestión o bien carece de relevancia. Ciertamente, aunque es cosa clarísima que, en sus operaciones, Dios ─que es la suma bondad─ de ningún modo puede dejar de ser sujeto tanto para otros, como propiamente para sí mismo, no obstante, en Él la ley es eterna, porque la ley no es sino el propio Dios y todo lo que se dicta a sí mismo: qué puede hacer con rectitud, qué cosa sería vergonzosa en caso de que Él la hiciera y, por esta razón, qué cosa implicaría contradicción en caso de hacerla, por ser contraria a su suma bondad. Así colegimos lo siguiente: Dios no puede, de ninguna de las maneras, mentir por sí mismo, ni por medio de otro; tampoco puede, bajo ningún concepto, ordenar pecados, ni mover o inclinar hacia acciones consideradas pecaminosas, así como tampoco aconsejarlas o predestinar a alguien a ellas, porque estas acciones y otras semejantes repugnan a la recta razón, tanto humana como divina, y a la bondad infinita. Esto parecen dar a entender los testimonios de las Sagradas Escrituras, las definiciones de la Iglesia y las sentencias de los Santos Padres que hemos ofrecido en la disputa anterior. Por esta razón, no sólo es contrario a la fe que Dios sea causa del pecado porque, si lo fuese, Él mismo faltaría a su regla cooperando con nosotros en el pecado con objeto de que faltemos a nuestra regla, sino que también sería contrario a la fe que Dios fuese causa del pecado porque, si lo fuese, ordenaría o aconsejaría hacer un acto malvado o predestinaría, movería e inclinaría hacia él a través de su influjo y de su operación; ahora bien, si fuese causa del pecado en este segundo sentido, lo sería también en el primero, porque Él mismo faltaría a su ley eterna. Ciertamente, Dios podría, sustrayendo antes alguna acción ─por medio de la adición de alguna circunstancia─ de la consideración de pecaminosa, ordenarla o mover hacia ella, a pesar de que, en ausencia de esta circunstancia, dicha acción sería contraria al derecho natural y, en consecuencia, pecado. De este modo, como Señor de la vida de cualquier hombre, Dios ordenó a Abraham sacrificar a su hijo Isaac, lo cual, en aquella circunstancia, le estaba permitido a Abraham y no era contrario al quinto precepto del decálogo, una vez concedida al padre esta facultad en relación a su hijo. Pero que Dios ordene o mueva hacia algo que en la causa segunda debe considerarse pecado, implica contradicción con toda claridad, porque se opone a la bondad divina y a la ley eterna.
4. Por esta razón, decimos que Dios no puede dispensar, con una dispensa propiamente dicha, de los preceptos del decálogo, haciendo que sea lícito lo que está prohibido por ley, una vez eliminada la fuerza de obligar de la misma; sin embargo, puede hacer que sea lícito algo que, en otras circunstancias, iría contra la ley, añadiendo al objeto alguna circunstancia por la que dejaría de estar prohibido por ley, sin que esto implicase una dispensa de la ley, sino una sustracción a la prohibición de la ley ─salvaguardando el derecho íntegro de la misma y su fuerza de obligar─ por adición de alguna circunstancia en razón de la cual este objeto ya no estaría prohibido de ningún modo por la ley. Esto a veces también puede producirse por mediación de una causa segunda. En efecto, el dueño de una cosa puede hacer que quien se la apropie, no transgreda el séptimo precepto, si le concede la facultad de apropiársela ─pues de otro modo transgrediría el séptimo precepto del decálogo─, sin que esto suponga dispensar del precepto, sino hacer que, añadiendo esta circunstancia, ya no implique una transgresión del precepto algo que, en otras circunstancias, estaría prohibido por este mismo precepto. Pero sobre esto ya hablaremos en el lugar correspondiente.
5. Por todo lo que hemos dicho, es evidente que, para aclarar la duda propuesta, hay que explicar por qué la concurrencia inmediata de Dios con la causa segunda por medio de su influjo universal, no contradice la ley eterna y, en consecuencia, no es mala de por sí, como sí lo sería ─contradiciendo la ley divina─ en caso de que Dios ordenase o predestinase esta acción o moviese e inclinase al libre arbitrio creado hacia ella. Pero con su razonamiento los antiguos no enseñan de ningún modo la causa de esto y, por ello, no explican esta cuestión en la medida necesaria.
