Concordia do Livre Arbítrio - Parte II 5
Parte II - Sobre a cooperação geral de Deus
Disputa XXIX: Sobre el concurso general de Dios con el libre arbitrio en sus obras naturales
1. Para hablar en particular del concurso general de Dios con el libre arbitrio creado de acuerdo a lo que, hasta el momento, hemos dicho de modo genérico sobre este concurso con las causas segundas, en primer lugar, debemos entender lo siguiente: Al igual que el concurso general de Dios con la causa agente que actúa por acción transeúnte ─por ejemplo, el fuego que produce calor en el agua─ no es un influjo de Dios sobre el fuego, sino sobre el agua, que recibe el efecto producido simultáneamente por Dios y por el fuego, así también, el concurso general de Dios con la causa que opera por acción inmanente ─por ejemplo, el entendimiento respecto de la intelección y la voluntad respecto de la apetición─ no es un influjo de Dios sobre la causa considerada como agente ─es decir, como si actuase previamente movida y excitada por este influjo─, sino con la causa considerada en sí misma como agente y como paciente que recibe el efecto producido simultáneamente por sí misma y por Dios con influjo parcial de ambos.
2. Aquí habría una gran diferencia entre el concurso general de Dios con las causas segundas en sus acciones naturales y el auxilio particular ─o gracia previniente─ con que Dios dirige y coadyuva con el libre arbitrio en las obras sobrenaturales de creer, tener esperanzas, amar y arrepentirse del modo necesario para alcanzar la salvación; pero pocos reparan en esta diferencia. Pues el auxilio particular denominado «gracia previniente» es una moción que excita, previene y vigoriza el libre arbitrio, con objeto de que, gracias a esta ayuda, coopere en adelante con su influjo libre en los actos sobrenaturales mencionados, por medio de los cuales, en mayor o menor medida, se dispone para la gracia que convierte en agraciado. Por esta razón, es una moción sobre la propia causa gracias a la cual en esta última está la facultad de realizar libremente estas obras ─si así lo desea─ del modo necesario para alcanzar la salvación, como en parte ya hemos explicado desde la disputa octava en adelante y como explicaremos con mayor detenimiento más adelante.
3. Por lo que ya hemos dicho, también se puede entender la falsedad del parecer que Antonio de Córdoba ofrece en su Quaestionarium Theologicum (lib. 1, q. 55, dud. 4 y 10), pues, según él, el concurso universal de Dios no sólo es un influjo sobre las propias causas agentes, con objeto de que, una vez movidas y aplicadas a obrar, obren, sino que también es un influjo eficaz y suficiente para que, sólo con él y sin el concurso de las causas segundas, Dios produzca los mismos efectos. También condena como erróneo el parecer opuesto, según el cual Dios concurre inmediatamente con las causas segundas en sus efectos, aunque no lo haga con un concurso suficiente para que estos efectos se produzcan sin el concurso de las causas segundas.
Si Antonio de Córdoba acusa de cometer un error a aquel que afirme que Dios concurre con las causas segundas con un influjo ineficaz para la producción de sus efectos, porque Dios carecería del poder de producirlos Él solo ─si así lo quisiera─ con otro influjo más eficaz ─de tal modo que no podría producir estos efectos sin las causas segundas, ni hacer las cosas de otro modo, ni formar este universo de manera distinta de como realmente lo ha hecho─, entonces yo no me opondré. Pues parece que este fue el error de Pedro Abelardo y seguramente de algunos otros, como dijimos en la primera disputa.
Pero su intención parece ser otra muy distinta, a saber, según él, el concurso universal con que Dios realmente concurre con las causas segundas, no es eficaz para que las acciones de éstas puedan producirse sin ellas ─porque esto supondría que las causas segundas harían algo, pero sin influir sobre ello─, siendo esto correcto, sino que es eficaz, por una parte, para producir, sin las causas segundas y con este influjo, los mismos efectos que produce a través de las causas segundas y, por otra parte, para hacer que las causas segundas obren junto con Él estos efectos, moviéndolas con este influjo. Por este motivo, parece condenar como erróneo lo que hasta el momento hemos explicado con bastante claridad sobre el concurso general de Dios, a pesar de que no presenta en favor de su tesis ni testimonios, ni argumentos. Si pueden aducirse algunos, ya los hemos refutado en la disputa 25, cuando impugnamos los errores de Pedro de Ailly y de Gabriel Biel.
