Concordia do Livre Arbítrio - Parte I 19

Parte I - Sobre as capacidades do livre-arbítrio para praticar o bem

Disputa XIX: Sobre las fuerzas del libre arbitrio, sólo con el concurso general, para no sucumbir en cualquier momento a las fuertes tentaciones y para superar cada una de las restantes dificultades puramente naturales

No sólo lo que hemos dicho en las tres disputas anteriores, sino también en las disputas 5, 14 y en otras, demanda un examen de la dificultad propuesta. Hemos decidido discutir aquí esta cuestión porque, para que se entienda mejor, es necesario comparar las fuerzas del libre arbitrio en cualquier momento del tiempo con esas mismas fuerzas del libre arbitrio para cumplir toda la ley y sus partes en el decurso del tiempo, esto es, para perseverar en el bien natural. A fin de que esta disputa sea más clara y dilucidadora, la vamos a dividir en varios miembros.

Miembro I: En el que explicamos dónde radica la dificultad y ofrecemos el primer parecer sobre la misma

1. En las tres disputas anteriores hemos demostrado que, sólo con el concurso general de Dios, nuestro libre arbitrio carece de fuerzas para vencer las tentaciones y dificultades que es preciso vencer no sólo con objeto de cumplir durante un largo espacio de tiempo toda la ley natural, sino también cualquier parte de la misma que suponga una gran dificultad.
Lo que aquí disputamos es si acaso, mientras aún hay juicio de razón, el arbitrio posee en cualquier momento, sólo con el concurso general de Dios, libertad para no caer en cualquier gran tentación y para superar cualquier gran dificultad que sea preciso vencer para cumplir en ese único instante la ley natural ─aunque por esta causa sea preciso morir─, siendo así que, si cae, pecará porque, en ausencia de cualquier otro auxilio mayor, en su potestad estará, aunque no sin gran dificultad, no transgredir en ese momento la ley; o bien el arbitrio carece de libertad en esta circunstancia y, en consecuencia, aunque transgreda la ley deliberadamente y a sabiendas, no pecará, porque en su potestad no estará en ese momento no transgredirla. Como dice San Agustín (Retractationes, lib. 1, cap. 9) el mal que no puede evitarse, no es pecado; pero el mal que puede evitarse, es pecado; y en De duabus animabus (cap. 12) San Agustín dice: «Acusar a cualquiera de pecar por no hacer lo que no puede hacer, es sumamente injusto e insensato».
2. A favor de una respuesta negativa a esta cuestión ─a saber, en tal circunstancia el arbitrio carece de libertad─, alguien podrá aducir a Gregorio de Rímini (Lectura in libros 1 et 2 sententiarum, 1, dist. 1, q. 2, art. 2, respuesta a la prueba tercera contra la segunda conclusión; así lo citan Cayetano y otros, en sus comentarios a la Summa Theologica, 1. 2, q. 10, a. 3), porque en este pasaje Gregorio de Rímini dice lo siguiente: «A la tercera prueba digo, en primer lugar, que la voluntad no realiza voluntariamente todo acto de querer ─es decir, libremente con libertad de contradicción─, porque no realiza el acto de nolición que se sigue tras experimentar sensitivamente la intensidad de algún objeto lesivo. De ahí que yo no piense que pueda suceder que alguien, salvo que medie un milagro, se queme con fuego y no se duela y, por consiguiente, no lo rechace, ni se aparte de él con dolor, aunque quizás podría no rechazarlo con nolición deliberada y no apartarse con este sentimiento de dolor». Sin embargo, como decíamos sobre el artículo citado de Santo Tomás, considerada correctamente esta cuestión, Gregorio de Rímini no se opone al parecer de Santo Tomás en el artículo mencionado, que explicaremos en el próximo miembro. Pues el Ariminense piensa que la aflicción de la voluntad es un acto de nolición y que la alegría o el goce es un acto de volición, a pesar de que, no obstante, sólo sean afectos y movimientos de la voluntad resultantes del conocimiento de un objeto nocivo presente o inminente o de un objeto beneficioso que se presenta o se espera. Por tanto, entendiendo bajo el nombre de «nolición» una aflicción, Gregorio de Rímini afirma creer que, salvo que intervenga un milagro, no puede suceder que alguien se queme con fuego y no se duela y, por consiguiente, no lo rechace, ni le acompañe un sentimiento de aversión al quemarse, dando a entender bajo el nombre de «nolición» y «aversión» a la propia aflicción. Pero inmediatamente añade que este hombre es libre para decidir la nolición de su combustión, tomando el nombre de «nolición» del mismo modo que otros Doctores suelen hacerlo; por consiguiente, en su potestad estaría realizar o no este acto. Aunque la aflicción, según San Agustín, deba incluirse entre aquellas cosas que nos suceden sin que nosotros queramos ─de ahí que, si hay libertad para decidir o no la nolición de la combustión, entonces de aquí también parece seguirse que el acto de aflicción posterior a la nolición es libre─, sin embargo, como correctamente manifiesta Duns Escoto (In 3, dist. 15, q. única, art. 1), para que la voluntad sufra aflicción, no es necesaria una nolición absoluta, sino que basta un rechazo o una voluntad condicionada en virtud de la cual aquel que se aflige no quiera sufrir aquello que le aflige, salvo que tenga la voluntad de alcanzar la beatitud o cualquier otro fin que se proponga como necesario; del mismo modo, es evidente que aunque aquel que arroja sus mercancías al mar, quiere arrojarlas con voluntad absoluta, sin embargo, se aflige por ello en la medida de su nolición, salvo que esta acción sea necesaria para seguir viviendo. Más aún, para que la voluntad se aflija, basta la aprehensión de la presencia de un objeto perjudicial en mismo, aunque bajo otra consideración pueda juzgarse beneficioso y la voluntad lo busque con volición absoluta.
3. Con mayor probabilidad podemos aducir como defensor de este parecer a Andrés de Vega, porque en su Opusculum de justificatione, gratia et merito(q. 12 y siguientes) afirma que las fuerzas del libre arbitrio en el estado de naturaleza corrupta no pueden superar, sólo con el concurso general de Dios, las tentaciones difíciles, ni realizar cualquier otra obra moralmente buena que suponga una dificultad; presenta los siguientes ejemplos: tomar los votos, soportar una abstinencia de alimentos prolongada, dar mucha limosna o cualquier otra cosa parecida de hacer o incluso más difícil. Según Vega, con el concurso general de Dios, las fuerzas del libre arbitrio sólo pueden superar tentaciones y realizar acciones que impliquen muy poca o ninguna dificultad, como comer, beber, dormir, orar, hacer obras serviles, cumplir con el débito conyugal, vestirse decentemente y otras semejantes. Pero ante la duda de si acaso el arbitrio, cuando se le presenta alguna tentación peligrosa o una observancia difícil de algún precepto que obliga bajo pecado mortal y Dios sólo le aporta su concurso general, pecaría al transgredir el precepto y caer en la tentación, en una cuestión posterior Vega parece defender una respuesta negativa en virtud de la impotencia para cumplir el precepto en ese momento, aunque el entendimiento poseyese suficiente conocimiento; es decir, no por ignorancia sería no culposa esta transgresión.
4. Bartolomé de Medina parece adherirse abiertamente al mismo parecer, cuando afirma ─en el lugar que hemos citado en la disputa 14─ que aunque al pecador no se le presenten ninguna tentación, ni ninguna ocasión de pecar, sólo con el concurso general de Dios no puede realizar el acto absoluto de dilección natural de Dios sobre todas las cosas, ni el propósito absoluto de no transgredir los preceptos de la ley natural que obliga bajo pecado mortal, aunque pueda albergar cierto deseo. Pero, sobre todo, se adhiere a este parecer en su Expositio in primam secundae (q. 10, art. 3), en la que se aparta de la doctrina de Santo Tomás ─según la cual, por mucho que aumente la pasión, mientras no elimine el juicio de la razón, no puede obligar a la voluntad a consentir─, salvo que se añada que la tentación es vehemente y que al libre arbitrio sólo le acompaña el concurso general de Dios; pues Vega piensa que en ese momento la voluntad se ve sometida a una necesidad y, en consecuencia, habría que decir que no peca, aunque ofrezca su consentimiento.
5. De los autores que he leído hasta el momento no recuerdo a otro que haya sostenido esto mismo. Por ello, me resulta sobremanera sorprendente que Andrés de Vega no sólo afirme que este parecer es común en las escuelas, sino que también cite al Maestro de las Sentencias, a Santo Tomás, a Durando, a Escoto y a Gabriel Biel, aunque en los pasajes que cita de ellos no afirman nada semejante y además es muy sabido que Santo Tomás defiende lo contrario, como dejaremos bien claro en el miembro siguiente; en cuanto a Durando, Escoto y Gabriel Biel, se inclinan hacia el parecer opuesto hasta tal punto que parecen seguir la propia herejía pelagiana, aunque en razón del tiempo en que vivieron no podemos culparles de nada, cuando afirman ─según leemos en sus comentarios In sententiarum libros, 2, dist. 28, citados por Vega─ que el hombre en estado de naturaleza caída, en virtud de sus fuerzas naturales y sin un auxilio de la gracia, puede cumplir todos los preceptos y abstenerse no sólo de cada uno de los pecados mortales, sino también de todos ellos durante un largo espacio de tiempo, aunque con gran dificultad.

