Concordia do Livre Arbítrio - Parte I 22

Parte I - Sobre as capacidades do livre-arbítrio para praticar o bem

Disputa XXII: En la que explicamos el parecer de San Agustín acerca de la libertad para hacer el bien que perdimos por el pecado del primer padre

1. Por lo que hemos dicho hasta aquí, sobre todo en las disputas 5, 6, 15 y 19, es fácil saber qué quiere dar a entender San Agustín en De spiritu et littera(cap. 3), cuando dice: «El libre arbitrio sólo puede pecar, si desconoce el camino de la verdad. Y cuando comienza a saber qué debe hacer y hacia dónde debe inclinarse, salvo que lo desee y le agrade, no podrá obrar, ni empezar a obrar, ni vivir bien. Para que podamos desearlo, Dios infunde su caridad en nuestro corazones, pero no por medio del libre arbitrio que nace en nosotros, sino a través del Espíritu Santo que se nos ha dado [Romanos, V, 5]». En el Enchiridion(cap. 30) San Agustín dice: «Haciendo un mal uso del libre arbitrio, el hombre lo perdió y también se perdió a mismo».
2. Con estos testimonios San Agustín sólo pretende explicar ─siendo esto evidente por los pasajes que hemos citado y por otros suyos que citaremos─ que, como en virtud únicamente de sus fuerzas naturales el hombre no puede hacer nada para alcanzar la vida eterna ─según hemos explicado en la disputa 7 y en otras─ y, sin embargo, antes de caer en pecado el primer padre ─en virtud de la justicia original, de la gracia que convierte en agraciado y de otros dones sobrenaturales que recibió para mismo y para nosotros─ tuvo una libertad plena en razón de la cual no sólo podía caer en pecado y apartarse de la vida eterna, sino también realizar obras merecedoras de la vida eterna y perseverar en ellas sin caer en pecado durante un espacio de tiempo larguísimo ─según hemos explicado en la disputa 4 y en las siguientes─, por todo ello, cuando cayó en pecado y perdió para mismo y para nosotros los dones sobrenaturales, también perdió la libertad para hacer el bien conducente hacia la vida eterna y proporcionado con ella en orden y grado, hasta que los dones de la gracia que Cristo obtuvo para nosotros nos hicieron de nuevo aptos y, en consecuencia, libres para hacer estas obras. Por tanto, en estos pasajes San Agustín no habla de actos humanos indiferentes ─como plantar viñas o construir casas─, ni de actos morales buenos puramente naturales, porque estos actos no apartan, ni retrasan, ni conducen hacia la felicidad eterna; además, carecen de peso y valor a ojos de Dios. Así pues, en los pasajes citados San Agustín sólo habla de nuestro libre arbitrio una vez que el hombre hubo caído ya en pecado y sólo en relación a lo que conduce hacia la felicidad eterna o a lo que aparta y aleja de ella. Por consiguiente, no quiere negar que, una vez caídos ya en pecado, tengamos libertad de arbitrio para hacer actos naturales e indiferentes o actos buenos moralmente, sino que, por el contrario, en De spiritu et littera y en otros lugares a menudo habla de ellos y enseña que en la potestad de nuestro libre arbitrio está realizarlos, según hemos explicado en las disputas citadas.
3. Por tanto, el sentido del pasaje del De spiritu et littera es el siguiente. Nuestro libre arbitrio, considerado exclusivamente en relación a lo que conduce hacia la vida eterna o a lo que aparta de ella, sólo puede pecar, mientras no conozca el camino hacia la vida eterna a través de la fe; pero la fe sola no basta para hacerse merecedor de la vida eterna, si no se le añade la caridad sobrenatural, que no solemos recibir por los méritos de nuestro libre arbitrio, sino por Dios.
4. Pero en su Enchiridion San Agustín afirma que, cuando el primer padre pecó en el estado de inocencia por hacer un mal uso de su libre arbitrio, perdió el libre arbitrio y también a mismo, pero sólo en relación a la potestad que tenía de obrar los bienes conducentes hacia la vida eterna.
