Concordia do Livre Arbítrio - Parte I 10
Parte I - Sobre as capacidades do livre-arbítrio para praticar o bem
Disputa X: ¿Confiere siempre Dios auxilios suficientes para alcanzar la fe y la justificación a aquel que hace todo lo que está en él o, por el contrario, a causa de sus graves pecados, a veces se los deniega a alguien?
1. A lo que hemos dicho en las dos disputas anteriores, debemos añadir lo siguiente: Cuando quiera que el libre arbitrio, en virtud de sus fuerzas naturales, intente o esté presto a intentar todo aquello que está en sí mismo ─tanto en relación a lo que hay que aprender y abrazar en materia de fe, como en relación al dolor de los pecados para alcanzar la justificación─, Dios conferirá la gracia previniente o los auxilios con objeto de que el hombre obre como es necesario para alcanzar su salvación, pero no porque con este intento se haya hecho digno de estos auxilios y, por alguna razón, los haya merecido, sino porque Cristo obtuvo para nosotros dichos auxilios gracias a sus méritos. Entre las leyes que tanto Cristo, como el Padre eterno, establecieron sobre los auxilios y los dones cuya concesión puramente gratuita Cristo nos hizo merecer, una de ellas ─que además es conforme a lo que acabamos de decir─ es la siguiente: Cuando quiera que, en virtud de nuestras fuerzas naturales, intentemos hacer lo que está en nosotros, los auxilios de la gracia estarán a nuestra disposición para que con ellos obremos de la manera necesaria para alcanzar la salvación, de tal modo que, por la razón que acabamos de mencionar, mientras peregrinamos hacia la beatitud, nuestra salvación siempre estará al alcance de la mano de nuestro libre arbitrio y de nosotros mismos dependerá que no nos convirtamos a Dios. Por ello, así como Dios siempre se encuentra, con su concurso general, a disposición del libre arbitrio, para que éste, según le plazca, pueda querer o no su salvación de manera natural, así también, con el auxilio de la gracia suficiente, se encuentra a su disposición, de tal modo que, cuantas veces quiera emprender, en virtud de sus fuerzas naturales, alguna obra de las que conducen a la justificación, la ejecute del modo requerido para alcanzar la salvación. A menudo también incita y empuja al libre arbitrio, como si estuviera amodorrado y entumecido, y lo ayuda con unos auxilios mucho mayores, aunque, por otra parte, se puede apreciar una gran diferencia. En efecto, con su concurso general, Dios se encuentra a disposición del libre arbitrio para cualquier obra natural, como si, por una ley natural ordinaria, hubiera decidido no denegar este concurso a ningún agente. No obstante, con el auxilio de la gracia ─por lo menos, de la gracia suficiente─, Dios se encuentra a disposición del libre arbitrio en razón de los méritos de Cristo, que, como verdadero redentor, obtuvo para nosotros la gracia, nos hizo merecedores de ella y, junto con el Padre, estableció esta ley para ayudar a los hombres.
