Concordia do Livre Arbítrio - Parte I 3
Parte I - Sobre as capacidades do livre-arbítrio para praticar o bem
Disputa III: Sobre el cuádruple estado de la naturaleza humana y de su libertad de arbitrio, cuya libertad también se extiende a las obras humanas sobrenaturales
1. Aunque el orden natural y el de nuestra doctrina parecen exigir que, una vez explicada la cuestión sobre la naturaleza y el nombre de «libre arbitrio», demostremos inmediatamente después su existencia, como esto resultará más fácil, si tomamos como base y fundamento de todo lo que vamos a decir en nuestra Concordia lo siguiente, a saber, de qué fuerzas, según reconocen los varones católicos, está dotado el libre arbitrio para poder realizar obras naturales y sobrenaturales, por esta razón, antes que nada vamos a dedicar algunas disputas a esta cuestión. Sin embargo, antes vamos a ofrecer esta tercera disputa, en la que vamos a mostrar los cuatro estados en función de los cuales suele considerarse la naturaleza humana, en favor de su perspicuidad, y las fuerzas de nuestro libre arbitrio.
2. El primer estado es el de la naturaleza humana en pura desnudez, es decir, sin pecado, sin gracia y sin ningún otro don sobrenatural. El hombre jamás se ha encontrado en un estado tal y jamás lo hará. No obstante, los filósofos de la naturaleza han creído que el hombre fue creado en este estado, porque no han podido entender otra cosa sin la luz de la revelación divina. Del mismo modo que el hombre, contemplado de esta manera, posee una fuerza natural de entendimiento y una facultad de volición que sigue a su razón, así también, posee una parte sensitiva y natural dotada de apetitos irascibles y concupiscibles, como hemos explicado en nuestros Commentaria in primam D. Thomae partem (q. 2, a. 3, r. 4). Por este motivo, el hombre está sujeto a los movimientos de sus fuerzas sensitivas, que pugnan con la razón y soliviantan, inclinan e intentan arrastrar a la voluntad hacia todo lo indecente y contrario a la recta razón. El hombre también está sujeto a todos los defectos que, en razón de sus fuerzas sensitivas, necesariamente se siguen de la constitución que la naturaleza ha conferido a su cuerpo, como hambre, sed, fatiga, enfermedad, muerte &c. Por todo esto el hombre es el único que, como si constara de dos naturalezas contrarias entre sí, se desvía muy frecuentemente de su fin natural considerado según la parte superior de naturaleza que le es propia; además, ejerce esta parte superior con una dificultad máxima a causa de su cuerpo corrupto ─que la perjudica─ y también a causa de las fuerzas sensitivas que la soliviantan y arrastran hacia la parte contraria. A diferencia del hombre, las demás criaturas naturales no sólo alcanzan por lo general sus fines, sino que también se ven conducidos a ellos con prontitud y agrado.
3. El segundo estado es aquel en el que realmente fue creado el primer padre antes de pecar; recibe el nombre de «estado de inocencia». Ciertamente, como Dios creó en Adán a todo el género humano ─que, por generación suya, había de propagarse en dirección a un fin sobrenatural, a saber, la visión transparente y fruición de Dios─ e igualmente quiso que los hombres alcanzasen este fin por sus méritos propios y proporcionados a este fin, de tal modo que el fin así alcanzado supusiese un honor y una mayor alabanza de los hombres, por ello, confirió al primer padre, en su favor y en el de sus descendientes, no sólo los principios en virtud de los cuales pudieran hacerse acreedores a la vida eterna, a saber, fe, gracia, caridad y otras virtudes sobrenaturales, sino también el don de la justicia original ─así llamada, porque pasaría por propagación a sus descendientes─; por esta razón, reprimió las fuerzas sensitivas, para que no pugnasen con la razón, ni la atacasen de ningún modo; en virtud del mismo don y de su asistencia, inmunizó completamente al cuerpo contra la fatiga, las enfermedades y otras tribulaciones, de tal modo que el hombre, liberado de la rebelión innata de sus fuerzas sensitivas y de las molestias del cuerpo, pudiera recorrer con prontitud y suma facilidad el sendero de todos los mandatos, hacerse merecedor de la vida eterna y llegar a ésta por sus méritos propios ─que, en la medida en que provienen de los dones conferidos al hombre de manera gratuita, son simultáneamente dones de Dios─, no sólo para hacerse así digno de recibir el premio, la alabanza y el honor, sino también, finalmente, para que todo redundara y se convirtiera en alabanza y honor del propio creador del que, como fuente, emanaron.
