Concordia do Livre Arbítrio - Parte I 15

Parte I - Sobre as capacidades do livre-arbítrio para praticar o bem

Disputa XV: En la que se expone el parecer de algunos Concilios antiguos sobre lo que hemos dicho hasta ahora y se demuestra la libertad de arbitrio para realizar cada una de las acciones sobrenaturales

1. Quien lea los antiguos Concilios celebrados contra los pelagianos ─sobre todo el Concilio de Orange II─ y a los Padres de aquellos tiempos que escribieron contra estos herejes ─sobre todo a San Agustín─, fácilmente sacará la impresión y sospechará que los pareceres comunes de los escolásticos sobre los actos ─conforme a su substancia─ de creer, tener esperanzas, amar y arrepentirse ─de los que hemos hablado en la séptima disputa─, se asemejan al error de Pelagio y contradicen la doctrina de estos Concilios y de los Padres. Preocupado por este motivo, debilitará las fuerzas de nuestro libre arbitrio ─en cada uno de estos actos y de otros semejantes que caen dentro de los límites de las acciones puramente naturales en y connaturales al propio libre arbitrio─ hasta tal punto que, por una parte, contradirá la luz natural y la propia experiencia y, en consecuencia, destruirá la filosofía moral y, por otra parte, hará tan difícil la cooperación libre de nuestro arbitrio en los actos sobrenaturales por medio de los cuales nos justificamos, que esta cooperación apenas ─o ni siquiera apenas─ podrá entenderse y conciliarse con los auxilios de la gracia. Por esta razón, he considerado que merece la pena que ─además de lo que he manifestado sobre esta cuestión en las disputas anteriores, sobre todo en la quinta y en la sexta─ añada algo más, para que así resulte del todo evidente, en primer lugar, que esto sólo es una impresión carente de fundamento y, en segundo lugar, que la verdad sobre esta cuestión ─así como los Concilios y los Padres cuando se manifiestan contra los pelagianos─ tiene por objeto a estos actos en la medida en que son disposiciones necesarias para la gracia y la salvación; en consecuencia, en tanto que en son sobrenaturales, también caen bajo el orden de la gracia, aunque no en tanto que son puramente naturales y del todo insuficientes para alcanzar la justificación. Pero esto resultará evidente para todo aquel que piense y reflexione sobre lo que vamos a decir.
2. En primer lugar: Según lo que hemos dicho en nuestras disputas primera y sexta, el aborrecible error de Pelagio sería el siguiente: las fuerzas naturales de nuestro arbitrio se bastan ellas solas, sin otro auxilio y don de Dios, para hacer todo lo necesario para merecer y alcanzar la beatitud eterna; por esta razón, exceptuando la revelación de hechos sobrenaturales ─como la Trinidad, la Encarnación, &c.─, el hombre puede, únicamente con sus fuerzas naturales, creer, tener esperanzas, amar, cumplir toda la ley y, en consecuencia, abstenerse de todo pecado mortal y venial y perseverar en la gracia, es decir, en la amistad divina; Pelagio no pensaba que, para alcanzarla, fuese necesario ningún don infuso y sobrenatural, sino que creía que la amistad divina se debe únicamente a la complacencia de Dios con el hombre que hace ─en virtud de sus fuerzas naturales─ lo que en él está y a su voluntad de conferirle la vida eterna por la razón mencionada. Asimismo, según Pelagio, el hombre caído ya en pecado mortal ─en virtud únicamente de sus fuerzas naturales─ puede arrepentirse de sus pecados y, por ello, resurgir de ellos y renovar la amistad divina. También sostenía que los auxilios y dones sobreañadidos al libre arbitrio para que el hombre se arrepienta, no sirven para realizar este acto sin más, sino para realizarlo más fácilmente y mejor.
3. En segundo lugar: Los Padres ─sobre todo San Agustín─ se opusieron a estos errores como contrarios a la gracia de Cristo y al misterio de nuestra redención; recurriendo a las Sagradas Escrituras, explicaron que hacer todas y cada una de estas cosas supera las fuerzas del libre arbitrio y que nadie puede creer, tener esperanzas, amar, arrepentirse de los pecados cometidos, perseverar en la gracia y preservarse no sólo de todo pecado venial, sino también mortal, y, en consecuencia, vencer las pasiones, tentaciones y dificultades que debemos vencer para perseverar libres de pecado mortal, sin el auxilio especial y el don de Dios; como confirmación de todo esto y condenación de los errores contrarios de Pelagio, la Iglesia sacó a la luz todas estas definiciones de las que estamos hablando.
