Concordia do Livre Arbítrio - Parte I 7

Parte I - Sobre as capacidades do livre-arbítrio para praticar o bem

Disputa VII: ¿Puede el libre arbitrio, sólo con el concurso general de Dios, otorgar su asentimiento a la fe en relación tan sólo a la substancia de este acto, es decir, un asentimiento puramente natural?

1. Debemos explicar de manera particular las fuerzas del libre arbitrio en relación a los actos necesarios para la justificación del adulto infiel, a saber, los actos de creer, tener esperanzas, amar y arrepentirse. Sobre estos actos debemos examinar en singular lo siguiente: en primer lugar, qué puede hacer el libre arbitrio en relación a la substancia del acto, es decir, para que se produzca de manera puramente natural y no de la manera necesaria para alcanzar la justificación; y, en segundo lugar, en qué puede cooperar y coopera para que el acto sea sobrenatural ─como es necesario para alcanzar la justificación─ y qué auxilios divinos necesita para realizarlo. Pero para no repetir lo mismo de cada uno de los actos, cuando en las disputas que vamos a ofrecer sobre el acto de creer, expliquemos algo común a los otros actos, también nos referiremos a ellos.
2. Por tanto, comenzando por el acto de creer, en primer lugar, no habrá duda alguna ─sobre todo si hablamos de aquello cuyo conocimiento no podemos alcanzar sólo con la luz natural, como lo siguiente: Dios es tres personas, Cristo es Dios, &c.─ de que, antes de que otorguemos nuestro asentimiento a todo esto, debe proponérsenos para que creamos en ello. Tampoco hay duda alguna de que ─si debemos asentir a algo como revelado por Dios y cuyo conocimiento podemos alcanzar sólo con la luz natural, como, por ejemplo: hay Dios, Dios es uno, &c.─ necesitamos una enseñanza con la que aprendamos que Dios nos ha revelado todo esto con anterioridad; ciertamente, no podemos hacer tal cosa sólo con la luz natural. De ahí que en Romanos, X, 14, San Pablo dijera: «¿Cómo creerán en aquel a quien no han oído? ¿Cómo oirán sin que se les predique?»; y un poco más adelante (X, 17): «Por tanto, la fe proviene de la predicación».
Así pues, nuestra disputa es la siguiente: Una vez propuesto y explicado todo lo que debe creerse, una vez expuestos también los argumentos que suelen presentarse con objeto de que los hombres se persuadan de que todo ello ha sido revelado por Dios ─que además habría ordenado creer en ello─ y, finalmente, sumándose a todo esto la vocación exterior para adherirse a la fe por medio de predicadores y otros ministros de la Iglesia, nos preguntamos ¿está en la facultad del libre arbitrio, sólo con el concurso general de Dios, otorgar su asentimiento a lo que se le propone como revelado por Dios, aunque un acto tal sea puramente natural y, por parte del entendimiento, no baste para alcanzar la justificación, o la vocación interna, la iluminación de la mente y la atracción por un auxilio sobrenatural ─de las que hablaremos en la siguiente disputa─ son de tal modo necesarias para otorgar el asentimiento a todo lo relacionado con la fe que no sólo no podemos otorgar nuestro asentimiento a ello con un acto sobrenatural del modo requerido por parte del entendimiento para alcanzar la justificación, sino que ni siquiera podríamos otorgar nuestro asentimiento a ello con un acto puramente natural?
3. La respuesta afirmativa a esta pregunta siempre me ha parecido verdadera, al igual que a los Doctores que más adelante citaremos.
En primer lugar: Estoy convencido de que la propia experiencia atestigua que, cuando hay razones y argumentos que hacen creíble alguna cosa ─es decir, digna de que se le otorgue un asentimiento por las razones y argumentos mencionados─, en la facultad del libre arbitrio está otorgar su asentimiento, una vez que la voluntad domina y ordena al entendimiento otorgarlo. Pero aquello que se sostiene por fe en virtud de los milagros realizados para su confirmación, del vaticinio de varios profetas, del consenso del Nuevo y del Viejo Testamento y de muchas otras cosas que explicaremos en su momento, resulta «muy verídico», como dijo el profeta ─en Salmos, XCII, 5─, hasta el punto de que, quienes oigan lo que enseña la fe y, una vez aducidas las razones que suelen ofrecerse para persuadir de que ha sido revelado por Dios, no otorguen su asentimiento, caerán sin excusa en pecado mortal.
