Concordia do Livre Arbítrio - Parte I 23
Parte I - Sobre as capacidades do livre-arbítrio para praticar o bem
Disputa XXIII: En la que demostramos la libertad del arbitrio humano
Para que esta disputa sea más clara y grata, la dividimos en los cuatro miembros siguientes
Miembro I: En el que presentamos razones basadas en la luz natural
1. Aquí debemos demostrar que poseemos la libertad de la que hemos hablado y cuyas fuerzas hemos explicado.
Comenzaremos ofreciendo razones basadas en la luz natural. Ciertamente, si no hubiese otro argumento que la propia experiencia en virtud de la cual cualquiera percibe en sí mismo que en su potestad está sentarse o estar de pie, andar hacia un lado antes que hacia otro, caer en pecado cuando se le presenta la ocasión o no hacerlo o incluso despreciarlo, dar limosa al pobre que lo pide o no hacerlo, dolerse de los pecados cuando se ablanda y recibe la ayuda divina o dejar de dolerse y dirigir su pensamiento hacia otra cosa, por todo ello, sólo sería propio de una mente enloquecida eliminar en los hombres la libertad de arbitrio de la que hablamos. Otorgar crédito a alguien que, oponiéndose a la propia experiencia, pretende impugnar la libertad de arbitrio, no es una idiotez menor que la de aquel que, persuadido por otro, se convence de que un papel que tiene ante sus ojos no es blanco; en efecto, lo primero no nos resulta menos evidente que lo segundo y por propia experiencia tenemos conocimiento de ello y lo damos por seguro. Por consiguiente, contra quienes niegan la libertad de arbitrio, no deberíamos recurrir a razones, sino a torturas, como con toda razón declara Duns Escoto (In I, dist. 39): «A estos hombres habría que azotarlos y atormentarlos con el fuego, hasta que confesaran que dejar de torturar no está en nuestra potestad en menor medida que inferir torturas. Y si nos reprochasen algo, tendríamos que responderles: ¿De qué os quejáis? Vosotros mismos reconocéis que en nuestra potestad no hay otra cosa que la que hacemos».
2. Este error no sólo es ignominioso para con la naturaleza humana, en la medida en que nos iguala a los animales, que no obran libremente sus acciones, sino que también es blasfemo para con el propio Dios.
Pues si carecemos de libertad de arbitrio y ─lo que es peor─ si Dios obra en nosotros los pecados sin una concurrencia eficiente por nuestra parte ─blasfemia que Lutero no teme afirmar─, entonces pregunto: ¿Por qué se queja Dios de nosotros? ¿O por qué razón nos infiere castigos con justicia por algo que no podemos hacer de modo diferente de como lo hacemos? Por el contrario, debería quejarse de sí mismo, por disponer las cosas del modo en que, con necesidad y de manera inevitable, de hecho se producirán; no debería culparnos a nosotros. Así, San Juan Crisóstomo (Hom. 60 in Mt) argumenta correctamente lo siguiente: «¿Quién censura con justicia o castiga a un siervo por algo que de ningún modo puede evitar? Pues al igual que nadie puede censurar a un ciego de nacimiento, sino más bien compadecerlo ─como dice Aristóteles─, porque en su potestad no estuvo impedir su ceguera, así también, nadie puede vituperar con justicia y mucho menos castigar la obra de alguien que no pudo evitarla». En el lugar citado San Juan Crisóstomo también afirma esto mismo a propósito del siervo enfermo que de ningún modo puede hacer lo que se le ordena. De ahí que San Juan Damasceno (De fide ortodoxa, lib. 2, cap. 7) diga: «Lo que acontece por necesidad, no es virtuoso, ni vicioso. Si en nosotros no hay virtud, ni vicio, no merecemos alabanzas, ni coronas, pero tampoco reproches, ni castigos. Además, Dios sería injusto si a unos les concediese bienes y a otros tribulaciones». Por su parte, San Agustín (De vera religione, cap. 14) dice: «Si el defecto llamado ‘pecado’ se apodera de alguien como una fiebre sin que éste lo quiera, parecerá injusto el castigo que recibe el pecador, al que denominamos ‘condena‘»; en el cap. 14 dice: «Si no obramos mal por propia voluntad ─es decir, con una libertad tal que en nuestra potestad esté no hacerlo─, nadie podrá ser censurado, ni advertido. Ciertamente, si eliminamos esto, necesariamente suprimimos la ley cristiana y toda la enseñanza de la religión. Por tanto, pecamos voluntariamente; y puesto que no hay ninguna duda de que pecamos, tampoco creo que debamos dudar de que las almas poseen libre arbitrio de voluntad. Pues Dios juzga que sus siervos son mejores, si le sirven con generosidad; pero esto no podría suceder de ninguna de las maneras, si no sirviesen voluntariamente, sino por necesidad»; y en el Sermo 61 de tempore dice: «Dios no puede ordenar nada imposible, porque es justo; y, como es pío, tampoco condena a un hombre por algo que no puede evitar».
3. Añádase que resulta contradictorio llamar «pecado» a una obra que no nace del libre arbitrio.
Pues como San Agustín afirma en De vera religione (cap. 14) y también frecuentemente en otros lugares: «El pecado es un mal voluntario tal que de ningún modo puede ser pecado, si no es voluntario. Esto es evidente hasta tal punto que no habrá ni un solo docto, ni turba alguna de indoctos, que disientan. Por esta razón, o bien tendremos que negar que cometamos pecado o bien tendremos que admitir que lo cometemos voluntariamente». A continuación añade las palabras que acabamos de citar de este mismo capítulo. De ahí que, tanto según el parecer de doctos e indoctos, como según el sentido común de los hombres, San Agustín reivindique su carácter voluntario, porque sólo hay pecado, si es voluntario. Pero si afirmamos que los actos de los sonámbulos, de los niños, de los amentes y de los exaltados e incluso de los animales ─como la crueldad del león o del lobo─, se denominan «pecados» y que Dios Óptimo Máximo los castiga, ¿podríamos afirmar algo más estulto que esto? Ciertamente, si carecemos de libertad de arbitrio y en nuestra potestad no está evitar lo que hacemos, no sé si Cristo fue veraz cuando dijo: «Si yo no hubiese venido y no les hubiese hablado, no habrían tenido pecado, pero ahora no tienen excusa para su pecado»; porque claramente tenían la mejor y más legítima excusa: Señor, sabes que en mis manos no estuvo hacer otra cosa, porque no lo pude evitar. Tampoco entiendo cómo podrá condenar a los pecadores el día del juicio, si carecen de libertad de arbitrio; por el contrario, lo acusaremos de crueldad e injusticia, por querer castigar como culposo algo que no lo es en absoluto. Así dice San Agustín (Epistola 46): «Si no hay gracia, ¿cómo salvará Dios el mundo? Y si no hay libre arbitrio, ¿cómo juzgará el mundo?». Es tan manifiesto este error ─o, mejor dicho, esta demencia de Lutero─ que sólo por él ya sabemos qué crédito debemos otorgar al resto de sus errores. Y si por casualidad los luteranos nos reprochan que no abracemos sus dogmas perversos, habremos de responder no sin humor: ¿Por qué os enojáis con nosotros y no con Dios? Pues vosotros mismos declaráis que esto no está en nuestra potestad.
4. Como también reconocen nuestros adversarios, todos los filósofos ilustres, guiados por la luz natural y por la propia experiencia, han enseñado que los hombres tienen libertad de arbitrio.
Además de Platón y de los estoicos, que negaron que las acciones humanas estuvieran sujetas al hado, porque en la potestad de nuestro arbitrio estaría ejercerlas o no, o realizar una de ellas antes que la contraria ─como ya hemos dicho en nuestra disputa 1 y como también afirman, sobre Platón, Gregorio de Nisa en su Philosophia, lib. 6, cap. 4, y sobre los estoicos San Agustín en De civitate Dei, lib. 5, cap. 10─, en sus libros éticos Aristóteles defiende constantemente la libertad de arbitrio y considera que una obra virtuosa o viciosa merece alabanza o reproche, en la medida en que en nuestra potestad esté realizarla u omitirla; por esta razón, en su Ética Nicomáquea (lib. 1) define la virtud como hábito electivo; en el lib. 3, cap. 1 y siguientes hasta el quinto, disputa sobre los actos voluntarios y la deliberación, enseñando que ésta se ejerce sobre las cosas que podemos elegir o no elegir, o sobre aquellas que podemos anteponer a otras en función de nuestro arbitrio; y en el cap. 5 enseña que las obras virtuosas y viciosas están en nuestra potestad y que, por esta razón, en nosotros está ser honrados o perversos y, por ello, con justicia se nos alaba la virtud y se nos censura el vicio.
