Concordia do Livre Arbítrio - Parte I 17

Parte I - Sobre as capacidades do livre-arbítrio para praticar o bem

Disputa XVII: Sobre las fuerzas del libre arbitrio para cumplir toda la ley que obliga bajo pecado mortal y para cumplir cada una de sus partes

1. Sobre la ley que obliga bajo pecado mortal y sobre cada una de sus partes, vamos a ofrecer nuestra primera conclusión: En el estado de naturaleza corrupta, si un hombre ha recibido la gracia que convierte en agraciado, entonces, durante un largo espacio de tiempo e, incluso, durante toda la vida ─con el auxilio particular y cotidiano que Dios está presto a conferirle─ este hombre puede abstenerse de caer en pecado mortal y, por ello, cumplir toda la ley que obliga bajo pecado mortal.
Esta conclusión no puede negarse sin perjuicio de la fe católica. En efecto, el Concilio de Trento (ses. 6, cap. 11) la define con las siguientes palabras: «Nadie debe decir ─de modo irreflexivo y oponiéndose al anatema de los Padres─ que el hombre justificado no puede cumplir los preceptos divinos. Pues Dios no ordena lo imposible, porque, cuando ordena, manda hacer lo posible e intentar lo imposible, concediendo su ayuda para que sea posible. Sus mandamientos no son gravosos; por el contrario, su yugo es suave y su carga ligera. Pues quienes son hijos de Dios, aman a Cristo; y quienes lo aman, como él mismo dice, guardan su palabra, siendo esto algo que, ciertamente, pueden realizar con el auxilio divino»; y un poco más adelante: «Dios no priva de su gracia a los que ya han sido justificados, salvo que ellos lo abandonen con anterioridad». Es cosa clarísima que el Concilio se está refiriendo a los preceptos que obligan bajo pecado mortal, según lo que leemos en el mismo capítulo, porque aquí también define que nadie puede evitar durante un largo espacio de tiempo todos los pecados veniales, ni por ellos dejar de ser justo. En el cap. 13, sobre el don de la perseverancia en la gracia que convierte en agraciado, el Concilio declara, en primer lugar, que este don sólo puede proceder de quien tiene el poder de sostener a alguien en pie y, en segundo lugar, que todos deben poner su más firme esperanza en el auxilio de Dios. La razón que se ofrece es la siguiente: «Ciertamente, salvo que los hombres abandonen su gracia, del mismo modo que Dios comienza la buena obra, así también, la termina, otorgando al hombre el querer y el obrar». En el cap. 16, sobre los justificados, el Concilio declara: «O conservarán de forma ininterrumpida la gracia recibida, o la recuperarán si la pierden»; en el can. 18: «Si alguien dijera que al hombre justificado y en estado de gracia le resulta imposible cumplir los preceptos de Dios, sea anatema»; y en el can. 22: «Si alguien dijera que el justificado no puede perseverar en la justicia recibida con el auxilio especial de Dios, sea anatema».
2. Esta misma conclusión se puede colegir de las palabras del Concilio de Mila (caps. 3-5), del Concilio Africano (caps. 78-80), de las definiciones de Inocencio I y Celestino I citadas en la disputa anterior y del Concilio de Orange II (cap. 25), que declara: «Por fe católica también creemos lo siguiente, a saber: recibida la gracia bautismal y el auxilio y la cooperación de Cristo, todos los bautizados pueden y deben cumplir aquello que conduce a su salvación, si quieren obrar como fieles». De ahí que San Jerónimo (Expositio Symboli ad Damasum) diga: «Execramos la blasfemia de quienes sostienen que Dios ordena lo imposible y que todos ─y no cada uno de nosotros individualmente─ podemos cumplir sus mandamientos». San Agustín (Sermo 61 de tempore) dice: «Dios no puede ordenar lo imposible, porque es justo; tampoco condena al hombre por algo que no puede evitarse, porque es pío».
3. Aunque los justos, incluso habiendo recibido cada uno de los auxilios excelentes que Dios otorga de manera misericordiosa a los más grandes Santos, no puedan evitar todos los pecados veniales durante un largo espacio de tiempo, sin embargo, la razón por la que pueden abstenerse de cometer cualquier pecado mortal durante el transcurso de toda su vida con el auxilio ordinario y particular que Dios está dispuesto a conceder a todos los justos, es la siguiente, a saber: las ocasiones de cometer pecados veniales son muy frecuentes; los pecados veniales pueden cometerse con subrepción y sin deliberación plena; y, ante ocasiones tan frecuentes y múltiples, la mente no puede mantenerse en una vigilia tan continua y precisa que, en cada uno de los momentos de un largo espacio de tiempo, le permita hacer todo aquello que puede para evitar todos estos pecados, sobre todo porque los mortales, en la creencia de que la gracia de Dios no se pierde a causa de estos pecados, ni son causa de una muerte eterna, no se preocupan de tomarse esta molestia. Pero cuanto más santo es alguien, tanto más vigila y con mayores auxilios se le ayuda; en consecuencia, evita caer en muchos pecados veniales.