4. Esto lo demuestra el siguiente pasaje de Juan, V, 36: «Las obras que realizo dan testimonio de mí»; y en X, 38: «Aunque no queráis creer en mí, creed en mis obras»; y en XV, 32: «Si yo no hubiera venido y les hubiese hablado, no tendrían pecado; ahora no tienen excusa de su pecado»; y también en XV, 24: «Si no hubiera hecho entre ellos obras que no ha hecho ningún otro, no tendrían pecado». Por tanto, al menos quienes oyeron a Cristo y vieron sus milagros pudieron, sólo con el concurso general de Dios, otorgar su asentimiento a la doctrina de Cristo, que se hizo verídica de manera extraordinaria por tantos milagros, y así pudieron evitar el pecado de incredulidad.
5. En segundo lugar: Hoy los judíos otorgan su asentimiento a todo aquello en lo que, por fe católica, creían los antiguos judíos con anterioridad a la llegada de Cristo, a pesar de que en estos tiempos ya lo hacen con mayor dificultad ─al darse cuenta de que la llegada del Mesías se ha divulgado y creído en casi todo el mundo y que ellos, por el contrario, tras la destrucción del templo de Jerusalén, sin profeta, sin sacerdote, sin sacrificio y sin ley, han recibido el desprecio de Dios y de todas las naciones y, además, han sido objeto de burla durante casi todos los siglos que se han seguido hasta el día de hoy desde el momento de la pasión de Cristo─ que la que tenían los propios judíos con anterioridad a la llegada de Cristo, cuando nada se había oído de la llegada del Mesías y veían que no se había cumplido nada de lo que se había predicho acerca del tiempo del Mesías. Sin embargo, no solamente sería ridículo, sino también impío, afirmar que los pérfidos judíos, ayudados por un auxilio especial de Dios, otorgan hoy su asentimiento a las mismas cosas que los antiguos judíos con anterioridad a la llegada de Cristo. Por tanto, según San Agustín o quienquiera que sea el autor del Hypognosticon (final del lib. 3), según otros Padres de la Iglesia y según el Concilio de Trento (ses. 6, cap. 2 y siguientes), la fe de la Iglesia es idéntica tanto en el tiempo de la ley escrita, como en el de la gracia; además, en el tiempo de la ley escrita, creer del modo necesario para alcanzar la salvación, no habría sido un don de Dios menor de lo que lo es ahora. Ciertamente, de aquí se sigue que, aunque ni entonces podían, ni ahora podemos otorgar nuestro asentimiento a lo que enseña la fe en la medida necesaria para alcanzar la salvación, sin un auxilio especial de Dios, no obstante, no sólo entonces podían, sino que hoy nosotros también podemos otorgar nuestro asentimiento a esas mismas cosas con un acto puramente natural ─pero que de ningún modo es idóneo para alcanzar la salvación─, que realizaríamos en virtud de las fuerzas de nuestro libre arbitrio, sólo con el concurso general de Dios.
6. Demostración: La fe que, tras el pecado de Adán, hubo en la ley natural, en la ley escrita y en la gracia, fue idéntica, aunque en un momento determinado se intensificase más que en otro en relación al número de lo que debe creerse explícitamente. No hay que decir que el acto de creer ─del modo necesario para alcanzar la salvación─ que los fieles de la ley natural realizaron, no fue sobrenatural y un don de Dios y que, por esta razón, deba incluirse en el número de los actos que los Concilios niegan que puedan realizarse con las fuerzas del arbitrio sin un auxilio especial de Dios. Nadie ha dicho que al comienzo de la ley natural, cuando aún no había sectas religiosas, los hombres a quienes, tras nacer, sus padres enseñaban ─junto a lo poco que entonces era materia de fe─ que Dios es uno, creador de todo y remunerador de quienes lo buscan, no pudiesen otorgar a esto su asentimiento sólo con las fuerzas de su naturaleza en relación a la substancia de este acto y plegarse a esta creencia junto con el resto de los hombres que entonces había en el mundo, aunque, si Dios no les hubiese ayudado de modo particular, no habrían realizado este acto sobrenatural de la manera necesaria para alcanzar la salvación.