4. Afirmo que el parecer de Antonio de Córdoba es idéntico al de algunos nominalistas; también Escoto parece dar a entender lo mismo o incluso lo afirma, como demostraremos, atendiendo a sus propias palabras, en la disputa 35. Se trata de una opinión que ha hecho a muchos autores caer en el error, como a Pedro de Ailly y Gabriel Biel; en efecto, movidos por ella, sostuvieron que las causas segundas no hacen absolutamente nada, porque Dios es el único que, ante su presencia, produce sus efectos y sus operaciones. Es más, aprovechando esta ocasión, Lutero se atrevió a afirmar que la voluntad sólo concurre de manera pasiva en sus actos y, cayendo todavía más bajo, no tuvo reparos en negar totalmente la libertad de arbitrio y afirmar que nuestras obras más infames no se deben a Dios en menor medida que nuestras obras piadosas, como ya dijimos en la disputa 1.
No puedo entender cómo, admitiendo esta opinión ─o, más bien, este error─, alguien puede defender la libertad de arbitrio que hemos expuesto en la disputa 23. Por esta razón, hacia el final de la duda décima citada, a fin de defender la libertad de nuestro arbitrio dentro del marco de su propio pensamiento, el propio Antonio de Córdoba se ve obligado a recurrir a un argumento filosófico, que apenas puede entenderse y que parece contradecir sus propias tesis.
5. En efecto, habla de tres momentos naturales en la determinación eterna y libre de la voluntad divina respecto del concurso universal que en su momento Dios ha de otorgar a nuestra voluntad ─para las obras del libre arbitrio─ y a las demás causas. Primero: en el que Dios decide, casi de modo genérico, ayudar a nuestra voluntad y proporcionarle su concurso general. Segundo: en el que Dios prevé hacia dónde se inclinará nuestra voluntad en uno u otro instante en virtud de su libertad, de tal modo que nuestra voluntad, por así decir, modifica y determina a la voluntad de Dios a aplicar su influjo en el instante en que la voluntad se determina ─y no en otro─, determinando así su deseo y no su rechazo o, por el contrario, determinando su rechazo y no su deseo. Tercero: en el que, desde la eternidad, Dios ya decide absolutamente ayudar a nuestra voluntad en uno u otro instante y de uno u otro modo, en función de la previsión que desde la eternidad tiene del instante en que nuestra voluntad se determinará en virtud de su libertad, como hemos visto en el segundo momento. Y añade estas palabras: «Nuestra voluntad prevista por Dios desde la eternidad, en función del segundo momento natural, no sólo modifica la voluntad divina genérica del primer momento en cuanto a su modo de conducirse, concurriendo así libremente con ella, sino que también la determina tanto en relación a la especie del acto, como al propio acto individual de nuestra voluntad, de tal modo que, desde la eternidad y sin una prioridad en orden de naturaleza, la voluntad divina también desee o se determine a concurrir en acto con nuestra voluntad en un instante determinado en el tercer momento, con objeto de que ésta realice uno u otro acto particular; pero esto, como ya hemos dicho, no se produce antes, sino después de prever o presaber que nuestra voluntad se va a determinar en ese instante a querer algo o rechazarlo o a realizar un acto u otro; es entonces y no antes cuando la voluntad divina se determina desde la eternidad a querer ─en el tercer momento─ concurrir en ese instante con nuestra voluntad en sus actos particulares cuantas veces y cuando quiera nuestra voluntad, así como a suprimir este concurso todas las veces y en los instantes en que, según ha previsto, nuestra voluntad libremente dejará de realizarlos. Esto es así, porque si Dios no decidiese desde la eternidad obrar de este modo, la libertad de nuestra voluntad no podría conciliarse con el concurso divino».
6. Por lo demás, omitiendo en el ínterin, en primer lugar, que esta invención de Antonio de Córdoba es difícil de entender y, en segundo lugar, que raramente suele suceder que sean verdaderas opiniones que no pueden defenderse de otro modo que no sea ofreciendo distinciones ficticias como las mencionadas, podemos argumentar contra él de la siguiente manera.
En primer lugar: O bien el libre arbitrio humano, antes de recibir el concurso general de Dios en uno u otro instante, puede inclinarse libremente a rechazar o a querer una cosa antes que otra, o bien, careciendo de este auxilio, de ningún modo puede hacer esto. Si admitimos lo primero, entonces tendremos que admitir también que el libre arbitrio puede hacer algo en algún instante sin el concurso general de Dios; pero el propio Antonio de Córdoba sostiene que esto es erróneo. La consecuencia es evidente, porque la inclinación y determinación de la voluntad tanto a querer o a rechazar algo, como a querer una cosa antes que otra, es efecto de la voluntad y no es otra cosa que la propia volición o nolición libre; y si no es esto, pediría a Antonio de Córdoba nos dijese qué es. Pero si admitimos lo segundo, entonces tendremos que admitir que, antes de decidir conceder al libre arbitrio su concurso en ese instante, el propio Dios no puede presaber desde la eternidad en qué sentido se inclinará el libre arbitrio en virtud de su libertad, porque antes de esta concesión no podría tender ni inclinarse en uno u otro sentido y tampoco podría inclinarse ─por prioridad natural─ antes de recibir este concurso, sobre todo según lo que el propio Antonio de Córdoba dice, pues sostiene que el libre arbitrio no puede hacer nada, salvo que previamente Dios lo mueva y lo aplique a obrar. Pero Dios no puede presaber que va a suceder algo que de ningún modo puede suceder.
