Concordia do Livre Arbítrio - Parte II 7

Parte II - Sobre a cooperação geral de Deus

Disputa XXXI: En la que explicamos que Dios no es causa del pecado, sino tan sólo el libre arbitrio creado

1. Aunque Dios sea causa primera de todas las acciones ─por muy infames que sean─ que realizan las causas segundas junto con el libre arbitrio creado, influyendo sobre ellas inmediatamente con su concurso general, como hemos explicado en las disputas anteriores, sin embargo, sostener que Dios es causa del pecado ─como no sólo algunos herejes antiguos afirmaron, según cuentan Eusebio de Cesarea en Ecclesiastica historia, lib. 5, cap. 20, y Alfonso de Castro en Adversus omnes haereses, lib. 9, malum, sino como también, en nuestros tiempos, lo hacen Lutero y sus seguidores, según hemos visto en la disputa primera─ no sólo es blasfemia enorme, como enseña la propia razón de cualquier hombre, sino que también es herejía manifiesta. Pero ahora lo demostraremos recurriendo a las Sagradas Escrituras, a las definiciones de la Iglesia y al consenso unánime de los Padres; en las siguientes disputas, ofreceremos argumentos tomados de principios naturales con los que demostraremos con claridad que Dios no es causa del pecado.
2. En primer lugar, Santiago en su Epístola, I, 13, dice: «Que ninguno, cuando sea tentado, diga: Es Dios quien me tienta; porque Dios no tienta al mal, ni tienta a nadie», a saber, hacia el mal. Por tanto, si Dios no tienta al mal ─es decir, al pecado─, porque esto se opone a la naturaleza y a la bondad y clemencia infinitas de Dios, mucho menos será causa eficiente del mal culposo en cuanto tal, ni inclinará, ni moverá al libre arbitrio hacia el mal en cuanto tal. De ahí que en Eclesiástico, XV, 11-13, leamos: «No digas: por el Señor me he apartado (a saber, de la sabiduría); no hagas lo que Él detesta. No digas: Él me ha extraviado; porque Él no necesita al pecador. El Señor odia toda abominación y quienes le temen a Él, tampoco la aman».
3. En Salmos, V, 5-6, leemos: «De mañana te presento mi súplica y me quedo a la espera: porque no eres un Dios que se complazca en la iniquidad. Tampoco el maligno habita junto a ti: los inicuos no permanecerán ante tu vista, &c.». Si Dios no quiere que haya iniquidades y éstas de ningún modo le pueden complacer ─más aún, las prohíbe con sus santísimas leyes y no las deja impunes─, ¿por qué razón obraría Él mismo la iniquidad en el pecador o por qué movería e inclinaría el libre arbitrio del pecador a abrazarlas? En Salmos, X, 6-8: «Quien ama la iniquidad, odia su alma. Sobre los pecadores lloverá fuego, azufre y un viento abrasador como porción de su copa. Porque el Señor justo también ama la justicia y su rostro contempla la equidad». Esto es como decir que el Señor no puede ver la iniquidad con ciencia aprobatoria y mucho menos producirla en los pecadores o moverlos e incitarlos a ella. En Sabiduría, XI, 25 leemos: «No aborreces nada de lo que hiciste». Dios odia de igual modo al impío y a su impiedad, según leemos en Sabiduría, XIV, 9. Por tanto, Dios no produce la impiedad del pecador, ni el pecado. En Habacuc, I, 13, leemos: «Tus ojos están limpios, para que no puedas ver el mal; así, no podrás ver la iniquidad». En Oseas, XIII, 9 leemos: «Tu destrucción ha acontecido, Israel, porque sólo en estaba tu salvación»; es decir, en nosotros está pecar y morir; sólo en Dios está nuestro auxilio, que siempre aguarda a la entrada de nuestro corazón e impulsa de manera misericordiosa».
4. En Mateo, VII, 18 leemos: «El árbol bueno no puede dar malos frutos». Y en Romanos, XI, 16: «Si la raíz es santa, también las ramas». Pero Dios es bueno por esencia y también santo y no puede albergar maldad, ni culpa alguna, según leemos en Romanos, IX, 14: «¿Acaso en Dios hay iniquidad? De ningún modo». Por tanto, no puede ser autor de los males considerados culposos.
5. Asimismo, podemos citar la regla egregia ─que es sobremanera conforme a la razón y aceptada por los Teólogos─ de San Fulgencio de Ruspe (Ad Monimum, lib. 1, cap. 19), a saber: Dios no es autor de algo de lo que es vengador. En efecto, ¿quién, salvo alguien cruel y criminalísimo, castiga a otro por algo de lo que él mismo es responsable? Sin embargo, Dios castiga nuestros pecados. Por tanto, no puede ser causa de ninguno de ellos.
