Concordia do Livre Arbítrio - Parte I 4

Parte I - Sobre as capacidades do livre-arbítrio para praticar o bem

Disputa IV: Hasta dónde llegan las fuerzas del libre arbitrio en el estado de inocencia

1. Para comenzar por el segundo estado de los que hemos explicado en la disputa anterior, vamos a ofrecer el parecer común de los Padres y de Santo Tomás (Summa Theologica, 1. 2, q. 109, a. 2, 3 y 8; a. 10 ad tertium), a saber: en el estado de inocencia, en virtud de la justicia original, que reprimía a las fuerzas sensitivas para que no luchasen contra la razón y era la causa de que el cuerpo no se fatigase, ni sufriese ninguna molestia al ejecutar obras virtuosas y obedecer a la recta razón y a la ley de Dios, el hombre pudo, por medio de su libre arbitrio y sólo con el concurso general de Dios, sin recibir ningún otro auxilio especial, cumplir toda la ley de manera substancial, pero siempre que no obligase a nada sobrenatural; por ello, podía evitar todo pecado ─tanto venial, como mortal─ durante todo el tiempo que quisiese, aun siendo éste prolongadísimo. En efecto, como el hombre podía realizar todo esto sin sufrimiento, ni hastío y con suma facilidad; como sólo tenía tentaciones exteriores a él y tentaciones apetitivas de excelencia y alabanza de voluntad y entendimiento; y como, finalmente, al estar provisto de una serenidad de pasiones y de dones elevados, podía superar todas las tentaciones con facilidad; por ello, no había razón para que no pudiese cumplir toda la ley en virtud de su libre arbitrio tanto tiempo como quisiese y evitar todo pecado mortal y venial.
2. Además, el parecer común de los Doctores es el siguiente: en este mismo estado y a través de los dones sobrenaturales de fe, esperanza, caridad y gracia, el hombre pudo obrar su salvación con el auxilio común de Dios y hacerse merecedor de la vida eterna sin otros auxilios específicos. Naturalmente, como estos hábitos se acomodan a la realización, gracias a las fuerzas naturales y al influjo común de Dios, de los actos en relación a los cuales se ordenan y Adán no tenía ninguna dificultad para realizar, continuar o multiplicar estos mismos actos, sin duda, éste podía obrar su salvación y hacerse merecedor de la vida eterna con el auxilio común de Dios.
3. Demostración: Una vez que hemos recibido el hábito de la fe, la esperanza y la caridad sobrenaturales, podemos realizar uno u otro acto de fe, de esperanza o de caridad sobrenaturales y también realizar una u otra obra meritoria, aunque no podamos realizarla durante mucho tiempo, a causa de la rebelión de nuestras fuerzas sensitivas y de la debilidad y quebranto de nuestro cuerpo, como afirma, entre otros, Domingo de Soto en De natura et gratia (lib. 3, cap. 4). Por tanto, como en aquel momento Adán no sufría debilidad, quebranto, ni rebelión alguna, de aquí se sigue que habría podido obrar su salvación con el auxilio común de Dios y haberse hecho merecedor de la vida eterna.
4. Por esta razón, en el estado de inocencia, los primeros padres tenían libertad plenísima, tanto para separarse de todo lo que les podía apartar del fin natural y del sobrenatural, como para obrar todo lo necesario para alcanzar ambos fines. De ahí que San Agustín en De correptione et gratia (caps. 10-12) afirmase que los primeros padres tuvieron libertad plenísima y recibieron la gracia y el auxilio, pero no con objeto de que no pudieran no perseverar en la gracia, porque esto sólo es posible en el estado de felicidad sempiterna, sino con objeto de que pudieran perseverar y no perseverar; ahora bien, que no hicieran tal cosa, sólo dependió de su libre arbitrio. San Agustín o quienquiera que sea el autor del Hypognosticon (lib. 3, al comienzo) también afirma que los primeros padres recibieron la misma plenitud de libertad.