4. En tercer lugar: En aquellos tiempos lejanos, ciertamente, los Padres hallaron una gran luz en las Sagradas Escrituras, porque éstas enseñan hasta dónde se extienden las fuerzas de nuestro arbitrio en la realización de lo necesario para alcanzar la salvación, ya sean los méritos para la vida eterna, ya sean las disposiciones remotas para alcanzar la justificación y la amistad con Dios, ya sea para perseverar en la gracia y cumplir la ley; sin embargo, aún no se sabía, ni tampoco era objeto de controversia, si acaso estas disposiciones deberían considerarse formalmente sobrenaturales ─como realmente son─ o únicamente alcanzadas con ayuda sobrenatural, siendo en mismas naturales. Mucho menos se habían planteado ─pues las Escrituras no enseñan esto─ si en dichos actos y disposiciones, además de razones formales sobrenaturales ─en función de las cuales, estas disposiciones se acercarían en mayor o menor medida a la gracia─, habrían de distinguirse actos puramente naturales de realización simultánea o separada ─del modo en que hoy en día los luteranos sostienen, realizando actos puramente naturales, que Dios es trino y uno y que el verbo divino se hizo carne─, a los que ─para no atribuírselos a los fieles que sostienen estas mismas cosas─ nosotros acostumbramos a referirnos como «actos de creer los artículos de fe conforme tan sólo a su substancia como actos». Pero ya ha habido Doctores escolásticos que, con sus disputas y sus largas indagaciones, han arrojado luz sobre esta cuestión.
5. Sabrá que esto es así quien lea a los antiguos Padres y los antiguos Concilios y reflexione sobre el devenir de la Iglesia en estos últimos mil años; además, en cuanto lea con atención a los Doctores y los Concilios de cada siglo, sabrá de qué modo y en qué momentos ha aumentado el conocimiento sobre estas cuestiones a causa de la aparición de distintas controversias y disputas sucesivas.
Pues como sabemos por la Extravagante De bautismo et eius effectu(cap. Maiores causae), en tiempos de Inocencio III, todavía era objeto de duda y discusión entre los Teólogos si acaso, por medio del bautismo, a los niños sólo se les perdona el pecado o también se les infunde la gracia y el hábito de las virtudes teologales; Inocencio III ofrece como probables las dos respuestas.
6. Más tarde, Clemente V ─en la Clementina De summa trinitate et fide católica─, con la aprobación del Concilio de Vienne, eligió la segunda respuesta como más probable, conforme y concordante con las afirmaciones de los Santos y de los Doctores modernos, según leemos en la Clementina. En los últimos tiempos, el Concilio de Trento ha definido esta cuestión (ses. 5, decreto De peccato originali; ses. 6, cap. 7; ses. 7, can. 7 sobre los sacramentos en general).
Más aún, quien lea a los Padres y los Concilios antiguos, se dará cuenta de que, con anterioridad a San Agustín y a la aparición de la herejía pelagiana, se había arrojado muy poca luz en materia de gracia, hasta tal punto que San Juan Crisóstomo, sin culpa alguna y siguiendo el modo de obrar humano, cayó en algunos errores ─como explicaremos más adelante─, así como también el propio San Agustín, que, antes de ser creado obispo, erró acerca del inicio de la fe o del acto de creer, pensando que realizar esto estaría en nosotros, como hemos señalado ya.