6. Los salmanticenses, entre los que se cuentan Domingo de Soto (De natura et gratia, lib. 1, cap. 18) y Melchor Cano (De locis theologicis, lib. 2, cap. 4, resp. ad octavum), ofrecen la siguiente causa: Con su concurso universal Dios coopera con todas las causas segundas a modo de causa natural constituida por ley, de tal modo que siempre estaría dispuesto a otorgar su ayuda a las causas segundas, como si actuase por necesidad de naturaleza y no libremente. Como este concurso, por así decir, se le adeuda a las causas naturales ─porque ninguna de ellas podría obrar sin él─, debe incluirse entre las cosas naturales, hasta tal punto que consideramos milagroso que, en alguna ocasión, Dios lo sustraiga y su concurso desaparezca. Por esta razón, según ellos, como las acciones malas moralmente se originan ─en cuanto a su ser exclusivamente natural─ en causas naturales y sería estúpido atribuir a estas causas naturales su ser moral, su maldad o su culpa, de aquí se sigue que Dios sea causa ─por medio de su concurso general─ del ser natural de estas acciones, aunque no de la culpa y de la maldad que llevan aparejadas.
Algunos entienden este parecer del siguiente modo: Si Dios no cooperase ─por medio de este concurso general─ a modo de naturaleza en virtud de la prescripción de la ley universal de no denegar nunca este concurso ─porque sería necesario y, por así decir, se le adeudaría a las causas segundas─, sino que sólo concurriese con él en algunas ocasiones, entonces otorgárselo a las causas segundas cuando fuesen a realizar acciones malas moralmente, sería contrario a la ley eterna, malo de por sí y, en consecuencia, contradictorio.
7. Así enseñado y explicado, este razonamiento nunca me ha satisfecho.
En primer lugar: Porque Dios ha establecido desde la eternidad y de manera puramente libre la ley de concurrir con las causas segundas y también confiere de manera puramente libre su concurso universal, cuantas veces lo otorga. Por esta razón, teniendo en cuenta la libertad con que obra, no puede incluirse entre las causas naturales, en la medida en que una causa natural se distingue de las causas libres y morales. Es más, en verdad, obrando así, es causa libre, moral y, en consecuencia, digna de alabanza, cuantas veces confiere su concurso; esto es así a causa de su munificencia y del beneficio libre con que nos gana, sobre todo cuando obramos el bien con la ayuda de este concurso y cuando lo otorga a las cosas carentes de razón en atención al hombre. Por tanto, ya que cuando obramos con rectitud, el concurso universal con que Dios concurre con nosotros, es una obra externa debida a la munificencia y liberalidad divinas, hay que explicar por qué, cuando Dios concurre del mismo modo en la acción mala moralmente, a pesar de que dicha acción se deba en su totalidad a Dios por su concurso universal, sin embargo, este concurso no es una obra externa culposa y tampoco se considera culpable la voluntad divina por la que se concede, especialmente cuando Dios influye sobre esta acción de manera totalmente libre, del mismo modo que el libre arbitrio, siendo esta la razón por la que comete pecado. En efecto, que sólo el ser natural de las acciones morales tenga su origen en causas naturales y no así la bondad o maldad morales, se debe a que estas causas no obran libremente y a que la bondad y la maldad morales sólo pueden deberse a una causa libre; por esta razón, al hombre no se le atribuye como virtuosa, ni como viciosa, ninguna acción que realice sin libertad, tanto si, en relación a su objeto, se trata de un bien, como si se trata de un mal. Por este motivo, puesto que Dios obra libremente con su concurso general, que obre por ley establecida como si lo hiciese por necesidad de naturaleza, no basta para explicar por qué hay que atribuir a Dios únicamente el bien natural de las acciones morales y no el ser moral virtuoso o vicioso.
8. En segundo lugar: Podemos rechazar este parecer, porque no parece propio de la bondad divina establecer esta ley de concurrir de modo genérico con el libre arbitrio creado; pues sería totalmente inicua, si no se estableciese de modo genérico y por naturaleza para todos los agentes, sino tan sólo para algunos determinados y en un momento determinado. En efecto, no puede ser justa una ley que se aplica a actos respecto de los cuales sería injusta e inicua si sólo se estableciese para ellos, sobre todo porque su injusticia y su falta de equidad no se compensaría con otros a los que también se aplicase.
