Concordia do Livre Arbítrio - Parte I 6

Parte I - Sobre as capacidades do livre-arbítrio para praticar o bem

Disputa VI: ¿Puede el libre arbitrio, sólo con el concurso de Dios, hacer algo que conduzca a un fin sobrenatural?

1. En la disputa anterior nos hemos referido a las fuerzas de nuestro arbitrio aplicadas, sólo con el concurso general de Dios, a acciones moralmente buenas que no transcienden un fin natural, ya sea en estado de desnudez, ya sea en estado de naturaleza caída.
En lo que se refiere a las acciones que conducen hacia un fin sobrenatural en tanto que proporcionadas en grado y orden a este fin, vamos a establecer la siguiente conclusión.
2. Sólo con el concurso general de Dios, nuestro libre arbitrio no puede realizar nada no sólo que implique el merecimiento de la vida eterna o el incremento de la gracia, sino que de algún modo esté conmensurado, en cuanto orden transcendente a un fin natural, con un fin sobrenatural, incluida la disposición a alcanzar la gracia, tanto por parte de la voluntad, como del entendimiento; para todo ello necesita el auxilio y la asistencia sobrenatural, ya sea por influjo inmediato de Dios, ya sea por el hábito sobrenatural conferido para realizar esta acción. Por esta razón, puesto que, una vez que nuestros primeros padres cayeron en pecado, Dios decidió no conferirnos a los hombres nada de orden sobrenatural y ordenado especialmente a un fin sobrenatural, salvo que nos hiciésemos merecedores de ello a través de Cristo, por ello, tenemos necesidad de Cristo como redentor, para que se nos confiera todo esto y podamos hacernos merecedores del goce de la felicidad sempiterna en presencia de Dios.
3. Esta conclusión en materia de fe se opone directamente en materia de fe al error pelagiano. Recurriendo a las Sagradas Escrituras y oponiéndose a los pelagianos, San Agustín demuestra esta conclusión en numerosos pasajes; así afirma que, a causa del pecado, el primer padre perdió para el género humano todo bien de orden sobrenatural y, por ello, la libertad de obrar todo aquello que, en la medida en que transcienda los límites del bien natural, se dirige a un fin sobrenatural, incluida la disposición para alcanzar la gracia, a no ser que recibamos la ayuda del don o auxilio sobrenatural de Dios dirigidos a este fin, del mismo modo que nos ayudan los auxilios y los dones que se nos confieren a través de Cristo.
4. Esta conclusión tiene dos fundamentos. Primero: Los actos puramente naturales carecen de acomodación y conmensuración con la felicidad sempiterna y, por esta razón, para que pueda alcanzarse, Dios exige tanto a ángeles, como a hombres ─no sólo por parte de su entendimiento, sino también por parte de su voluntad─, medios sobrenaturales en posesión de los cuales ni ángeles, ni hombres, pudieron estar únicamente en virtud de sus fuerzas. Establecido este fundamento, es evidente que el libre arbitrio no puede realizar absolutamente nada de lo que estamos hablando, no sólo considerado en relación al hombre creado en estado de desnudez o de naturaleza caída, sino también considerado en relación a Adán ─que, prescindiendo de la gracia y de cualquier otro don sobrenatural, sólo estaría en posesión de la justicia original─ o al ángel creado en estado de desnudez sólo con el concurso general de Dios. La razón de esto sería que, así considerado, el libre arbitrio no podría hacer nada que transcendiese los límites de las obras y actos naturales; sin embargo, la conclusión se refiere a actos sobrenaturales. Así pues, la primera parte de la conclusión que hemos propuesto es verdadera, si se entiende referida tanto a los ángeles creados en estado de desnudez, como a Adán creado en posesión únicamente de la justicia original y sin gracia, ni otros dones sobrenaturales. En efecto, aunque la justicia original fuese un don sobrenatural, sin embargo, como su único fin era refrenar nuestras fuerzas sensitivas y hacernos inmunes a la muerte, las enfermedades, la fatiga de nuestro cuerpo y demás miserias de esta vida, de tal modo que así el hombre pudiera mantenerse en el cumplimiento de su deber sin dificultad alguna y durante todo el tiempo que quisiese, por esta razón, la justicia original no nos proporcionó fuerzas para realizar obras que excediesen a las fuerzas naturales, sino tan sólo para perseverar sin falta en el bien natural conforme a la recta razón. De ahí que San Agustín (Enchiridion, cap. 105), dijese: «Aunque ni siquiera entonces (a saber, en estado de inocencia) podía haber mérito alguno sin gracia».