Miembro II: En el que explicamos lo mismo con testimonios de las Sagradas Escrituras
1. Pasemos a los testimonios de las Escrituras y así sabremos que los herejes que niegan la libertad de arbitrio viendo no ven o, mejor dicho, a causa de su maldad y con afán sedicioso niegan una verdad que conocen y tienen por segura.
En Génesis, IV, 7, dice Dios a Caín: «¿No es cierto que si obras bien podrás alzarlo? Pero si no obras bien, el pecado está a la puerta, acechando como fiera (esto es, el pecado) que te codicia y a la que tienes que dominar (a saber, a la fiera que nos hace tender y nos atrae hacia el pecado)». No sé si puede haber un testimonio que demuestre con mayor claridad el libre arbitrio.
2. En Eclesiástico, XV, 14-18, leemos: «Al principio Dios hizo al hombre y lo dejó en manos de su voluntad». A continuación leemos los siguientes preceptos y mandamientos: «Si quieres guardar los mandamientos, te salvarán. Él ha puesto delante de ti fuego y agua: a donde quieras puedes alargar tu mano. Ante los hombres están la vida y la muerte: cada uno recibirá lo que prefiera». No es correcto decir que este testimonio habla del hombre en estado de inocencia, en primer lugar, porque si debiésemos admitir que el hombre tiene libertad de arbitrio, entonces esta facultad sería una facultad natural que poseería por naturaleza y, tras caer, el hombre seguiría en posesión de sus facultades naturales, aunque mermadas y más débiles para obrar que cuando las sostenía la justicia original ─según hemos explicado en la disputa tercera─, y, en segundo lugar, porque en este testimonio se habla del hombre en estado de naturaleza caída y con estas palabras se enseña que posee libertad de arbitrio y que de él depende no alcanzar la sabiduría como don del Espíritu Santo, siendo esto evidente por todo lo que hemos dicho y por las propias palabras citadas. Quien las lea no podrá dudar de que este pasaje enseña que el hombre en estado de naturaleza caída tiene libertad de arbitrio.
3. En Deuteronomio, XXX, 11, 15 y 19, se dice a los hijos de Israel: «Estos mandamientos que te prescribo no están por encima de tus fuerzas… Mira, hoy pongo ante ti vida y felicidad, muerte y desgracia… Pongo hoy por testigos contra vosotros al cielo y a la tierra: te pongo delante vida o muerte, bendición o maldición. Escoge la vida, por tanto, para vivir, &c.». Estas palabras enseñan clarísimamente que el hombre en estado de naturaleza caída posee libertad de arbitrio; pues sólo hay opción de elegir entre dos cosas si hay libertad de arbitrio.
4. En el último capítulo de Josué leemos: «Se os da la opción de elegir a quién habréis de servir». En II Samuel, XXIV, 12, Dios habla a David a través del profeta Gad: «Tres cosas te propongo: elige una de ellas y la haré»; y un poco más adelante: «Ahora piensa y mira qué debo responder al que me envía». En Eclesiástico, XXXI, 10, entre las alabanzas del justo, se dice: «¿Quién pudo prevaricar y no lo hizo, hacer el mal y no lo hizo?»
5. En Jeremías, VIII, 3: «Será preferible la muerte a la vida para todos los demás que subsistan de este linaje malo»; y un poco más adelante: «Les dirás: Así dice Dios: ¿No se levantan los que caen? Y si uno se extravía, ¿no puede retornar al camino? Entonces, ¿por qué este pueblo sigue apostatando?». Con estas palabras Dios se queja de los hijos de Israel, porque de ellos depende su negativa a convertirse. En el cap. XXVI, 2-3, leemos: «Párate en el patio de la casa de Dios y a todas las ciudades de Judá diles todas las palabras que yo te he mandado decirles, sin omitir ninguna. Puede que oigan y retorne cada cual de su mal camino; entonces yo me arrepentiría del mal que estoy pensando hacerles por la maldad de sus obras». También estas palabras demuestran claramente la libertad de arbitrio, porque son los pecadores los que deben convertirse tras ser llamados por Dios, que está dispuesto a ofrecerles su ayuda.
6. En Zacarías, I, 2, 4, leemos: «Volveos a mí y yo me volveré a vosotros. No seáis como vuestros padres, a quienes los antiguos profetas gritaban así: Esto dice el Señor: Volved de vuestros malos caminos. Y no escucharon». Aquí se dice claramente lo mismo.
7. En Ezequiel, XVIII, 31-32, leemos: «Descargaos de todos los crímenes que habéis cometido contra mí y haceos un corazón nuevo y un espíritu nuevo. ¿Por qué habéis de morir, casa de Israel? Yo no me complazco con la muerte de nadie, convertíos y vivid». Antes hemos leído: «Si el impío hace penitencia por todos sus pecados, &c., vivirá en la justicia con que ha obrado». Estas palabras dan a entender clarísimamente que poseemos libertad para convertirnos a Dios, que esto depende de nosotros y que Dios está preparado para otorgar el auxilio necesario para ello.
8. Es evidente que esto es así por las demás admoniciones y exhortaciones al arrepentimiento que aparecen por doquier en las Sagradas Escrituras. Así en Mateo, XXIII, 37: «¿Cuántas veces quise reunir a tus hijos, como la gallina reúne a sus pollos bajo sus alas, y no quisisteis?»; es decir, de ti dependió que no quisieras, a pesar de que pudiste haber querido. En I Timoteo, II, 4, leemos: «Pues quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad»; este pasaje debe interpretarse así: esta voluntad divina está condicionada; y sólo se cumpliría si la salvación no dependiese de los hombres. En Apocalipsis, III, 18, leemos: «Te aconsejo que me compres oro acrisolado al fuego para que te enriquezcas»; y se aconseja a aquel en cuya potestad está comprar (con la ayuda de Dios) o no comprar; más adelante leemos: «Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno me abre la puerta, entraré en su casa»; aquí se enseña claramente: que Dios está presto a entrar en nuestros corazones; que también ofrece su ayuda a quienes le abren la puerta; que a menudo impulsa a través de inspiraciones y mociones internas; y que en nuestra potestad está abrir ─con su ayuda simultánea─ o no abrir.
9. En Juan, I, 12, leemos: «Les dio la potestad de hacerse hijos de Dios». En Mateo, XIX, 17: «Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos»; aquí se deja a nuestra elección querer o no querer entrar y guardar o no los mandamientos. En I Corintios, VII, 37, leemos: «El que ha tomado una firme decisión en su corazón, sin obligación alguna y en pleno uso de su voluntad…». En Filemón, 14: «Sin consultarte no he querido hacer nada, para que esta buena acción tuya no sea forzada, sino voluntaria». En Salmos, CXVIII, 108, leemos: «Acepta, Señor, los votos voluntarios de mi boca. Mi alma está en mis manos siempre»; es decir, en la potestad de mi libre arbitrio está perderla o salvarla ayudado por ti. De este modo, puede explicarse muy bien el peligro que corría la vida del cuerpo de David.
10. En Isaías, V, 4, sobre la viña de la casa de Israel leemos: «Yo esperaba que diese uvas y ha dado agraces»; si todo acontece por necesidad y no hay libertad de arbitrio, ¿por qué se queja el Señor, diciendo: esperaba que diese uvas y ha dado agraces? Y en Proverbios, I, 24: «Os he llamado y no habéis querido». También la decisión de Susana, que, encontrándose en un gran aprieto, prefirió caer en manos de viejos malvados antes que ofender a Dios, como leemos en Daniel, XIII, 23, demuestra con toda claridad la libertad de arbitrio.
11. En Hechos de los apóstoles, V, 4, le dice Pedro a Ananías: «¿Es que mientras lo tenías no era tuyo y, una vez vendido, estaba en tu potestad...?», a saber, fijar o no un precio para sus usos. En Apocalipsis, II, 21, leemos: «Le dio tiempo para arrepentirse y no quiso arrepentirse de su fornicación». En Marcos, XIII, 34, Cristo se compara al hombre que, debiendo ausentarse, abandona su casa y les concede a sus siervos la potestad de realizar cualquier obra.
12. También puede leerse, si se considera oportuno, a San Ireneo en Adversus haereses (IV, caps. 71 y 72), donde demuestra con gran maestría, recurriendo a argumentos y pasajes de las Sagradas Escrituras, que hay libertad de arbitrio. Léanse también Orígenes en Peri archon (III, cap. 1) y San Agustín en De gratia et libero arbitrio (cap. 2) y De actis cum Felice Manichaeo (III, cap. 4).
¿A quién puede no convencer todo lo que hemos dicho, que nos parece más que suficiente? Apenas es inteligible qué otra verdad pueda deducirse con mayor claridad de las Sagradas Escrituras.