7. En tercer lugar: Quien yerra con pertinacia en relación a un solo artículo de fe, pierde la fe sobrenatural por la que creía en todos los demás y, en adelante, ya no realiza un acto sobrenatural de fe, sino únicamente un acto natural en relación a los demás artículos sobre los que no yerra. Por tanto, como consta por experiencia que, una vez perdida la fe, los herejes otorgan su asentimiento a lo que resta en materia de fe como si fuera revelación de Dios y, además, como tampoco debe creerse que, cada vez que realizan el acto de asentir, Dios los ayude con un auxilio especial, de aquí se sigue que, en virtud de las fuerzas de nuestro libre arbitrio y sólo con el concurso general de Dios, podemos otorgar nuestro asentimiento, en relación a un acto puramente natural, a los artículos de la fe católica.
8. En cuarto lugar: Los luteranos u otros herejes pueden presentar el caso de un hombre pagano que abrace su secta y asienta a todo aquello a lo que ellos asienten como revelación de Dios, entre lo cual incluimos los principales artículos de fe y algunos errores que no son menos difíciles de creer que aquello que es materia de fe. Por tanto, puesto que el concurso general de Dios basta para que el pagano asienta ─pues no hay que creer que el pagano recibe asistencia sobrenatural para realizar este acto─, de aquí se sigue que el concurso general de Dios también baste para asentir de manera puramente natural a aquello que es materia de fe.
9. En quinto lugar: Quienes están dotados de gran juicio e ingenio, asienten al misterio de la trinidad, de la encarnación y de la eucaristía, con mayor dificultad que los ignorantes, porque éstos ─a quienes se conduce a creer por recomendación y autoridad de otros más que por su propio juicio y razón─ asienten de manera genérica a todo lo que la fe propone como creencia, una vez se les han explicado ciertos puntos sólo en la medida de su capacidad. De ahí que, en igualdad de condiciones de creencia, los doctos e ingeniosos merezcan un mayor reconocimiento divino, cuando asienten a los artículos de fe, que los ignorantes e imperitos. Pero el hereje que no yerra acerca de los tres misterios mencionados, asiente tanto a éstos, como a sus errores, con un acto puramente natural y sólo con el concurso general de Dios, persuadiéndose a mismo de que estos tres misterios son revelaciones de Dios. Por tanto, los ignorantes y de ingenio tardo y que apenas entienden lo que se les dice por recomendación y autoridad de otros, acceden a la fe ─por lo menos en la medida en que, recibiendo la asistencia divina, asienten a los artículos de fe como es necesario para alcanzar la salvación─ de tal modo que, movidos por la misma recomendación y autoridad de otros y sólo con el concurso general de Dios, pueden asentir de manera puramente natural a esos mismos objetos, porque la única razón por la que puede negarse la facultad del libre arbitrio para realizar un acto natural de esta índole, es su dificultad.
10. En sexto lugar: Pensemos a modo de suposición en un niño que no ha sido bautizado, que se educa tan sólo entre cristianos, que se imbuye con diligencia en los testimonios de las costumbres y de la fe y que nunca ha oído error alguno; supongamos también que, además, Dios decide concurrir con él solamente con su concurso general. Entonces, ¿quién osará afirmar que este niño no va a asentir a aquello que sabe que es artículo de fe o que va a adherirse a una creencia distinta de la que poseen los hombres entre los que vive? Por esta razón, como este niño asentirá en virtud únicamente de las fuerzas de su libre arbitrio, junto con el concurso general de Dios, habrá que decir que el libre arbitrio posee fuerzas para asentir de manera puramente natural, sólo con el concurso general de Dios, a aquello que es materia de fe, sin que esto baste de ningún modo para alcanzar la justificación.
