Concordia do Livre Arbítrio - Parte I 8
Parte I - Sobre as capacidades do livre-arbítrio para praticar o bem
Disputa VIII: ¿Qué asistencia sobrenatural necesita el libre arbitrio para realizar el acto de creer necesario para alcanzar la justificación?
1. Ahora debemos referirnos al acto de creer necesario para alcanzar la justificación, a saber, ¿qué asistencia necesita nuestro arbitrio para realizar este acto y hasta qué punto éste coopera? Más adelante y en su momento hablaremos con mayor exactitud de todos los auxilios necesarios para la justificación del adulto y explicaremos cómo concuerdan con la libertad del arbitrio.
2. Así pues, para que este acto se produzca, es necesario el concurso del auxilio particular de la gracia previniente y excitante, no sólo por parte del entendimiento, sino también por parte de la voluntad, como hemos explicado en nuestros Commentaria in secundam secundae (q. 4, a. 2 y q. 6, a. 1).
Una vez que al hombre adulto se le han presentado y explicado en la medida de su capacidad los artículos de fe, ciertamente, para que éste asienta en la medida requerida para alcanzar la salvación, es necesario que, por lo menos, en orden de naturaleza su entendimiento reciba previamente una iluminación sobrenatural y su voluntad sea objeto de una moción o afección sobrenatural que la impulse a asentir a los artículos de fe; a estos dos hechos los llamamos «vocación interna de Dios»; también se dice que, mediante ellos, como más adelante explicaré, Dios atrae a los creyentes hacia la fe. A continuación llega el mandato libre de la voluntad, por medio del cual el adulto ordena al entendimiento asentir. En último lugar, se asiente y a esto se le llama «fe». También se dice que, a través de estos dos actos, el adulto accede libremente a la fe.
Por tanto, puesto que la vocación divina influye y coopera necesariamente para que estos actos sean sobrenaturales y como deben ser para alcanzar la salvación, por ello, se dice que, mientras se producen, Dios atrae a los creyentes hacia la fe. En efecto, antes de que estos actos se produzcan, Dios no atrae a los creyentes, sino que tan sólo los invita y los incita a creer. Pero como estos mismos actos proceden del libre arbitrio, sin cuyo concurso no se producirían de ningún modo, por ello, se dice que, en la medida en que el libre arbitrio ofrece su consenso a la vocación divina, el adulto accede a la fe a través de estos mismos actos. Por esta razón, ni la atracción, ni la vocación divina, suprimen la libertad de arbitrio, ni el libre arbitrio puede realizar estos actos y acceder a la fe sin la atracción y vocación divinas.
A estos actos, sobre todo si se les añade el bautismo, les sigue como disposición última la infusión del hábito de fe sobrenatural, que sólo procede de Dios, reside en el entendimiento y conlleva para la voluntad otro hábito infuso a través del cual ésta ordena asentir a la fe, como hemos explicado en nuestros Commentaria in secundam secundae (q. 4, a. 2 y q. 6, a. 1).
3. Todo esto se puede leer también en De ecclesiasticis dogmatibus (cap. 21): «Hay libertad de arbitrio, es decir, voluntad racional, para buscar la salvación, pero previamente Dios le aconseja e invita a salvarse; así, por inspiración divina, elige, persigue o actúa en razón de su salvación; pero confesemos libremente que en manos de Dios está que alcance lo que elige, persigue o hace en razón de su salvación. Por tanto, el inicio de nuestra salvación está en la conmiseración divina. En nuestra potestad está adherirnos a la inspiración salutífera. Alcanzar lo que deseamos siguiendo la recomendación divina ─a saber, la propia justificación o los hábitos de los que ésta depende─, es tarea de Dios. No perder el don de la salvación, está tanto en nuestra potestad, como en la ayuda celeste. Perderlo está en nuestra potestad y en nuestra debilidad. Por tanto, del mismo modo que creemos que en nosotros está el comienzo de nuestra salvación, una vez que Dios se ha apiadado de nosotros y nos ha inspirado, así también, confesemos libremente que el arbitrio de nuestra naturaleza sigue la inspiración divina. Así pues, no abandonar el bien, ya sea natural, ya sea meritorio, depende de nuestro cuidado y de la ayuda celeste. Abandonarlo está en nuestra potestad y en nuestra debilidad». Lo mismo se repite en De spiritu et anima (cap. 48), sea quien sea el autor de este libro.