Esto mismo declaran muchos pasajes de las Sagradas Escrituras. Así, Juan, I, 12: «Les dio la potestad (a saber, Cristo con su llegada) de hacerse hijos de Dios». Como bien señala el obispo de Rochester, John Fisher, esto no debe entenderse referido a aquellos que ya se han hecho hijos de Dios por la gracia, sino a quienes todavía no han llegado a ella. Pues éstos tienen la potestad de hacerse hijos de Dios en la medida en que, si intentan cuanto está en ellos, Dios se encontrará a su disposición para que alcancen la fe y la gracia y no resulten defraudados en su deseo; por esta razón, en su potestad está hacerse hijos de Dios. Asimismo, dice San Pablo en I Timoteo, II, 4: «Quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de Dios». Pero si Dios no está siempre dispuesto a hacer que, con sus auxilios y su gracia previniente, los actos de quienes intentan y hacen ─en virtud de sus fuerzas naturales─ lo que está en ellos para abrazar la fe o dolerse de sus pecados, sean como deben ser para alcanzar la salvación, ¿por qué razón será cierto que Dios quiere que todos los hombres se salven y que, por ello, acepta que se le dirijan súplicas, oraciones, rogativas y acciones de gracias en favor de todos los hombres, como enseña San Pablo en el lugar citado? De ahí que San Ambrosio dijese: «Quiere que todos se salven, pero si se acercan a Él. Ciertamente, no quiere que todos se salven de tal modo que también se salven quienes no quieren salvarse, sino que quiere que se salven, si también ellos mismos lo quieren. En efecto, quien ha dado a todos la ley, no excluye a nadie de la salvación». Todavía añade más cosas favorables a este parecer. Ecumenio, por su parte, comentando este mismo pasaje de San Pablo, dice: «Por tanto, si Dios quiere, ¿por qué no acontece lo que quiere? No acontece, porque ellos no quieren salvarse; en efecto, Dios no obra nada en nosotros por necesidad». También Santo Tomás (Contra gentes, lib. 3, cap. 159) dice: «Dios está dispuesto a conceder a todos la gracia, en la medida en que de Él depende; pues quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad»; además, compara a Dios con el sol, porque también éste, en la medida en que de él depende, está preparado para conceder a todos su luz. Y en Ezequiel, XVIII, 23, leemos: «¿Acaso me complazco yo en la muerte del malvado, dice nuestro Señor, y no más bien en que se arrepienta de su conducta y viva?»; y un poco más adelante (XVIII, 31s): «Descargaos de todos los crímenes que habéis cometido contra mí y haceos un corazón nuevo y un espíritu nuevo. ¿Por qué habéis de morir? Yo no me complazco en la muerte de nadie, dice nuestro Señor; convertíos y vivid». Sin duda, estas palabras muestran bien a las claras que Dios siempre está preparado para ayudar, aunque siempre somos culpables, si no nos volvemos hacia Dios y no obtenemos la fe, ni la gracia. Y en Hechos de los apóstoles, III, 20, leemos: «Espero junto a la entrada». En efecto, siempre espera junto a la entrada del corazón sin interrupción alguna, preparado para ayudar a nuestros esfuerzos y deseando entrar; sin embargo, no impulsa sin interrupción con auxilios específicos, sino a menudo, y no sólo cuando la ocasión se ofrece propicia, sino también cuando protege nuestro libre arbitrio entumecido y perezoso. Omito muchos otros pasajes de las Sagradas Escrituras.
2. Sobre algunos conocidos pecadores a quienes, a causa de sus crímenes, según leemos en las Sagradas Escrituras, Dios hizo insensibles, cegó y entregó a una percepción falsa e inconsciente de su corazón y de su abandono, es objeto de duda si Dios les deniega totalmente su auxilio sobrenatural, de tal modo que, hagan lo que hagan o intenten hacer en virtud de sus fuerzas naturales, no puedan convertirse a Dios.
3. Comentando algunas afirmaciones de la Epístola a los romanos, San Agustín parece defender una respuesta afirmativa a la duda que acabamos de plantear. Así, sobre las palabras: El corazón del faraón se endureció; San Agustín comenta lo siguiente: «El corazón del faraón se endureció de tal modo que, a pesar de unos milagros tan evidentes, no se movió. Por tanto, en ese momento ya era un castigo que el faraón no obedeciese los preceptos de Dios. Nadie puede decir que el corazón del faraón se hubiese endurecido sin razón, sino a causa del juicio de Dios, que le infligió un merecido castigo por su incredulidad. Por tanto, no podía imputársele que en ese momento ya no obedeciese ─puesto que, al tener el corazón endurecido, no podía hacerlo─, sino que ya antes se hubiese hecho merecedor de que su corazón se endureciese a causa de su deslealtad. Pues al igual que en aquellos a quienes Dios elige, no son las obras, sino la fe, lo que incoa el merecimiento de obrar rectamente gracias al don de Dios, así también, en aquellos a quienes condena, la deslealtad y la impiedad incoan el merecimiento del castigo de obrar con maldad a través del propio castigo». John Fisher, obispo de Rochester, sostiene esto mismo, como también otros, a los que cita Ruardo Tapper.
