Concordia do Livre Arbítrio - Parte I 9
Parte I - Sobre as capacidades do livre-arbítrio para praticar o bem
Disputa IX: En Dios está el inicio de la fe y de los demás actos pertinentes para alcanzar la justificación; también se explica en esta disputa en qué medida la justificación y la concesión del propio inicio de la fe dependen de nuestro arbitrio y del concurso de la Iglesia
1. De lo dicho en la disputa anterior es fácil entender que el inicio del acto de creer del modo requerido para alcanzar la salvación, sólo está en la potestad de Dios a través de su gracia previniente y excitante.
Así pues, salvo que Dios excite y prevenga nuestro libre arbitrio con el auxilio de su gracia del modo que hemos explicado en la disputa anterior, no sólo no podrá realizar este acto, sino que tampoco podrá realizar nada de lo que el hombre hace en virtud sólo de sus fuerzas naturales, ya sea asentir a las revelaciones divinas con un acto puramente natural, ya sea ─una vez se le ha enseñado que el asentimiento sobrenatural es necesario para alcanzar la salvación─ desear creer o intentar asentir gracias al don y auxilio sobrenaturales de Dios, ya sea, finalmente, intentar recibir este don o afanarse en alcanzar la disposición necesaria para recibirlo. Ciertamente, no depende de ningún mérito, ni de ningún vigor, que, por estas disposiciones, recibamos la gracia previniente, sino que, cada vez que se nos otorga, únicamente se nos confiere ─como sujetos no sólo no dignos, sino también indignos por el pecado, al menos el pecado original, en el que nos encontramos─ en virtud de los méritos de Cristo, del don de Dios y, por ello, de manera absolutamente misericordiosa. En efecto, la gracia, así llamada con razón, suele concederse de manera puramente gratuita a quienquiera que se le otorga. De ahí que, con toda razón, San Agustín (De praedestinatione sanctorum, cap. 3, y Retractationes, lib. 1, cap. 23) se retractase como erróneo de aquello que había defendido antes de ser obispo, a saber, una vez propuestos y explicados los artículos de fe, el inicio de ésta, es decir, el primer acto de creer del modo requerido para alcanzar la salvación, está en la potestad del libre arbitrio sólo con el concurso general de Dios.
2. Aunque esto sea así, sin embargo, como la gracia no suprime, sino que supone y perfecciona la naturaleza ─correspondiéndoles a la sabiduría y providencia divinas conducir a las criaturas dotadas de libre arbitrio hacia un fin sobrenatural por medio de los dones de la gracia─, pero de tal modo que también deja lugar al libre arbitrio de cada uno y al impulso y gobierno de la Iglesia, por ello, considero muy conforme a la razón, a las Sagradas Escrituras y, más aún, en cierta manera, a la propia experiencia, que aunque Dios distribuya como quiere los dones de la gracia a los que Cristo nos hizo merecedores, pero sin debérselos a nadie, sin embargo, a la hora de distribuir gratuitamente estos mismos dones a los adultos, Dios ha acomodado en gran parte leyes ordinarias al uso del arbitrio de los hombres y al gobierno e impulso de la Iglesia. Lo que vamos a añadir clarificará todo esto.
3. De ahí que San Pablo (Romanos, X, 14-17) dijese: «¿Cómo creerán en aquel a quien no han oído? ¿Cómo oirán sin que nadie les predique?». Por tanto, la fe nace del oído y considero que debe sostenerse que Dios Óptimo Máximo no suele conceder auxilios de gracia previniente y excitante para alcanzar la fe, salvo que les preceda el conocimiento y la consideración de lo que ésta supone. Ciertamente, Dios no acostumbra a infundir ideas, ni nociones de fe, sino que ─cuando el adulto las recibe de otro modo, a través de la predicación e instrucción de otra persona, leyendo los artículos de fe o recordando y reflexionando sobre lo que antes ha oído o leído─, como si se introdujese en la naturaleza del hombre por medio de sus dones gratuitos y ayudase con ellos a conducirla al efecto que ella sola no puede producir, Dios suele iluminar el entendimiento del adulto no de otro modo sino a través de su influjo particular y sobrenatural, concurriendo de igual modo con él, para que engendre las mismas ideas objetivas, aunque sobrenaturales y de tal índole que, gracias a su luz sobrenatural, afecten e inviten al entendimiento, de tal manera que éste asienta a la fe. Al mismo tiempo, Dios suele influir, por medio de cierto influjo especial, sobre la voluntad ─una vez excitada ya por el conocimiento sobrenatural del entendimiento─, para que ordene el asentimiento de la fe.