4. Salomón habla de este estado de justicia o rectitud del primer hombre en Eclesiastés, VII, 30, donde dice: «Dios hizo recto al hombre»; y en Eclesiástico, XVII, 1-2, leemos: «De la tierra Dios creó al hombre, lo hizo a su imagen y lo revistió con su virtud». También los Concilios de Orange II y de Trento (ses. 3, decreto sobre el pecado original) predican esta rectitud, cuando declaran que, al pecar, el primer padre perdió la santidad y la justicia en las que había sido creado y todo en él se trocó a peor en cuerpo y alma. Del mismo modo, el Concilio de Trento define que Adán no solamente transfirió la muerte y las penalidades del cuerpo a todo el género humano, sino también el pecado, y que, además, perdió para él y para todos sus descendientes la santidad y la justicia. Sin embargo, también declara que a los renacidos les queda un deseo o estímulo para la lucha y para alcanzar un mayor mérito. En nuestros Commentaria in tertiam partem (q. 1, a. 2), hemos explicado otras razones a tener en cuenta por las que resultaba sobremanera conveniente que todo aquello que le fue conferido al género humano en el estado de inocencia, no se le restituyese en esta vida.
5. El tercer estado del hombre es el estado posterior al pecado, pero anterior a la recuperación de la gracia que convierte al hombre en agraciado. En efecto, como Dios entregó a Adán y a sus descendientes los dones del estado de inocencia según la siguiente ley, a saber, en cuanto Adán peque, perderá para todo el género humano estos dones, e igualmente, por las razones que hemos ofrecido en el lugar citado de nuestros Commentaria in tertiam partem, Dios decidió con razón no reconciliarse con el género humano antes de que se le hubiese rendido satisfacción por los delitos de éste y tampoco conferirle de nuevo los dones para alcanzar el fin sobrenatural, salvo que alguien se hubiese hecho merecedor a ello, sin lugar a dudas, por la propia razón de que el primer padre pecó, Dios expolió justamente de todos los bienes sobrenaturales a todo el género humano que Adán había de engendrar y, además, sus fuerzas naturales quedaron desprovistas del vigor que habría recibido gracias a la justicia original y los dones sobrenaturales. Sin embargo, estas fuerzas naturales permanecieron en sí mismas tales como las habríamos poseído, si nos hubiesen creado desde el principio en estado de desnudez con objeto de alcanzar tan sólo un fin natural. Pues el pecado del primer padre sólo nos perjudicó en relación a la gracia y, por esta razón, tras pecar, nuestras facultades naturales y las de los ángeles permanecieron en su integridad tal como son por propia naturaleza, si ningún don sobrenatural les afecta, como enseña Santo Tomás en la Summa Theologica (I, q. 95, a. 1). Así pues, la naturaleza humana tras pecar ─y antes de recibir los dones de la gracia─ y ella misma creada en estado de desnudez, sólo difieren en que la exclusión de la gloria y la carencia de la gracia, de la justicia original y de otros dones sobrenaturales, revisten la forma de una privación en relación a su naturaleza tras caer en pecado, porque los dones opuestos o, ciertamente, el derecho a ellos, le fueron conferidos a la naturaleza humana en la persona de Adán, aunque de ningún modo lo fueron, si consideramos a la naturaleza humana en estado de desnudez, porque no habría tenido ningún derecho a estos dones. Por esta razón, se dice con justicia que, tras caer en pecado, a la naturaleza humana se le expolió de los dones sobrenaturales que tenía en Adán; sin embargo, no se diría que, creada en estado de desnudez, se le expolió de estos dones, porque nunca antes los habría tenido. A partir de aquí también es fácil entender que tanto las negaciones que acabamos de recordar, como los defectos que de ellas se siguieron ─a saber, la rebelión de las pasiones, la muerte y las demás tribulaciones del cuerpo─, revisten propiamente y en verdad la forma de un castigo, si pensamos en la naturaleza humana tras caer en pecado; ahora bien, no revisten esta forma, si pensamos en la naturaleza humana creada en estado de desnudez.