6. El Concilio de Orange II (cap. 25) declara: «No sólo no creemos que algunos estén predestinados para el mal por la potestad divina, sino que, en caso de que haya quienes sólo quieren creer en el mal, los anatematizamos como merecedores de toda execración».
León IX en su Epistola ad Petrum Antiochenum, que aparece al final de la obra de León I, como explicación de la fe romana, dice: «Creo que Dios sólo predestina los bienes, pero presabe tanto los bienes como los males».
El Concilio de Trento (ses. 6, can. 6) declara: «Si alguien dijera que en la potestad del hombre no está hacer malo su camino, porque sería Dios quien hace tanto las malas obras, como las buenas, no sólo permitiéndolas, sino también propiamente y por mismo, hasta tal punto que la traición de Judas no sería obra suya en menor medida que la vocación de San Pablo, sea anatema».
7. Sobre esta cuestión el consenso de los Padres también es unánime. Dionisio Areopagita (De divinis nominibus, cap. 4 hacia el final) afirma: «Más aún, de Dios no procede el mal; ciertamente, o bien no es bueno o bien hace buenas obras». Un poco más adelante dice: «Así pues, Dios no es autor del mal, ni en Él hay maldad, ni en términos absolutos, ni en momentos determinados». Más adelanteexplica que los demonios se volvieron malvados, porque por propia voluntad dejaron de querer y de hacer bienes divinos. Enseña lo mismo sobre nuestras almas. Y a aquellos según los cuales es necesario que la providencia divina nos empuje hacia la virtud, aunque no queramos, les responde: «No es propio de la providencia eliminar la naturaleza propia de cada cosa, sino proveerla conforme a su propia naturaleza; por ello, fue necesario que Dios hiciera al hombre libre, como lo exige su propia naturaleza». Al final del capítulo dice que, en su libro sobre el juicio divino y justo, refuta como estúpidos los argumentos de los sofistas que atribuyen a Dios iniquidad y mendacidad.
8. San Justino Mártir afirma lo mismo en Dialogus cum Tryphone Iudaeoy en Quaestiones et responsiones ad orthodoxos (resp. 8); ya citamos sus palabras en la disputa 23, miembro 4. Lo mismo enseña en su respuesta 12. Del mismo parecer son Clemente de Alejandría (Paedagogus, lib. 1, cap. 8; Stromata, lib. 1, cap. 17), Tertuliano (De exhortatione castitatis, cuyas palabras ya hemos citado en parte en la disputa 23; Adversus Marcionem, lib. 2), Orígenes (Contra Celsum, lib. 4) y San Atanasio (Oratio contra gentes, n. 4). Este mismo parecer de San Atanasio se citó en el Concilio de Constantinopla VI (a. 8). También San Atanasio (Vita beati Antonii) sostiene que San Antonio Abad enseñó lo mismo. Esto mismo afirman San Basilio el Grande (Homiliae, h. 9, que empieza: Quod Deus non sit auctor malorum), San Gregorio de Nisa (Philosophia, lib. 7, cap. 4), San Juan Damasceno (De fide orthodoxa, lib. 4, cap. 20; léase también el lib. 2, caps. 29 y 30), San Ambrosio (De Iacob et vita beata, cap. 3, donde dice: No debemos culpar a nadie, salvo a nuestra voluntad), San Jerónimo (In Isaiam, lib. 12; In Amos, III, 6: Si cae en la ciudad el infortunio…) y San Juan Crisóstomo (In Epistolam II ad Timotheum, hom. 8), porque después de decir y aconsejar que no queramos investigar todo, pues gran parte de aquello que pertenece a Dios, está oculto, añade: «Conformaos con saber que Dios provee todo; que hemos sido creados con dependencia de nuestro libre arbitrio; que Dios obra unas cosas, pero permite otras; que no quiere que se produzca ningún mal; que todo no acontece únicamente en virtud de su propia voluntad, sino también de la nuestra; que todos los males que hacemos, se deben a nuestra voluntad; que los bienes que hacemos, se deben a nuestra voluntad y a su ayuda; que a Dios nada se le oculta, pero no por esta razón lo obra todo».