No obstante, como las ocasiones de caer en pecado mortal no son tantas, ni tan frecuentes, y de su superación depende no perder la amistad de Dios, ni incurrir en una miseria extrema, en consecuencia, los hombres suelen vigilar más, se toman un mayor trabajo para no sucumbir y, con un auxilio menor ─como es el que Dios está dispuesto a conceder a todos los justos─, todos pueden superar estas ocasiones de pecar durante un largo espacio de tiempo. Esto lo demuestra la exhortación que leemos en Eclesiástico, VII, 40: «De todas tus obras, acuérdate de las últimas y nunca pecarás»; y en la Epístola segunda de San Pedro, I, 10: «Prestad atención en afianzar con buenas obras vuestra vocación y vuestra elección; haciendo esto, nunca pecaréis». A esto se le añade que, cuanto más ardorosamente lucha alguien desde el principio, tanto más fuerte se hace y con mayores auxilios lo suele ayudar Dios, para que en adelante pueda superar las ocasiones de pecar. Asimismo, ha sido algo muy justo que el libre arbitrio haya recibido a través de Cristo una ayuda tal que, aunque sienta la herida de la naturaleza corrupta en el hecho de que no puede superar durante un largo espacio de tiempo todos los pecados veniales, sin embargo, Dios le confiere fuerzas para que durante toda la vida pueda vencer ─si este es su deseo─ todo aquello que se opone a la amistad divina y a la propia salvación, como es el pecado mortal.
4. Pero, como puede verse, los Concilios y los pasajes citados no dicen nada sobre el hombre en estado de naturaleza corrupta que, careciendo de la gracia que convierte en agraciado, yace en la inmundicia del pecado mortal que todavía no ha sido eliminado por el arrepentimiento. Sin embargo, debemos afirmar lo siguiente:
En primer lugar: A este hombre nunca se le denegará un auxilio suficiente para que, cuantas veces quiera, resurja y recupere la gracia, como hemos explicado en la disputa 10.
En segundo lugar: Por consiguiente, a este hombre nunca se le denegará un auxilio suficiente para que, cuantas veces se le presente el momento de cumplir el precepto sobrenatural de amar y arrepentirse o de creer y tener esperanzas de modo sobrenatural ─si este hombre es infiel─, pueda cumplirlo, si quiere.
En tercer lugar: Tampoco se le denegará un auxilio suficiente para que pueda evitar, si así lo quiere, cualquier pecado mortal; en consecuencia, cuando no lo evita, peca.
Finalmente: Las fuerzas que este hombre suele tener para perseverar sin caer en un nuevo pecado mortal, son mucho menores que las que tiene quien ha recibido la gracia que convierte en agraciado: en primer lugar, porque la propia gracia y el hábito de la caridad inclinan hacia el bien y por mismas sirven de apoyo para que el hombre se abstenga de caer en pecado; y, en segundo lugar, porque el pecado mortal hace que el pecador sea totalmente indigno del auxilio cotidiano y especial de Dios ─más aún, lo hace merecedor de que Dios le conceda menos auxilios de su gracia y de que permita las tentaciones y las ocasiones de pecar en tanta mayor medida cuanto más ingrato haya sido y cuantos más pecados y más graves haya cometido─. Por esta razón, Dios suele endurecer, cegar y entregar a los pecadores a su mente insensata, para que hagan lo que no conviene, como enseña San Pablo en Romanos, I, 28. De este modo, los siguientes pecados suelen ser culposos y castigos por los delitos anteriores en virtud de los cuales aquéllos se permiten. También sucede incluso que pecados anteriores suelen proporcionar la ocasión de pecados posteriores, como enseña San Gregorio Magno (Homiliae in Ezechielem, 1, hom. 11). Por esta razón, en el lugar citado, San Gregorio afirma correctamente que si la penitencia no borra el pecado una vez cometido, arrastrará hacia otro por su propio peso.
5. También concuerda con todo esto lo que leemos en las Sagradas Escrituras. Así, en Lamentaciones, I, 8, Jeremías dice que Jerusalén ha pecado mucho y que por eso se ha hecho impura. Y en Salmos, I, 3, cuando el profeta habla del varón justo, que «es como un árbol plantado junto a corrientes de agua, que, por ello, tiene firmes raíces y da a su tiempo el fruto», inmediatamente añade sobre quienes carecen de la gracia de Dios: «... no así los impíos, no así, pues ellos son como el polvo que el viento barre de la faz de la tierra»; hasta tal punto son inestables y tan fácilmente caen en pecado por las tentaciones. De ahí que San Pedro Apóstol, habiendo negado a Cristo por vez primera ─perdiendo por ello la gracia─ y habiéndolo negado con juramento una segunda vez, por tercera vez comenzase a jurar con imprecaciones, rechazando conocer a ese hombre.