Más aún, cuanto más o menos eficaces son las razones y recomendaciones expuestas por el ministro de la Iglesia ─introduciéndose Dios simultáneamente a través de ellas e iluminando el entendimiento, para que el objeto penetre más profundamente y toque la voluntad─ y propuestas para alcanzar la fe, ya sea por la sabiduría y destreza del proponente, ya sea por la gracia otorgada gratuitamente para bien de otros, tanto más eficazmente o remisamente suelen moverse los hombres hacia la fe y un fruto mayor o menor acostumbra a seguirse, como atestigua la propia experiencia. Además, a esto no conduce en poca medida una vida irreprochable por parte de los ministros del Evangelio y su cercanía a Dios, no sólo porque esto mueve mucho ─tanto a la creencia de que sus enseñanzas son verdaderas, como a que los hombres resulten arrastrados a su imitación─, sino también porque acostumbran a hablar con una sabiduría y un espíritu más potentes y a lograr de Dios para sus oyentes unos auxilios de gracia mayores.
4. Por cuanto hemos dicho, es evidente, en primer lugar, que la vocación interna de Dios a la fe, aunque sea un don de Dios, sin embargo, en gran medida depende de los ministros y del impulso de la Iglesia. Esto también lo atestigua la visión que San Pablo tuvo en Tróada, como leemos en Hechos de los apóstoles, XVI, 9: «Un macedonio estaba de pie y, suplicándole, dice: Pasa a Macedonia y ayúdanos»; es decir, como si su vocación a la fe y su salvación dependieran de la predicación y habilidad de San Pablo. Algo semejante, tras reunir a setenta y dos y enviarlos de dos en dos por delante de él, dice Cristo en Lucas, X, 2: «La mies es mucha y los obreros pocos. Rogad, pues, al dueño que envíe obreros a su mies».
5. En segundo lugar: Es evidente la razón, no sólo de que normalmente la fe se engendre a partir del oído, sino de que, aunque Dios no deniegue su gracia a quien hace lo que está en él, sin embargo, muy pocos o nadie recibe la vocación interior y se convierte a la fe, si todavía no le han sido propuestos exteriormente la predicación y el conocimiento de los artículos de fe. Ciertamente, Dios no acostumbra a llamar a la fe infundiendo a cada uno el conocimiento de sus artículos, sino que, promulgada la fe, según el orden de su sabiduría, en diversos momentos ─en primer lugar, apareció bajo la ley natural, luego bajo el pueblo de Israel a través de Moisés y, en último lugar, en todo el mundo, en virtud de la gracia a través de Jesucristo y de los apóstoles, de tal manera que el conocimiento de los artículos de fe siempre avanzase del tiempo anterior al posterior─, abandona el gobierno de su naturaleza y el curso de este mundo y, bajo la forma de la naturaleza y de las ideas de las cosas alcanzadas por otros medios, se introduce en los pensamientos y transporta y conduce a la naturaleza a donde ésta no puede llegar sola y, además, la ayuda y la perfecciona. No obstante, como la debilidad y la miseria de la naturaleza humana, tras caer en pecado, son tan grandes que normalmente nadie hace todo lo que puede para conocer, venerar y obedecer a Dios por medios naturales, de aquí se sigue que casi nadie, por encima del curso común o más allá de las leyes ordinarias instituidas por Dios, resulte iluminado de modo sobrenatural.