11. Como demostración de nuestro parecer, podemos añadir lo que declara el Concilio de Trento (ses. 6, can. 3): «Si alguien dijera que, sin la inspiración previniente del Espíritu Santo y sin su ayuda, el hombre puede creer, tener esperanzas, amar o arrepentirse del modo necesario para recibir la gracia de la justificación, sea anatema». Ciertamente, el Concilio señala de manera manifiesta que estos actos puramente naturales ─y que, por ello, no bastan para alcanzar la justificación─ pueden realizarse sólo con las fuerzas del libre arbitrio y el concurso general de Dios o, por lo menos, señala claramente que esto puede afirmarse sin peligro alguno. El Concilio de Orange II (cap. 7) declara lo mismo: «Para creer, incluso queremos ser capaces de hacer todas estas cosas en la medida necesaria»; en el cap. 7: «Si a alguien, gracias a su vigor natural, se le ocurre alguna buena obra conducente a la salvación de la vida eterna, &c.»; y en el cap. 25: «En razón del pecado del primer hombre, el libre arbitrio se debilitó e inclinó de un modo tal que, con posterioridad, nadie ha podido amar a Dios como es conveniente o creer en Él u obrar el bien por Él». Por esta razón, el Concilio sólo niega que estas obras puedan realizarse en virtud únicamente del vigor natural ─sin un auxilio especial y un don de Dios─ del modo necesario para alcanzar la justificación o el mérito o la salvación de la vida eterna; pero no niega que puedan realizarse en relación a la substancia del acto y dentro de los límites de los actos puramente naturales, que de ningún modo conducen a la salvación de la vida eterna. Por esta razón, Bartolomé Carranza de Miranda (Summa omnium conciliorum), tras citar el cap. 7, añade lo siguiente: «Algunos Teólogos modernos interpretan estos dos pasajes sobre el auxilio general de Dios en el sentido de que sin él no podríamos hacer absolutamente nada, ni siquiera obras naturales; pero es más legítimo pensar que la declaración del Concilio y del Pontífice no niega las obras naturales, sino las conducentes a la salvación de la vida eterna».
12. Además de Bartolomé Carranza de Miranda, siguen nuestra doctrina: Cayetano (Commentaria in S. Thomae summam theologicam, 1. 2, q. 109, a. 1 y 4), Juan Duns Escoto (Commentaria Oxoniensia ad quatuor libros magistri sententiarum, III, d. 23, q. 1), Gabriel Biel (Epitoma pariter et Collectorium circa quatuor libros sententiarum, III, dist. 23, q. 2, concl. 2), Jacobo Almain (Commentarii in tertium librum sententiarum, dist. 23, q. 3, concl. 4), Guillermo Durando (In sententias theologicas P. Lombardi Commentariorum libri quatuor, II, dist. 28, q. 1), Juan Capreolo (Defensiones theologiae D. Thomae, III, d. 24, q. 1 ad primum et tertium Scoti contra 2), Pedro Paludano (Commentaria in quartum librum Sententiarum, IV, dist. 14, q. 2) y Domingo de Soto (De natura et gratia, lib. 2, cap. 8). También Santo Tomás (Summa Theologica, 2. 2, q. 5, a. 3 in corp. y ad quintum) afirma que el hereje que yerra en un artículo de fe, asiente de manera puramente natural a los artículos en los que no yerra, sin que este asentimiento sea otra cosa que una opinión extraída de su propio juicio y voluntad y no del hábito de fe sobrenatural. Aquí no niega, ni puede negarse sin perjuicio de la verdad, que el hereje, con un asentimiento y una opinión tales, pueda persuadirse de que los artículos en los que no yerra no solamente son verdaderos, sino también revelados por Dios, a pesar de que sólo por una razón creerá que son verdaderos, a saber, porque se persuadirá a mismo de que han sido revelados por Dios, como ya hemos explicado ampliamente. Por tanto, como la adición de un artículo a todos los demás entraña poca o ninguna dificultad, ciertamente, por la misma razón por la que Santo Tomás admite que, una vez perdido el hábito de fe a causa de una herejía sobre algún artículo, el libre arbitrio sigue poseyendo fuerzas para asentir ─sólo con el concurso general de Dios─ de manera puramente natural y opinativa a todos los demás artículos, también está obligado a admitir que el libre arbitrio poseerá fuerzas para asentir a ese mismo artículo de modo semejante a los demás, una vez formulada la hipótesis de que Dios tan sólo quiera concurrir a este asentimiento con su concurso general. Nosotros no pretendemos demostrar aquí que, en virtud de las fuerzas del libre arbitrio y del concurso general de Dios, pueda otorgarse otro asentimiento a los artículos de fe que no sea opinión o fe humana, es decir, un acto puramente natural realizado gracias al propio espíritu humano y a las fuerzas humanas y que se distingue específicamente del asentimiento cristiano que, en relación a los mismos objetos, se otorga por impulso del Espíritu Santo y del espíritu de la fe infusa.