4. Por otra parte, algunos suelen referirse al hábito infuso de la fe como «espíritu viviente de fe» y, por esta razón, los fieles, cada vez que lo desean, realizan el acto sobrenatural de fe sólo con el concurso general de Dios. Por esta misma razón, debemos decir lo mismo de la esperanza. Por ello, si un fiel pierde la gracia a causa de algún pecado mortal que no es contrario a la fe, ni a la esperanza, sin duda, para alcanzar la justificación necesitará de un auxilio especial con el que, por amor de Dios, se duela de sus pecados como es necesario. De este modo, alcanzará su justificación sin sacramento alguno o, por lo menos, se dolerá con temor servil, como también es necesario, y, una vez recibido el sacramento, alcanzará la justicia. Pero para dolerse en Dios sólo en virtud de su fe y esperanza, no necesita de otro auxilio particular más allá del concurso de los hábitos de fe y esperanza que han permanecido en él. Sin embargo, aquel que alcanza la justificación nada más llegar a la fe, necesita de un auxilio especial para creer y tener esperanzas, al carecer todavía de dichos hábitos sobrenaturales. El Concilio de Trento (ses. 6) se refiere sobre todo al modo de justificación que se produce en cuanto alguien llega a la fe.
5. Por tanto, el Concilio de Trento (ses. 6) enseña bien a las claras que, para asentir por vez primera a los artículos de fe en la medida necesaria para alcanzar la salvación, se requiere previamente la vocación divina, que conlleva el auxilio doble del que ya hemos hablado. Así pues, el Concilio de Trento (ses. 6, cap. 5) define: «Además, declara que el comienzo de la propia justificación en los adultos debe explicarse en virtud de la gracia previniente de Dios a través de Jesucristo, esto es, en virtud de su vocación, por la que, sin la existencia de méritos previos, Dios llama a aquellos que, a causa de sus pecados, se han apartado de Él, para que se dispongan a convertirse por medio de su gracia excitante y adyuvante, asintiendo y cooperando libremente con la propia gracia para alcanzar su justificación, de tal modo que así, una vez que Dios ha tocado el corazón del hombre a través de la iluminación del Espíritu Santo, el propio hombre no tenga que hacer nada al recibir esta inspiración, puesto que, aunque también puede rechazarla, sin embargo, sin la gracia de Dios y sólo con su voluntad libre, no puede inclinarse hacia la justicia a ojos de Dios. De ahí que, cuando en las Sagradas Escrituras se dice: Volveos a mí y yo me volveré a vosotros; se nos recuerda que somos libres. Y cuando respondemos: Haznos volver a ti, Señor, y nos convertiremos; confesamos que Dios nos previene con su gracia»; en el cap. 6 el Concilio añade: «Se disponen a alcanzar la justicia cuando, impulsados y ayudados por la gracia divina y engendrando fe por las palabras que han oído, se mueven libremente hacia Dios, creyendo que es verdadero lo que les ha sido revelado y prometido por inspiración divina &c.»; y en el canon 3 declara: «Si alguien dijera que, sin la inspiración y la ayuda previnientes del Espíritu Santo, el hombre cree del modo requerido &c.». He aquí la vocación divina por el entendimiento de la que habla el Concilio. Así también dice Cristo en Juan, VI, 45: «Todo el que escucha al Padre y aprende, viene a mí». Aquí se habla de la llegada al Padre por la fe. Asimismo, la iluminación y la inspiración de las que se habla, en virtud de la gracia previniente y excitante, también se refieren a la vocación por el entendimiento.
Pero como la voluntad no necesita de la gracia previniente en menor medida que el entendimiento y como también depende de su libre mandato que el entendimiento asienta a los artículos de fe, ciertamente, por medio de un movimiento no menos especial, la gracia previene e invita a la voluntad a ordenar el asentimiento de la fe. El Concilio de Trento (ses. 6, cap. 5) habla de este movimiento de la siguiente manera: «Cuando se dice que Dios toca el corazón del hombre por medio de la iluminación del Espíritu Santo, con la palabra corazónno se da a entender el puro entendimiento, sino sobre todo la voluntad»; y en el cap. 6: «Impulsados y ayudados por la gracia divina y engendrando fe por las palabras que han oído, se mueven libremente hacia Dios». Lo mismo declara aún con mayor claridad el Concilio de Orange II (cap. 5): «Si alguien dice que, del mismo modo que el aumento de la fe, también su inicio y el propio afecto de la creencia por el que creemos en quien justifica al impío, no están en nosotros por el don de la gracia ─esto es, por la inspiración del Espíritu Santo que corrige nuestra voluntad y la hace pasar de la infidelidad a la fe, de la impiedad a la piedad─, sino de modo natural, es evidente que se opone a los dogmas apostólicos, como dice San Pablo en Filipenses, I, 6: Convencido de que, quien inició en vosotros la buena obra, la terminará; y en I, 29: Por Cristo no sólo se os ha concedido que creáis; y en Efesios, II, 8: Pues habéis sido salvados por la gracia mediante la fe y esto no viene de vosotros, sino que es don de Dios». He aquí que el Concilio de Orange II declara que Dios confiere el afecto de la creencia. San Agustín en De praedestinatione sanctorum (cap. 5) y en sus Retractationes (lib. 1, cap. 23) enseña que creer y no creer está en el arbitrio de la voluntad humana, pero el Señor prepara la voluntad humana en los elegidos para que crean; por esta razón, también se habla de la fe en I Corintios, IV, 7: «¿Qué tienes que no lo hayas recibido?».