9. En tercer lugar: Supongamos que es imposible que Dios concurra con las causas segundas de modo muy distinto y que, además de este modo habitual de concurrir, en alguna ocasión decide concurrir con algún hombre o ángel del modo en que realmente lo hace en un momento determinado. ¿Habrá alguien que sostenga que, en caso de que este hombre realice una mala acción en virtud de la libertad de su arbitrio, pudiendo realizar una buena, la maldad de esta acción deberá atribuirse a Dios como inductor de ella, sin que al mismo tiempo afirme que, del mismo modo, habría que atribuírsela en este estado de cosas en el que nos encontramos? Por tanto, el hecho de que, con su concurso universal, Dios concurra con las causas segundas como si fuese una causa natural que obra por necesidad de naturaleza, no sería una razón legítima para no atribuir a Dios como inductor la maldad de las acciones morales.
10. Por tanto, esta razón legítima y evidente, si no me engaño, se colige de lo que hemos dicho en las disputas anteriores a propósito del concurso general de Dios.
Pues como el concurso general de Dios no es un concurso sobre la causa segunda, sino sobre la acción de esta causa ─siendo este concurso indiferente de por sí, de tal modo que, según la diversidad del influjo de la causa segunda, se sigue una acción de una especie antes que de otra, porque este concurso no determina el influjo de la causa segunda, sino que él mismo resulta determinado por este influjo respecto de la especie de la acción, por lo que, cuando el libre arbitrio concurre con él, el hecho de que se produzca una volición antes que una nolición y la volición de un objeto honesto antes que la de un objeto infame, se debe al influjo variado del arbitrio─, de aquí se sigue que las acciones del libre arbitrio ─como también las de cualquier otra causa segunda─ no deberán al concurso general de Dios el ser de un tipo u otro en particular y, en consecuencia, el ser buenas o malas, sino al propio libre arbitrio. Seguramente Soto y Cano, si se les lee correctamente, no sostuvieron otra cosa, aunque no explicasen esta cuestión en la medida necesaria; tampoco tuvieron la necesidad de sostener que el concurso universal de Dios procede de Él como causa natural.
11. Sin embargo, no han faltado quienes, oponiéndose al parecer propuesto, han objetado lo siguiente.
En primer lugar: El concurso general de Dios no se denomina «general» porque en su ser real y externo a Dios, sea único e idéntico ─numéricamente o en términos de especie─, común para todas las causas segundas e indiferente para cualesquiera de los efectos de éstas, sino porque Dios establece, por ley común y general, concurrir con todas ellas de distinta manera y, no obstante, tal como exige la naturaleza de cada una. Pues el concurso con que Dios concurre con el fuego en especie, se distingue del concurso con que concurre con el caballo, porque el concurso de Dios con el fuego no es otra cosa que el propio efecto producido en cuanto procedente de Dios, bajo cuya consideración se entiende como una acción divina y externa dirigida hacia este efecto; y el concurso de Dios con el caballo no es otra cosa que el propio efecto producido en cuanto procedente de Dios, bajo cuya consideración se entiende también como una acción divina y externa dirigida hacia este efecto. Como estos efectos se distinguen entre sí en especie y las acciones se distinguen en especie según la diversidad de los términos, por esta razón, estos concursos generales de Dios se distinguirán en especie y, en consecuencia, los efectos distintos en especie producidos por las causas segundas, serán de un tipo o de otro no sólo en virtud de la diversidad del influjo de las causas segundas, sino también en virtud del modo diverso de influir de Dios sobre estos mismos efectos.
12. En segundo lugar: Aunque la causa segunda determine que Dios concurra con un concurso de una especie antes que con un concurso de otra, sin embargo, una vez que Dios concurre con el concurso particular con que concurre con el fuego, hay que considerar necesariamente que el efecto aquí producido no es un efecto particular sólo por el concurso de la causa segunda, sino también por el concurso particular divino, aunque supongamos que Dios no hace uso de este concurso particular, salvo que concurra con esta causa segunda determinada.
13. En tercer lugar: Este concurso de Dios es causa de toda la entidad que observamos en el efecto, como todos admiten, incluida la que hace que este efecto sea así en especie y numéricamente. Por tanto, que el efecto sea así no sólo depende de la causa segunda, sino también del concurso general de Dios; en consecuencia, no hay razón para no atribuir a Dios ─cuando concurre en la producción de este efecto con su concurso general─ las consecuencias de este efecto en cuanto tal.