Miembro III: En el que demostramos la misma verdad con pasajes de los Sagrados Concilios
El Concilio de Braga I (caps. 9 y 10) y la Epístola de León I al obispo Toribio de Astorga (cap. 11) condenan el error de Prisciliano, según el cual no habría libertad de arbitrio y las almas y cuerpos humanos estarían sujetos al hado que marcan los astros. Ya hemos ofrecido estas definiciones en la disputa primera, cuando hablamos del hado. León IX, en su Epístola decretal a Pedro obispo de Antioquía, explicando la fe romana dice así: «Creo que Dios sólo predestina los bienes; pero presabe tanto los bienes, como los males. Creo y confieso que la gracia de Dios previene y acompaña al hombre, pero de tal modo que, no obstante, no niego que la criatura racional posea libre arbitrio». Entre otros artículos de Wycliff condenados por el Concilio de Constanza (ses. 8), está el 27, en el que afirma que todo acontece por necesidad absoluta. También, entre otros artículos de Lutero condenados por León X en una bula que aparece en el tercer tomo de los Concilios, tras el Concilio de Letrán V celebrado bajo este mismo Pontífice, en el art. 36 Lutero dice: «Tras caer en pecado, el libre arbitrio sólo tiene existencia a modo de título; y cuando hace lo que está en él, peca mortalmente». Por último, en el Concilio de Trento (ses. 6, cap. 1), se define que, con el pecado de Adán, no desapareció el libre arbitrio de los hombres, aunque en sus fuerzas se debilitase e inclinase; y en el canon 5 declara: «Si alguien dijera que, con el pecado de Adán, el libre arbitrio del hombre se extinguió y desapareció o que sólo tiene existencia a modo de título o, lo que es peor, que sólo es un título sin existencia, siendo esto una ficción que Satán ha introducido en la Iglesia, sea anatema». Esta misma libertad de arbitrio se define en los cánones 4 y 6.
Miembro IV: En el que demostramos que el parecer de los Padres sobre el libre arbitrio es el mismo
1. Finalmente, debemos demostrar que entre los Padres ha habido un consenso unánime sobre el libre arbitrio del hombre.
En primer lugar, Clemente, discípulo de Pedro, en sus Recognitiones (lib. 3), contra Simón el Mago ─según el cual, nada está en nuestra potestad, sino que todo acontece por necesidad del hado─ recuerda que San Pedro se le oponía así: «Por tanto, ¿cómo juzga Dios a cada uno en función de sus actos, si en la potestad de cada uno no está obrar? Sostener tal cosa supone acabar con todo; pues sería vano el esfuerzo de hacer mejores obras; también los jueces del mundo juzgarían en vano en función de leyes y en vano castigarían a quienes obran mal; pues en su potestad no estaría no pecar; vanas serían las leyes de los pueblos que establecen castigos para los malos actos; también serían desgraciados quienes observan con rigor la justicia y felices quienes, viviendo en el placer, la lujuria y el crimen, sostienen la tiranía; por tanto, así no habría justicia, ni bondad, ni virtud alguna»; y añade: «Así pues, yo digo que el hombre está en manos de su libre arbitrio»; y más adelante: «La potestad del arbitrio es un sentido del alma, que posee una virtud con la que puede inclinar hacia los actos que quiera». Así habla San Pedro en el lugar citado. Aquí Clemente dice que Simón el Mago entregó con alabanzas a San Pedro la palma de la victoria; sin embargo, los herejes de nuestros tiempos persisten en obcecarse a pesar de la potencia de esta luz. El propio Clemente, en su Epistola 3, que aparece en el tomo I de los Concilios, dice: «Si alguien, oyendo el sermón del verdadero profeta (es decir, Cristo), quiere o no acogerlo y abrazar su carga, esto es, los mandamientos para la vida, en su potestad está. Ciertamente, tenemos libre arbitrio. Si sucediese que, al oír esto, en su potestad no estuviese hacer otra cosa que la que han oído, habría cierta fuerza natural que impediría la libertad de decidir hacer otra cosa; si, por el contrario, ningún oyente acogiese estas palabras, también en este caso habría cierta fuerza natural que obligaría a hacer una cosa y no dejaría lugar para la contraria. Ahora bien, como el hombre es libre en su alma para inclinar su juicio hacia donde quiera y para elegir el camino que desee, es evidente que los hombres poseen libertad de arbitrio».
Dionisio en De coelesti hierarchia (cap. 9) dice: «Pues no se le da la vida a quien se le impone una necesidad o se le infiere una fuerza».
2. San Justino mártir en su Dialogus cum Tryphone Iudaeo dice: «Pero como veía que era una cosa buena, hizo a los ángeles y a los hombres dependientes de su potestad en la realización de las obras buenas y justas; también fijó un tiempo en el que, según le parecía, era bueno que ángeles y hombres estuviesen en posesión de arbitrio y potestad. Así decidió, tanto de modo general, como particular, todo lo bueno y honesto, aunque sin suprimir el libre arbitrio»; hacia el final del Dialogus cum Tryphone dice: «También antes he enseñado que no es la causa de que aquellos cuyos pecados ha previsto, se vuelvan malvados, ya sean ángeles, ya sean hombres, sino que por su propia culpa se convierten en lo que cada uno de ellos quiere. Tampoco podréis decir que Cristo debió ser crucificado o que en vuestro linaje hay violadores de la ley y que todo esto no ha podido suceder de otro modo, porque ya he enseñado en pocas palabras que, cuando Dios deseó que ángeles y hombres siguieran su consejo, quiso que hicieran obras buenas y rectas con plena voluntad y en posesión de su libre arbitrio, de una razón por la que saben quién los ha creado ─pues antes ni siquiera existían─ y de una ley por la que serán juzgados, si se comportan de modo distinto de como prescribe la recta razón. Si la palabra divina da a entender claramente que algunos ángeles y algunos hombres sufrirán castigo, Dios lo predice, porque presabe que se volverán malvados con obstinación, pero no porque Él vaya a hacerlos así. Ciertamente, si todos los que quieren alcanzar la misericordia de Dios, se arrepienten de su vida anterior, podrán alcanzarla; las Sagradas Escrituras los llaman beatos &c.». En su Apologia II pro christianis dirigida al senado romano, dice: «Como desde el principio Dios hizo tanto al género de los ángeles, como al de los hombres, dependientes de su arbitrio y de su voluntad, con razón pagarán castigos en el fuego eterno por sus actuaciones criminales. Pues la naturaleza de todos ellos es tal que les permite hacerse merecedores de vicio y de virtud. Además, nada sería digno de alabanza, si no pudieran desviarse hacia uno u otro lado. Esto mismo también lo demuestran constantemente tanto los legisladores que se han guiado por la recta razón, como los cultivadores de la filosofía, que mandan hacer lo digno de alabanza, pero permitiendo al mismo tiempo lo contrario». En sus Quaestiones et responsiones ad orthodoxos, sobre algunas cuestiones necesarias, en su respuesta a la octava cuestión, dice así: «Dios no sólo nos dio la existencia y la capacidad de conocer y hacer el bien y el mal, sino que también nos concedió el libre arbitrio y la potestad de elegir lo que nos parezca según lo que se nos propone de entre aquello que conocemos. Pero no pone nuestra virtud o nuestro vicio en el conocimiento de lo conocido, sino en la elección de lo que queremos. Así pues, Dios no es causa de nuestra virtud o de nuestro vicio, sino que lo es nuestro propósito y nuestra voluntad. Pues del mismo modo que quien ve a una ramera y sabe con conocimiento que es una ramera, no es un putañero, ni lo es aunque este conocimiento excite el movimiento de su apetito ─ahora bien, si su voluntad otorga su asentimiento a este movimiento, será putañero por obra o deseo─, tampoco el conocimiento es la causa de que seamos buenos o malos hombres, sino que lo es la voluntad, que persigue las cosas que quiere de entre las que se le proponen».
3. San Ireneo en Adversus haereses (lib. 4, cap. 9) dice: «El hombre racional y, por ello, semejante a Dios, creado con libre arbitrio y en posesión de su potestad, es causa de que unas veces se convierta en trigo y otras en paja. Por esta razón, su condena será justa». En el cap. 71: «Dios lo hizo libre desde el principio»; más adelante: «Le dio al hombre la potestad de elegir, al igual que a los ángeles»; más adelante: «Quienes obren el bien, la gloria y el honor, recibirán retribución por haber obrado el bien, cuando podrían no haberlo hecho. Quienes no obren el bien, recibirán el juicio justo de Dios por no haberlo obrado, a pesar de haber podido hacerlo». Por extenso y de manera muy erudita, demuestra esta misma libertad de arbitrio en el cap. 72, que no cito para no alargarme. Léase también, si a alguien le place, el cap. 76.