4. Sin embargo, a mí siempre me ha parecido verdadero el parecer contrario; porque es más conforme a las enseñanzas de otros Padres; porque el propio San Agustín lo sigue en otros pasajes; y porque, con común consenso, parecen defenderlo quienes afirman de manera absoluta que Dios nunca deniega su gracia a quien hace todo lo que está en él. Domingo de Soto pretende demostrar con numerosos argumentos que este parecer es verdadero. Pero Ruardo Tapperconsidera probables ambas opiniones.
5. Por tanto, esta proposición dice lo siguiente: Dios nunca deniega su auxilio a un pecador, por muy criminal que sea, porque, aunque los malvados se corrigen muy difícilmente, sin embargo, cuando alguien es dueño de sí y tiene uso de libre arbitrio, si quiere hacer todo lo que está en él, alcanzará la justificación por medio del auxilio divino. Por el contrario, también se dice que Dios, sustrayendo sus mayores auxilios, endurece, ciega, priva de corazón, abandona y desprecia a los pecadores tanto más cuanto mayor es la cantidad de auxilios que sustrae, permitiendo así que, como castigo de sus delitos, caigan con justicia en mayores tentaciones y ocasiones de pecar. Sin embargo, Dios no endurece y ciega infundiendo en el pecador dureza y ceguera, sino absteniéndose de eliminar, con sus auxilios y dones, la propia dureza, ceguera y escabrosidad del pecador.
6. De ahí que San Agustín (De praedestinatione et gratia, cap. 4) diga que las palabras «a quien quiere endurece» no deben entenderse en el sentido de que Dios obre en el hombre una dureza de corazón que antes no existía. Pues se dice que Dios endurece a aquel a quien no quiere ablandar. Así también se dice que Dios ciega a aquel a quien no quiere iluminar. Y en De essentia divinitatis, San Agustín afirma: «Se dice que Dios endurece los corazones de algunos malvados, como se escribió a propósito del faraón, no porque Dios omnipotente endurezca sus corazones con su poder, pues creer tal cosa sería impío, sino porque, al exigirlo así sus culpas, como Dios no elimina la dureza de corazón que ellos mismos han alimentado perpetrando males, permite con juicio justo que se endurezcan, como si Él mismo lo hiciera». Lo mismo afirma San Agustín en su Epistola 105 ad Xistum, en Ad Simplicianum (lib. 1, q. 2) y en muchos otros pasajes. Esto mismo afirman también San Jerónimo (Epistola 120 ad Hedibiam, caps. 10 y 11) y San Gregorio Magno en Moralia in Job, comentando las palabras de Job, XII, 14: «Si encierra a alguien, no habrá quien lo abra»; lo mismo dice San Gregorio en sus Homilías sobre Ezequiel.
7. En primer lugar, creo que este parecer es verdadero, porque los testimonios de las Sagradas Escrituras que hemos citado (y que afirman que Dios: quiere que todos los hombres se salven; no quiere la muerte del pecador; espera junto a la entrada; y ha dado a todos los hombres la potestad de hacerse hijos de Dios) deben entenderse de manera genérica, sin excluir a ningún hombre; por tanto, en esta vida no hay que excluir a ningún hombre.