6. Segunda conclusión: Aunque el hombre en estado de naturaleza corrupta haya recibido la gracia que convierte en agraciado, sin el auxilio especial de Dios no podrá cumplir toda la ley que obliga bajo pecado mortal de modo que persevere durante un largo espacio de tiempo sin caer en pecado mortal. Esta conclusión tampoco puede negarse sin perjuicio de la fe católica.
7. En primer lugar, esto puede colegirse de Filipenses, II, 12-13: «Trabajad con temor y temblor por vuestra salvación, pues Dios es quien obra en vosotros el querer y el obrar, como bien le parece». Así pues, San Pablo dice que no sólo el querer, sino también el obrar ─es decir, perseverar en el bien─, depende de Dios en virtud de un auxilio distinto de la gracia que convierte en agraciado. De otro modo, San Pablo no aconsejaría a los filipenses que por esta causa obrasen su salvación con temor y temblor, como aquellos cuya dependencia de Dios para perseverar en el bien sería tan grande. Pues Dios no elimina la gracia que convierte en agraciado, salvo por causa de un pecado mortal. Por el contrario, a los justos les confiere auxilios particulares ─de los que depende su perseverancia─ mayores o menores, en la medida en que se conduzcan con mayor o menor prudencia y de modo más o menos sumiso; ahora bien, a nadie deniega cuanto se requiere para perseverar. Así pues, por esta razón, San Pablo aconseja a los filipenses que obren su salvación con temor y temblor, sin soberbia alguna, sino con paso humilde y tembloroso ante los ojos de Dios, y que pongan en Él toda su esperanza. Además, cuando aconseja a los filipenses que obren su salvación con temor y temblor, defiende con bastante claridad la libertad de arbitrio, porque Dios no es el único que obra en nosotros el querer y el obrar, sino que, en razón de nuestra libertad, también nosotros cooperamos, según leemos en I Corintios, XV, 10: «... la gracia de Dios no ha sido estéril en mí, antes bien, he trabajado más que todos ellos, pero no yo (solo, naturalmente), sino la gracia de Dios que está conmigo». Esto mismo dan a entender también las vehementes exhortaciones de San Pablo ─que aparecen antes de las palabras que acabamos de citar─ a la obediencia y a que todos sepan y digan lo mismo y no hagan nada por una gloria inane &c. Pues a menos que alguien quiera desvariar, reconocerá que San Pablo pide a los filipenses que hagan todo esto en tanto que hacerlo está en su libre arbitrio. He añadido esto, porque de las mismas palabras de Filipenses, II, 13 ─pues Dios es quien obra en vosotros el querer y el obrar─, los luteranos pretenden deducir que carecemos de libertad de arbitrio.
8. Esta misma conclusión se colige, en primer lugar, de otros pasajes que vamos a citar como demostración de nuestra siguiente conclusión ─así como de testimonios que expondremos en la siguiente disputa─ y, en segundo lugar, de las palabras que leemos en Salmos, CXXVI, 1: «Si Dios no construye la casa, en vano se afanan los constructores; si Dios no guarda la ciudad, en vano vigila la guardia»; con estas metáforas se está aludiendo al auxilio divino necesario, tanto para construir el edificio espiritual, como para, una vez construido, defenderlo de las incursiones de los enemigos y superar las ocasiones y tentaciones de caer en pecado mortal. De ahí que, en Salmos XXVI, 9, el profeta clame a Dios con razón: «¡Escúchame, Señor! No me abandones, ni me desprecies, mi Dios salvador».