Miembro II: En el que presentamos el segundo parecer sobre esta cuestión

1. En primer lugar, Santo Tomás (Summa Theologica, 1. 2, q. 10, art. 2 y 3) y Cayetano en sus comentarios a estos pasajes de la Summa Theologica, defienden abiertamente y sin ambages una respuesta afirmativa a la cuestión propuesta, a saber, una vez aparecidas cualquier grave tentación y dificultad que inciten e inclinen a la voluntad humana a transgredir un precepto, el hombre en estado de naturaleza caída ─sólo con el concurso general de Dios y mientras siga en uso del juicio de la razón─ posee libertad para no transgredir este precepto en cualquier momento del tiempo; en consecuencia, si lo transgrede, peca. Pues cuando Santo Tomás disputa en esta cuestión (art. 2) sobre la voluntad considerada únicamente en posesión de sus fuerzas naturales ─junto con el concurso general de Dios y sin otro auxilio─, enseña que ningún objeto puede imprimir en ella una necesidad en cuanto al ejercicio de su acto, sino que siempre permanece libre para realizarlo o no. Pero habla de la voluntad como se da en esta vida, porque se refiere a ella considerada desde el punto de vista de sus fuerzas naturales. Ahora bien, en el artículo tercero enseña que ninguna pasión en absoluto ─por ello, tampoco el temor de una muerte inminente─ puede imprimir en ella una necesidad, mientras el juicio de la razón no desaparezca del todo en el hombre, porque, en cuanto objeto, la pasión mueve o atrae a la voluntad por medio del conocimiento que el entendimiento tiene de ella y del objeto que la ha incitado; en efecto, a la voluntad no la puede mover de manera inmediata nada corpóreo, porque sólo se mueve por el conocimiento del entendimiento. Sin embargo, como explica Santo Tomás en el artículo anterior, en esta vida el conocimiento de un objeto no puede imprimir necesidad alguna a la voluntad, mientras el juicio de la razón no resulte entenebrecido por alguna fantasía perturbadora hasta el punto de desaparecer por completo. Pues durante todo el tiempo en que el juicio del entendimiento permanezca libre en cierto sentido, la voluntad también permanecerá en posesión de su libertad innata. De ahí que, en su respuesta al segundo argumento, Santo Tomás diga que aunque a veces la pasión obnubile la razón, no obstante, algo de razón permanece libre; en consecuencia, se puede rechazar totalmente la pasión o, por lo menos, refrenarse para no caer en ella.
2. Cayetano en sus comentarios a la Summa Theologica (1. 2, q. 10, art. 3), entre otras cosas, dice: «Por lo que leemos en el tercer artículo, es fácil ver hasta qué punto es libre el deseo o el rechazo tanto de los objetos deleitosos por el tacto, como de los contrarios a ellos. Pues estas pasiones o bien eliminan totalmente la razón y, en consecuencia, la voluntad, o bien no la eliminan del todo y, en la misma medida, no eliminan totalmente la libertad. Aunque en ese momento, a causa de la disposición del sujeto, la voluntad se incline sobremanera hacia un acto conforme al apetito sensible, sin embargo, puesto que sigue poseyendo libertad, no hace falta un milagro para que no realice este acto, como dice Gregorio de Rímini (In I, dist. 1, q. 2, art. 2)». No creo que, exceptuando a Medina, los demás seguidores de Santo Tomás se adhieran al parecer contrario.
3. El propio Santo Tomás defiende esto mismo (Summa Theologica, 1. 2, q. 109, art. 8 y 9), cuando enseña que el hombre en estado de naturaleza caída puede evitar, en virtud de sus fuerzas naturales, cada uno de los pecados mortales, del mismo modo que puede cumplir cualquier precepto de la ley natural en cualquier circunstancia, aunque, sin embargo, no pueda evitar durante un largo espacio de tiempo todos los pecados mortales. Domingo de Soto (De natura et gratia, 1, cap. 22, concl. 4 y 5) presenta y somete a consideración estas palabras, para demostrar el parecer al que, según decimos, Santo Tomás se adhiere.
4. También San Anselmo, que es gran seguidor de la doctrina de San Agustín, es del mismo parecer sin lugar a dudas, según leemos tanto en De libero arbitrio(caps. 6, 7, 9 y 10), como en De concordia praescientiae, praedestinationis et gratiae cum libero arbitrio (cap. 1). Aquí San Anselmo enseña que, mientras el juicio de la razón no desaparezca, ninguna pasión, por muy fuerte que sea, ni ninguna dificultad, pueden eliminar la libertad de la voluntad para no consentir; tampoco pueden producir en ella una necesidad que le haga pecar en cualquier momento en que se muestre conforme con la transgresión del precepto. Cuando presenta el ejemplo del hombre amenazado por la muerte, salvo que decida mentir, San Anselmo enseña que la incapacidad de resistir a la tentación ─que tanto más experimentamos en nosotros cuanto más grave es la tentación─ no es otra cosa que la dificultad de perseverar en la rectitud; pero por mucho que aumente esta dificultad, no suprime la potestad de perseverar en la rectitud que posee la voluntad, que siempre permanece libre para no sucumbir, si así lo quiere. No qué puede decirse más claramente y de modo más acorde con la siguiente afirmación, que es común entre los Teólogos: Por debajo de la visión perspicua de Dios a causa de su infinitud como objeto, nada en absoluto puede producir en la voluntad una necesidad en cuando al ejercicio de su acto.
5. Además de Durando, Escoto y Gabriel Biel ─de los que, como hemos dicho en el miembro anterior, nadie podrá negar que se adhieran a este parecer, sobre todo cuando Escoto (In I, dist. 1, q. 4; In IV, dist. 49, q. 6) afirma que ni siquiera la visión perspicua de Dios puede producir en la voluntad una necesidad en cuanto al ejercicio de su acto─, del mismo parecer es Domingo de Soto, cuando afirma (De natura et gratia, 1, cap. 22, concl. 2) que, aunque el hombre en estado de naturaleza caída pueda cumplir substancialmente cualquier género de precepto, no obstante, no puede cumplir todos, es decir, no puede mantenerse erguido mucho tiempo sin caer, salvo que Dios le proporcione su auxilio especial; al final del capítulo citado (corol. 2 y 3), Soto dice que el varón justo no realiza ninguna acción singular a la que no se asemeje substancialmente la que puede realizar alguien que no está en gracia. Según lo que dice antes y después de esto, es evidente que sus palabras deben entenderse referidas al hombre en posesión tan sólo de sus fuerzas naturales y sin la ayuda especial de Dios. Luego añade que un hombre infiel y ganado por la herejía experimenta en mismo un amor de Dios que, conforme a la substancia de este acto, es exactamente igual que el amor que experimenta un católico; asimismo, puede encarar la muerte en pro de su religión ─aun siendo falsa─ con el mismo fervor e impulso que mueven a un católico. De aquí colige que en esta vida nadie puede estar seguro de estar en gracia sin un privilegio especial. En las conclusiones 4 y 5, al igual que Santo Tomás (Summa Theologica, 1. 2, q. 109, art. 8 y 9), sostiene que, en el estado de naturaleza caída, el hombre puede evitar, en virtud de sus fuerzas naturales, cada uno de los pecados mortales, del mismo modo que puede cumplir cualquier precepto en cualquier circunstancia, aunque no los pueda cumplir todos durante un largo espacio de tiempo.
6. Del mismo parecer es Ruardo Tapper; pues en su De libero arbitrio(fol. 316) sostiene lo siguiente: «Hay cosas que, por su propia naturaleza, superan la facultad del libre arbitrio, porque son de orden sobrenatural, como la conversión del impío, creer, tener esperanzas y amar como es necesario para alcanzar la salvación; el libre arbitrio no puede hacer todo esto, ni colectiva, ni singularmente, sin la ayuda especial de Dios. Por esta razón, si Dios mandase algo de esto y, sin embargo, no proporcionase su auxilio, el hombre no pecaría por no cumplir estos preceptos, porque nadie peca por no hacer aquello que de ningún modo puede hacer. Pero hay otras cosas que, por su género y naturaleza, no superan a las fuerzas del libre arbitrio ─aunque éste sea débil y carezca de vigor para realizarlas─, como son todas aquellas que se rigen puramente por derecho natural; en virtud de sus fuerzas, el libre arbitrio puede realizar cada una de ellas, porque ninguna pasión, ni temor alguno a la muerte, pueden producir en nuestra voluntad una necesidad tal que en nuestra potestad no esté quererlas o rechazarlas, mientras el juicio de la mente permanece libre y no desaparece. Por este motivo, la necesidad de pecar debida a nuestra debilidad, implica una inevitabilidad con respecto a todo lo que se nos preceptúa tomado colectivamente, aunque no respecto a cada uno de los preceptos».