4. Clemente de Alejandría en Stromata (lib. 1) demuestra esto mismo de la siguiente manera: «Ni las alabanzas, ni las vituperaciones, ni los honores, ni los castigos, son justos, si el alma carece de la libre potestad de apetecer e intentar; en tal caso su vicio sería involuntario». Más adelante dice: «La libre elección y el apetito incoan el pecado». Y más adelante: «En nuestra potestad está liberarnos de la ignorancia y de la elección mala y deleitosa y, ante todo, no asentir a las fantasías y visiones engañosas».
5. Tertuliano en De exhortatione castitatis, al comienzo, cuando enseña que los delitos no se deben a la voluntad de Dios, que los prohíbe, sino a la nuestra, dice: «Como en virtud de sus preceptos hemos aprendido dos cosas, a saber, qué quiere y qué rechaza, en nosotros está la voluntad de elegir una, como está escrito: He aquí que puse ante ti el bien y el mal y comiste del árbol de la ciencia. Por ello, no debemos atribuir a la voluntad de Dios lo que está en nuestro arbitrio. Así, nuestra es la voluntad, cuando queremos el mal contra la voluntad de Dios, que quiere el bien. Además, si se me pregunta de dónde procede la voluntad por la que queremos algo contra la voluntad de Dios, diré: de nosotros mismos. De ahí que, si no obedecemos a Dios, que nos ha creado con potestad libre, nos desviemos queriendo y en razón de la libertad de nuestra voluntad hacia algo que Dios no quiere». Hacia el final del libro De monogamia, dice: «He aquí que puse ante ti el bien y el mal. Elige el bien; si no puedes, es porque no quieres»; aquí muestra que si queremos, podemos, porque Dios ha puesto las dos cosas en nuestro arbitrio. En Adversus Marcionem (lib. 2, casi al principio), dice: «Encuentro que el hombre ha sido creado por Dios libre y dueño de su arbitrio y de su potestad y no puedo pensar en ninguna imagen, ni semejanza mayores con Dios que en este estado. Pues ni en el rostro, ni en los variados contornos corporales del género humano, el hombre expresa la uniformidad de Dios, sino en la substancia que el hombre ha heredado de Dios, es decir, en el alma que responde a la forma del Dios de las promesas y en la potestad y la libertad de arbitrio que lo significan. También la propia ley de Dios confirma este su estado. Pues la ley no se aplicaría a alguien en cuya potestad no estuviese someterse a ella, ni tampoco se amenazaría con la muerte a su transgresor, si no se pensase que el hombre tiene libertad de arbitrio para despreciar la ley. De este modo, en las leyes posteriores del creador vemos que pone ante nosotros el bien y el mal, la vida y la muerte; y ofrece todo el orden de su enseñanza por preceptos con amenazas y exhortaciones, porque el hombre es libre y tiene voluntad tanto para someterse, como para despreciar la ley». Un poco más adelante dice: «Por tanto, ha recibido toda la libertad de arbitrio para inclinarse hacia un lado o hacia otro, de tal modo que sea constantemente dueño de sí, tanto cuando observa el bien voluntariamente, como cuando evita voluntariamente el mal». Y un poco más adelante dice: «Por otra parte, no se retribuiría justamente castigo o recompensa por el mal o el bien cometidos a quien es bueno o malo por necesidad y no por voluntad».
6. Orígenes en el proemio de Peri archon (lib. 1) dice: «La predicación de la Iglesia define que toda alma racional está en manos de su libre arbitrio y de su voluntad; también define que mantiene un combate con el diablo, con sus ángeles y con sus virtudes contrarias, porque pretenden cargarla de pecados; pero nosotros, por nuestra parte, si vivimos rectamente y con prudencia, intentamos despojarnos de todos ellos. Por esta razón, es fácil entender que no estamos sometidos a una necesidad que nos obligue de cualquier modo a hacer el bien o el mal, aunque no queramos. Pues si estamos en manos de nuestro arbitrio, quizás algunas virtudes podrían instigarnos a pecar y otras podrían ayudarnos a alcanzar la salvación; sin embargo, no se nos obliga por necesidad a obrar bien o mal. No obstante, creen que obramos por necesidad, quienes sostienen que el curso y el movimiento de los astros son la causa de los actos humanos, no sólo de los que caen fuera de la libertad de arbitrio, sino también de los que están en nuestra potestad». En el lib. 3, cap. 1, dice: «Porque la predicación de la Iglesia también muestra una fe en el juicio futuro; esta creencia en el juicio incita a los hombres y los impulsa a vivir bien y con felicidad y a huir de todo género de pecado; sin lugar a dudas, esto indica que en nuestra potestad está llevar una vida digna de alabanza o de reprobación; por ello, considero necesario hablar un poco también de la libertad de arbitrio». Así enseña que la libertad de arbitrio es la facultad de elegir entre el bien y el mal y que, cuando la visión de una mujer hermosa nos tienta vilmente, la propia experiencia enseña que en nuestra potestad está rechazar o abrazar esta tentación. Al mismo ejemplo recurre San Agustín en De civitate Dei (lib. 12, cap. 6), como hemos dicho en la disputa 12. A continuación, Orígenes demuestra la libertad de arbitrio recurriendo a numerosos testimonios de las Sagradas Escrituras. En In Canticum canticorum(lib. 4) dice: «Por la libertad de arbitrio es posible que cualquiera pase del mal camino al camino de Dios, si elige lo mejor con la ayuda divina, o al camino del demonio, si elige mal». En In Matthaeum XIII, 47, dice: «El reino de los cielos se asemeja a una jábega &c.»; y refutando a quienes afirman que la maldad y la bondad proceden de las distintas naturalezas de los hombres, dice: «A esto se oponen todas las Sagradas Escrituras, porque al declarar que hay libre arbitrio, censuran a quienes cometen pecado y dan su aprobación a quienes obran rectamente, sin que pueda corresponderles reproche por ser de género malvado por naturaleza, ni alabanza por ser de mejor género». Y en Contra Celso (lib. 4) dice: «Si a la virtud le suprimes la voluntad libre, al mismo tiempo eliminas su substancia».
7. San Cipriano en sus Epistolae (lib. 1, ep. 3 a Cornelio) ─comentando las palabras de Juan,VI, 68: ¿También vosotros queréis marcharos?─ dice: «Guardando la ley por la que el hombre ha sido abandonado a su libertad y creado con arbitrio propio, desea para sí mismo la muerte o la salvación. Pedro dijo: Señor, ¿a quién vamos a recurrir? Tú tienes palabras de vida eterna y nosotros creemos y sabemos que tú eres hijo del Dios vivo; así enseña y da a entender que quienes se apartan de Cristo mueren por su culpa». En De unitate Ecclesiae dice así: «Las herejías han sido numerosas y lo seguirán siendo, mientras las mentes perversas no tengan paz y la perfidia discordante carezca de unidad. Dios permite y soporta esta situación, así como el arbitrio de nuestra propia libertad, para que, mientras el discernimiento de la verdad examina nuestros corazones y nuestras mentes, brille íntegra con luz manifiesta la fe de los dignos de aprobación. Así reciben su aprobación los fieles, así se revelan los malvados, así se dividen, antes del día del juicio, las almas de los justos y las de los injustos y la paja se separa del trigo».
8. San Atanasio en su Oratio contra gentes (tom. I, or. contra idola), hablando de la mente del hombre, dice: «Cuando repara en su libre derecho y en su arbitrio y siente que puede usar los miembros de su cuerpo para hacer una cosa u otra, tanto en relación a lo existente, como a lo no existente, y a lo existente lo llamo ‘bien’ y a lo que no existe ‘mal’ &c.».
9. San Hilario en Tractatus in Psalmos ─comentando el pasaje: Venga tu mano en mi socorro, porque he escogido tus mandatos─ dice: «Unos eligen la gloria del mundo, otros la veneración de los elementos y de los demonios, otros las riquezas terrenas; el santo elige los mandatos de Dios; pero no elige por necesidad natural, sino por voluntad de la piedad, porque cada cual puede acceder según su voluntad al camino de vida que quiera, al haber recibido la libertad de obrar; por esta razón, la elección de cada uno se retribuye con premios o con castigos».