9. También San Agustín afirma esto mismo en numerosos lugares. En De libero arbitrio (sobre todo en el lib. 2, cap. último, y en el lib. 3, caps. 1, 6 y en otros) enseña, conforme a su propósito, que Dios no es causa del pecado, sino el hombre, cuando hace uso de su libre arbitrio para pecar, a pesar de que Dios no se lo haya conferido para este uso. En De Genesi ad litteram (lib. 7, cap. 26) dice: «La naturaleza del hombre procede de Dios, pero no la iniquidad en la que se envuelve cuando hace un mal uso del libre arbitrio». En De Spiritu et Littera (cap. 31) dice: «En las Sagradas Escrituras no leemos en ningún lugar: no hay voluntad salvo que proceda de Dios. Con razón no está escrito, porque no es verdad; de otro modo, Dios sería autor de los pecados, si no hubiese voluntad salvo procedente de Él, porque la mala voluntad sola ya es pecado, aunque no le siga el efecto». En su Liber 83 quaestionum(q. 3), demuestra que Dios no es causa del pecado, porque ningún hombre se convierte en malvado por instigación y deseo de alguien sabio; pero Dios es más sabio que cualquier hombre sabio; por tanto, el hombre no peca por instigación y deseo de Dios. En la q. 4 concluye que la causa del pecado es la voluntad libre de quien consiente en caer en él. Demuestra esto mismo en De civitate Dei (lib. 12, cap. 6).
Sobre los artículos que se le atribuyen falsamente, quienquiera que sea su autor, afirma (art. 10): «Es detestable y abominable la opinión según la cual Dios es autor de toda voluntad y acción malas, pues su predestinación sólo busca la bondad y la justicia. En efecto, Dios sólo siembra en su camino misericordia y verdad, porque la santísima divinidad no sabe hacer a las casadas adúlteras y a las doncellas corruptas, sino condenar tales cosas; tampoco sabe cómo disponer estas cosas, sino castigarlas». Un poco más adelante dice: «Por tanto, la predestinación de Dios no incita, ni persuade, ni empuja a los inicuos a la maldad, ni a los pecadores a la lujuria, ni a caer en la infamia, sino que, sin lugar a dudas, predestina el juicio en el que recompensará a cada uno, en la medida en que se actúe bien o mal. Este juicio no se celebraría, si los hombres pecasen por voluntad de Dios. Todo hombre a quien la sentencia divina separe y sitúe a la izquierda de Dios, será condenado por no haber cumplido la voluntad de Dios, sino la suya propia». En el art. 13, dice: «Es indigno considerar a Dios causa de estas desgracias, porque aunque, en virtud de su ciencia eterna, sabe de antemano lo que concederá en recompensa a los méritos de cada uno, sin embargo, por no poder engañarse no infiere una necesidad o voluntad de torcerse. Por tanto, si alguien abandona la justicia y la piedad, caerá de cabeza guiado por su arbitrio; su propia concupiscencia lo arrastrará; caerá en el engaño persuadido por mismo. Aquí no tienen nada que hacer el Padre, ni el Hijo, ni el Espíritu Santo; aquí tampoco interviene la voluntad divina, gracias a cuya ayuda muchos fueron detenidos en su caída, sin que nadie fuera empujado a caer».
El autor del Hypognosticon (lib. 6) también afirma: «Dios presupo la maldad de Judas, pero no la predestinó, ni la provocó; no obstante, presabiendo esto, Dios le permitió con juicio justo hacer el mal, entregándole a su mente insensata». Después de muchas otras cosas, dice: «Hay que defender la regla de esta disputa inconcusa, que se esclarece con los testimonios divinos, a saber: antes de que los pecadores existieran en el mundo, de ellos sólo hubo presciencia de sus pecados y no una predestinación, aunque fuesen predestinados al castigo en virtud de esta presciencia». Paso por alto muchos otros testimonios de San Agustín.
10. Lo mismo afirman Fulgencio de Ruspe y Próspero de Aquitania, cuyos testimonios cita Graciano (c. 23 Vasis, q. 4). El primer testimonio de este capítulo es de Fulgencio; los demás, hasta llegar a las palabras: ex nobis exierunt…, son de Próspero. A lo largo de todo el lib. 1 de Ad Monimum, Fulgencio demuestra, abundantemente y con gran sabiduría, que Dios no es causa del pecado. También atestigua lo mismo Gregorio Magno en su Homilia 9 ad Ezechielem, por no hablar de muchos otros Padres.
11. Sin embargo, no quiero omitir el parecer de Platón (De republica, lib. 2) sobre esta cuestión. Pues, según él, sólo Dios debe considerarse causa de los bienes; en cuanto a los males, debemos buscar cualquier otra causa que no sea Dios. Un poco más adelante dice: «Hay que desmentir totalmente y no hay que permitir que nadie sostenga en su Estado ─si debe levantarse sobre buenas leyes─ que Dios, a pesar de ser bueno, es causa de los males de alguien; tampoco debe permitirse que nadie lo oiga, tanto si es joven, como viejo, tanto si se dice en forma de poema, como si se dice en prosa, porque sostener tal cosa no es piadoso, ni nos es beneficioso, ni se puede sostener de modo coherente». Así habla Platón.