7. Ruardo cita a San Agustín como defensor del mismo parecer en q. 24 super Numeros y en De spiritu et littera (cap. 31). En estos pasajes se adhiere a este parecer, pero mucho más en los siguientes. Así, en De praedestinatione et gratia(cap. 9), el autor de este libro dice: «El libre arbitrio que Dios nos ha concedido tiene una inclinación a deslizarse hacia la malicia; y como no puede hacer nada que lleve el sello de la virtud sin el auxilio de Dios, su inclinación hacia todo género de pecado resiste gracias al sostén de la virtud». Con estas palabras enseña abiertamente que, abandonado a sus fuerzas, el libre arbitrio puede caer en todo género de pecado de tal modo que en verdad peque con consentimiento ─siendo esto algo que niegan los defensores del parecer contrario─, cuando una tentación o dificultad graves se le presentan a la hora de cumplir el precepto. En De civitate Dei (lib. 21) dice: «Si hay una ley que ordena, pero falta el espíritu que ayuda, en cuanto crece y domina el deseo por la propia prohibición del pecado, se cae en prevaricación». Cuando San Agustín habla de una pasión que crece y domina, está afirmando que el libre arbitrio, abandonado a sus fuerzas, cae en pecado de modo verdaderamente culposo ─siendo esto algo que niegan los defensores del parecer contrario─, cuando la pasión es fuerte o moderadamente difícil de vencer. En Contra duas epistolas Pelagii (cap. 5) San Agustín dice: «No decimos que, por culpa del pecado de Adán, el libre arbitrio haya desaparecido de la naturaleza de los hombres, porque los hombres sometidos al diablo pueden pecar con él; ahora bien, el libre arbitrio no basta para vivir bien y de modo piadoso, salvo que la gracia de Dios libere a la propia voluntad del hombre y la ayude en toda buena acción, palabra y pensamiento». He aquí que, para que una acción mala pueda imputársele como culposa y verdaderamente pecaminosa a un hombre en estado de naturaleza caída, San Agustín no exige ningún auxilio particular de Dios, sino que considera suficiente el concurso general con el que este hombre pueda realizar esta acción tanto más fácilmente y con mayor presteza cuanto mayores sean la pasión y la tentación que le inclinan e incitan hacia ella; pero para vivir con honestidad y piadosamente y, por ello, vivir para la vida eterna, según San Agustín, este hombre necesita de la gracia de Dios.
8. Quizás alguien pueda persuadirse de que San Agustín defiende el parecer contrario, porque en Hypognosticon (lib. 3, cap. 4) el autor de este libro dice: «Declaramos que todos los hombres poseen libre arbitrio junto con un juicio de la razón, no porque con el libre arbitrio podamos comenzar o terminar sin Dios todo aquello que se dirige hacia Él como fin, sino porque tan sólo podemos hacer uso de nuestro libre arbitrio en las obras de la vida presente, tanto buenas, como malas. Cuando hablo de buenas obras me refiero a las que nacen de un bien natural, como querer trabajar en el campo, querer comer y beber, querer tener amigos, querer tener ropa, querer fabricar una casa, querer casarse con una mujer, alimentar a los animales, aprender el arte de las diversas cosas buenas; en suma, querer cualquier bien que tenga como fin la vida presente; pero ninguna de todas estas cosas puede durar sin el gobierno divino; más aún, existen y reciben su existencia de Dios y a través de Él. Cuando hablo de malas obras me refiero a cosas como querer adorar ídolos, querer matar, &c.». He aquí que, entre las obras buenas que el libre arbitrio solo puede realizar, San Agustín únicamente incluye ─como alguien dirá─ aquellas que no suponen ninguna o casi ninguna dificultad.
9. Sin embargo, este testimonio no basta para afirmar tal cosa. En primer lugar, porque, según lo que acabamos de decir y lo que hemos afirmado en las disputas quinta y sexta, es evidente que San Agustín enseña lo contrario. En segundo lugar, porque el autor del Hypognosticon, en el capítulo citado, había dicho anteriormente que, a causa del pecado, el primer padre perdió la libertad para hacer el bien; así leemos lo siguiente: «Quien pudo no querer el mal gracias a su capacidad para hacer el bien, por querer el mal perdió con justicia la capacidad para hacer el bien… Por tanto, a causa del pecado, el libre arbitrio del hombre perdió su capacidad para hacer el bien, aunque no su nombre, ni su concepto (a saber, del libre arbitrio)». A continuación se añaden las palabras del pasaje que hemos citado. Pero ─según hemos dicho en las disputas 6 y 15 y según explicaremos por extenso en la disputa 22─ cuando San Agustín habla del bien que el libre arbitrio ha perdido la posibilidad de hacer a causa del pecado y que sólo Cristo renueva, no se está refiriendo al bien moral puramente natural considerado en mismo ─ya sea fácil, ya sea difícil─, sino que, como teólogo y al modo de las Sagradas Escrituras, se está refiriendo al bien sobrenatural que conduce a un fin sobrenatural y que, por ello, se ajusta a este fin en orden y grado. Este es el bien que se dirige a Dios como fin, según leemos en el pasaje citado; aquí también se nos enseña que nuestro libre arbitrio no puede empezar, ni terminar este bien, sin Dios. El otro bien recibe este nombre, porque es el bien de las obras de la vida presente, es decir, no trasciende el fin natural del hombre. Aunque en este pasaje se ofrezca el ejemplo de obras buenas fáciles, no por ello se está negando la posibilidad de hacer otras obras puramente naturales más difíciles, sino que ya estarían incluidas en razón de las siguientes palabras que se añaden tras los ejemplos: «... querer cualquier bien que tenga como fin la vida presente», es decir, que no trascienda un fin natural. Sin duda, del mismo modo que los bienes morales más difíciles, hechos con caridad, nos hacen merecedores de Dios o del fin sobrenatural ─aunque esto no sucede, si se hacen sin caridad─, así también, si los bienes más fáciles de los que se nos habla en el pasaje citado, se hacen con caridad, nos harán merecedores de Dios o del fin sobrenatural; por esta razón, no hay por qué excluir estos bienes antes que los primeros del grupo de bienes que, según leemos en este pasaje, se dirigen hacia Dios como fin. Finalmente, se nos presenta la siguiente disyunción. Cuando se está hablando de un bien dirigido hacia Dios como fin ─que, según se nos enseña, hemos perdido la libertad de realizar a causa del pecado de los primeros padres─, o bien se incluye un bien moral puramente natural, o bien no se incluye este bien, sino tan sólo el bien sobrenatural ajustado a un fin sobrenatural. Si se afirma lo primero, se está de acuerdo con el parecer de Gregorio de Rímini, que ya hemos reprobado en conjunto, a saber, sin el auxilio especial de Dios no puede realizarse ninguna obra moral buena y puramente natural; además, la segunda parte del pasaje ─según la cual, sin caer en pecado y sin el auxilio especial de Dios, podemos querer casarnos con una mujer y comer─ contradiría a la primera; en efecto, si realizáramos estas dos cosas sin cometer pecado, serían obras moralmente buenas de castidad conyugal y de templanza; ahora bien, no podríamos realizarlas sin un auxilio especial de Dios, porque habríamos perdido la libertad para llevarlas a cabo. Pero si afirmamos lo segundo, ya tenemos lo que buscamos, a saber, ningún bien moral y puramente natural ─sea fácil o difícil─ debe incluirse en el grupo de bienes para cuya realización, según se nos enseña en este pasaje, hemos perdido la libertad a causa del pecado de los primeros padres y, en consecuencia, no pueden realizarse sin el auxilio especial de Dios, sino que debe incluirse en el grupo de bienes de la vida presente, es decir, de los bienes que no trascienden el fin natural de la vida presente, de los que se nos habla en la segunda parte del pasaje. A todo esto debe añadirse que no es cosa segura que San Agustín sea el autor de los libros del Hypognosticon. Por esta razón, no hay por qué negar que San Agustín sea del parecer que nosotros le atribuimos.