10. San Gregorio de Nisa en su De philosophia (lib. 7, cap. 1), en el que habla con gran sabiduría del libre arbitrio, argumenta así: «Si el hombre no es un principio de acción tal que en su potestad esté realizarla o no, será superfluo cómo delibere. Pues, ¿con qué fin delibera alguien que no es dueño de sus actos? Será superfluo decir que la mejor de todas las cosas que tiene el hombre es un bien preciosísimo y no un gran inconveniente. Pues si delibera, lo hace con vistas a una acción; en efecto, toda decisión de obrar depende de la propia acción. Asimismo, como bien enseña Aristóteles, adquirimos las virtudes a fuerza de costumbre y ejercitándonos en ellas con habilidad. Pues refrenándonos de los placeres nos volvemos sobrios y, una vez alcanzada la sobriedad, más fácilmente nos refrenamos del placer. Por esta razón, los actos de las virtudes que nos hacen ser justos o injustos están en nuestra potestad. Esto nos lo enseñan las admoniciones y exhortaciones a la virtud. Pues nadie aconseja hacer lo que no está en nuestra potestad, como no tener hambre, no tener sed o volar. Lo mismo enseñan las leyes, que serían superfluas, si careciésemos de libertad de arbitrio. Pero, de modo natural, todo pueblo hace uso de ciertas leyes a sabiendas de que tiene la potestad de hacer lo que está fijado por ley». En el cap. 3 demuestra que si algo está dotado de razón y, por ello, tiene la capacidad de deliberar, también estará dotado de libre arbitrio. De ahí que diga: «Todo el que delibera como si en su potestad estuviese la elección de las obras, delibera para elegir lo que decide por medio de su decisión y para hacer lo que elige. Así pues, es necesario que quien delibera, sea dueño de sus acciones. Pues si no lo fuera, su deliberación sería superflua; pero si lo es (es decir, si quien delibera es dueño de sus acciones), necesariamente recibirá la asistencia de la fuerza racional del libre arbitrio. Pues o bien no es racional o bien, si lo es, dominará sus acciones. Pero ser dueño de las acciones está totalmente en las manos del libre arbitrio». En este libro pueden leerse muchas más cosas del mismo tenor.
11. San Basilio en In Isaiam prophetam ─comentando el siguiente pasaje: Si aceptáis oírme, comeréis los frutos de la tierra─ dice: «Sobre todo, aquí pone delante de los ojos la libertad de arbitrio concedida a la naturaleza humana». Comentando las siguientes palabras: Si lo rechazáis y no me escucháis; San Basilio dice: «Del mismo modo, toda beatitud y la vida que transcurre en suplicio o entre inquietudes, dependen de nuestra voluntad». Y comentando el pasaje de Isaías, XIV, 20-21: Semilla réproba, prepara a los hijos &c.; San Basilio dice: «En virtud del propósito y de la voluntad libre de cada uno, todos pueden ser semilla santa o desviarse hacia otro camino».
12. San Juan Damasceno en De fide orthodoxa (lib. 2, cap. 7) dice: «Nuestras acciones están en nuestra potestad, porque el sumo artífice nos ha creado con libre arbitrio. De otro modo, si en todo momento obrásemos conforme al movimiento de los astros, obraríamos por necesidad cuando hacemos lo que hacemos. Además, lo que acontece por necesidad, no puede denominarse ‘virtud’, ni ‘vicio‘. Si en nosotros no hubiese virtud ni vicio, entonces no mereceríamos recibir alabanzas y coronas, pero tampoco reprobación y castigo; de este modo, también Dios nos parecería inicuo, por conceder a unos cosas buenas y a otros cosas molestas y calamitosas, y no tendría el gobierno de las cosas que ha creado, ni su cuidado sería tarea suya, porque acontecerían necesariamente; además, en nosotros sería superflua la parte del alma que acoge a la razón; en efecto, si en nuestro arbitrio y potestad no hubiese acción alguna que pudiéramos realizar, entonces nada podría hacer que nuestra deliberación no fuese vana. Ciertamente, la capacidad de raciocinar se nos ha concedido para que con ella decidamos; por consiguiente, todo aquello que tiene uso de razón, también tiene libertad». Léase también a San Juan Damasceno en los caps. 15, 16, 17 y, más aún, en el 14 y 18 del mismo libro, donde demuestra la existencia del libre arbitrio con argumentos basados en la luz natural, casi del mismo modo que Gregorio de Nisa. También en el lib. 3, cap. 14, enseña que, cuando Cristo fue hombre, poseyó libertad de arbitrio y que tanto Dios, como los ángeles y los hombres, tienen libertad de arbitrio, pero de distinta manera. En su Dialogus adversus Manichaeos dice así: «Creó al hombre dotado de libre arbitrio, porque todo lo que tiene uso de razón, necesariamente goza de pleno derecho a obrar. ¿Para qué necesitaría el uso de razón, si careciese de libertad de arbitrio? En efecto, lo que acontece a la fuerza o por necesidad natural, de ningún modo puede denominarse ‘virtud’. De aquí se sigue que tampoco los animales podrían ser sujetos de virtud». Un poco más adelante dice: «Nuestra existencia no se debe a nuestro arbitrio, sino tan sólo a Dios; pero nuestra bondad depende de nosotros tanto como de Dios: Él pone de su parte lo que necesitamos para ser buenos y nosotros hacemos o desatendemos lo que está en nuestra potestad, a saber, conservar los bienes recibidos». Un poco más adelante dice: «Como hemos sido creados con libertad de arbitrio, en nuestra potestad está purgarnos a nosotros mismos de los vicios más repugnantes o inficionarnos con ellos. Recibir existencia no está en nuestra potestad; pero en nuestro arbitrio está alcanzar la beatitud. Por consiguiente, si lo queremos y deseamos, seremos partícipes de la bondad y siempre nos moveremos iluminados por la luz eterna. Pero si la indolencia y la dejadez nos entumecen, si nos cegamos a nosotros mismos y de ningún modo queremos este bien, careceremos de él». En el opúsculo De duabus in Christo voluntatibus, dice: «Como por naturaleza somos siervos de Dios y tenemos una libertad de arbitrio por la que podemos hacer actos virtuosos, recibimos la ley para que sepamos que tenemos un Señor y, por ello, no caigamos en el abismo por caminar entre tinieblas. Pues, como dice David, tu palabra es antorcha para mis pies, luz para mi sendero; así no seremos partícipes del bien recibido en menor medida que de Dios, que nos ha dado los senderos. En efecto, Dios nos ha dado la potestad de obrar con rectitud y nos ha puesto en manos de nuestra potestad, para que tanto Él, como nosotros, seamos principio de acciones honrosas». San Juan Damasceno añade muchas otras cosas como demostración de este mismo parecer.
13. San Epifanio, disputando en Adversus haereses (lib. 1, cap. 16) contra algunos judíos que defendían la existencia del hado, dice: «Su demencia es máxima y su estulticia de lo más rara, porque al mismo tiempo que confiesan creer en la resurrección y en el día del juicio justo, dicen que todo esto es producto del hado. ¿Cómo puede ser un juicio producto del hado? Pues es necesaria una de estas dos cosas: primera, si estamos determinados por el momento de nuestro nacimiento, entonces no puede haber juicio, porque quien obre, no obrará por sí mismo, sino conforme a la necesidad impuesta por el dominio del hado; segunda, si hay juicio, si las amenazas que se nos dirigen son reales, si las leyes juzgan y castigan al que obra mal y además confesamos que hay una ley justa y que el juicio de Dios es verdadero, entonces el hado será algo ocioso y totalmente carente de existencia, porque si esto no fuese así, poder pecar y no pecar, así como que uno sea castigado por sus pecados y otro reciba alabanzas por la rectitud de sus actos, estaría determinado en cada caso. La existencia del libre arbitrio puede demostrarse con las palabras de Isaías I, 19: Si así queréis y me escucháis &c.». En el lib. 2, cap. 64 (§ Quae quidem igitur), sobre los demonios dice: «Dios les ha concedido ─al igual que a los hombres─ una voluntad espontánea para que puedan hacer una cosa u otra, de tal modo que obedezcan y alcancen la beatitud o sean juzgados por no obedecer». Más adelante dice: «Como el hombre tiene libre arbitrio y de por sí tiene la capacidad de obrar y además ha recibido una voluntad que domina y delibera de por sí en la elección del bien &c.».