En efecto, hablando del género humano caído a causa del pecado, San Agustín dice: «¿Acaso puede repararse por los méritos de sus obras? De ningún modo. ¿Qué buena obra puede hacer alguien que está perdido, salvo cuando se libere de su perdición? ¿Acaso la hace por el libre arbitrio de su voluntad? De ningún modo. Pues por hacer un mal uso de su libre arbitrio, el hombre lo perdió y también se perdió a mismo. En efecto, del mismo modo que aquel que se da muerte en esta vida, así también, cuando el hombre peca en virtud de su libre arbitrio, pierde el libre arbitrio y se pierde a mismo tras ser vencido por el pecado. Ciertamente, cuando alguien es derrotado por otro, se convierte en su siervo. Sin duda, este parecer de San Pedro es muy atinado; y como es cierto, pregunto: ¿qué libertad puede poseer el que ha sido esclavizado? Pues sirve con generosidad quien realiza de buena gana la voluntad de su Señor; por ello, es libre de pecar aquel que es siervo del pecado. De ahí que no sea libre para obrar con justicia, salvo que, liberado del pecado, comience a servir a la justicia. Esta es la libertad que se tiene con la alegría de lo hecho correctamente, siendo al mismo tiempo una servidumbre piadosa a causa de la obediencia del precepto. Pero ¿cómo podrá recibir esta libertad un hombre que ha sido vendido y esclavizado, salvo que lo redima aquel que dijo: Si os libera el Hijo, en verdad seréis libres? Y antes de que esto suceda, ¿cómo puede vanagloriarse de su libre arbitrio en la buena obra aquel que todavía no es libre para obrar el bien, salvo que se engría henchido de inane soberbia, que San Pablo reprime, cuando dice: En virtud de la gracia, habéis sido salvados a través de la fe?».
Por todo ello, es evidente que la libertad que, según San Agustín, el primer padre perdió ─por haber pecado─ tanto para él, como para nosotros, no es la libertad que poseemos de manera innata para realizar obras puramente naturales, sino que es la libertad que el primer padre ─en virtud de la asistencia que los dones sobrenaturales proporcionaban a su libre arbitrio─ tenía para realizar, por encima de su naturaleza y con una libertad total, las obras meritorias de la vida eterna. Por consiguiente, según San Agustín, perdió esta libertad tanto para él, como para nosotros, por haber pecado; además, no la pudo recuperar con sus propias fuerzas, sino que, gracias a los méritos de Cristo, se nos restituyó bajo la forma de la gracia y de los dones sobrenaturales que recibimos a través de Cristo.
5. Por ello, en Contra duas epistolas Pelagianorum (lib.1, cap. 2), dice: «¿Quién de nosotros dirá que el género humano perdió el libre arbitrio por el pecado del primer padre? Ciertamente, la libertad desaparece por el pecado; ahora bien, hablamos de la libertad que el hombre tuvo en el paraíso, a la que acompañaban la inmortalidad y una justicia plena. Por esta razón, la naturaleza humana necesita de la gracia divina, como dice el Señor: Si el Hijo os libera, entonces en verdad seréis libres; a saber, libres para vivir bien y con justicia»; un poco más adelante añade: «Así pues, como los hombres sólo viven bien tras hacerse hijos de Dios, ¿cómo puede ser que éste (a saber, Juliano, con quien disputa) pretenda atribuir la potestad de vivir bien al libre arbitrio, cuando sólo tenemos esta potestad por la gracia de Dios a través de Jesucristo Nuestro Señor?».
En el lib. 2, cap. 5, afirma: «No decimos que el libre arbitrio haya desaparecido de la naturaleza de los hombres por el pecado de Adán; sólo decimos que sirve para pecar, pero no para vivir bien y de manera piadosa, salvo que la gracia de Dios libere la voluntad del hombre y la ayude en toda buena acción, de obra, palabra y pensamiento».
6. En su Expositio epistolae ad Galatas (hacia la mitad de su explicación del cap. 5), San Agustín comenta: «Cuando dice: Pues la carne tiene apetencias contrarias al espíritu, y el espíritu contrarias a la carne, siendo antagónicos entre sí, de manera que no hacéis lo que os gustaría; suele pensarse que aquí San Pablo está negando que tengamos libre arbitrio de voluntad. Pero no se entiende que el Apóstol está diciendo que esto sucede, si rechazamos la gracia recibida de la fe, siendo esta gracia lo único con lo que podemos progresar en el espíritu y rechazar la concupiscencia de la carne. Por tanto, si rechazamos la gracia, no podremos hacer lo que queremos. Pues querremos obrar las obras de la justicia que están en la ley, pero la concupiscencia de la carne nos vencerá; así pues, en cuanto sigamos el dictado de la carne, abandonaremos la gracia de la fe. De ahí que San Pablo les escriba a los romanos: el gobierno de la carne conduce al odio de Dios, pues ésta no se somete a la ley de Dios, ni tampoco puede. En efecto, como la caridad cumple la ley, pero el gobierno de la carne se opone a la caridad espiritual al perseguir bienes temporales, ¿de qué modo podrá someterse a la ley de Dios?».