10. San Jerónimo se adhiere abiertamente a este mismo parecer en sus Dialogi adversus pelagianos, al final del libro tercero, donde, por medio del personaje de Ático, dice a Critóbulo, que haría las veces de Pelagio: «Esto es lo que te había dicho al principio, a saber, en nuestra potestad está pecar o no pecar y extender la mano hacia el bien o hacia el mal, de manera que nuestro libre arbitrio no recibe detrimento; pero esto sólo es posible en función del modo, del momento y de la condición de la fragilidad humana, porque la impecabilidad perpetua sólo corresponde a Dios y al Verbo que se hizo carne y no sufrió pecado alguno, ni daño de la carne. Pero no estaré obligado a hacer algo continuamente, porque durante un breve lapso pueda hacerlo. Puedo ayunar, hacer vigilia, andar, leer, cantar, estar sentado, dormir. Pero ¿acaso he de hacerlo sin interrupción?». Con estas palabras, San Jerónimo enseña claramente que nuestro arbitrio, considerado en mismo, posee libertad para evitar cada uno de los actos pecaminosos y, por esta razón, cuando no los evita, en verdad peca o se hace culpable y también merecedor de un castigo; sólo habría una impotencia para perseverar sin caer en pecado, como bien explica San Anselmo en el pasaje que hemos citado. Considero que el parecer contrario es totalmente ajeno a los antiguos Padres; más aún, todos ellos sostienen que los hombres en estado de naturaleza caída y en posesión tan sólo de sus fuerzas naturales, padecen la misma impotencia para evitar los pecados mortales ─y, en consecuencia, superar las tentaciones y dificultades que es preciso superar para evitar estos pecados─ que la que padecen para evitar los pecados veniales todos los fieles adultos por debajo de Nuestra Señora, a pesar de todos los auxilios que Dios está dispuesto a conferirles y de hecho les confiere. Pero nadie duda de esta impotencia para evitar todos los pecados veniales o para perseverar sin cometer pecado venial; ahora bien, no hay impotencia para evitar cada uno de ellos, aunque Dios decida no conferir mayores auxilios; en consecuencia, cuando cometemos alguno de ellos, pecamos venialmente, porque en la facultad de nuestro arbitrio está evitar cada uno de ellos. Quienes defienden el parecer que hemos expuesto en el miembro anterior, sostienen que, cuando los hombres en estado de naturaleza caída y en posesión tan sólo de sus fuerzas naturales, están sometidos al asedio de tentaciones o dificultades graves, padecen otro tipo de impotencia para evitar también los pecados mortales, porque no pueden evitar ninguno de ellos en singular y, en consecuencia, no pecan cuando transgreden de este modo los preceptos.
11. Así pues, los defensores de este parecer sostienen que no hay ninguna obra moral buena y puramente natural que el hombre en estado de naturaleza caída no pueda realizar sólo con el concurso general de Dios, como afirman expresamente Domingo de Soto y Ruardo Tapper. En efecto, si el parecer de San Anselmo implica lo más difícil ─a saber, morir antes que mentir─, con mayor razón el hombre podrá hacer aquello que implica una dificultad mucho menor; por ello, en ausencia de ocasiones y de tentaciones, podrá hacerse el propósito absoluto de no pecar mortalmente en adelante; hemos dejado para este lugar la discusión de esta cuestión que ya presentamos en la disputa 14.

Miembro III: Qué se puede aducir contra el primer parecer y en pro del segundo

1. En el siguiente miembro presentaremos los argumentos que pueden aducirse en pro del primer parecer y en contra del segundo. Ahora, como demostración del segundo parecer, veremos qué argumentos se aducen contra el primero.
Primer argumento: Puede tomarse de la autoridad de San Agustín, San Jerónimo, San Anselmo y Santo Tomás, que defienden el segundo parecer con tanta claridad como permiten ver las palabras de todos ellos citadas en el miembro anterior.
2. Segundo argumento: Si el primer parecer fuera verdadero, habría que admitir que las causas segundas que levantan pasiones vehementes o producen dificultades notables o las propias pasiones y dificultades, eliminan la libertad innata de la voluntad sin destruir el juicio de la razón de tal modo que, salvo que un auxilio especial protegiese a la voluntad de modo sobrenatural, ésta se vería obligada a obrar por necesidad en el ejercicio de su acto, en contra de la siguiente afirmación, que es común entre los Teólogos: por debajo de la visión perspicua de Dios a causa de su infinitud, nada en absoluto puede producir en la voluntad una necesidad en el ejercicio de su acto.
3. Tercer argumento: Como hemos explicado en la disputa 3, en el estado de naturaleza caída el libre arbitrio tiene las mismas fuerzas que las que tendría, si el hombre fuese creado en un estado puramente natural ─ordenado con vistas a un fin exclusivamente natural─ y Dios decidiese no conferirle ningún auxilio particular; en suma, tiene las mismas fuerzas que las que tendría, si Dios lo crease tal como los filósofos de la naturaleza y la filosofía moral consideran que es creado.
Pero ¿quién puede creer que el hombre, creado en este estado por un artífice sapientísimo, poseería una naturaleza tal que, siempre que se le presentase una ocasión oportuna de placer impuro, de asesinato, de rapiña o de cualquier otro crimen ─en la medida en que lo arrastrarían una pasión vehemente o una gran dificultad para impedir el consentimiento de la voluntad con el crimen─, no podría ni siquiera durante un lapso brevísimo mantenerse protegido por su razón y, por ello, no pecar, impidiendo el consentimiento de su voluntad, cuando lo cierto es que, mientras una perturbación no elimine el juicio de la mente, más bien parece que el crimen propuesto está prohibido por ley natural y es abominable hasta tal punto que a un varón bueno y seguidor de la luz de la razón más le valdría morir que perpetrarlo? Ciertamente, es indigno pensar algo así del creador sapientísimo de todas las cosas.
Guiado por la luz natural, Aristóteles enseña lo contrario en su Ética a Nicómaco (lib. 3, cap. 1), a saber, este hombre, incluso amenazado de muerte, puede refrenarse y obligarse a impedir el consentimiento de su voluntad; por esta razón, pecará, si consiente.
De esto mismo nos persuaden la propia experiencia de nuestro libre arbitrio en circunstancias como las descritas, así como también los ejemplos de muchos infieles que murieron por algún bien honesto y que padecieron otras dificultades gravísimas; ahora bien, no tenemos por qué creer que un auxilio sobrenatural los ayudase a hacer estas cosas.
4. Demostración: Refrenar el consentimiento en cada una de estas circunstancias o elegir, por el contrario, el disentimiento, son en actos puramente naturales y propios del libre arbitrio, porque el hombre ha recibido la facultad de hacer esto no en menor medida que la visión para ver, el oído para oír y el entendimiento para entender. Más aún, para refrenar el consentimiento no es necesario que el libre arbitrio realice el acto para el que necesita del concurso general de Dios e incluso de su auxilio particular, sino que basta con que su comportamiento sea puramente negativo, es decir, que no elija el consentimiento, ni el disentimiento. Por tanto, del mismo modo que, en ausencia del concurso especial de Dios, a ninguna de las demás facultades se le deniega cada uno de sus actos propios, tampoco al libre arbitrio debe denegársele ninguno de los suyos. Quien piense que esto no es así, será quien esté obligado a demostrarlo con argumentos convincentes; de otro modo, ni siquiera habremos de prestarle oídos.
5. Cuarto argumento: Si la voluntad careciese de libertad para impedir el consentimiento con una pasión vehemente que le sale al paso y cayera en ella necesariamente, de aquí se seguiría que, en el hombre en estado de pura desnudez, en posesión de sus fuerzas y sufriendo ─sólo con el concurso general de Dios─ un abandono semejante al de las demás causas naturales, la parte superior no dominaría a la inferior, salvo cuando los impulsos de la parte inferior fuesen leves, sino que, antes bien, la parte inferior dominaría a la superior, produciendo en ella la necesidad de otorgar su consentimiento según el impulso y la pasión de la parte inferior.
Ahora bien, esto no es conforme a la luz natural y a la experiencia, ni a las Sagradas Escrituras; pues éstas, por una parte, enseñan que el apetito superior domina al inferior y, por otra parte, testimonian que en la misma medida que el hombre en estado de pura desnudez está hecho a imagen y semejanza de Dios, así también, está dotado de libre arbitrio y es dueño de sus acciones.
6. Quinto argumento: De la opinión contraria se seguiría que, creado el hombre en el estado de naturaleza del que hemos hablado al exponer el tercer argumento, si no pudiese evitar, en posesión tan sólo del auxilio general, ninguna ocasión de pecar gravemente, ni impedir el consentimiento de su voluntad, entonces no pecaría, a pesar de que, presentándosele las ocasiones de cometer estos delitos, los cometiese todos; en consecuencia, no merecería ser castigado, ni los gobernantes podrían ejecutarlo con justicia, porque un acto no culposo no puede castigarse sin cometer injusticia. ¿Quién puede no reconocer que esto se aparta sobremanera de la razón y de la norma de la luz natural?
7. Sexto argumento: Aunque los defensores del primer parecer consideran que esta tesis realza el valor del misterio de la redención y del don de la gracia de Cristo, lo cierto es que lo devalúa y envilece sobremanera.
Pues su parecer obliga a concluir que si Dios no hubiese decidido ─tras la caída de los primeros padres─ otorgar un redentor al género humano, sino abandonarlo a las fuerzas de su naturaleza ─recibiendo tan sólo su concurso general─, como hace con las demás cosas, entonces ninguna transgresión del precepto ─tanto si obliga bajo pecado venial, como si lo hace bajo pecado mortal─ habría debido considerarse motivo de culpa y de pecado, porque la observancia contraria del precepto habría implicado una dificultad notable ─ya fuese por la vehemencia de la pasión, ya fuese por otra razón─, siendo así que las únicas transgresiones del precepto que habrían debido considerarse motivo de culpa y de pecado, serían aquellas que exigiesen una observancia contraria del precepto muy fácil.