14. San Juan Crisóstomo en su In Genesim homilia 19, cuando habla del pecado de Caín y enseña que a veces las admoniciones son beneficiosas para que el pecador recupere la cordura, dice: «No porque no pueda, sino porque no quiere. Ciertamente, en la voluntad no sucede como en las heridas del cuerpo. Pues las afecciones naturales del cuerpo suelen ser inmóviles, pero este no es el caso de la voluntad. De este modo, también el malo puede cambiar y hacerse bueno, si así lo quiere; y el bueno puede torcerse por dejadez y hacerse malo; pues el Señor de todas las cosas ha puesto nuestra naturaleza en manos del libre arbitrio». Un poco más adelante dice: «Ciertamente, no impone una necesidad, sino que, proporcionando medios adecuados, deja toda la decisión en manos del enfermo». En la homilía siguiente enseña la misma libertad. En In Matthaeum homilia 5 ─explicando el pasaje de Mateo, IV, 6: Arrójate abajo─ comenta: «No dice: Te arrojo, para que no parezca que ejerce una violencia, sino que dice: Arrójate abajo, para mostrar así que cada uno de nosotros cae en la muerte por propia voluntad, en razón de su libertad de arbitrio. Pues la persuasión es su arma, pero nosotros debemos superar sus persuasiones a través de la observancia de la ley». En la Homilia 2 de Lazaro, dice: «Es cosa clarísima que en nosotros está caer o no caer en las insidias del diablo, que no nos impone ninguna necesidad, ni tiranía». En la Homilia 9 in Ioannem ─comentando las palabras: Vino a su casa y los suyos no le recibieron─, dice: «Quiere que todos sean buenos, pero no obliga a nadie. Por ello, cuando vino al mundo, unos le recibieron y otros no. Pues Dios no acepta a ningún siervo que llegue a disgusto, ni obligado, sino sólo a aquellos que voluntariamente lo deseen, lo abracen y sepan que han recibido la gracia de su servidumbre». Un poco más adelante dice: «Permite que estemos con pleno derecho en manos de nuestro libre arbitrio; por ello, no obliga a nadie, sino que tan sólo se fija en nuestro beneficio. Si arrastrase hacia su servidumbre a quienes no quieren, su deber para con ellos sería el mismo que si no hubiesen caído en servidumbre alguna». Más adelante ─comentando las palabras de Juan, I, 12: A todos los que lo recibieron &c.─ dice: «¿Qué castigo mayor puede haber que, estando en manos de su arbitrio hacerse hijos de Dios, rechazarlo y, por propia voluntad, preferir hacerse indignos de tanta nobleza y honor?». En el sermón De vanitate et brevitate vitae, nos compara con Dios, porque en razón de nuestro libre arbitrio podemos obrar por la gracia actos más honrosos, si así lo queremos, que los que Dios ha obrado en las cosas corpóreas. Presenta a Dios como si nos dijera a cada uno de nosotros: «Yo he creado un cuerpo hermoso; te concedo el arbitrio de hacer cosas mejores, haz tú también un alma más hermosa. He creado una serpiente para engañarte, esto es, el diablo... Pero no voy a negarte esta potestad: engáñalo, si así te place; pues podrás vencerlo como si fuera un gorrión». Añade muchas otras cosas en pro del mismo parecer. Lo mismo enseña en su Homilia 15 in Epistolam I ad Timotheum. También en la Homilia 60 in Matthaeum explica por extenso y de la mejor manera las palabras de Mateo, XVIII, 7 ─es necesario que lleguen escándalos─, demostrando la libertad de nuestro arbitrio y que gracias a él tenemos la capacidad y la potestad de hacer una cosa u otra en relación a sus actos; por esta razón, quien obra mal es responsable de sus actos, que lo harán merecedor del pecado y del castigo. También demuestra la libertad de nuestro arbitrio en sus comentarios a Salmos, IX, 17: se conoce al Señor por sus juicios; a Salmos CXX, 3: no dejes que titubee tu pie; a Salmos, CXL, 4: no dejes que se desvíe mi corazón hacia la maldad; también enseña esto en su Homilia 30 in Matthaeum, Homil. 23, 25 y 27 in Matthaeum, Homilia 45 in Ioannem, VI, 44: nadie puede venir a mí &c.; en su sermón sobre la traición de Judas; en sus comentarios a I Corintios, IV, 21: ¿Queréis que llegue con un palo…; en sus comentarios a Filipenses, I, 29: se os ha dado sufrir por Cristo; en su Homil. 12 in Epistolam ad Hebraeos; y en su Homil. 8 in II Epistolam ad Thimoteum.
15. San Ambrosio ─o, mejor dicho, Próspero─ en De vocatione Gentium(cap. 1) dice: «Entre la voluntad humana y la gracia de Dios hay algunos que no distinguen bien, pues piensan que hablar de la gracia elimina el libre arbitrio, sin advertir que del mismo modo también se les puede objetar que niegan la gracia, si piensan que no es guía de la voluntad humana, sino compañera. En efecto, si eliminamos la voluntad (es decir, el libre arbitrio), ¿cuál es el origen de las verdaderas virtudes? Y si eliminamos la gracia, ¿cuál es la causa de los buenos méritos?». Y en el cap. 3, dice: «Que nadie piense que carece de libre arbitrio, porque lo guíe el Espíritu de Dios, pues el hombre ni siquiera lo perdió cuando se entregó voluntariamente al diablo, que depravó el juicio de su voluntad, pero no lo eliminó. Por tanto, lo que no muere por su herida, tampoco lo hace por la medicina (es decir, por la gracia con que Dios lo ayuda)».
16. San Jerónimo en su Epistola ad Ctesiphontem comenta: «Como aquel nos objetase, al igual que los demás pelagianos, que suprimimos y condenamos el libre arbitrio, porque decimos que el auxilio de la gracia es necesario para obrar bien y para cumplir los preceptos de la ley…»; y así San Jerónimo continúa: «En vano blasfemas y repites ante oídos ignorantes que nosotros condenamos el libre arbitrio. Que se condene quien lo condena. Pero el propio libre arbitrio se apoya en el auxilio de Dios y para todos sus actos necesita de su ayuda, aunque no queráis reconocerlo». En sus Dialogi adversus Pelagianos(lib. 1) dice: «Si no peca porque no puede pecar, entonces desaparece el libre arbitrio y de ningún modo es un bien nuestro, sino de la naturaleza, que no puede caer en pecado»; hacia el final del libro tercero del mismo Dialogus, hablando por boca de Ático, le dice a Critóbulo: «Esto es lo que te he dicho desde el principio: en nuestra potestad está pecar o no pecar, así como extender la mano hacia el bien o hacia el mal, como salvaguarda del libre arbitrio». En su Epistola 147 ad Damasum, dice: «Les repartió la hacienda, es decir, les dio el libre arbitrio, les dio la libertad de su propia deliberación y que cada uno viviera no según las órdenes de Dios, sino según su propia sumisión, pero no por necesidad, sino de modo voluntario, con objeto de que hubiese lugar para la virtud y se distanciaran de los demás animales en que, a ejemplo de Dios, se les ha permitido hacer lo que quieran; así los pecadores recibirán un juicio justo y los santos y los justos un premio justo». Más adelante dice: «Sólo Dios no puede caer en pecado; todo lo demás que posee libre arbitrio, por el que el hombre se asemeja a Dios, puede dirigir su voluntad en uno o en otro sentido». Hacia el final de su Apologia ad Pammachium, hablando en pro de los libros contra Joviniano, dice: «En nuestro arbitrio está seguir a Lázaro o al rico que yace sepulto en el infierno». En su Apologia adversus Rufinum (lib. 2) afirma: «Dices (del diablo): que en todos es causa del pecado; y mientras le atribuyes a él los crímenes, liberas a los hombres de toda culpa y suprimes la libertad de arbitrio». Seguidamente, sobre Judas dice: «Tras recibir el bocado, Satanás entró en él, porque antes de recibir el bocado había pecado por propia voluntad y no se arrepintió ni por humildad, ni por clemencia con el salvador». En In Ieremiam (lib. 4, cap. 18, al principio) dice: «Para demostrar la existencia del libre arbitrio, dice que anuncia males a un pueblo, así como a uno o a otro reino, y también bienes; sin embargo, no sucede lo que predice, sino que, por el contrario, los malos reciben bienes, si se arrepienten, y los buenos reciben males, si tras las promesas han vuelto a pecar. No decimos que Dios ignore que un pueblo o un reino vayan a hacer una cosa u otra, sino que decimos que deja al hombre en manos de su voluntad, para que reciba premios o castigos merecidamente y por propia voluntad. No todo lo que sucede debe atribuirse inmediatamente al hombre, sino a la gracia de aquel que da todo. Pues hay que salvaguardar la libertad de arbitrio para que en todos sobresalga la gracia de quien la concede, según las palabras de Salmos, CXXVI, 1: si el Señor no hubiera edificado su casa &c., y según el versículo de Romanos, IX, 16: no se trata de querer o de correr, sino de que Dios tenga misericordia». Comentando las palabras de Ezequiel, III, 7 ─la casa de Israel no quiere escucharte a ti, porque no quiere escucharme a mí─, dice: «Aquí se demuestra con claridad el libre arbitrio». Comentando el pasaje de Ezequiel, XVI, 14 ─Y salió &c.─, tras afirmar que nuestros bienes proceden de la generosidad y de la beneficencia de Dios, añade: «La beneficencia de Dios no suprime el libre arbitrio del hombre, sino que la propia libertad debe recibir la ayuda del Señor». Comentando las palabras de Salmos, XIV ─sin tu deliberación &c.─, dice: «Si Dios es bueno voluntariamente y no por necesidad, debió hacer al hombre a su imagen y semejanza, para que también fuera bueno voluntariamente y no por necesidad. Quienes afirman que el hombre debió ser creado de tal modo que no pudiese obrar mal, dicen lo siguiente: debió ser creado de tal modo que fuera bueno por necesidad y no voluntariamente». Léanse otros pasajes en los que demuestra este mismo parecer. Comentando las palabras de Mateo, XXI, 33 ─y se ausentó─, hablando de Dios, que no abandona ningún lugar, dice: «Parece abandonar su viña, para dar a los vendimiadores el libre arbitrio de obrar». Y sobre el pasaje de Mateo, XXI, 37 ─respetarán a mi hijo─ dice: «¿Quién desconoce que en la persona del paterfamilias hay que sobrentender a Dios Padre? Pero Dios siempre parece dudar, para salvaguardar la voluntad libre del hombre».