6. Por tanto, puesto que, tras caer en pecado, el género humano necesitó un redentor, para que éste, gracias a sus méritos, lo liberase y para que al género humano se le confiriesen de nuevo medios de gracia dirigidos a un fin sobrenatural (por esta razón se ha dicho que resultó muy conveniente que, en el estado de inocencia, a los hombres se les confiriesen medios de gracia de tal manera que, no obstante, ellos mismos alcanzasen por méritos propios, que al mismo tiempo serían dones de Dios, un premio mayor o menor en la medida en que quisiesen cooperar más o menos con la gracia divina; por esta razón, tampoco habría resultado conveniente que, tras caer en pecado, esto se hubiese producido, del mismo modo, por obra de un redentor; y, por esta misma razón, los adultos, tras perder la gracia por su culpa, sólo regresarían a la gracia y a la amistad divina con sufrimiento y cooperando con el auxilio divino, como explicamos por extenso en el lugar citado de nuestros Commentaria in tertiam partem), de aquí se sigue que distingamos dos estados en los que, tras caer en pecado, se encuentra el hombre, llamados de «naturaleza caída», a saber, desde el estado feliz de inocencia. Uno es el estado del que estamos hablando, a saber, el estado del hombre antes de recuperar la gracia que lo convierte en agraciado, que es el tercer estado de los cuatro que hemos explicado. El otro es el estado del hombre una vez recuperada la gracia que lo convierte en agraciado, que es el cuarto y último estado.
7. Por otra parte, en el tercer estado podemos considerar al hombre con anterioridad a la recepción de todos los dones de la gracia ─es decir, en el estado en que se encuentra el infiel, cuando Dios lo llama a la fe y a la gracia por vez primera─ o en posesión ya de algunos dones de la gracia, como fe y esperanza, que se le confieren para que pueda recuperar la gracia que lo convierta en agraciado y que había perdido a causa del pecado; en este estado se encontró Adán por haber caído en pecado, así como también los muchos fieles que cada día pierden la gracia por pecados que no son contrarios a la fe, ni a la esperanza.
8. Pero debemos advertir que la justicia original, considerada de modo preciso en términos de gracia y de virtud teológica, únicamente sirvió para sanar defectos propios e innatos a la naturaleza humana y sólo hasta tal punto que, aunque confiriese a la naturaleza humana un vigor tal que ésta pudiese, sin defecto alguno, ejecutar todo lo acomodado a un fin natural, sin embargo, no sirvió para que transcendiera los límites de las obras naturales, con objeto de acomodarse a un fin sobrenatural. Por este motivo, en relación a la naturaleza humana, en algunas ocasiones tanto la propia justicia, como el vigor ─en virtud de cuyo poder surgen la voluntad y otras fuerzas en el estado de inocencia─, deben incluirse entre los dones naturales del hombre, aunque la justicia sea un don sobrenatural sin más; pero los dones que disponen al hombre más allá, es decir, en dirección a un fin sobrenatural, se denominan «gratuitos». Por esta razón, también se ha sostenido ─como declaran los Concilios de Trento (ses. 6, cap. 1) y de Orange II (can. 1)─ que, por haber caído en pecado, al hombre se le ha expoliado de los auxilios gratuitos, que sus fuerzas naturales han sido dañadas y que el pecado no ha logrado acabar con el libre arbitrio, aunque sí ha disminuido, inclinado y empequeñecido su libertad. En efecto, los Concilios se refieren a las fuerzas que el libre arbitrio poseía en estado de inocencia, gracias al poder de la justicia original, y no a las fuerzas que el hombre habría poseído de haber sido creado en estado de desnudez.
9. Antes de que consideremos las fuerzas del arbitrio humano en cada uno de los estados, debemos señalar, de manera genérica y a grandes rasgos, que, según el parecer de los Padres, que es el ortodoxo, la voluntad humana, en relación a los actos que le son connaturales o que no exceden los límites de la naturaleza, es libre por propia naturaleza en el siguiente sentido, a saber, porque en su potestad está ejercerlos o no ─o de igual modo, respecto a un mismo objeto, ejercer indiferentemente el acto de quererlo o no, según prefiera─, pero de la misma manera, en relación a los actos sobrenaturales que no pueden realizarse sin auxilio de Dios, es libre de tal modo que en su potestad está cooperar o no con el auxilio divino o incluso realizar el acto opuesto. Por esta razón, del mismo modo que la existencia de estos actos sobrenaturales ─ya sean aquellos que anteceden a la justificación del adulto y lo disponen para ella, ya sean aquellos que siguen a la justificación y que ya son meritorios de un incremento de la gracia y de la vida eterna─ depende del auxilio sobrenatural o de la gracia divina, así también, depende del concurso libre de la voluntad. De ahí que la voluntad pueda adoptar de manera muy apropiada la forma de libre arbitrio, no sólo en relación a las voliciones indiferentes por su género ─como las voliciones de plantar viñas y levantar casas─, a las voliciones que son malas y desvían de un fin natural o también sobrenatural ─como las voliciones deshonrosas─ y a las voliciones que son buenas, aunque sólo conmensuradas con un fin natural ─como las voliciones de las virtudes morales─, sino también en relación a las voliciones sobrenaturales acomodadas a un fin sobrenatural, como define el Concilio de Trento (ses. 6, sobre todo desde el can. 4) y en breve vamos a explicar.