14. Estos argumentos tienen su origen en una creencia falsa de nuestros adversarios. Ciertamente, coinciden con nosotros en que el concurso general de Dios no es un influjo de Dios sobre la causa, sino con la causa sobre el efecto, con el que ─según dicen─ este concurso se identifica; sin embargo, consideran que el concurso universal de Dios es una acción que difiere numéricamente del concurso de la causa segunda, a pesar de que la acción sólo sea una, que, en cuanto procedente de Dios, se denomina «concurso de Dios» y, en cuanto procedente de la causa segunda, se denomina «concurso de la causa segunda», como ya hemos explicado anteriormente. De otro modo, si fuesen acciones distintas, como el concurso de la causa segunda sólo procede de la causa segunda, tendríamos que admitir que habría alguna acción ─o razón formal y real de la acción─ que no se debería a Dios, sino únicamente a la causa segunda, siendo esto totalmente inadmisible.
15. Por tanto, al primer argumento debemos objetar que es falso que el concurso general de Dios sea distinto por naturaleza ─numéricamente o en especie─ del concurso de la causa segunda. Pues no hay nada por naturaleza ─ni acción, ni efecto de acción─ debido a la influencia de Dios por su concurso general que no se deba también a la influencia simultánea de la causa segunda por su influjo particular. Algo así no puede suceder, porque estas dos causas, influyendo de este modo, unen por naturaleza tanto el efecto como la acción y, por esta razón, dependen mutuamente entre sí cuando actúan del modo mencionado, es decir, de tal manera que el influjo preciso de una no puede producirse ─ni siquiera por potencia divina─ sin el influjo de la otra. Estos influjos tampoco se distinguen por naturaleza, salvo que relacionemos una única e idéntica acción particular con las causas diversas que influyen de distinta manera sobre la totalidad de esta acción. Entre estas causas se encuentra la causa universal y, aunque esta causa confiera a la acción la totalidad del ser por parcialidad causal, sin embargo, que esta acción sea de una especie o de otra, no se debe al modo de influir de esta causa. Esta acción también recibe todo su ser de la otra causa en cuanto causa particular, también por parcialidad causal; ahora bien, del mismo modo que esta acción es particular y propia de esta causa por su modo de influir, así también, esta acción se distingue en especie de las demás por la misma razón. De ahí que debamos negar que Dios concurra con su concurso general de modo distinto con las distintas causas segundas.
En cuanto a la demostración de este argumento, admitimos que el concurso de Dios con el fuego difiere en especie del concurso de Dios con el caballo. Sin embargo, negamos que esto se deba a que, en la medida en que depende de Él, Dios influya de distinta manera con el fuego y con el caballo; más bien, esto se debe a la unión del influjo de cada una de estas dos causas particulares ─dirigido hacia una misma y única acción numéricamente y en especie─ con el influjo de Dios; así pues, en virtud de estas causas particulares entendidas como causas eficientes, los concursos universales de Dios se distinguen en términos de especie.
16. Al segundo argumento debemos objetar que, como la unidad numérica de la acción y del efecto varía ante cualquier variación producida en cualquier parte de la causa y en cualquier otra circunstancia de las que propician el efecto ─según se explica en la Metafísica, lib. V─, por ello, del mismo modo que el hecho de que un efecto sea de un tipo o de otro depende de que la causa segunda influya aquí y ahora, así también, naturalmente, esto mismo depende del influjo de Dios aquí y ahora y de las demás circunstancias. Por esta razón, del mismo modo que, si la causa segunda influye en otro momento con la intervención de otras circunstancias, se seguirá otra acción particular, así también, si Dios influye en otro momento y bajo otras circunstancias, se seguirá otra acción particular. Sin embargo, aquí y ahora no habría, por una parte, un concurso distinto de Dios y, por otra parte, un concurso distinto de la causa segunda, sino un concurso único e idéntico numéricamente, a saber, la propia acción resultante, en la que se unen y son uno los concursos de las dos causas, como ya hemos explicado. Añádase que las acciones morales no son buenas o malas moralmente por una diferencia de individuación, sino por una diferencia de especie y por las circunstancias; si éstas, aunque distintas numéricamente, fuesen exactamente del mismo tipo en cualquier otra acción de una misma especie en género de naturaleza y de moral, la harían igualmente buena o mala.