Esto supuesto, ¿quién puede no ver, en primer lugar, que de aquí se seguiría que las culpas futuras del género humano habrían sido mucho menores que las imputables a los hombres tras ser redimidos por Cristo y que incluso, si al género humano le hubiesen sido conferidos, en virtud de los méritos de Cristo, auxilios particulares por la caída de los primeros padres, las transgresiones de los preceptos no habrían debido considerarse motivo de culpa, porque habrían exigido una observancia contraria muy difícil? En segundo lugar, ¿quién puede no ver que de aquí se seguiría que del mismo modo que no habría habido lugar para estas culpas, tampoco el hombre habría debido ser redimido en términos absolutos, es más, no habría necesitado de un redentor que eliminase sus culpas, sino que tan sólo dada la hipótesis de que hubiese sido redimido, sus culpas habrían aparecido y se habrían multiplicado por su llegada? En tercer lugar, ¿quién puede no ver que de aquí también se seguiría no sólo que Cristo habría debido liberar al género humano de unas miserias y unos pecados mucho menores de los que en realidad hubo de ser liberado, sino que también los auxilios particulares que el género humano recibe a través de Cristo para cumplir los preceptos, supondrían la ocasión de caer en una mayor miseria y de cometer muchos más pecados, tanto para los fieles que yacen en la sordidez de los pecados, como para los infieles, especialmente aquellos que están en posesión de una ignorancia invencible sobre Cristo? Efectivamente, según el parecer que impugnamos, en caso de que los hombres, yaciendo en la sordidez del pecado mortal, no reciban estos auxilios a través de Cristo, no podrán ser inculpados, ni castigados, por unas transgresiones de los preceptos que exigirían una observancia contraria de dificultad incluso pequeña; pero también se refrenarán fácilmente, siempre que estas observancias no supongan una gran dificultad; sin embargo, mientras estos hombres permanecen inficionados por la sordidez de la infidelidad o de cualquier otro pecado mortal, las observancias de los preceptos ─aun cumplidas gracias al auxilio particular de Dios─ no les servirán para alcanzar recompensa, ni satisfacción alguna.
¿Quién puede no entender que todo esto deroga, devalúa y envilece en gran medida la gracia de Cristo y el misterio de la redención?
¿Quién se atreverá a decir que los auxilios particulares para cumplir los preceptos no le fueron conferidos al género humano por mediación de Cristo o que debieron conferírsele, aunque Cristo no le hubiese redimido, como si el género humano hubiese podido recibir estos auxilios de otro modo que no fuese por mediación de Cristo? Ciertamente, los defensores del parecer que impugnamos no pretenden decir tal cosa, ni podrían afirmarla con seguridad, como fácilmente podrá colegirse de lo que más adelante diremos sobre la predestinación.
8. Séptimo argumento: Admitido el parecer que impugnamos, habría de concederse que, si no hubiese de llegar un redentor, ni al género humano hubiese de conferírsele auxilios particulares, los hombres en estado de naturaleza caída y habiendo recibido tan sólo el concurso general de Dios, podrían refrenarse durante un largo espacio de tiempo para no caer en un nuevo pecado mortal, a pesar de que, como hemos explicado en la disputa 17, es artículo de fe que, aunque estos hombres reciban la gracia que convierte en agraciado, no pueden perseverar durante un largo espacio de tiempo sin caer en pecado mortal en ausencia del auxilio especial de Dios; ciertamente, todo esto parece muy absurdo.
Demostración: La materia de los pecados mortales no es tan frecuente como la de los veniales. Según los Doctores que defienden el parecer contrario, cuando se presenta la observancia de un precepto que obliga bajo pecado mortal y además es muy fácil de cumplir, debe incluirse en el grupo de las observancias que los hombres en estado de naturaleza caída pueden cumplir sin gran dificultad tan sólo con el concurso general de Dios; y cuando se presenta alguna observancia de dificultad pequeña, los hombres no pecan por transgredir el precepto, porque su propia impotencia los exculpa. Por tanto, pueden perseverar durante un largo tiempo espacio de tiempo sin caer en un nuevo pecado mortal.
9. Octavo argumento: De aquí se seguiría que, una vez que los fieles han recibido la gracia que convierte en agraciado, sin un auxilio especial de Dios podrían perseverar sin caer en pecado mortal durante un largo espacio de tiempo e, incluso, podrían perseverar en la gracia y en la justicia recibida, en contra de lo que define el Concilio de Trento (ses. 6, can. 22).
Pues, según afirman los defensores del parecer contrario, cuando a cualquier fiel se le presenta una observancia fácil del precepto que obliga bajo pecado mortal y perteneciente al grupo de las observancias que pueden cumplirse sólo con el concurso general de Dios, ciertamente, para no incurrir en la muerte eterna ─como la fe le enseña y él mismo se persuade de que sucederá, en cuanto caiga en cualquier pecado mortal─, cumplirá el precepto con facilidad y se abstendrá de caer en pecado mortal; pero si se le presenta una observancia un poco más difícil del precepto, no pecará por transgredirlo, salvo que lo asista una ayuda especial. Por tanto, sin un auxilio particular de Dios puede perseverar sin caer en pecado mortal e, incluso, perseverar en la gracia y en la justicia recibida.
10. Último argumento: Aunque el concurso del hábito de la caridad y de la gracia que convierte en agraciado, imprime en las obras que realizamos con él un carácter sobrenatural y las hace merecedoras de la vida eterna, sin embargo, sólo con su impulso e inclinación no recibimos una ayuda tal que nos haga dejar de ser propensos e inclinados al vicio. Por esta razón, si Dios aparta su rostro de nosotros y nos priva del resto de sus auxilios particulares, nos alteramos, nos debilitamos y nos exponemos a sucumbir ante las tentaciones y a caer en los pecados con tanta facilidad como si no hubiéramos recibido la gracia que convierte en agraciado. De aquí se sigue que también el justo necesita de los auxilios particulares para no caer en pecado, exactamente igual que necesita de ellos quien carece de la gracia que convierte en agraciado.
Esto supuesto, podemos formular el siguiente argumento: En el estado de naturaleza caída, la impotencia del hombre justo para cumplir todos los preceptos que obligan bajo pecado mortal y para no sucumbir ante las tentaciones, es de la misma índole que la que tienen los hombres en ese mismo estado, pero excluidos de la gracia de Dios; también es igual que la que tiene el hombre creado en estado de pura desnudez.
Pero sin el auxilio especial de Dios que posee el hombre justo, a esa impotencia le acompaña una potencia tal ─para cumplir cada uno de los preceptos y no sucumbir en cualquier momento a las tentaciones que le salen al paso─ que, si transgrede los preceptos, verdaderamente pecará y, por esta razón, perderá la gracia y la justicia recibidas.
Por tanto, en general, en el estado de naturaleza caída y sin el auxilio especial de Dios, la impotencia del hombre ─para cumplir durante un largo espacio de tiempo los preceptos que obligan bajo pecado mortal y para resistir a las tentaciones a las que es preciso resistir para cumplir lo primero─ es tal que, sin embargo, en cualquier momento puede cumplir, sólo con el concurso general de Dios, los preceptos cuyo cumplimiento se le presenta bajo amenaza de pecado mortal y no dar su consentimiento a cualesquiera tentaciones que se le presenten en ese momento.
La mayor es evidente por todo lo que acabamos de decir. La menor se colige abiertamente de la definición que ofrece el Concilio de Trento (ses. 6, can. 22): «Si alguien dijera que, sin el auxilio especial de Dios, el justificado puede perseverar en la justicia recibida o que, con este auxilio, no puede, sea anatema».
Efectivamente, aquí se define que, sin el auxilio especial de Dios y, por ello, sólo con su concurso general, el justificado carece de potencia para perseverar en la justicia recibida y en la gracia. Pero como no deja de perseverar en la gracia, salvo que transgreda un precepto que obligue bajo pecado mortal, por consiguiente, el Concilio define que es incapaz de cumplir durante un largo espacio de tiempo todos los preceptos que obligan bajo pecado mortal. Como no peca mortalmente, ni pierde la justicia, por transgredir un precepto, salvo que en el momento en que lo transgrede, sea capaz de no hacerlo ─y, por ello, cometería un pecado mortal no sólo materialmente, sino también formalmente─, por consiguiente, el Concilio define que, junto con la impotencia del justificado para cumplir durante un largo espacio de tiempo ─sin un auxilio especial y sólo con el concurso general de Dios─ todos los preceptos que obligan bajo pecado mortal, sólo con el concurso general tendría potencia para no transgredir el precepto en ese momento y dadas las mismas tentaciones y circunstancias en que lo transgrede.
Por esta razón, la impotencia ─de la que habla el Concilio en esa definición─ para evitar los pecados mortales y, en consecuencia, cumplir ─sólo con el concurso general de Dios─ los preceptos que obligan bajo pecado mortal, se asemejaría en gran medida a la que tienen todos los hombres justos, por debajo de la madre de Dios, para evitar los pecados veniales. Pues se trata de una impotencia para evitar todos estos pecados y no para evitar cada uno de ellos dadas cualesquiera circunstancias y tentaciones.
En la disputa siguiente explicaremos de qué modo la impotencia para evitar todos los pecados está ligada y relacionada con la potencia para evitar cada uno de los pecados, ya sean veniales, ya sean mortales.