Ciertamente, aunque a veces Dios se muestre severo con justicia como castigo de los delitos, sustrayendo auxilios más específicos y permitiendo males más graves y oportunidades de caer todavía más en pecado, en la medida en que se cometan más delitos, sin embargo, mientras el pecador siga en peregrinación hacia la beatitud y se apropie de los méritos de Cristo, por lo menos, del mismo modo que en su mano siempre estará desmerecer y emponzoñarse aún más, permitiéndolo Dios como castigo, así también, en su mano siempre estará resurgir del pecado y merecer bien del propio Dios, gracias a su ayuda a través de los méritos de Cristo; en efecto, no debemos decir que Dios es más proclive al castigo que a la compasión. Más aún, si salvarse no estuviera en la mano del pecador, Dios querría ayudarlo, para que, gracias a la asistencia divina, el pecador actuase de tal modo que Dios no tuviese que ejercer sobre él un castigo tan severo. Cristo mereció y obtuvo todo esto para nosotros en virtud de su redención y de sus méritos, que superan con infinitud a nuestros deméritos. De ahí que Cristo (Mateo, XI, 28) dijese: «Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados; yo os daré descanso»; con estas palabras, Cristo no excluye a nadie. Ciertamente, parece increíble e indigno de la clemencia infinita de Dios, afirmar que aquel que ama al mundo hasta el punto de haber entregado a su hijo unigénito, para que no perezca ninguno de los que creen en Él, también haya excluido del seno de su misericordia, a causa de la multitud y gravedad de sus crímenes, a alguien que vive en este mundo ─y que de ningún modo estaría excluido de la participación de los méritos de Cristo─ y haya decidido que, haga lo que haga este pecador en virtud de sus fuerzas naturales, nunca lo ayudará a resurgir de sus pecados. Además, si admitimos esto, también tendremos que reconocer que este hombre desgraciado carece de toda esperanza de vida eterna, con anterioridad a que, por abandonar esta vida y ser excluido del reino celeste, se le expolie del hábito de la esperanza sobrenatural ─si es creyente─ junto con la propia fe. Ahora bien, no parece posible de ninguna de las maneras admitir esto en un hombre que está en peregrinación hacia la beatitud. Asimismo, si hay crímenes tales que Dios ha decidido en esta vida denegar todo auxilio en virtud del cual el hombre pueda arrepentirse y conseguir el perdón, no son muy censurables la desesperación de Judas y la blasfemia de Caín en Génesis, IV, 13: «Mi maldad es tan grande que no merece perdón».
Por tanto, Santo Tomás afirma con razón que es erróneo creer que pueda haber algún pecado que no pueda expiarse por medio del arrepentimiento, porque, como dice, de otro modo, desaparecería la libertad de nuestro arbitrio, la gracia, la bondad y la misericordia de Dios y la eficacia de la pasión de Cristo. De ahí que San Jerónimo ─comentando el pasaje de Amós, II, 1-3: Por tres crímenes de Moab─ sostenga que la ausencia de arrepentimiento es la única razón por la que Dios no perdona a los malvados. Y San Crisóstomo (Homiliae 27 in variis Matthei locis, h. 25) enseña por extenso que arrepentirse con ayuda de Dios está en nuestra potestad y, además, que no hay maldad alguna que el arrepentimiento no expíe. Más aún, el Concilio IV de Letrán (cap. Firmiter de summa trinitate) parece defender claramente esto mismo que sostienen Santo Tomás y los dos Padres citados, cuando define: «Aunque alguien, tras haber sido bautizado, haya caído en pecado, siempre puede renovarse por medio de un arrepentimiento verdadero».
8. En segundo lugar, creo que el parecer que hemos explicado es verdadero, porque, a pesar de que ya se hubiese endurecido el corazón del faraón, sin embargo, éste tuvo en su potestad la liberación del pueblo de Israel, como bien exponen las Sagradas Escrituras, y pecó mortalmente por no liberarlo conforme al precepto del Señor. Como castigo de los delitos que por esta razón acumuló, se multiplicaron los castigos hasta llegar a la matanza de los primogénitos y la destrucción del propio faraón junto a todo su ejército. En efecto, en Éxodo, VII, 3, leemos que, justo antes de que se produjera el primer milagro, a saber, el cayado convertido en serpiente, Dios dijo: «Endureceré el corazón del faraón y multiplicaré mis milagros y prodigios»; una vez producido este milagro, se añade (Éx., VII, 13): «El corazón del faraón se endureció y no los escuchó, como había dicho el Señor»; un poco más adelante (Éx., VIII, 2, 21), ante la amenaza de más plagas, leemos: «Si no liberas a mi