17. En cuando a San Agustín, aunque ─por todos los testimonios que hemos ofrecido tanto en esta como en las disputas anteriores─ sea evidentísimo a todas luces que habla del libre arbitrio de la manera más apropiada y que siempre rechaza la contraria como manifiestamente herética, sin embargo, con estos mismos testimonios también es fácil reconocer no diré ya la impericia, sino la maldad y la impudicia de los luteranos, porque en este punto, faltando a la verdad, pretenden presentar a San Agustín como patrono de sus tesis; no obstante, para que esto sea manifiesto todavía en mayor medida, vamos a añadir otros testimonios suyos.
18. En primer lugar, en De libero arbitrio (lib. 3, cap. 1), enseña que el movimiento de la voluntad por el que nos apartamos del bien inmutable y pecamos, no es inculpable, porque no es necesario por necesidad natural, sino que del mismo modo que en nuestra potestad está ejercerlo, así también, podemos reprimirlo, como sabemos por experiencia. Así dice: «De otro modo, el hombre no podría ser culpable cuando se emponzoña en sus vilezas, ni podría aconsejársele que, olvidándose de ellas, desee alcanzar los bienes eternos y así rechace vivir mal y elija vivir bien». En el capítulo tercero dice: «No puedo pensar que en nuestra potestad haya otra cosa que la que hacemos cuando queremos. Por esta razón, en nuestra potestad no hay nada mayor que nuestra propia voluntad». Más adelante dice: «Ni habría voluntad, ni la tendríamos, si no estuviese en nuestra potestad. Por otra parte, como está en nuestra potestad, es libre; pues no sería libre algo que no estuviese en nuestra potestad». En el cap. 18, explicando que la propia voluntad ─cuando se aparta de la ley de Dios o de lo que está obligada a hacer, a pesar de que podría no apartarse, si así lo quisiera─ es causa del pecado, dice: «¿Quién peca haciendo algo de lo que no puede precaverse de ningún modo? Pero peca; luego puede precaverse». En el cap. 25 dice: «Cualquier cosa que alguien tome o rechace, está en su potestad». Por último, la finalidad de San Agustín en su De libero arbitrio es demostrar que Dios nos ha dotado de voluntad para que vivamos honestamente, obedeciendo a la razón y a su propia ley, con objeto de que así alcancemos la beatitud; sin embargo, Dios nos ha dotado de una voluntad libre con la facultad no sólo de obrar con rectitud, sino también de manera contraria; en consecuencia, este obrar es susceptible de mérito y demérito, de beatitud y de malaventura; además, sostiene que la única causa del pecado es la propia voluntad, cuando en razón de su libertad innata se inclina hacia aquello para lo cual Dios no nos la ha concedido ─es decir, hacia los vicios─, transgrediendo así sus leyes. Esto enseña en el lib. 2, cap. 1, y en el lib. 1, cap. último. En sus Retractationes (lib. 1, cap. 9), no se retracta de nada de lo que hemos dicho, sino que lo confirma todo y tan sólo enseña que, sin la gracia, el libre arbitrio no se basta para alcanzar el bien que conduce hacia la vida eterna. Aunque ya en parte había defendido esto mismo en De libero arbitrio, sin embargo, no lo había hecho en la medida necesaria para impugnar el error de los pelagianos, porque en ese momento disputaba contra los errores de los maniqueos, cuya impugnación no pedía tal cosa.
19. En De Genesi contra Manichaeos (lib. 1, cap. 3), dice: «Apacienta (a saber, la luz, de la que está hablando) los corazones puros de aquellos que creen en Dios y pasan de amar las cosas visibles y temporales a amarlo a Él, guardando sus preceptos. Todos los hombres pueden hacer esto mismo, si así lo quieren».
20. En su Epistola 46 ad Valentinum, San Agustín dice: «Precisamente porque se nos ha mandado y preceptuado que entendamos y tengamos cordura, se nos pide nuestra obediencia, que es imposible sin libre arbitrio». Y en la Epistola 89 ad Hilarium dice: «La ayuda no elimina el arbitrio de la voluntad; por ello, puede recibir ayuda, porque no lo elimina».
21. En De spiritu et anima (cap. 48), el autor de esta obra dice: «Decimos que el alma del hombre es una y la misma, que vivifica el cuerpo con su presencia y que se dispone a sí misma con su propia razón, teniendo en sí libertad de arbitrio para elegir lo que quiere por el conocimiento de su propia substancia».
22. En su Liber 83 quaestionum (q. 24), San Agustín dice: «Gobernando y rigiendo con justicia todas las cosas, no inflige ningún castigo, ni otorga ningún premio sin merecimiento. El pecado es la razón del merecimiento del castigo y lo hecho con rectitud es la razón del merecimiento del premio. Pero no puede atribuirse con justicia a alguien un pecado, ni algo hecho con rectitud, si no ha obrado por propia voluntad. Así pues, el pecado y lo hecho con rectitud están en el libre arbitrio de la voluntad». Léanse también las cuestiones segunda y quinta.
23. En su Disputatio contra Fortunatum Manichaeum (d. 2), dice: «Los males son pecados voluntarios del alma, a la que Dios ha dotado de libre arbitrio. Si Dios no la hubiese dotado de libre arbitrio, no podría haber juicio justo, ni mérito por obrar con rectitud, ni el precepto divino de arrepentirse de los pecados, ni la propia indulgencia de los pecados que Dios nos ha concedido por mediación de Nuestro Señor Jesucristo. Porque quien no peca por propia voluntad, no peca». Más adelante dice: «Como ya he dicho, si carecemos de voluntad, carecemos de pecado. En efecto, si alguien está atado a otro y con su mano se escribe algo falso sin su voluntad, pregunto: Si esto se lleva delante de un juez, ¿podrá condenar a este hombre bajo la acusación de falsedad? Por esta razón, si es manifiesto que no hay pecado, cuando no hay libre voluntad de arbitrio, quiero oír &c.».
24. En De actis cum Felice Manichaeo (cap. 4), dice: «Suponed un árbol bueno y su fruto será bueno; suponed un árbol malo y su fruto será malo. Cuando dice: suponed esto o suponed aquello; se está refiriendo a una potestad y no a una naturaleza. Pues, exceptuando a Dios, nadie puede crear un árbol; pero cada uno tiene en su voluntad elegir el bien y ser un árbol bueno o elegir el mal y ser un árbol malo». Un poco más adelante dice: «Por tanto, cuando dice esto, el Señor les está explicando que en su potestad está lo que deben hacer y que si eligen el bien, recibirán su premio; pero si eligen el mal, conocerán su castigo». En el cap. 8, entre otras cosas, dice: «Hoy los hombres crean la costumbre por libre voluntad; pero una vez que la han creado, no pueden superarla fácilmente. Por tanto, ellos mismos hacen que la ley contraria habite en sus miembros. Pero quienes albergan temor de Dios y, en razón de su libre arbitrio, se someten al mejor médico para sanar, del mismo modo que el buen médico los cura, así también, el creador misericordioso los cura gracias a la humildad de su confesión y de su arrepentimiento». Un poco más adelante dice: «Por tanto, no es indigno que Dios diga a quienes, en razón de su libre arbitrio, rechazan su misericordia: marchad al fuego eterno; tampoco es indigno que a quienes, en razón de su libre arbitrio, acogen su fe, confiesan sus pecados, hacen penitencia, les asquea su pasado y les agrada aquello en lo que se han convertido por su libre arbitrio, les diga: venid, benditos de mi Padre».