Por tanto, ya que el hábito infuso de la fe no precede al primer acto de creer, siendo éste necesario para alcanzar la salvación, sino que, más bien, a través del primer acto de creer nos disponemos para recibir la infusión del hábito, de aquí se sigue que la gracia que antecede al primer acto no sea un don habitual, sino una iluminación del entendimiento y una moción y afección de la voluntad por auxilios particulares, que cesan en cuanto aparece el primer acto de creer. Pero tras la infusión del hábito, éste basta, junto con el concurso general de Dios, para realizar los actos de creer sobrenaturales y acomodados a un fin sobrenatural, aunque no debe negarse que las iluminaciones y los auxilios particulares de sabiduría, entendimiento, prudencia, piedad, temor, &c., conferidos por el Espíritu Santo, ayudan en gran medida al hábito de la fe y de las demás virtudes sobrenaturales a realizar actos mejores y más fervorosos.
6. Aquí también debemos recordar lo que por extenso decíamos en nuestros Commentaria in secundam secundae (q. 4, a. 2). Del mismo modo que, cuando ordenamos, en el momento necesario y de la manera necesaria, otros actos del entendimiento, nuestra voluntad adquiere el hábito de la virtud moral de ordenar actos semejantes, que recibe el nombre de «diligencia», así también, aunque Dios no infunda a la voluntad ningún hábito sobrenatural para ordenar actos sobrenaturales de fe, la voluntad adquiere el hábito de ordenarlos con presteza, porque ordenar actos sobrenaturales de fe entraña mayor dificultad que ordenar otros actos del entendimiento. Sin embargo, puesto que de aquí también se sigue que, al igual que Dios conduce al entendimiento por medios divinos al asentimiento de la fe, así también, eleva a la voluntad de modo sobrenatural para que ordene asentir, por ello, es evidente que, del mismo modo que Dios conduce a la voluntad, por medio de un auxilio particular, a que, en primer lugar, ordene el asentimiento de la fe, igualmente, mientras infunde la fe al entendimiento, también infunde a la voluntad un hábito sobrenatural para que más adelante ordene los asentimientos de la fe. Pero aquí no hablamos del hábito de caridad (pues alguno objeta que con este hábito basta), no sólo porque la caridad únicamente inclina a amar a Dios ─y, sin embargo, el cometido del hábito sobrenatural del que estamos hablando, es ordenar el asentimiento de la fe, del mismo modo que el cometido del hábito de la esperanza es realizar el acto de tener esperanzas─, sino también porque, una vez que el cristiano cae en un pecado mortal que no pugna con la fe, pierde la caridad y, no obstante, su voluntad necesita un hábito sobrenatural de tal índole que responda, por medio de unos auxilios particulares, a la gracia previniente que la mueve ─una vez que este hombre ha sido conducido a la fe─ y la completa de tal modo que, cuantas veces quiera este cristiano, ordene el asentimiento de la fe.
7. Por todo lo que hemos dicho, puede entenderse fácilmente qué clase de necesidad hay de recurrir al hábito sobrenatural de la fe, aunque el hombre pueda asentir a las revelaciones divinas sólo con sus propias fuerzas naturales. Ciertamente, como decíamos en nuestros Commentaria in secundam secundae (q. 6, a. 1), por esta razón, no es necesario afirmar que el entendimiento asiente con facilidad, a pesar de su terquedad, y con discernimiento, a pesar de sus errores, como han afirmado Guillermo Durando y muchos otros. Del mismo modo, tampoco hay por qué afirmar necesariamente que el acto de asentir sea firme y seguro con certeza y firmeza por parte del creyente, como sostiene Domingo de Soto (De natura et gratia, lib. 2, cap. 8). Pues el hereje puede asentir de este modo no sólo a los artículos de fe, sino también a sus errores, con mayor firmeza que aquella con que muchos fieles asienten a las verdades católicas por fe infusa. Pero debemos recurrir necesariamente al hábito sobrenatural de la fe, porque en la medida en que estos actos se acomodan a un fin sobrenatural y son necesarios para alcanzar la salvación, su realización requiere la inspiración y el auxilio particular del Espíritu Santo o el concurso del hábito sobrenatural. Ahora bien, conviene que, una vez que la moción y el auxilio particular del Espíritu Santo han conducido a alguien a la fe, éste posea el hábito infuso de la fe y este hábito permanezca en él, para que, cuantas veces quiera, no sólo pueda realizar estos mismos actos, sino que también sea capaz de realizarlos con prontitud ayudado únicamente por el concurso general de Dios.