pueblo, golpearé con más plagas»; es decir, como si en la potestad del faraón estuviese liberar al pueblo de Israel y, por esta razón, hubiese de golpearle una nueva plaga por no querer hacerlo; y se añade (Éx., VIII, 28): «El faraón endureció su corazón»; es decir, como si él mismo se hubiese endurecido y Dios no lo hubiese hecho de otro modo que no fuera no concediéndole los auxilios sin los cuales, según preveía, el faraón, a causa de su maldad, no liberaría a su pueblo, aun pudiendo hacerlo; y censurando al faraón por no querer liberar a su pueblo, Dios le dice por boca de Moisés (Éx., IX, 17-18): «¿Todavía retienes a mi pueblo y no quieres liberarlo? Pues haré que llueva &c.»; y el faraón dice (Éx., IX, 27): «He pecado; el Señor es el justo y yo y mi pueblo los impíos»; un poco más adelante ya no habla el faraón, que podía mentir y engañar, sino las Sagradas Escrituras (Éx., IX, 34-35): «Y viendo el faraón que la lluvia, el granizo y los truenos habían cesado, aumentó su pecado y su corazón y el de sus siervos se endurecieron todavía más; y no liberó a los hijos de Israel, como había ordenado el Señor». ¿De qué modo más evidente puede demostrarse que el faraón, teniendo ya el corazón endurecido, pecó por no liberar al pueblo de Israel y, por ello, en su potestad estuvo hacerlo, como ordenó el Señor? Por boca de Moisés y Aarón, Dios dice (Éx., X, 3-4): «¿Hasta cuándo no vas a querer someterte a mí? Libera a mi pueblo. Pero si te resistes y no lo haces, mañana lanzaré langostas &c.»; estas palabras y reproches muestran bien a las claras que, en ese momento, en la potestad del faraón estuvo liberar al pueblo de Israel y que, además, pecó por no hacerlo; por ello, fue golpeado. También sus siervos le dicen al faraón (Éx., X, 7): «¿Hasta cuándo vamos a sufrir esta desgracia? Deja que esos hombres sacrifiquen a su Dios. ¿No ves que Egipto va a perecer? Y así el faraón dejó que sólo los varones saliesen a sacrificar»; un poco más adelante dice el faraón (Éx., 16-17): «He pecado contra Dios vuestro Señor; pero ahora perdonadme mi pecado por esta vez». Por tanto, es evidente que el endurecimiento de corazón no suprimió en el faraón la facultad de hacer aquello que, con el corazón endurecido, siguió haciendo; también es evidente que habría podido vencer su dureza, si así hubiese querido; pero del propio faraón dependió que de hecho no la venciese, como enseña y explica por extenso Orígenes en Peri archon (lib. 3, cap. 1).
9. También de los judíos (Isaías, VI, 10), leemos lo siguiente: «Ciega el corazón de ese pueblo, hazle duro de oído y cierra sus ojos, para que no vea con sus ojos, ni oiga con sus oídos, ni entienda con su cabeza, ni se convierta y se cure»; es evidente que ese pueblo habría podido creer, si hubiese querido; pero como no quisieron creer, pecaron mortalmente; esto no habría podido suceder de ningún modo, si no hubieran tenido la facultad de creer, porque es totalmente contradictorio pecar y no hacerlo voluntariamente. Asimismo, en Mateo, XI, 21-22, leemos: «¡Ay de ti, Corazín! ¡Ay de ti, Betsaida! Porque si en Tiro y en Sidón se hubiesen hecho los milagros que se han hecho en vosotras, tiempo ha que se habrían convertido en sayal y ceniza. Por eso os digo que el día del juicio habrá menos rigor para Tiro y Sidón que para vosotras». Aquí se habla con claridad del pecado mortal de los judíos, porque no quisieron creer en Cristo. Y en Juan, XV, 22, leemos: «Si yo no hubiera venido y no les hubiese hablado, habrían carecido de pecado». También a menudo, en otros pasajes, Cristo acusa al pueblo de Israel de pecar por no querer creer; y no hay que dudar de esto. Este es el pueblo al que, por no querer creer en Cristo, se refiere San Pablo (Romanos, X, 21), citando a Isaías, LXV, 2: «Alargué mis manos todo el día hacia un pueblo que no cree y se opone a mí»; y esto no puede suceder sin caer en pecado. De estos mismos judíos San Pablo también dice (I Tesalonicenses, II, 15-16) lo siguiente: «Estos son los que dieron muerte al Señor y a los profetas y los que nos han perseguido a nosotros; no agradan a Dios y son enemigos de todos los hombres, porque nos impiden predicar a los gentiles para que se salven; así van colmando la medida de sus pecados, pero la ira de Dios los perseguirá hasta el fin». Del mismo pueblo dice Cristo (Mateo, XXIII, 37-38): «¿Cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como la gallina que reúne a sus polluelos bajo sus alas, y no has querido? He aquí que vuestra casa se verá abandonada»; a saber, como castigo de un delito tan grande.