25. En De fide contra Manichaeos (cap. 44), dice: «En verdad, podemos hablar de alma racional, porque puede percibir los preceptos racionales de los actos realizados con rectitud, así como alcanzar la beatitud eterna a través de estos actos; pero si no quiere realizar estos actos, con justicia se condenará a los infiernos, porque su mala voluntad la separará de Dios».
26. En el Tractatus 53 in Ioannem, dice: «Que nadie ose defender el libre arbitrio intentando eliminar la oración en la que decimos: no nos dejes caer en la tentación; asimismo, que nadie niegue el arbitrio de la voluntad y ose excusar el pecado. El primero preguntará: ¿Por qué pedimos a Dios que no nos deje caer en la tentación, si no caer en ella está en nuestra voluntad? El segundo preguntará: ¿Por qué nos esforzamos en vivir bien, si vivir bien está en la potestad de Dios? ¡Oh Señor, no nos dejes caer en ninguna de estas tentaciones!». Y en el Tractatus 81 dice: «Sin esta gracia no podemos vivir (a saber, una vida de gracia tal que en nuestras obras el fruto del mérito esté en Dios, del que habla en este pasaje), de tal manera que la muerte esté en la potestad del libre arbitrio».
27. En De cantico novo (cap. 8), dice: «El libre arbitrio se basta para hacer el mal, pero no para hacer el bien, salvo que reciba la asistencia de Dios».
28. En De verbis apostoli (serm. 7) ─comentando las palabras de Efesios, III, 13: os ruego no os desaniméis a causa de las tribulaciones─, dice: «Les ruega; pero no haría esto, si no quisiera excitar sus voluntades. Ciertamente, si respondieran que cómo puede pedirles algo que no está en sus potestades, ¿no parecería justa su respuesta? Ahora bien, si San Pablo no supiera que en ellos está ofrecer el consenso de sus propias voluntades en el momento en que quieran hacer algo, no diría: os ruego. Pero como sabe que sin la ayuda de Dios la voluntad del hombre es débil incluso para responder: carecemos de arbitrio de voluntad; San Pablo dice: os ruego. Pero para que tampoco respondan: el arbitrio de nuestra voluntad nos basta; añade: por eso doblo mis rodillas ante el Padre. Por tanto, como tenéis arbitrio de voluntad, os ruego. Pero como el arbitrio de vuestras voluntades no os basta para hacer lo que os pido, doblo mis rodillas ante el Padre Nuestro Señor, para que os conceda lo que pido, a saber, fuerza en el valor y ánimo para no desfallecer. Os ruego a vosotros a causa del arbitrio de vuestra voluntad; y ruego a Dios que os ayude con el auxilio de su majestad». Más adelante dice: «Para que Dios quiera darte, tú también debes acomodar tu voluntad para recibir. ¿Cómo quieres recibir la gracia de la bondad divina, si no abres el seno de tu voluntad?».
29. En el Sermo 47 de sanctis, dice: «En nuestra potestad puso la manera en que se nos juzgará el día del juicio». Más adelante: «En ti ha puesto lo que pide de ti». Y en su Homilia 16 dice: «En tu arbitrio Dios ha puesto la capacidad de obedecerle a Él o al diablo». Omito otros testimonios de San Agustín.
30. San Cirilo de Alejandría en In Ioannem (lib. 4, cap. 7), hablando de la traición de Judas, dice: «Conforme a los dogmas de la Iglesia y a la verdad, no podemos negar la libre potestad del hombre (a la que nosotros denominamos ‘libre arbitrio’). Así, ciertamente, los justos reciben premios por haber obrado con justicia; y quienes viven mal, no son castigados injustamente». En el cap. 30 dice: «El hombre puede ser y es un animal libre y puede elegir el camino de la izquierda o de la derecha (es decir, del mal o del bien)». Defiende esta misma libertad en el lib. 9, cap. 10; en Contra Julianum (lib. 3, al principio, y en el lib. 8, hacia el final); y en De adoratione in Spiritu et veritate, al comienzo.
31. San Gregorio Magno en sus Moralia in Job, lib. 13, cap. 9 (a veces aparece como el cap. 6) ─comentando el pasaje de Job XVI, 14: ha convulnerado mis órganos─ afirma: «De ningún modo dice que ha vulnerado nuestros órganos, sino que dice que los ha convulnerado, porque nosotros realizamos por propia voluntad lo que nos sugiere malvadamente; de este modo, junto con él nos herimos a nosotros mismos, porque, cuando perpetramos un mal, nuestro arbitrio nos guía junto con él». Enseña esta misma libertad de arbitrio y de qué modo se puede conciliar con la gracia en Moralia in Job, lib. 16, cap. 12 (a veces aparece como el cap. 10), cuando explica las últimas palabras de Job, cap. 28; también en el lib. 24, cap. 10 (a veces aparece como el cap. 9), comentando las palabras de Job, XXXIII, 28: ha librado mi alma de pasar por la fosa. Y en el lib. 33, cap. 26 (a veces aparece como el cap. 20), comenta las palabras de Job XLI, 1; y en su Homilia 9 in Ezechielem.
32. San Anselmo en su Dialogus de libero arbitrio y en su Tractatus de concordia praescientiae et praedestinationis nec non gratiae cum libero arbitrio, demuestra por extenso la libertad de nuestro arbitrio y que ninguna tentación puede inferirle necesidad alguna de consentir en algo a lo que se opone la recta razón. También defiende la libertad de arbitrio, cuando comenta las palabras de Mateo, VI, 10: que se haga tu voluntad; de Juan, IV, 46: había cierto reyezuelo; de Romanos, VI, 20: como erais siervos del pecado; de I Corintios, XV, 10: por gracia de Dios soy lo que soy; de Efesios, II, 10: creados en Jesucristo y en las buenas obras; de Efesios, VI, 10: por lo demás, hermanos, fortaleceos; y de II Timoteo, II, 19: apártese de la iniquidad &c.
33. San Bernardo defiende esta misma libertad de arbitrio en su Tractatus de gratia et libero arbitrio. Aquí, entre otras cosas, dice: «El creador singularizó a la criatura racional con esta prerrogativa de dignidad, para que, del mismo modo que Él obra con pleno derecho, así también, en cierta manera, la criatura racional pueda obrar sus actos con pleno derecho, en la medida en que solamente por propia voluntad se vuelve malvada y recibe castigo con justicia, o bien permanece bondadosa y con justicia alcanza la salvación, pero no porque su propia voluntad le baste para alcanzarla, sino porque, sin su voluntad, no podría alcanzarla de ninguna manera. Ciertamente, nadie alcanza la salvación sin desearlo. Pues lo que leemos en el Evangelio: nadie viene a mí, salvo que mi Padre me lo traiga; es lo mismo que leemos en otro pasaje: obliga a entrar; y nada lo impide. En efecto, sean cuantos sean todos aquellos a los que el benigno Padre ─que quiere que todos los hombres se salven─ parece obligar o traer a la salvación, no obstante, sólo considera dignos de salvación a aquellos de los que sabe que la desean por propia voluntad. Sin duda, cuando atemoriza y golpea, lo que pretende es que deseen salvarse por propia voluntad y no salvarlos de manera obligada; así pues, cuando cambia la voluntad del malvado para que haga el bien, modifica su libertad, pero no la suprime». Un poco después demuestra que no siempre se trae a alguien obligado, pues al ciego se lo trae, pero él también lo quiere; así fue como San Pablo llegó de la mano a Damasco; y la esposa pide: tráeme en pos de ti. Y en su Sermo 81 in Cantica, dice: «La libertad de arbitrio es algo divino que refulge en el alma, como la piedra preciosa en el oro. Gracias a esta libertad el alma posee conocimiento de juicio y la opción de elegir entre el bien y el mal, así como entre la vida y la muerte, pero también entre la luz y las tinieblas; y en caso de que haya más cosas que apelen confrontadamente entre sí a los hábitos del alma, en ella siempre habrá, como un ojo, cierto censor y árbitro que discierna y juzgue entre ellas; y del mismo modo que es árbitro para discernir, también será libre para elegir entre ellas. De ahí que lo denominemos ‘libre arbitrio’, porque puede elegir entre ellas según el arbitrio de la voluntad. Por esta razón, el hombre puede obrar meritoriamente. Pues con razón alabamos o censuramos todo lo bueno o malo que alguien hace, cuando es libre para no hacerlo; del mismo modo que con justicia alabamos no tanto a quien puede hacer el mal y no lo hace, sino a quien puede no hacer el bien y lo hace, así también, obra mal tanto aquel que, pudiendo no hacer el mal, lo hace, como aquel que, pudiendo hacer el bien, no lo hace. En efecto, si no hay libertad, no hay mérito».
Omito a muchos otros Padres, porque si ofreciésemos sus testimonios, el volumen de nuestra obra excedería toda medida.