7. El autor del Hypognosticon (lib. 3) dice lo siguiente: «Creemos y predicamos sin dudar y con fe firme que los hombres poseen libre arbitrio. Pero debemos hablar un poco sobre la razón por la que lo llamamos así. Pienso que el nombre ‘arbitrio’ deriva de arbitrar de modo racional o discerniendo las cosas a elegir o rechazar; también hablamos de ‘libre arbitrio’, porque en su potestad está la posibilidad de hacer lo que quiera con movimientos del alma vital y de la racional. Esta fue la naturaleza del primer hombre, cuando todavía permanecía ileso antes de caer en pecado. Pues al único daño que recibió pudo haberse resistido, para no faltar a quien le aconsejaba. Así pues, por querer el mal, perdió ─y con razón─ la capacidad de obrar el bien aquel que pudo vencer su deseo del mal gracias a su capacidad para obrar el bien». Un poco más adelante dice: «Por tanto, a causa del pecado el libre arbitrio del hombre perdió la posibilidad de hacer el bien; sin embargo, no desapareció su nombre, ni su naturaleza. Así afirmamos lo siguiente: todos los hombres poseen libre arbitrio con juicio de razón, pero no porque con él y sin Dios podamos empezar, ni terminar con seguridad, todo aquello que se dirige hacia Él como fin, sino tan sólo porque nos sirve para las obras de la vida presente, tanto buenas, como malas. Llamo ‘bienes’ a aquellos que proceden de un bien natural, como querer trabajar en el campo, querer comer y beber, &c. Llamo ‘males’ a los siguientes: querer adorar ídolos, querer matar &c. Estas son obras del diablo, que Cristo, cuando llegó al mundo nacido de una virgen, suprimió del libre arbitrio de los creyentes con su gracia gratuita, preparando en ellos una voluntad idónea para creer y a través de la cual pudieran cumplir tanto la voluntad justa del Padre, como la suya y la del Espíritu Santo». Un poco más adelante dice: «Por tanto, una vez que el libre arbitrio se ha corrompido, todo el hombre también lo está, de tal modo que, sin la ayuda de la gracia, no puede empezar, ni terminar, nada que agrade a Dios. Pero hay una medicina que le previene, a saber, la gracia de Cristo, para que sane, para que su ser corrupto se cure y para que su voluntad, que siempre está necesitada de ayuda, se prepare ─gracias a la iluminación de la gracia del Salvador─, para poder conocer a Dios y vivir según su voluntad». Un poco más adelante dice: «Por tanto, mientras en su libre arbitrio viciado aún cojea su voluntad, el hombre no se adelanta a Dios para conocerlo y quererlo como si fuese a recibir la gracia por sus méritos; por el contrario, como ya he dicho, con su gracia misericordiosa Dios precede a la voluntad del libre arbitrio del hombre ignorante y que todavía no lo sigue, para hacer que este hombre lo conozca y lo quiera &c.»; y un poco más adelante: «Cayó en manos de ladrones, es decir, del diablo y de sus ángeles. Pues por la desobediencia del primer hombre, el diablo expolió e hirió al género humano en el ornamento de sus costumbres y en el bien perdido de la posibilidad del libre arbitrio. Pero, ¿cómo puede ser esto? ¿Se marcharon dejándolo medio vivo? Leemos que estaba medio vivo, porque tenía movimiento vital; es decir, tenía el libre arbitrio dañado y, por ello, no le bastaba para volver a la vida eterna que había perdido; por esta razón, se dice que estaba medio vivo. Por tanto, el género humano yacía herido en el mundo. Pero, responded, ¿por qué habría de yacer, si por mismo podía levantarse o sanar sin necesidad de ayuda alguna? Yacía herido, porque sus fuerzas naturales no le bastaban para buscar el médico que lo sanase, es decir, Dios». Luego explica por extenso que los méritos de Cristo, su gracia, su asistencia y el cuidado de la Iglesia ayudan al hombre a sanar y a alcanzar la vida eterna, cooperando él simultáneamente a través de su libre arbitrio. De ahí que, tras otras muchas cosas, diga: «Prevenido por la misericordia de Dios, él mismo obra y se basta para obrar con su libre arbitrio… Así pues, hay libre arbitrio; y quienquiera que lo niegue, no es católico; pero lo es todo aquel que mantenga lo siguiente: sin Dios el libre arbitrio no puede empezar ni terminar la buena obra, es decir, la obra dirigida a su santo propósito. Pues ¿a quién se dice en Salmos, sino a quienes poseen libre arbitrio: Venid, hijos, escuchadme