10. Por tanto ─cuando en Juan XII, 39-40, se dice: «No podían creer, porque Isaías también dijo: Ha cegado sus ojos…»─, se está hablando de una incapacidad por necesidad de consecuencia ─en la medida en que, habiéndose producido este vaticinio, no podía suceder que creyeran, porque si hubiesen creído, como realmente era posible, Dios lo habría presabido y no habría predicho lo opuesto por boca de Isaías─ y no de una incapacidad por necesidad de consecuente, es decir: habiéndose producido el vaticinio de Isaías, no habrían podido creer, a pesar de que así lo hubiesen querido. De ahí que San Agustín (In Iohannis evangelium tract. 124, tr. 53, n. 6), comentando este pasaje de San Juan, diga: «No pudieron creer, porque el profeta Isaías lo predijo; pero el profeta lo predijo, porque Dios presupo que así sucedería. Si se me pregunta por qué no pudieron, inmediatamente responderé: porque no quisieron; sin duda, Dios previó su mala voluntad y, por boca del profeta, lo anunció de antemano, porque a Él no se le oculta ningún acto futuro». Eso mismo que San Juan enseña en ese pasaje, Cristo lo expresó todavía con mayor claridad con las siguientes palabras (Mateo, XIII, 13-15): «Les hablo con parábolas, porque viendo no ven y oyendo no oyen, ni entienden; y en ellos se cumple la profecía de Isaías: Oír, oiréis, pero no entenderéis; mirar, miraréis, pero no veréis; porque se ha embotado el corazón de este pueblo, han hecho duros sus oídos y sus ojos se han cerrado, para no ver con sus ojos, ni oír con sus oídos, ni entender con su cabeza, ni convertirse y sanar». Con estas palabras, Cristo da a entender que los judíos fueron culpables por haber endurecido sus oídos y haber cerrado sus ojos; por esta razón, Dios les denegó auxilios más específicos; sin estos auxilios, según preveía, no creyeron; pero siempre les ofreció unos auxilios con los que, de haber querido, habrían podido creer; más aún, estos auxilios eran eficaces hasta tal punto que otros que no estaban tan torcidos, habrían creído y se habrían arrepentido con facilidad, como dijo Cristo, refiriéndose a tirios y sidonios.
11. Por tanto, como de esos mismos pecadores de los que leemos en las Sagradas Escrituras que fueron endurecidos y cegados por Dios, consta ─por lo que también leemos en ellas─ que pecaron mortalmente, porque no cumplieron aquello por lo que, según leemos, fueron endurecidos y cegados, por ello, es evidente que Dios no les denegó los auxilios sin los cuales no pudieron obedecer de ninguna manera; de otro modo, no habrían sido culpables bajo ningún concepto por no haber obedecido a Dios en ese momento, como admite San Agustín. Por otra parte, que antes hubiesen cometido algunos crímenes en virtud de los cuales Dios los habría castigado justamente, endureciéndolos y cegándolos, sin duda, no implica que lo que han cometido tras el endurecimiento y la ceguera deba considerarse pecado e imputárseles culposamente, si en ese momento ya no podían evitarlo de ningún modo, como hemos demostrado por extenso a propósito del caso de la ebriedad y otros semejantes en nuestros Commentaria in primam secundae. Por esta razón, si hubo alguna culpa, en todo caso, ésta radicó por completo en la primera causa, de la que se siguieron los efectos que vinieron después, porque quien abrazó libremente la causa de los efectos, debió haber sabido que éstos podían seguirse de aquélla. Por tanto, en ese momento la propia causa debe considerarse el motivo absoluto de una culpa que en adelante ya no puede aumentarse, ni disminuirse, tanto si se siguen efectos que no podemos impedir, como si no se sigue ninguno.