Miembro IV: Razones en pro del primer parecer y contrarias al segundo

1. Como demostración del primer parecer y en contra del segundo, pueden aducirse, en primer lugar, unas palabras de San Agustín en su Epistola 106 ad Paulinum, donde ─entre las objeciones formuladas contra Pelagio en cierto Concilio celebrado en Palestina, que si Pelagio no hubiese anatematizado con su propia confesión, él mismo habría sido anatematizado por este Concilio─ añade que Dios no otorga su gracia y su ayuda para cada uno de los actos, sino que ya están en el libre arbitrio o en la ley y en la enseñanza. Además afirma que nuestra victoria no se debe a la ayuda divina, sino a nuestro libre arbitrio. Tras condenar y retractarse de esto, más adelante San Agustín afirma que cada uno de los fieles está obligado a declarar lo siguiente: Cuando luchamos contra tentaciones y deseos ilícitos, aunque también aquí obremos por propia voluntad, sin embargo, no se debe a ella nuestra victoria, sino a la ayuda de Dios.
2. En segundo lugar: Alguien aducirá a Inocencio I en su Epistola ad Concilium Carthaginense, donde dice: «Sólo el auxilio de Dios ─y no nuestro libre arbitrio─ puede hacernos capaces de resistir»; y en su Epistola ad Concilium Milevitanum, dice: «En todas las páginas divinas leemos que sólo la ayuda divina puede atar a la voluntad libre y, además, que ésta no puede hacer nada, si la protección divina la abandona». También aducirá a Celestino I (Ep. 1, cap. 6) que define lo siguiente: «Nadie, ni siquiera renovado por la gracia del bautismo, puede superar las insidias del diablo y vencer la concupiscencia de la carne, salvo que, a través de la ayuda cotidiana de Dios, reciba la perseverancia en la buena vida»; y en el cap. 7 dice: «Nadie hace un buen uso del libre arbitrio, si no es a través de la gracia».
3. En tercer lugar: Aducirá las palabras de San Pablo en I Corintios, X, 13: «Fiel es Dios, que no permitirá que se os tiente por encima de vuestras fuerzas»; por tanto, hay algunas tentaciones graves que los hombres no pueden superar con sus fuerzas. También en II Corintios, I, 8, dice: «Pues no queremos que lo ignoréis, hermanos: la tribulación sufrida en Asia nos abrumó hasta el extremo, por encima de nuestras fuerzas, hasta tal punto que perdimos la esperanza de conservar la vida»; por tanto, hay tentaciones graves que están por encima de nuestro valor y de las fuerzas de nuestro libre arbitrio.
4. En cuarto lugar: Objetará lo siguiente: Si el segundo parecer fuera verdadero, entonces alguien podría ser mártir sin el auxilio especial de Dios; pero el consecuente es falso, porque no puede haber martirio sin la gracia que convierte en agraciado, que nadie puede conseguir sólo con las fuerzas de su naturaleza; por tanto, la tentación ante una amenaza de muerte no puede vencerse, ni siquiera durante un lapso brevísimo, sin el auxilio especial de Dios, salvo apartándose de la fe o cometiendo algo deshonroso.

Miembro V: Qué puede responderse a las razones aducidas contra el segundo parecer

1. En cuanto a lo primero ─que, según San Agustín, se le objetó a Pelagio y éste lo anatematizó─, podemos responder que se está hablando de la gracia y de la ayuda para cada uno de los actos por separado, si deben ser meritorios de la vida eterna. Pues Pelagio afirmaba que la gracia que se precisa para ello, no es otra cosa que el propio libre arbitrio que Dios ha conferido a los hombres o la ley y la enseñanza que los hombres han recibido gratuitamente de Dios, por las que saben qué deben hacer, sin que sea necesario otro auxilio divino. Esto es lo que se le objetó a Pelagio y lo que éste anatematizó.
2. En cuanto a la segunda objeción formulada contra la doctrina de Pelagio, debemos decir que esta objeción no habla de una victoria sobre una u otra tentación o concupiscencia por muy graves y molestas que sean siempre que no duren mucho tiempo ─pues para esta victoria bastarían las fuerzas del libre arbitrio, aunque vencerían mucho más fácilmente y mejor, si recibiesen la ayuda de Dios a través de algún auxilio particular─, sino que habla de la victoria sobre todas las tentaciones y concupiscencias, para que no nos venzan en el decurso del tiempo, ni abandonemos la gracia. Pues del mismo modo que los defensores del parecer contrario deben interpretar esta objeción como referida a una victoria, pero no sobre cualesquiera tentaciones ─porque admiten que las leves pueden vencerse con las fuerzas del libre arbitrio─, sino sobre las graves, así también, podemos interpretarla como referida a una victoria sobre todas las tentaciones y concupiscencias que nos salen al paso ─siendo así una victoria en términos absolutos, como parecen dar a entender las palabras de San Agustín y de los Padres─ y no sobre una u otra tentación. Así expone esta objeción el propio Andrés de Vega en la q. 12 citada. Pero Domingo de Soto (De natura et gratia, 1, cap. 21, resp. ad secundum) afirma que esta objeción debe entenderse también referida a la victoria sobre las tentaciones por la que nos hacemos merecedores de la vida eterna, según lo que dice San Agustín en De civitate Dei (lib. 21, cap. 16): «Hay que pensar que los vicios han sido derrotados cuando los vence el amor de Dios, que sólo Él concede a través del mediador entre Él y los hombres». Algo parecido enseña Santo Tomás (In II, dist. 28, q. 1, art. 2 ad ultimum), cuando dice: «Una cosa es resistir al pecado y otra vencerlo. Todo aquel que evita el pecado, resiste al pecado. De ahí que esto pueda suceder también en ausencia de la gracia. Además, no es preciso que, por resistir al pecado, se haga merecedor del premio eterno. Pero propiamente quien vence al pecado es aquel que puede alcanzar aquello por lo que se establece la lucha con el pecado; ahora bien, esto no puede suceder, salvo que se obre meritoriamente. De ahí que esta victoria nos haga merecedores de la vida eterna y sin la gracia no pueda producirse». Lo mismo enseña San Buenaventura, cuando comenta el mismo pasaje de las Sententiae (q. última). Por tanto, puesto que, según los pelagianos, podemos alcanzar la victoria sobre las tentaciones con las fuerzas de nuestro libre arbitrio, de tal modo que, sin haber recibido otro auxilio y don de la gracia, esta victoria nos haría merecedores de la vida eterna, contra ellos se aducen dos cosas, a saber: por una parte, sin el auxilio de la gracia no podemos superar durante un largo espacio de tiempo todas las tentaciones que nos surgen al paso; por otra parte, tampoco podemos superar ninguna de ellas de tal modo que esta victoria nos haga merecedores de la vida eterna a ojos de Dios, como ya dijimos en la disputa 17 a propósito de la observancia de los preceptos.
3. Sobre el primer testimonio de Inocencio I que hemos citado dentro del segundo grupo de objeciones, debemos decir que, contra los pelagianos, sostiene que el auxilio divino nos hace capaces, en primer lugar, de resistir todos los ataques y tentaciones de modo que no sucumbamos y, en segundo lugar, nos hace capaces de resistir a cada uno de ellos por separado, de tal modo que esta lucha nos hace merecedores de la vida eterna.
4. Sobre el segundo testimonio de Inocencio I, debemos decir lo mismo, a saber, sólo afirma que la voluntad humana, abandonada por el auxilio de la gracia, no puede hacer nada en absoluto que sea digno de la vida eterna.
5. El primer testimonio de Celestino I debe entenderse referido a todas las insidias del diablo y a todas las concupiscencias de la carne ─contra las cuales necesitamos del auxilio cotidiano para perseverar en la gracia, como dicen claramente sus palabras─ y no, sin embargo, a cada una de ellas por separado. Su segundo testimonio se refiere al buen uso del libre arbitrio que conduce hacia la vida eterna.
6. Aquí debemos señalar dos cosas. Primera: Según hemos dicho en la disputa 4, cuando los Padres, oponiéndose a los pelagianos, hablan de «auxilio de la gracia», también se están refiriendo al auxilio que ─mediante los hábitos sobrenaturales─ se emplea en ausencia de otro impulso particular del Espíritu Santo; de este modo, contra los pelagianos, afirman que, sin el auxilio de la gracia, no puede haber ninguna observancia de los preceptos, ni victoria alguna sobre las tentaciones ─por muy leves que sean─, dignas a los ojos de Dios. Segunda: Todos los testimonios citados no deben entenderse referidos a cada una de las tentaciones por separado; tampoco los defensores del parecer opuesto deben entenderlos referidos a cada una de las tentaciones, sino tan sólo a las graves y difíciles; pues ellos mismos declaran que las leves pueden superarse sin un auxilio especial.
7. Sobre el primer pasaje de San Pablo, debemos decir que debe entenderse de la siguiente manera: Dios no permitirá que se os tiente con tentaciones más numerosas, más difíciles y más largas de las que podríais hacer frente con éxito, según la clase de auxilio que el propio Dios emplea. Pero de aquí no se sigue que haya alguna tentación cuya superación en cualquier momento no esté en nuestra potestad gracias a nuestras fuerzas, si queremos luchar con ellas.