y os enseñará el temor de Dios?»; y un poco más adelante: «¿Cómo podría retribuírsele a cada uno en función de sus obras el día del juicio, si careciese de libre arbitrio? Así pues, en toda obra santa la voluntad de Dios antecede y la voluntad del libre arbitrio viene después; es decir, Dios obra y el libre arbitrio coopera»; y más adelante: «Que nadie sea perezoso y remiso en servir a Dios, ni confíe en la gracia como si Dios no exigiese las obras de su libre arbitrio, al que sanó y preparó con la muerte de su Hijo; más aún, que se aparte del mal y haga el bien, que esté atento, indague, busque e intente vencer al mundo y agradar a Dios de tal modo que, mientras deambula por el piélago del mundo, no desate, confiando en su libre arbitrio, el ancla de la gracia que lleva atada a la cerviz, porque, tanto para evitar la soberbia en la prosperidad, como para no hundirse en la tempestad de la tentaciones, con su gobernalle podrá permanecer seguro hasta llegar al puerto del paraíso. Y una vez complete fielmente su curso, deberá decir con San Pablo: He competido en la noble competición, he llegado a la meta en la carrera, he conservado la fe»; y más adelante: «Así, ni la gracia sin el libre arbitrio, ni el libre arbitrio sin la gracia, hacen que la vida del hombre sea beata»; y más adelante: «El libre arbitrio alcanza un buen mérito, cuando en nada resiste a la gracia de Dios que obra en él los bienes y cuando ofrece su oído y su corazón a Dios en el momento en que Él habla dentro, es decir, en el interior del hombre y no fuera a través de los males que agitan el mundo».
8. Así pues, hay dos cosas necesarias para tener la libertad de hacer algo: primera, poder hacerlo; segunda, tener al mismo tiempo la potestad de no hacerlo. Por consiguiente, en virtud de los dones sobrenaturales o de los auxilios, el libre arbitrio humano tiene la capacidad de poder hacer aquello que supera la facultad de la naturaleza humana; sin embargo, en razón de su libertad innata, puede abstenerse de esta operación. En consecuencia, no debemos negar que, en razón de los dones sobrenaturales, el primer padre consiguiera la libertad para hacer algo que superaba sus fuerzas naturales; pero perdió esta libertad a causa del pecado, hasta el momento en que Cristo nos restituyó los dones gratuitos y los auxilios. Esto intentan enseñar tanto San Agustín ─oponiéndose a los pelagianos─ como el Concilio de Orange II (cap. 13).
9. Por tanto, con razón dice lo mismo San Agustín en De spiritu et littera(cap. 30): «¿Suprimimos el libre arbitrio con la gracia? De ningún modo; por el contrario, lo fortalecemos. Pues del mismo modo que la fe no elimina la ley, tampoco la gracia elimina el libre arbitrio, sino que lo fortalece. Ciertamente, la ley sólo se cumple por medio del libre arbitrio. Pero hay conocimiento del pecado por la ley y hay consecución de la gracia contra el pecado por la fe. Por la gracia el alma se cura del vicio del pecado y por la salud del alma hay libertad de arbitrio. Por el libre arbitrio hay dilección de la justicia y por la dilección de la justicia obra la ley (entiéndase, como es necesario para alcanzar la salvación). En consecuencia, del mismo modo que la fe no suprime, sino que fortalece la ley ─porque la fe logra la gracia por la que se cumple la ley─, tampoco la gracia suprime el libre arbitrio, sino que lo fortalece, porque la gracia cura la voluntad por la que amamos la justicia libremente». Todo esto lo demuestra en el lugar citado y de la mejor manera recurriendo a las Sagradas Escrituras.
10. Por todo ello, es fácil entender que, a primera vista, parece que las palabras de San Agustín derogan la libertad de arbitrio, cuando intenta conceder a la gracia su lugar según lo que leemos en las Sagradas Escrituras.
11. Hasta aquí hemos hablado de las fuerzas de nuestro arbitrio para realizar obras naturales y sobrenaturales, como base y fundamento de todo lo que digamos en adelante en esta obra. Para explicar este punto hemos tenido que conciliar la libertad de arbitrio con la gracia divina.
Ahora demostraremos que el arbitrio y su libertad se pueden conciliar y hacer concordar tanto con el concurso general de Dios, como con cada uno de los auxilios e impulsos de la gracia divina; así llegaremos al final de la «Primera parte» de nuestra Concordia.