5. Es posible que alguien nos objete lo que definió el Concilio de Orange II (cap. 19), a saber: aunque la naturaleza humana haya mantenido la integridad que Dios le confirió al crearla, sin embargo, si Él no la asiste, de ningún modo se salvará; de ahí que, si el hombre no puede salvaguardar sin la gracia de Dios la salud que recibió, ¿cómo podrá recuperar sin su gracia lo que perdió? En virtud de esta definición, parece evidente que, para evitar los pecados mortales sin los cuales no habrían perdido la salud que recibieron y, por ello, para perseverar en la justicia original y en la gracia, los primeros padres necesitaron un auxilio sobreañadido y particular de la gracia, además de la justicia original y de los dones habituales de la gracia y de las virtudes teologales, del mismo modo que el hombre necesita, una vez que ha perdido la gracia habitual, un auxilio especial para recuperarla.
6. Santo Tomás afirma (Summa Theologica, 1. 2, q. 109, a. 2, 3 y 4) que, para que el hombre ame a Dios sobre todas las cosas con el amor natural propio de una naturaleza íntegra y para que cumpla todos los preceptos naturales ─incluidos los que obligan bajo culpa venial─ y, por esta razón, se abstenga de todo pecado, no necesita ningún auxilio gratuito de Dios, sino únicamente el auxilio universal a través del cual Dios coopera con toda causa segunda. En el artículo 8 de la misma cuestión, Santo Tomás dice que el hombre necesita el auxilio de Dios que nos conserva en el bien, porque, según afirma, si se suprimiese, la propia naturaleza se aniquilaría. Ahora bien, parece que, bajo el nombre de dicho auxilio, Santo Tomás no entiende otra cosa que el influjo universal con que Dios conserva todo en su ser y del que dependen todas las acciones y efectos de las causas segundas durante todo el tiempo que éstas se den en la naturaleza; sobre esto hablaremos más adelante, cuando abordemos la cuestión del concurso universal de Dios.
Pero hasta el momento no recuerdo haber leído que nadie haya resuelto, ni planteado, la dificultad que acabo de mencionar tomada del Concilio de Orange II (cap. 19).
7. Ahora bien, la solución y la verdadera comprensión de ese capítulo son evidentes, si nos fijamos en dos cosas. Primera: como hemos dicho en la disputa 1 y demostraremos todavía en mayor medida más adelante, los pelagianos sostuvieron que las fuerzas naturales solas de nuestro arbitrio, consideradas de manera precisa ─esto es, alejadas de cualquier auxilio y don sobreañadidos de Dios─, se bastarían tanto para conservar el favor de Dios, como para renovarlo o recuperarlo por medio del arrepentimiento, tras haberlo perdido a causa del pecado. Segunda: como demostraremos más adelante en esta misma obra, cuando los Padres hablan contra estos errores de los pelagianos o definen algo, bajo el sintagma «auxilio de la gracia» entienden aquello que, una vez se ha sobreañadido a las fuerzas de nuestro arbitrio, las ayuda a no sucumbir y a ejercer las obras sobrenaturales, ya sea este auxilio un hábito sobrenatural que influye con potencia, ya sea una moción e influjo sin hábito. A las dos cosas se referían con el nombre de «gracia», de la que decían, contra los pelagianos, que nuestro arbitrio estaba necesitado más allá de sus propias fuerzas.
8. Sobre esta base debemos decir que los Padres del Concilio de Orange II, en el citado capítulo, pretendieron definir contra los pelagianos sobre todo la siguiente conclusión: el hombre no puede recuperar la salud espiritual perdida sólo con sus fuerzas y sin la gracia, esto es, sin la ayuda sobrenatural de Dios del modo que acabamos de explicar. Antes de ofrecer esta conclusión, establecieron lo siguiente: aunque la naturaleza humana permaneciese en el estado de integridad en que fue creada, de ningún modo se salvaría ─a saber, únicamente con sus fuerzas naturales, como decían los pelagianos─ sin la ayuda de su creador, al menos en virtud del influjo de los hábitos de la justicia original, de la gracia y de las virtudes teologales. Por esta razón, si la naturaleza humana no pudo salvaguardar sin la gracia de Dios ─es decir, sólo con el influjo de sus fuerzas naturales─ la salud que recibió, ¿cómo podrá recuperar sin la gracia de Dios ─es decir, sólo con sus fuerzas─ lo que perdió? De ahí que nadie pueda colegir de esta definición que, en el estado de inocencia, los primeros padres necesitaron, para evitar los pecados mortales y perseverar en la gracia, un auxilio particular sobreañadido a los hábitos de la justicia original, de la gracia y de las virtudes teologales.