5. Segundo: Dios confirió tanto a los ángeles, como al primer padre, unos dones y medios sobrenaturales a través de los cuales pudieron hacerse merecedores de la vida eterna por medio de su libre arbitrio, de tal modo que, en razón de los méritos de cada uno, fueran promovidos a una mayor o menor beatitud; con el don de la justicia original, fortaleció la debilidad innata del hombre para perseverar en la obra racional, de tal modo que casi lo hizo igual que el ángel en este aspecto; sin embargo, a los ángeles les confirió unos dones y medios sobrenaturales para hacerse merecedores de la vida eterna, de tal modo que quienes los perdiesen una sola vez, nunca más podrían recuperarlos; pero al primer padre, y en él a sus descendientes, le confirió unos dones de tal modo que, si los perdiera pecando, nunca en adelante podría recuperarlos, a no ser por los méritos de alguien que, de manera totalmente digna, diese satisfacción por los pecados del género humano y se hiciese, verdadera y propiamente, merecedor de estos dones en presencia de Dios.
6. Como Pelagio se aparta del primer fundamento, pensando que las fuerzas naturales del libre arbitrio pueden ellas solas no sólo hacerse merecedoras de la vida eterna, sino también lograr y alcanzar el perdón de los pecados por medio del arrepentimiento, en caso de que el hombre cometa algunos de manera culposa, por ello, también hubo de apartarse necesariamente del segundo fundamento y de toda la conclusión que hemos propuesto y hubo de afirmar que en el origen no hubo pecado alguno que se transmitiese a los descendientes del primer padre; que Adán habría debido morir así, si no hubiera pecado; que Cristo no fue redentor del género humano, sino tan sólo doctor y legislador; y que las fuerzas naturales del libre arbitrio bastan, en primer lugar, para creer ─como es necesario para alcanzar la salvación─ todo lo que Dios nos ha revelado a través de Cristo y de otros; en segundo lugar, para cumplir todo lo que se nos ha ordenado y para superar y vencer todas las tentaciones y dificultades que suelen impedirnos alcanzar el fin que se nos ha propuesto; y, en tercer lugar, para alcanzar la vida eterna. Todas estas afirmaciones destruyen en gran parte las Sagradas Escrituras y la fe católica, como San Agustín y otros Padres demuestran con claridad y por extenso en diversos lugares.
Pero como nuestro propósito no es discutir aquí estas cuestiones, pues deben tratarse en otro lugar, sino únicamente mencionar de ellas aquello que nos parece necesario para explicar de qué manera tan excelente concuerdan entre el libre arbitrio, la gracia, la presciencia, la providencia, la predestinación y la reprobación, bastará con que demostremos la primera parte de la conclusión propuesta con definiciones de la Iglesia, máxime porque los luteranos ─contra quienes tratamos de demostrar la libertad de nuestro arbitrio─ nos concederán fácilmente toda la conclusión que proponemos contra los pelagianos.
7. Así pues, el Concilio de Trento (ses. 6, can. 1) declara: «Si alguien dijera que el hombre puede justificarse en presencia de Dios gracias a sus obras realizadas, ya sea por las fuerzas de la naturaleza humana, ya sea por la enseñanza de la ley, sin la gracia divina a través de Jesucristo, sea anatema»; en el can. 3 declara: «Si alguien dijera que, sin prevención, inspiración y asistencia del Espíritu Santo, el hombre puede creer, tener esperanzas, amar o arrepentirse del modo necesario para que se le confiera la gracia de la justificación, sea anatema». También el Concilio de Orange II (cap. 5 y siguientes) define y declara ─omitimos en el ínterin otras definiciones─ que el propio comienzo de la fe no puede producirse sin el auxilio especial de Dios.
8. Como las Sagradas Escrituras y los Concilios suelen hablar de nuestras obras en tanto que conducen a un fin sobrenatural, al que intentan acomodarnos y amoldarnos, y no en tanto que conducen de manera precisa a un fin natural ─pues una consideración tal de nuestras obras atañe más bien a los filósofos morales─, sin duda, cuando enseñan que nosotros no podemos realizar ciertas obras peculiares sin un auxilio especial o don de Dios, pretenden que se entienda que, en todo caso, se están refiriendo a obras que, en su grado y orden, están al servicio de un fin sobrenatural y mantienen una proporción con respecto a él; por esta razón, suelen hablar de las obras que hemos mencionado en nuestra conclusión. Pues no hay ninguna razón que relacione con un fin sobrenatural las demás obras que proceden del libre arbitrio.
Más aún, como bien enseña el obispo de Rochester, John Fisher, en algunas ocasiones en las Sagradas Escrituras sólo reciben el nombre de «obras» y una consideración tal las que se hacen acreedoras a la vida eterna; todas las restantes, sin embargo, aunque se realicen con asistencia sobrenatural, no reciben este nombre, ni una consideración tal. De ahí que, en Juan, XV, 5, diga Cristo: «Yo soy la vid; vosotros los sarmientos; el que permanece en y yo en él, ése da un gran fruto; porque sin no podéis hacer nada»; es decir, el fruto se considera mérito para alcanzar la vida eterna; y en la Primera epístola a los corintios, XIII, 1-2, leemos: «Aunque hable las lenguas de los hombres y de los ángeles…, aunque posea dones proféticos y conozca todos los misterios y toda ciencia, aunque tenga una fe tal capaz de mover montañas, sin embargo, si carezco de caridad, no soy nada».