7. En segundo lugar: O bien el hecho de que el libre arbitrio realice en un instante determinado un acto y que este acto sea una volición antes que una nolición y de un objeto antes que de otro, depende de un concurso general divino determinado y ajustado a este acto y no a otro, o bien esto no es así, porque el concurso general divino que Dios concede en cualquier instante, en sí mismo y tal como emana de Él, resulta indiferente para que de él se siga una volición o una nolición ─o la volición de un objeto antes que de otro─ y depende de que el libre arbitrio, en virtud de su libertad, concurra con Dios de uno o de otro modo. Si admitimos lo primero, entonces tendremos que admitir que, antes de decidir influir con el libre arbitrio de Pedro de uno o de otro modo particular en uno u otro instante determinado, Dios no puede prever que el libre arbitrio vaya a inclinarse en un sentido determinado, ni que vaya a realizar un acto determinado en particular, puesto que, sin esta determinación de Dios, el libre arbitrio no puede hacer tal cosa y Dios no puede presaber que va a suceder algo que de ningún modo puede producirse. Sin embargo, Antonio de Córdoba afirma lo contrario, a saber, en el segundo momento natural, antes de decidir concurrir de uno u otro modo en uno u otro instante determinado, Dios presabe en qué sentido se inclinará el libre arbitrio. Además, si admitimos lo primero, entonces resulta evidente que el concurso general de Dios elimina la libertad de nuestro arbitrio. Pero si admitimos lo segundo, entonces tendremos que admitir que, habiendo recibido el concurso general de Dios, el libre arbitrio puede indiferentemente querer algo o rechazarlo o querer indiferentemente una cosa u otra; en consecuencia, el concurso general de Dios no sería causa eficaz de uno u otro efecto particular; es más, tampoco produciría en el libre arbitrio una volición antes que una nolición, no sólo en ausencia del concurso del libre arbitrio, sino también con la concurrencia e influencia simultánea del libre arbitrio sobre la acción, porque el hecho de que se produzca la volición de algo antes que su nolición y de un objeto antes que de otro, depende del concurso del libre arbitrio y no del concurso general de Dios en cooperación con el libre arbitrio.
8. En tercer lugar: O bien cuando Pedro decide fornicar o realizar cualquier otro acto infame, el concurso universal con que Dios concurre con Pedro en ese momento, es causa eficaz de la volición de fornicar en cuanto volición de fornicar, o bien no lo es, sino que el influjo universal de Dios conferido en ese momento, tal como procede de Él, es indiferente, de tal modo que, si el libre arbitrio de Pedro, en virtud de su libertad innata, influyese de otro modo, se produciría la nolición de fornicar. Si admitimos lo primero, entonces tendremos que admitir que, en ese momento, Dios es causa de la volición de fornicar en cuanto volición de fornicar; es decir, Dios sería la causa por la que este acto sería volición de fornicar antes que nolición. De aquí se sigue claramente que Dios es causa del pecado en cuanto pecado; es decir, en cuanto supone, como fundamento propio, una aversión a la recta razón y a la ley eterna. Pero si admitimos lo segundo, entonces tendremos que admitir que el concurso general de Dios conferido en ese momento, no es causa eficaz de la volición de fornicar antes que de su nolición, sino que tan sólo se debe al concurso del libre arbitrio la elección de la volición de fornicar antes que su nolición y la volición de este acto repugnante antes que la volición de uno honesto.
9. Finalmente: El concurso particular de Dios en las obras sobrenaturales del libre arbitrio ─es decir, la gracia que previene al libre arbitrio─ no es causa eficaz de estas obras, sino que en la potestad del libre arbitrio, ayudado por esta gracia, está consentir o no consentir o incluso disentir de Dios cuando Él lo invita y lo incita; esto es materia de fe, como hemos demostrado anteriormente y en varias ocasiones recurriendo a los cánones del Concilio de Trento (ses. 6, can. 4) y como demostraremos todavía con mayor claridad más adelante. Por tanto, el concurso general de Dios no es causa eficaz de las obras del libre arbitrio, sino que del libre arbitrio depende tanto que éstas se produzcan, como que ─sin la oposición del influjo actual de Dios─ sean de una especie antes que de otra y tengan un acto por objeto antes que otro.
Por tanto, debemos rechazar la opinión de estos Doctores, porque, según nuestro humilde parecer, suprime la libertad de nuestro arbitrio; por ello, no tememos afirmar que esta opinión no sólo es peligrosa en materia de fe, sino también errónea, salvo que, de modo más reflexivo, decidamos antes esperar la definición de la Iglesia sobre esta cuestión.