6. En tercer lugar: Es evidente que la vocación interna de Dios también depende en gran medida del libre arbitrio de aquel que es llamado: ya sea porque esta persona puede acercarse o no a oír o leer la palabra de Dios, para recibir de aquí algunas ideas a través de las cuales Dios suele introducirse y llamar a la fe; ya sea también porque, una vez que se ha acercado, puede apartar este pensamiento y no dirigirse a aquello que se le propone digno de creerse; ya sea, finalmente, porque puede acercarse con ánimo de aprender y abrazar lo que juzga que es bueno y verdadero o con ánimo de burlarse e impugnar lo que se dice. Pero aunque Dios no llame a la fe por los méritos de aquel a quien llama ─más aún, a menudo también llama misericordiosamente a quienes se le resisten y oponen pertinazmente─, no obstante, ayudar y convocar de manera sobrenatural a quien se acerca a escuchar con intención malvada, es más indigno que ayudar y convocar a quien está preparado para escuchar la verdad y abrazarla. Es más razonable que Dios ayude misericordiosamente a éste antes que a aquél, porque éste es más digno y apto para recibir los dones de Dios. Pero, como la propia experiencia atestigua, es evidente que son muchos más los que se acercan a oír el Evangelio con una intención recta que quienes lo hacen con malas intenciones; y cuanto más ávidamente y con ánimo más sincero quieren conocer la verdad, tanto más los llama Dios a la fe y los ilumina.
7. Lo que hemos dicho en esta disputa y en la anterior sobre la vocación interna a la fe, debe entenderse también referido a la excitación interna del fiel dirigida a su arrepentimiento por medio de la gracia previniente y, más aún, referido a las iluminaciones y auxilios con los que Dios ayuda a los justificados, no sólo con objeto de que reciban mayores incrementos de espíritu, sino también para que no caigan en la tentación. Ciertamente, todo esto depende al máximo de los ministros y del impulso de la Iglesia, del libre arbitrio de cada uno ─gracias al cual el fiel se acerca libremente a oír los sermones, lee las Sagradas Escrituras, reza y medita sobre cuestiones espirituales y cumple con el sacramento de la confesión cada año, según el precepto de la Iglesia, o más a menudo, según costumbre digna de alabanza─ y de circunstancias semejantes. Sin duda, gracias a todo esto aparecen pensamientos píos y sobrenaturales, que son tales en virtud del concurso del hábito de la fe o en virtud de la influencia simultánea de Dios a través de su iluminación y su auxilio particular, por medio de los cuales se expían la gravedad e ingratitud de los pecados y los peligros y daños que nos han ocasionado. Pero cuando la voluntad se alza con pensamientos semejantes, Dios suele ─por así decir─ introducirse e infundir un afecto de amor o temor sobrenaturales, con los que previene, atrae y ─por así decir─ invita a la voluntad al acto de contrición o atrición, que, con el sacramento, bastan para lograr el perdón. Pero una vez que se produce el libre consenso o cooperación de la voluntad, por la que, en virtud de alguno de aquellos afectos, ésta se duele o arrepiente de haber ofendido a Dios, aparece la contrición o atrición sobrenaturales, que no sólo dependen de la influencia de Dios sobre este dolor por infusión del afecto o de la gracia previniente como principio eficiente, sino también del libre arbitrio que coopera e influye sobre este dolor, del mismo modo que, en la disputa anterior, hemos explicado que el asentimiento sobrenatural de la fe depende simultáneamente y de modo eficiente tanto de Dios, a través de su vocación interna y su gracia previniente, como del libre arbitrio que consiente y coopera libremente en este asentimiento. Por tanto, en la misma medida que la excitación de los pensamientos, sin los cuales Dios no infunde un afecto de temor, ni de amor sobrenaturales, depende tanto de los ministros y del impulso de la Iglesia, como del libre arbitrio de aquel en quien se excitan, según lo que acabamos de explicar a propósito de los pensamientos necesarios para que alguien sea llamado interiormente a la fe, así también, la gracia que previene a la voluntad del pecador para que haga acto de atrición o de contrición, depende tanto de estos mismos ministros y del impulso de la Iglesia, como del libre arbitrio de aquel a quien se le confiere. Pues aunque Dios no confiera esta gracia en razón de aquello que le antecede, sino de manera puramente gratuita, sin embargo, si todo eso no antecede, Dios no suele conferirla. Por esta razón, aunque sea otro el sentido literal de las palabras del rey vate en Salmos, XVII, 26-27: «Con el santo serás santo, con el inocente inocente y con el elegido elegido»; sin embargo, en principio suenan verísimas y concuerdan con lo que decimos. En efecto, las palabras y los ejemplos de otros nos ayudan de manera asombrosa a engendrar en nosotros pensamientos santos, a través de los cuales Dios se introduce en nosotros y nos ayuda, ya sea llamándonos a la gracia que convierte en agraciado y, con su colaboración, disponiéndonos para que la alcancemos, ya sea haciendo que, una vez la hemos alcanzado, crezcamos y avancemos en ella.