9. Por este motivo, algunas veces San Agustín no considera que algo sea bueno y virtuoso, si no le acompaña la caridad, que es forma de virtudes en relación a un fin sobrenatural. Pero otras veces no considera que algo sea bueno, si no mantiene relación con Dios o con un fin sobrenatural o no está conmensurado con este fin en orden y grado. Así, en De gratia et libero arbitrio (cap. 18) San Agustín dice: «Cualquier cosa que el hombre haya pensado haber hecho con rectitud, de ningún modo se habrá hecho bien, en ausencia de caridad»; y en Adversus Iulianum (lib. 4, cap. 3), San Agustín sostiene que las obras de los infieles no son verdaderamente virtuosas, no sólo porque en los infieles a menudo se alaban algunos vicios extremos que parecen asemejarse en cierto modo a la virtud del término medio ─como si la terquedad fuese constancia y la temeridad fortaleza─ y porque los infieles convierten en vicio la virtud no alcanzada del término medio al añadirle un fin perverso, sino también porque, a ojos de Dios, nada puede considerarse virtuoso y meritorio en términos absolutos, salvo que se dirija por la fe y la caridad al fin sobrenatural último. De ahí que, al final del capítulo, San Agustín concluya que nosotros llamamos «buena» a la obra del hombre que conduce al reino eterno de Dios y, además, que una obra así no puede realizarse sin la gracia de Dios que recibimos a través de un único mediador entre Dios y los hombres. En Hypognosticon (lib. 3, cap. 4), como dijimos anteriormente, San Agustín dice: «Declaramos que todos los hombres poseen libre arbitrio con juicio de razón, aunque, en ausencia de Dios, no sirve para comenzar, ni terminar, todo aquello que tiene a Dios por objeto, sino que sólo sirve para las obras de la vida presente, tanto buenas, como malas»; en el cap. 5, añade: «Por tanto, cuando el libre arbitrio está viciado, todo el hombre está viciado; sin la ayuda de la gracia, el libre arbitrio no puede empezar, ni terminar, todo aquello que place a Dios»; y en el cap. 10 dice: «En el hombre hay libre arbitrio; quienquiera que niegue esto, no es católico; y quienquiera que afirme que el libre arbitrio no puede empezar, ni terminar, en ausencia de Dios, una buena obra, es decir, aquello que atañe a su santo propósito, es católico». En su Epistola 146, en el testimonio que hemos ofrecido en la disputa 1, San Agustín llama a una obra tal «obra de Dios». Finalmente, en tanto que teólogo y sobre la base de las Sagradas Escrituras, San Agustín sólo entiende bajo la expresión «buena obra» el mérito de la vida eterna o aquello conmensurado en grado y orden con un fin sobrenatural y que, por ello, puede incluirse en el número de bienes que hemos mencionado en nuestra conclusión. A estos bienes a veces los llama «obras de Dios», aunque otras veces dice que «atañen a su santo propósito»; entre ellos estarían la fe y los bienes que disponen para la gracia que convierte a alguien en agraciado. Así entienden e interpretan a San Agustín, entre otros, Domingo de Soto y el decano lovaniense, Ruardo Tapper.
10. Más aún, considerando de este modo el término «bien», contemplando la facultad y la libertad que los primeros padres poseían en el estado de inocencia, en razón de los dones sobrenaturales que recibieron para ejercer su arbitrio, y considerando al mismo tiempo que, por culpa del pecado, del mismo modo que perdieron los dones sobrenaturales, así también, perdieron la facultad y la libertad para ejercer su arbitrio ─salvo que Cristo restituyese estos dones y el arbitrio recibiese una ayuda sobrenatural─, San Agustín enseña que la libertad para obrar el bien se perdió a causa del pecado y Jesucristo la restauró, como demostraremos más adelante con muchos otros testimonios suyos dignos de citarse; pero también es evidente, no sólo por los testimonios ofrecidos en la disputa anterior, sino por otros que presentaremos más adelante, que San Agustín no negó que, a causa del pecado, nuestro arbitrio hubiese sido expoliado de los bienes sobrenaturales, sino que, más bien, defendió a todas luces la libertad para realizar bienes morales que no transcienden un fin natural.
11. La mayor parte del resto de testimonios de las Sagradas Escrituras deben entenderse referidos también a las mismas obras; así dice San Pablo en I Corintios, XII, 3: «…nadie puede decir: Jesús es Señor, sino en el Espíritu Santo»; y en II Corintios, III, 5: «No que por nosotros mismos seamos capaces de atribuirnos cosa alguna como propia nuestra, sino que nuestra capacidad viene de Dios». Ciertamente, San Pablo también niega que, sólo con el concurso general de Dios, los infieles puedan proferir el nombre de Jesús o concebir de algún modo un pensamiento bueno; pues únicamente pretende enseñar que, sin el auxilio especial y el don de Dios, nadie puede invocar y confesar con fe verdadera a nuestro Señor Jesucristo, ni pensar algo que, en grado y orden, conduzca a un fin sobrenatural. Además, de inmediato vamos a aclarar que los Concilios también definen lo mismo que esta doctrina.