9. Esta misma conclusión la defienden el Concilio de Mila (caps. 3-5), el Concilio Africano (caps. 78-80), Inocencio I y Celestino I en las cartas citadas en la disputa anterior (sobre todo, caps. 6, 10 y 11, de la Epistola de Celestino I). Aquí quiero recordar lo siguiente: como estas definiciones se formulan contra Pelagio y Celeste ─según los cuales, por medio de nuestro libre arbitrio y sin el don de la gracia, podemos evitar todos los pecados y cumplir los preceptos divinos de tal modo que nos hagamos merecedores de la vida eterna─, oponiéndose a las tesis de Pelagio y Celeste, estas definiciones contradicen las dos cosas. A saber, necesitamos la gracia: por una parte, para vencer las tentaciones, cumplir los preceptos y así evitar todos los pecados mortales; y, por otra parte, para hacernos merecedores de la vida eterna, por medio del propio cumplimiento de los preceptos y de la victoria sobre las tentaciones. Así pues, sobre este cumplimiento, que debe hacernos merecedores de la vida eterna, los pasajes mencionados definen que, sin la gracia, no sólo no podemos hacer todas las cosas mencionadas, sino que no podemos hacer nada en absoluto, como ya dijo Cristo a propósito de los frutos ─es decir, de las obras meritorias─ en Juan XV, 5: «... sin no podéis hacer nada». Por esta razón, en los pasajes mencionados, los Padres no pretenden definir que no podamos cumplir ninguno de los preceptos conforme a su substancia como actos, ni que tampoco podamos, en modo alguno, superar ninguna tentación sin el auxilio y el don de la gracia, sino que tan sólo pretenden definir que, sin el don de la gracia, no podemos hacer ninguna de estas cosas de tal manera que nuestra acción implique algún mérito en relación a la vida eterna.
10. El Concilio de Trento (ses. 6, cap. 13) defiende la misma conclusión con las siguientes palabras: «El don de la perseverancia en la gracia sólo puede proceder de aquel que tiene el poder de sostener a alguien en pie». Más adelante, sobre la pugna que los justos deben librar con la carne, el mundo y el diablo, el Concilio dice: «En esta lucha no pueden resultar vencedores, salvo que la gracia de Dios los ayude». El Concilio define esto mismo con mayor claridad en el can. 22: «Si alguien dijera que, sin el auxilio especial de Dios, un justificado puede perseverar en la justicia recibida o que, con este auxilio, no puede, sea anatema». Pues como la justicia o la gracia que convierte en agraciado sólo se pierden a causa del pecado mortal, en consecuencia, si el justo no puede perseverar en la justicia recibida sin el auxilio especial de Dios, entonces tampoco podrá perseverar sin caer en pecado mortal y, por consiguiente, sin transgredir la ley que obliga bajo pecado mortal.
11. Tercera conclusión: Aunque el hombre en estado de naturaleza caída reciba la gracia que convierte en agraciado, sin el auxilio especial de Dios no sólo no puede cumplir durante un largo espacio de tiempo toda la ley que obliga bajo pecado mortal, sino tampoco todo aquello que se le presenta con mayor frecuencia y cuyo cumplimiento ofrece una dificultad considerable para el arbitrio del prudente.
Esta conclusión se colige claramente de las palabras de Sabiduría, VIII, 21: «... comprendiendo que no podría tener continencia, si Dios no me la daba». Según este testimonio, es evidente que, sin el auxilio especial de Dios, los hombres ni siquiera pueden guardar castidad durante un largo espacio de tiempo a causa de las frecuentes tentaciones de la carne, que atacan con suma hostilidad, siendo el hombre incapaz de superarlas completamente durante un largo espacio de tiempo sin el auxilio especial de Dios. De ahí que en Mateo, XIX, 12, Cristo diga: «... hay eunucos que se hicieron tales a mismos por el reino de los cielos; quien quiera entender, que entienda»; pues guardar continencia es muy difícil, supone un gran esfuerzo y no todos tienen este don. Por esta razón, San Pablo (I Corintios, VII, 7-9) manifiesta: «Mi deseo sería que todos los hombres fueran como yo; pero cada uno ha recibido de Dios una gracia particular: unos de una manera, otros de otra. No obstante, digo a los célibes y a las viudas: bien les está quedarse como yo, pero si no pueden contenerse, que se casen; mejor es casarse que abrasarse».
12. Sobre esta conclusión y la anterior, debemos señalar que hay que establecer un espacio de tiempo ─en el que alguien, sin el auxilio especial de Dios, no pueda perseverar sin caer en pecado mortal─ tanto menor cuanto más graves y frecuentes sean las tentaciones y dificultades a superar, considerando también las demás circunstancias que, por parte del hombre o por parte de las propias tentaciones y dificultades, hacen que la lucha sea más o menos difícil.
13. Cuarta conclusión: El hombre en estado de naturaleza corrupta y en ausencia de la gracia que convierte en agraciado, no puede cumplir durante un largo espacio de tiempo toda la ley natural que obliga bajo pecado mortal, ni ninguna parte suya que implique una gran dificultad, sin el auxilio especial de Dios; por ello, no puede amar a Dios sobre todas las cosas de manera eficaz y con dilección natural sin el auxilio especial divino.
Esta conclusión se sigue de modo manifiesto de las dos anteriores. En efecto, si un hombre que ha recibido la gracia que convierte en agraciado, no puede realizar todo lo anterior sin el auxilio especial de Dios, entonces mucho menos podrá hacerlo sin la gracia que ayuda a cumplir la ley natural.