8. Sobre el segundo pasaje, debemos decir que esa tentación, por magnitud y duración, estaba por encima de las fuerzas de San Pablo y de sus compañeros y, por esta razón, fue superada con el auxilio divino. Pero esto no impidió que en la potestad de las fuerzas naturales de su libre arbitrio estuviese rechazarla o sucumbir ante ella en cualquier momento. Añádase a esto que, por lo general, suele hablarse de manera hiperbólica, para exagerar y dar a entender la magnitud y dificultad de aquello de lo que se habla.
9. También debemos negar la consecuencia de la cuarta objeción. Pues aunque un luterano amenazado de muerte no niegue el artículo de fe de la Trinidad y supere esta tentación, arriesgándose a morir para evitar una nueva transgresión del precepto, no por ello se convertirá en mártir o alcanzará de nuevo la gracia, porque es imposible agradar a Dios sin fe sobrenatural. Asimismo, aunque el fiel se arriesgue a morir para evitar transgresiones parecidas del precepto y no caer en pecado, sin embargo, si persiste en el propósito de perseverar en cualquier otro pecado mortal o no se preocupa de dolerse por sus pecados pasados ─a pesar de que podría hacerlo sin dificultad e incluso se le habría pasado por la cabeza─, tampoco será mártir. Sin embargo, cualquier hombre que esté inficionado por la mugre de los pecados mortales y quiera ─en virtud de sus fuerzas naturales─ exponerse a morir por Dios y hacer ─según se le ofrezca la ocasión─ lo que está en él para alcanzar el perdón gracias al arrepentimiento formal o virtual de sus pecados, sin lugar a dudas, puesto que Dios está dispuesto ─por ley ordinaria─ a ayudar con su auxilio sobrenatural a quien hace lo que está en él, volverá a estar en gracia y, en verdad, será mártir, pero no sólo prevenido y apoyado en sus fuerzas naturales, sino también en el auxilio sobrenatural de Dios. Así pues, para ser mártir, no basta exponerse a morir con objeto de no violar un mandamiento y superar una tentación que nos sale al paso, porque en I Corintios, XIII, 3, San Pablo dice: «Aunque repartiera todos mis bienes y entregara mi cuerpo a las llamas, si no tengo caridad, nada me aprovecha»; pues es necesario que estas acciones se deban al auxilio de la gracia, que Dios nunca niega a quien hace todo lo que está en él. Por esta razón, con pleno derecho la Iglesia incluye en el catálogo de los mártires a aquellos de quienes sabe que murieron por Cristo, porque no debemos creer que alguno de ellos no hiciese el acto de arrepentimiento ─al menos virtual─ que, cuando se muere a causa de Dios, tiene su apoyo en el auxilio sobrenatural divino, aunque la amenaza de muerte anteceda en muy poco tiempo a la misma y el tiempo en que se produce esta muerte sea tan rápido como el que tarda un corazón en ser traspasado. Miembro VI: Qué debe pensarse sobre la dificultad propuesta y refutación de los argumentos propuestos contra el primer parecer
1. Aunque es evidente ─por todo lo que hemos dicho─ que el segundo parecer no es del todo rechazable, no sólo por la autoridad de los Padres ─que ya hemos dicho que lo defienden junto con otros escolásticos─, sino también por los argumentos con que lo hemos demostrado, no obstante, puesto que el primero se considera común en las escuelas de varias provincias y los antiguos Padres y Concilios piensan que es menos seguro afirmar que el arbitrio en estado de naturaleza caída ─y sin haber recibido el auxilio especial de Dios─ tiene fuerzas tanto para superar cualquier tentación poco difícil, como para superar una más fuerte en un único momento o realizar cualquier acto más difícil y moralmente bueno ─por esta razón, sin el auxilio especial de Dios no pueden realizarse conforme a su substancia los actos de contrición, ni de atrición, a causa de la dificultad que se cierne ante el propósito absoluto de no volver a caer en pecado mortal y por la gran debilidad en que se encuentra nuestro arbitrio tras el pecado de nuestros primeros padres─, en consecuencia, mientras la Iglesia no defina el segundo parecer y no se enseñe con mayor frecuencia en las escuelas, por mi parte, no creo que debamos apartarnos del primero, sobre todo porque los argumentos con que lo hemos demostradoson de gran peso y fácilmente pueden pasárseme por alto muchos otros que también lo harían verdadero. Por esta razón, todo lo que hemos dicho en esta disputa y en la 14ª en pro del segundo parecer, debe entenderse como algo que tan sólo hemos expuesto y no defendido. En efecto, tan sólo hemos expuesto todo esto con la intención de que se entienda en qué medida podrían aprobarse estas opiniones. Ciertamente, no hemos debido callarnos lo que se nos ocurría como novedoso sobre esta cuestión, porque es posible que haya quienes lo aprueben en el decurso del tiempo.
2. Si me enterase de que otros autores proponen los argumentos que ─contrarios al primer parecer─ he presentado como demostración del segundo, de buena gana añadiría la manera de refutarlos. Sin embargo, puesto que nadie requiere mi ayuda en este punto y las refutaciones que se me ocurren no me satisfacen del todo por mis propias carencias, voy a decir lo más apropiado que en este momento se me ocurre a propósito de cada uno de estos argumentos; no obstante, emplazo a los ingenios experimentados a ofrecer refutaciones más precisas de los mismos.
3. Respecto del primer argumento, sea cual sea el parecer de los Padres citados, debemos decir que los Concilios y los argumentos en pro del primer parecer nos persuaden de la verdad de este último y, por ello, debe preferirse antes que el segundo.
4. Respecto del segundo argumento, debemos decir que el consecuente no es absurdo, porque es enorme la debilidad innata de la voluntad humana, cuando es abandonada a sus fuerzas y sólo recibe el concurso general de Dios, como declaran los Concilios conforme a distintos testimonios de las Escrituras. Respecto de la afirmación de los Teólogos, o bien debemos decir que sólo puede atribuirse a quienes defienden el segundo parecer, o bien debe entenderse referida a la voluntad humana considerada en términos de ley ordinaria, porque nunca le falta el concurso especial de Dios, cuando lo necesita para obrar libremente.
5. Respecto del tercer argumento, concedemos la mayor; pero en cuanto a la menor, debemos decir que no conviene demostrar que Dios Óptimo Máximo ha creado al hombre ─en posesión tan sólo de sus fuerzas naturales y ayudado por el concurso general divino, como creen los filósofos que fue creado─ ordenado únicamente con vistas a un fin natural ─debiéndose esto a la gran debilidad de la voluntad humana, apoyada sólo en sus propias fuerzas, para alcanzar el bien del que allí se habla─, ni que así ha sido concebido, sino que hay que demostrar que también ha sido ordenado con vistas a un fin sobrenatural y en razón de un fin sobrenatural, siendo receptor de ayudas ajustadas a ambos fines.
En cuanto a la cita de Aristóteles, debemos decir que el Estagirita no conoció los auxilios particulares que, por mediación de Cristo, Dios ofrece a los hombres ─incluidos los pecadores─ en el estado de naturaleza caída, en la medida necesaria para que puedan obrar libremente, en tanto no desaparezca la luz de su razón. Aristóteles tampoco pudo conocer, apoyado únicamente en su luz natural, que estos auxilios son necesarios para obrar libremente, según enseñan las Sagradas Escrituras y, a partir de ellas, los Concilios.
La experiencia que tenemos de la libertad de arbitrio en estos casos, se produce gracias a los auxilios que Dios no niega y que de ningún modo pueden percibirse a través de la propia experiencia por la que en ese momento experimentamos la libertad de arbitrio.
En cuanto al ejemplo de los infieles, debemos decir que ninguno de ellos realiza ningún acto difícil que en verdad implique un bien honesto, sin el auxilio especial que Dios no niega a nadie, porque este auxilio es necesario para conservar la libertad de arbitrio en ese momento.
6. Respecto de la demostración del tercer argumento, debemos negar que el acto de refrenar el consentimiento en dicha circunstancia sea natural al libre arbitrio, porque la voluntad no permanece libre y, en consecuencia, tampoco se puede hablar de un libre arbitrio que lo refrene, salvo que Dios lo ayude con su auxilio particular; por el contrario, es la voluntad en cuanto naturaleza, sólo con el concurso general, la que realiza este acto de manera puramente natural y, por ello, sin hacerse merecedora de demérito.
A la prueba aducida, debemos decir que el libre arbitrio se nos confiere para refrenar el consentimiento o para elegir el disentimiento, con tal de que la dificultad no sea tan grande que haga desaparecer la libertad sin un auxilio especial o que el auxilio particular divino ayude a la voluntad a proteger su libertad.
En cuanto a lo que se añade ─a saber, para refrenar el asentimiento no es necesario que el libre arbitrio realice el acto para el que necesita del concurso general o particular de Dios─, debemos decir que, en ese momento, el auxilio particular es necesario para que la voluntad posea una libertad íntegra y para que no elija el consentimiento sólo con el concurso general, es decir, de manera no libre, sino puramente natural.