17. Al tercer argumento debemos objetar que una cosa es que el efecto también reciba por influencia de Dios, como causa parcial y a través de su concurso universal, lo que le hace ser de un tipo determinado y otra cosa es que sea así por influjo de Dios. Admitimos lo primero, pero negamos lo segundo. Pues ya hemos explicado que el hecho de que el efecto sea de un tipo determinado, sólo se debe a la manera de influir de la causa particular, de la que es efecto propio y particular. Pero como la infamia de la culpa es consecuencia del acto en relación tan sólo a la causa que en su obrar se desvía de la regla ─siendo esta causa exclusivamente la causa segunda─, de aquí se sigue que, aunque la entidad del acto se deba también a Dios como causa universal, sin embargo, la infamia es consecuencia del acto por culpa exclusivamente de la causa particular. Ante todo, debemos señalar que las razones formales en cuya naturaleza intrínseca se incluye el hecho de proceder de una causa segunda ─como son el pecado, el mérito, el sentimiento, &c.─, de ningún modo pueden atribuirse a Dios como causa de las mismas, como si Dios pecara, meritara o sintiera en cuanto Dios. Además, dado que la existencia de estas razones formales ─como son la culpa y el pecado─ no sólo tiene lugar más allá del influjo, sino también de la intención de Dios cuando confiere a la causa segunda su concurso general junto con las fuerzas para obrar, Dios no puede considerarse causa universal de las mismas, aunque se le considere causa universal de la acción que, en términos materiales, recibe el nombre de «pecado», porque con su influjo como causa universal influye sobre ella; e inmediatamente vamos a explicar esto con mayor claridad.
18. Por todo lo que hemos dicho, sabemos que a Dios no se le pueden atribuir nuestras acciones malas moralmente como si fuese una causa positiva que influyese sobre ellas. Aquí podemos presentar el ejemplo del herrero que forja espadas. En efecto, del mismo modo que al herrero no se le imputan los crímenes que cometen quienes no hacen un buen uso de sus espadas ─porque las espadas son indiferentes al buen o mal uso que se hace de ellas─, sino que se imputan al libre arbitrio de quienes hacen un mal uso de ellas, así también, como el concurso general de Dios resulta indiferente tanto en relación a las buenas acciones, como a las malas, estas últimas no deben atribuirse a Dios, sino a quienes abusan del concurso general de Dios para hacer el mal.
19. Pero alguien dirá: Del mismo modo que el herrero es culpable, cuando entrega una espada a alguien sabiendo que probablemente abusará de ella, así también, puesto que Dios presabe quiénes van a abusar de su concurso general, ¿por qué no se le imputa como culposo el hecho de no sustraer su concurso, ya que, a pesar de que así podría impedir el pecado, sin embargo, no quiere hacerlo?
Aquí debemos decir que este caso difiere según se aplique a los hombres o a Dios. Pues como Dios es Señor de todo y, con motivos legítimos, somete a examen y a prueba a las criaturas que gozan de una capacidad especial por estar dotadas de libre arbitrio ─de tal manera que, si hacen un buen uso de su arbitrio con ayuda de la gracia, alcanzarán la vida eterna por méritos propios y, si hacen un mal uso, se les castigará con una pena justa─, no está obligado a impedir los pecados, sino que puede permitirlos legítimamente; además, a su providencia compete no denegar a cada una de las cosas los instrumentos necesarios para que obren conforme a la naturaleza de cada una, aunque algunos de estos instrumentos sean tales que de ellos pueda hacerse un buen o un mal uso. Sin embargo, los hombres, que están sujetos a Dios y a las leyes divinas, están obligados por ley divina y natural a impedir los pecados de sus prójimos ─si pueden hacerlo de forma no perjudicial─ y a no cooperar en el daño de otro. Pues del mismo modo que, por ley natural, están obligados a amar al prójimo igual que a sí mismos, así también, por esta misma ley natural Dios ordenó a cada uno preocuparse de su prójimo. Por esta razón, nuestros pecados no deben imputarse a Dios como causa que puede impedirlos y que no lo hace, del modo en que el naufragio se imputa al marinero, si puede evitarlo y, sin embargo, no lo evita. Pues para que algo se atribuya a alguien como causa negativa, es necesario que este alguien esté obligado a impedirlo, que pueda impedirlo y que no lo haga; pero Dios no está obligado a impedir nuestros pecados.