8. Para condensar casi en forma de epílogo lo que hemos explicado en esta disputa y, además, fortalecerlo con testimonios de las Sagradas Escrituras y de los Santos, en primer lugar, por todo lo que hemos dicho es evidente que, aunque el inicio de la fe, que es raíz y fundamento de la justificación, esté en la potestad de Dios sin necesidad de que lo preceda ningún mérito, sino, más bien, algún demérito, y aunque todo lo demás que sigue al inicio de la fe y que es de orden sobrenatural, dependa de Dios y, por ello, el justo no tendría nada que lo diferenciase del pecador e incluso del infiel y de lo que pudiera vanagloriarse como si no lo hubiera recibido ─por este motivo, Dios sería autor tanto de nuestra vida espiritual, como de su propio incremento─, sin embargo, con su sabiduría ha dispuesto leyes para conferir a través de ellas vida espiritual y su incremento, de tal modo que, al igual que perfecciona la naturaleza del hombre ─que es libre de por sí─ por medio de la gracia, así también, con anterioridad a la recepción de la gracia, en el momento de su recepción y, posteriormente, en su aumento, deja lugar para el libre arbitrio, en la medida en que Dios es de tal modo autor de todos los bienes ─y a Él debemos atribuir todo lo que recibimos─ que, sin embargo, salvaguarda para el libre arbitrio su propia actividad y alabanza. Más aún, tras el pecado actual de cualquiera, Dios exige nuestra cooperación, actividad, trabajo y libre arbitrio, para alcanzar la justificación, de tal modo que San Bernardo ─en su sermón sobre las palabras de Job: En las seis tribulaciones…─ habló así: «Dios suple en nosotros aquello de que carecemos. Pero no se reserva para sí lo que nos exige poco esfuerzo». Dios parece exigir del pecador todo lo anterior con las siguientes palabras, como leemos en Zacarías, I, 3: «Volveos a mí y yo me volveré a vosotros». De ahí que San Agustín, en su sermón 15 sobre San Pablo ─al explicar el pasaje de Romanos, IV, 25: Fue entregado por nuestros delitos y resucitó para justificarnos (esto es, para hacernos justos)─, diga lo siguiente: «Serás obra de Dios no sólo porque eres hombre, sino también porque eres justo. Ciertamente, es mejor ser justo que ser hombre. Si Dios te hizo hombre y tú te haces justo, haces algo mejor que lo que hizo Dios. Pero Dios te hizo sin ti. En efecto, tú no diste tu consenso para que Dios te hiciera. Por tanto, quien te hizo sin ti, no te justifica sin ti. Por tanto, Dios crea a alguien sin que éste lo sepa, pero sólo justifica al que así lo quiere».
9. Por otra parte, es evidente que Dios quiso ser autor de la gracia y de su incremento, pero dejando lugar también para el gobierno y el impulso de la Iglesia. De este modo, quienes plantan, riegan, siembran y siegan, recogerán su cosecha y, al mismo tiempo, gozarán y reunirán sus frutos para la vida eterna. De ahí que San Pablo, entre los dones que, según él, Cristo confirió a los hombres, cuando ascendió a los cielos, enumere los siguientes (Efesios, IV, 11-12, 15): «Ciertamente, a unos les dio el ser apóstoles, a otros profetas, a otros evangelistas, a otros pastores y doctores, para ordenamiento de los santos en las funciones del ministerio y para edificar el cuerpo de Cristo… de tal modo que, construyendo la verdad en amor, crezcamos en todo hasta aquel que es cabeza de Cristo, de quien todo el cuerpo recibe trabazón y cohesión por medio de toda clase de junturas, según la actividad propia de cada parte, realizando así el crecimiento del cuerpo para su edificación en el amor».