9. Con lo que hemos dicho hasta aquí concuerda lo que afirma San Agustín en De natura et gratia (c. 48), cuando dice que, en el presente estado, la naturaleza humana necesita la ayuda medicinal del Salvador, para no pecar y perseverar sin pecado mortal. Sin duda, la medicina del Salvador incluye la gracia habitual con la que sanamos y, por ello, San Agustín incluye en esta ayuda el influjo habitual de la gracia.
10. Cuando en De correptione et gratia (caps. 11 y 12) habla de la ayuda gracias a la cual Adán pudo perseverar sin pecar en el estado de inocencia, se refiere a los dones habituales de justicia original, de gracia, de virtudes teologales y de otros hábitos sobrenaturales, en virtud de los cuales la parte inferior de la naturaleza de Adán se refrenaba, para no pugnar contra la razón, todo él propendía hacia el bien natural y sobrenatural por medio de estos dones habituales y fácilmente podía recorrer el sendero de los mandatos y resistir a la propia tentación a la que finalmente sucumbió.
De ahí que, en el cap. 11 citado, diga: «El primer hombre no tuvo una gracia en virtud de la cual nunca hubiese querido ser malo, sino que, más bien, tuvo una gracia en virtud de la cual, si hubiese querido permanecer en ella, nunca habría sido malo, y sin la cual, en posesión incluso de libre arbitrio, no podría haber sido bueno, porque gracias al libre arbitrio habría podido abandonarla. Dios no quiso crear al primer hombre sin la gracia que confirió a su libre arbitrio, porque el libre arbitrio se basta para obrar el mal, pero no para obrar el bien (aquí debe entenderse el bien sobrenatural, del que está hablando San Agustín), salvo que el bien omnipotente lo ayude. Si el primer hombre no hubiese abandonado por su libre arbitrio esta ayuda, siempre habría sido bueno, pero la abandonó y así también él fue abandonado. Ciertamente, esta ayuda era tal que, si el primer hombre quería, podía abandonarla y, si también hubiese querido, podría haber permanecido en ella; pero no era una ayuda tal que, gracias a ella, el primer hombre nunca hubiese querido ser malo. Esta es la gracia que en un principio Adán recibió». Así habla San Agustín.
11. En el cap. 12 dice: «Así pues, el primer hombre ─que en virtud del bien en el que fue creado en rectitud, pudo no pecar, pudo no morir y pudo no abandonar el propio bien─ recibió la ayuda de la perseverancia, pero no para que con ella perseverase, sino para que su libre arbitrio no pudiese perseverar sin ella»; y un poco más adelante: «Para que en su arbitrio estuviese perseverar o no, su voluntad ─que había sido dispuesta sin pecado alguno y ningún deseo podía vencerla─ recibió unas fuerzas tales que la decisión de perseverar acompañaba dignamente a una bondad tan grande y a la posibilidad de vivir bien». He aquí que San Agustín afirma que, en el estado de inocencia, si Adán hubiese querido, habría tenido la posibilidad y tomado la decisión de perseverar, gracias a los dones habituales que reprimen las guerras internas y en virtud de los cuales la voluntad tiende al bien.