7. Respecto del cuarto argumento, debemos conceder la consecuencia. Pero sobre la demostración de la falsedad del consecuente, debemos decir que la experiencia en virtud de la cual experimentamos y sabemos ─apoyándonos en nuestra luz natural─ que la parte superior domina a la inferior ─incluso cuando sus impulsos son vehementes y difíciles de superar─, la adquirimos una vez que hemos recibido el concurso particular divino, que, como ya hemos dicho, Dios no niega en estas circunstancias; sin embargo, no la adquiriríamos, si Dios ─como supone el antecedente─ negase este concurso. Ahora bien, las Sagradas Escrituras pueden decir que un hombre es libre ─y hecho a imagen de Dios─ para evitar estos impulsos, cuando en las mismas circunstancias ha recibido este auxilio particular.
8. En cuanto al quinto argumento, debe admitirse completamente, como también hemos dicho al hablar del tercero. Pero sería contrario a la razón y a la luz natural, si admitiésemos que, en estas circunstancias, Dios estaría tan dispuesto a conceder su auxilio particular como de hecho lo está anteriormente; sin embargo, esto no sería cierto, dada la hipótesis contraria que se ofrece en el quinto argumento.
9. El sexto argumento implica una dificultad mayor que los anteriores; por ello, con gusto escucharía de otros alguna refutación de este argumento. A sólo se me ocurre decir que algunos auxilios particulares de Dios son de orden sobrenatural y otorgan a nuestras acciones un carácter sobrenatural; pero otros no producen este efecto y en no son sobrenaturales, sino que únicamente ayudan a nuestra debilidad a cumplir la ley natural; ahora bien, si son abundantes y eficaces, pueden conferir la capacidad de cumplir toda la ley natural que obliga bajo pecado mortal; pero si no son tan abundantes y eficaces, entonces sólo sirven para que, en cualquier circunstancia y ante cualquier pasión o tentación difíciles de vencer, en la potestad del arbitrio humano esté no sucumbir y cumplir la ley durante ese espacio de tiempo. Estos auxilios de tercer género son los únicos que habrían debido conferírsele al género humano en el estado de naturaleza caída ─aunque Cristo no lo hubiese redimido─, para que pudiese obrar libremente y con vistas a un fin natural. Pero con la llegada del redentor, el género humano no sólo recibió los auxilios de primer y segundo género por mediación exclusivamente de Cristo, sino también los de tercer género y, en este caso, no sólo por mediación de Cristo, sino también porque, por así decir, se le adeudaban a la naturaleza humana. Por tanto, toda la fuerza de este sexto argumento desaparece, porque todos los absurdos que infiere, suponen que estos auxilios no debieron conferírsele al género humano sin la mediación de Cristo.
10. Respecto del séptimo argumento, debemos decir que es inadmisible. En cuanto a la demostración, debemos decir que la debilidad innata de la voluntad humana es tan grande que, a pesar de que sólo con el concurso general puede evitar por separado cada una de las tentaciones y ocasiones propicias para caer en pecado, sin embargo, sin un auxilio particular no puede evitarlas todas durante un largo espacio de tiempo.
11. Respecto del octavo argumento, debemos negar su consecuencia. A la demostración, debemos responder que la voluntad humana es débil e impotente hasta tal punto que, aunque posea el hábito de la fe por el que alguien se persuade con un acto sobrenatural de que, si consiente en caer en pecado mortal, le aguardan torturas eternas junto con la pérdida de la felicidad sempiterna y aunque, al mismo tiempo, posea el hábito de la gracia que convierte en agraciado, no obstante, si no recibe sobreañadido el auxilio particular y cotidiano de Dios, aunque sólo con el concurso general pueda evitar por separado cada uno de los pecados mortales cuando se le presentan ocasiones y tentaciones propicias, sin embargo, no podrá evitarlos todos durante un largo espacio de tiempo, por lo menos mientras se le presenten las mismas ocasiones y tentaciones propicias.
12. Aquí también debo decir que esto se puede explicar recurriendo a los argumentos que, en la disputa 14 (miembro 4), nos han servido para demostrar el parecer común de los escolásticos, según los cuales los actos de atrición y contrición considerados en términos substanciales, pueden realizarse sólo con el concurso general de Dios.
En efecto, debemos decir que la debilidad innata de la voluntad humana es tan grande que, aunque alguien realice el acto sobrenatural de fe en virtud del cual se persuade de la bondad y de los beneficios que lo unen a Dios, así como de los tormentos eternos que le aguardan, si en adelante no decide de modo absoluto no pecar mortalmente ─siendo todo esto algo requerido para hacer acto de atrición y contrición─, sin embargo, sin el auxilio especial de Dios no puede tomar esta decisión, porque este acto, en cuanto absoluto y verdadero, no supone una dificultad menor que la que implica superar cualquier tentación y ocasión de pecar no leves. Pero no nos desviemos.
13. En cuanto al último argumento, concedemos la mayor; pero de la menor debemos decir que la impotencia de la que habla es tal sólo en relación a los sucesos en que se nos presentan ocasiones y tentaciones ─de transgredir los preceptos─ poco gravosas; pero este no es el caso, si las ocasiones y tentaciones son graves y difíciles; pues en ese momento los preceptos no pueden cumplirse ─ni siquiera durante un breve instante─ sin el auxilio particular de Dios; en consecuencia, en ausencia de este auxilio la transgresión del precepto no es pecado, porque esta transgresión no es libre.
A la demostración basada en la definición del Concilio de Trento, no veo qué otra cosa pueda responderse salvo que sólo es válida con respecto a una observancia de los mandatos que implique poca dificultad, como si el justificado pudiese ─pero sólo en cada una de las ocasiones por separado─ cumplir los preceptos tan sólo con el concurso general de Dios y, por ello, si no los cumpliera, pecaría mortalmente y perdería la gracia; sin embargo, no podría cumplir en todas las ocasiones estos preceptos durante un largo espacio de tiempo, si el auxilio particular de Dios no lo ayudase; por consiguiente, en verdad caería en pecado mortal y perdería la gracia. Pero esta demostración no es válida con respecto a las observancias que implican una dificultad notable, porque si no recibiera en cada instante el auxilio particular para superar cada una de las tentaciones, consentiría en transgredir el precepto, sería excusado de toda culpa y no perdería la gracia.
Por ello, según esta opinión, sólo cuando la impotencia ─en conjunción únicamente con el concurso general─ de cumplir los preceptos durante un largo espacio de tiempo, no implica una dificultad notable, se asemeja a la que tienen los justos ─en posesión de los auxilios ordinarios─ para no cometer pecado venial durante un largo espacio de tiempo; pero a esta última no se asemeja la impotencia de cumplir los preceptos, cuando su observancia supone una dificultad notable, porque excusa de toda culpa en cualquier momento del tiempo. No obstante, la impotencia para evitar los pecados mortales verdaderos, formales y culposos en cualquier momento del tiempo, siempre se asemeja en gran medida a la que tienen los justos para evitar los pecados veniales, porque quien en verdad peca mortalmente o venialmente, en el momento en que peca puede evitar el pecado; de otro modo, no pecaría.
14. Es posible que el lector prudente se admire ─del mismo modo que muchos se han admirado y nos han escrito tras haber leído la primera edición de esta nuestra obra─ y se pregunte por la razón de que ─puesto que en la disputa 14 y en esta misma hemos corroborado, con firmes argumentos, los pareceres comunes, a los que nos adherimos claramente en los dos lugares, de Doctores ilustres y, además, hemos rechazado y refutado de modo tan evidente los argumentos contrarios de otros─ en este último miembro, en contra de nuestra costumbre, hayamos definido ambas cuestiones con todo rigor, a saber, pensando y ofreciendo unas refutaciones de nuestros propios argumentos que, al igual que a otros, tampoco a nosotros nos convencen. Ciertamente, hemos obrado así para amansar los ánimos de algunos y para guardar la paz, hasta donde sea posible. Pues sabe el Señor que, según las circunstancias de aquel momento, esto fue lo más conveniente para y lo más deferente para con Él; sin embargo, una vez leído lo que se me ocurrió en pro de uno y de otro parecer, cualquiera podrá juzgar fácilmente cuál es en misma la verdad y cuál es nuestro juicio sobre toda esta cuestión.
Sin embargo, cierto varón doctísimo considera que a nuestros argumentos debería añadírsele uno no despreciable, a saber: La voluntad de algunos varones santísimos ─sobre todo la de Nuestra Señora y la de Cristo cuando fue peregrino hacia la beatitud─ no se mueve hacia el bien con una intensidad menor que la que imprime la voluntad de algunos malvados cuando se mueven hacia el mal tras ser tentados de manera vehemente. Pero la moción vehemente hacia el bien no suprimió en la voluntad de Nuestra Señora y en la de Cristo la libertad para no moverse hacia el bien, salvo que alguien ─contrariamente a la fe católica─ quiera eliminar el mérito de Nuestra Señora y de Cristo cuando fue peregrino hacia la beatitud. Por tanto, aparecida cualquier tentación, la voluntad permanece libre en misma para no consentir con el mal en cualquier instante.