12. Pero a propósito de lo que se dice sobre Antíoco en II Macabeos, IX, 13: Aquel malvado rogaba a Dios, de quien ya no recibiría misericordia, Santo Tomás afirma, en el lugar citado, que él mismo fue causa de ello, porque no se arrepintió sinceramente a ojos de Dios, sino que tan sólo se dolía por la gravedad de su enfermedad y deseaba que Dios le librase de ella. Añádase que no tenía intención de resarcir todos los daños que injustamente había cometido; pero esto es necesario para un arrepentimiento sincero. Finalmente, también podemos interpretar este pasaje de la siguiente manera: Para recuperar la salud, rogaba a Dios, de quien no recibiría misericordia divina, es decir, la salud que pedía para su cuerpo.
13. Sobre lo que afirma San Agustín contra nuestro parecer, debemos decir que éste se retracta (Retractationes, lib. 1, cap. 23; De praedestinatione sanctorum, cap. 3) de muchas cosas de las que enseña al comentar la proposición mencionada, a saber, tener fe está en nuestra potestad y la fe es el principio de los méritos y la infidelidad de los deméritos. Tampoco puede admitirse lo que dice, porque las Sagradas Escrituras muestran que la desobediencia del faraón tras su endurecimiento se le imputó de manera culposa, porque en ese momento en su potestad estaba haber obedecido a Dios, si así hubiese querido. Más tarde, el propio San Agustín enseña esto mismo muy claramente en De praedestinatione et gratia, cap. 6 ─si realmente fue San Agustín el autor de este libro─, en donde dice: «Quien pregunte píamente y desee saber, deberá releer el pasaje de las Sagradas Escrituras (esto es, del Éxodo) donde se cuenta que un fuego se le apareció a Moisés en una zarza; así sabrá que el hecho de que Dios endureciese el corazón del faraón, se debió más a su presciencia que a su operación. Pues hablando desde la zarza, el Señor dijo (Éxodo, III, 19-20): Ya sé que el rey de Egipto no os dejará ir sino forzado por mano poderosa; pero yo extenderé mi mano y heriré a Egipto con toda suerte de prodigios que obraré entre ellos y después os dejará salir.Con esta primera indicación, Dios mostraba cuál iba a ser la voluntad del faraón, tal como preveía. Luego leemos que, entre el torrente de milagros, dijo: Endureceré el corazón del faraón y no dejará salir al pueblo. Sin duda, aquí vuelve a repetir lo primero. ¿Acaso endureceré el corazón no significa lo siguiente: no lo ablandaré?». Y en el cap. 14, el autor del De praedestinatione et gratia dice: «Si pensamos en Dios píamente, como conviene, ¿acaso no hallamos que también el faraón fue objeto de misericordia? Ciertamente, la paciencia divina debió servirle para alcanzar la salvación, porque, difiriendo un suplicio justo y merecido, Dios multiplicó los azotes milagrosos. Pues del mismo modo que el faraón, cediendo ante los azotes, dejó marchar al pueblo de Israel, ¿acaso no pudo, así también, creyendo en los milagros, reconocer a Dios, que tanta fuerza exhibía?». Y en el cap. 15, comparando al faraón con Nabucodonosor y mostrando que los dos se parecían en muchas cosas, dice: «Por tanto, ¿qué hizo que sus fines fueran distintos, salvo que uno, sintiendo la mano de Dios, deploró su propia iniquidad y el otro, por su libre arbitrio, luchó contra la verdad misericordiosa de Dios». Léase a San Agustín en sus comentarios al Éxodo, q. 24, donde dice lo mismo.