13. Por tanto, los siguientes pasajes que vamos a citar deben entenderse referidos al asentimiento, la confesión de la fe y la invocación de Cristo del modo necesario para alcanzar la justificación y la salvación. Así, Juan, VI, 29: «La obra de Dios es que creáis en aquel que Él ha enviado»; Juan, VI, 44: «Nadie puede venir a mí, si el Padre que me ha enviado no lo trae»; aquí habla de la llegada por la fe, como es evidente por lo que San Juan dice antes y después. También Mateo, XVI, 17: «No te ha revelado esto la carne, ni la sangre, sino mi Padre, que está en los cielos»; lo mismo dice San Pablo (II Corintios, III, 5): «No que por nosotros mismos seamos capaces de atribuirnos cosa alguna como propia nuestra, sino que nuestra capacidad viene de Dios»; I Corintios, XII, 3: «Nadie puede decir: Jesús es Señor, sino con el Espíritu Santo».
14. Sin embargo, hay que señalar lo siguiente. Aunque el auxilio sobrenatural de la gracia no sea necesario en términos absolutos para que el libre arbitrio asienta ─a través de un acto puramente natural─ a aquello que la fe enseña, sino únicamente para que asienta en la medida necesaria para alcanzar la salvación, sin embargo, muchas veces no sólo hace que se asienta en la medida necesaria para alcanzar la salvación, sino también en términos absolutos, porque el libre arbitrio no asiente de manera sobrenatural, ni natural, salvo que el entendimiento reciba una iluminación divina y la voluntad un impulso y una atracción sobrenatural que la conduzcan a asentir. Esto suele suceder sobre todo en la primera vocación del adulto a la fe, cuando su propio juicio le conduce a creer y a abandonar sus errores inveterados y al mismo tiempo no le induce a creer ningún afecto mundano, como el de complacer a otro, o el temor de ofender, o la esperanza de conseguir algo o evitar un daño temporal. Ciertamente, como a los hombres no les atrae la vida espiritual, como asentir a los misterios de la fe es difícil a causa de su sublimidad y como es igualmente difícil abandonar los antiguos errores, si ningún afecto mundano interviene y atrae simultáneamente, la predicación sola del Evangelio y la explicación de las razones que suelen aducirse para invitar a creer, difícilmente impulsarán a los infieles, ya sea a sopesar lo que se les propone, ya sea a asentir, aunque ambas cosas estén en su potestad. Por ello, en muchas ocasiones, quienes se adhieren a la doctrina del Evangelio, no asienten con un acto sobrenatural, ni natural, salvo que la gracia divina los ilumine e impulse con anterioridad. De ahí que en Hechos de los apóstoles, XVI, 14, sobre Lidia la vendedora de púrpura, leamos: «El Señor le abrió el corazón, para que se adhiriese a las palabras de Pablo». Esto mismo declaran también las Sagradas Escrituras, cuando enseñan que la fe es un don de Dios y que el Espíritu Santo impulsa y empuja a los hombres hacia ella.