12. Santo Tomás también afirma (Summa Theologica, 1.2, q. 109, a. 10 ad tertium), como San Agustín en los lugares citados, que ese es el don que Adán recibió y gracias al cual pudo perseverar. Según el parecer de Santo Tomás que acabamos de ofrecer, debemos decir que, tal como sostiene el Aquinate, este don le bastaba a Adán para evitar también todo pecado venial durante largo tiempo y, en mayor medida todavía, todo pecado mortal y, por esta razón, poder perseverar en la gracia. Sin embargo, no debe pensarse que, del mismo modo que el don habitual de la justicia original y de la gracia le bastó a Adán para perseverar en ésta, así también, según el parecer de Santo Tomás, a nosotros nos bastaría para perseverar en la gracia el mismo don habitual de la gracia que convierte en agraciado y que recibimos cuando resurgimos del pecado. Ciertamente, Santo Tomás no enseña tal cosa y además ambos casos difieren, porque los primeros padres no recibieron esas fuerzas tanto de la gracia que convierte en agraciado cuanto del don de la justicia original que refrena a la parte inferior del hombre para que no pugne con la superior. Con razón el Concilio de Trento (ses. 6, can. 22) define lo contrario, a saber: «Para perseverar en la gracia, más allá del propio don habitual de la gracia, necesitamos el auxilio cotidiano y sobreañadido de Dios, porque Él nunca deniega a los justos lo requerido para que, si quieren, perseveren en la gracia», como veremos en su momento.
13. Pero cuando San Agustín (De correptione et gratia) y con él Santo Tomás (en el lugar citado) afirman que gracias al don de Cristo, los hombres han recibido más ─en la medida en que muchos han recibido no sólo aquello gracias a lo cual, si quieren, pueden perseverar, sino también que de hecho perseveren─ que lo recibido por Adán, a saber, el don con el que pudo perseverar, aunque no perseveró, sobre todo, entienden que esto es así en función del efecto, porque la gracia de Cristo ha tenido un efecto mayor en los adultos que, con la cooperación de su libre arbitrio, han perseverado hasta el final de su vida, que la que tuvo la gracia conferida a Adán, con la que éste no perseveró por su propia culpa, al no haber querido cooperar con ella. Sin embargo, no niegan, ni pueden negar, que si la gracia conferida a Adán no hubiese dependido del arbitrio de éste, en realidad habría podido producir ambos efectos, aunque sólo por culpa de Adán no produjo el efecto mencionado. Si Adán, como estaba en su potestad, hubiese perseverado, el segundo efecto, esto es, la propia perseverancia en la gracia, evitando todo pecado mortal, no habría dependido exclusivamente de las fuerzas de Adán, sino sobre todo de la cooperación de Dios, por medio de los dones habituales que confirió a Adán para que perseverase; y sólo de él dependió que estos dones no alcanzasen el efecto para el que Dios se los confirió, con dependencia de su libre arbitrio. Pero Santo Tomás advierte de manera muy atinada, en su citada respuesta a la tercera objeción, que los hombres en estado de inocencia pudieron perseverar en virtud de su arbitrio de manera mucho más fácil de la que podemos ahora con una gracia igual.
De aquí podemos deducir un segundo modo de explicar la doctrina de San Agustín y de Santo Tomás de la que estamos hablando, a saber, esta doctrina debe entenderse también en función de la propia gracia y no sólo del efecto. Pues como la justicia original, en la medida en que, al refrenar el deseo para que no pugne con la razón, en cierto modo debe incluirse entre los dones naturales, como ya hemos dicho en nuestra disputa anterior, por ello, la gracia que a través de Cristo le fue dada a los mártires ─en virtud de la cual no sólo pudieron perseverar, sino que realmente vencieron, luchando por Cristo en una guerra larguísima y fortísima─ fue mucho mayor que la que Adán recibió; y aunque gracias a ella pudo perseverar, sin embargo, una tentación muy pequeña lo venció sin gran resistencia. Así pues, para alcanzar unas victorias tan insignes frente a unos enemigos tan enardecidos como la carne, el mundo y el diablo, los mártires, como San Lorenzo y San Vicente, necesitaron unos auxilios de la gracia mucho más grandes que los que necesitó Adán para perseverar sin pecado en un estado tan feliz y tranquilo. Esto es lo que San Agustín pretende decir, como enseña claramente en los lugares que hemos citado de su De correptione et gratia.