7. En cuarto lugar: Tanto Pelagio, como los Doctores católicos que disputan contra él ─más aún, los propios Padres en los Concilios─, han hablado de los actos de creer, de tener esperanzas, de amar y de arrepentirse en cuanto suficientes y ajustados a un fin sobrenatural y del mismo modo que hablan de ellos las Sagradas Escrituras, cuya finalidad no es enseñar Filosofía moral o natural, ni cosa alguna dirigida hacia un fin natural, sino lo necesario con vistas a la felicidad eterna o el fin sobrenatural, para cuya consecución los mortales reciben instrucción y enseñanza. Que esto es así, es cosa evidente, porque Pelagio habla de estos actos en cuanto ajustados y suficientes para ganarse la amistad divina y merecer y conseguir la beatitud sempiterna. Pero como su error consiste en pensar y afirmar que esto puede hacerse recurriendo tan sólo a las fuerzas de nuestro arbitrio y, en consecuencia, sostiene que estos actos son puramente naturales, por ello, afirma que las Sagradas Escrituras no pretenden decir otra cosa que lo que él enseña y, retorciéndolas con explicaciones perversas, intenta arrastrarlas hacia su error. Por el contrario, basándose en las mismas Escrituras, los Padres explican con toda claridad que estos actos no pueden realizarse sin un don y auxilio especial de Dios; esto mismo es lo que la Iglesia define en los Concilios convocados contra los pelagianos. De ahí que ambas partes discutan sobre los actos que, según las Escrituras, son necesarios para alcanzar la felicidad sempiterna. Pero si Pelagio hubiese sostenido que estos actos, en cuanto necesarios para alcanzar la salvación, son sobrenaturales y, en consecuencia, no pueden realizarse sin la asistencia divina y, no obstante, hubiese afirmado que, en virtud de la fuerzas de nuestro arbitrio, podemos realizar otros actos puramente naturales y substancialmente iguales a aquéllos, pero totalmente insuficientes para alcanzar la salvación, entonces tal vez no habría sido condenado por esta causa, ni la Iglesia se habría preocupado por esta cuestión, porque no es materia de fe, sino de Filosofía natural y moral.
8. En quinto lugar: Ya hemos dicho que, como el deber de las Sagradas Escrituras es prepararnos para un fin sobrenatural y, en consecuencia, enseñarnos lo que es preceptivo para alcanzar la beatitud eterna, por ello, cuando enseñan que una obra determinada no se puede realizar sin un auxilio especial de Dios, debemos entender que esta obra conduce a la beatitud y que está acomodada y conmensurada en orden y grado a un fin sobrenatural. Pero como en la disputa 6 ya hemos explicado esto mismo recurriendo a las Escrituras, no hay razón para que aquí nos demoremos más en este punto.
9. En sexto lugar: Los Padres, sobre todo San Agustín ─según el mismo modo de hablar de las Escrituras y como Teólogos que consideran las cosas en relación a un fin sobrenatural─, a menudo recurren a esta misma forma de hablar. En efecto, a veces San Agustín no valora en nada el bien y la virtud, si no les acompaña la caridad, que es la forma y casi la vida de todas las virtudes con respecto al fin sobrenatural. Este es el bien al que, unas veces, llama «divino» y otras veces dice que se ajusta al santo propósito de Dios. Este es también el bien del que habla, cuando enseña que el primer padre perdió la libertad para hacer el bien a causa del pecado, en la medida en que cuando perdimos los dones sobrenaturales conferidos a todo el género humano en el primer padre, también perdimos la facultad para hacer este bien, que no puede realizarse sólo con las fuerzas del libre arbitrio, a pesar de que, no obstante, el propio San Agustín enseña a menudo en otros pasajes que, en virtud de las fuerzas del arbitrio solas, pueden realizarse bienes morales que no transcienden un fin natural. Pero también enseña que Cristo renovó la libertad que los primeros padres perdieron a causa del pecado. Como ya hemos explicado todo esto en las disputas quinta y sexta, no será necesario que aquí añadamos más sobre esta cuestión.
10. En séptimo lugar: Aunque el Espíritu Santo asista siempre a la Iglesia, para que no yerre en sus definiciones y, en consecuencia, todas sean certísimas y concordantes entre sí, sin embargo, no por ello debemos negar que, cuando hay que definir algo, Dios exige la cooperación e investigación de la Iglesia en lo que debe definirse y que ─en función de la calidad de los hombres reunidos en los Concilios, de la investigación e industria aplicadas y de la mayor o menor pericia y conocimiento de las cosas que en un momento se tienen en relación a otro─ se ofrecen definiciones más o menos claras y las cuestiones se definen de manera más exacta y correcta en un momento que en otro. En efecto, como el Espíritu Santo dispone todo de modo excelente, por ello, asiste a la Iglesia para que no yerre, pero dejando lugar para su cooperación y diligencia y para las circunstancias y momentos de cada tiempo. Pero no por ello pretendemos negar que sea tarea del Espíritu Santo ayudar ─con sus iluminaciones y auxilios sobrenaturales─ a los congregados en los Concilios a definir cada cuestión; tampoco negamos que, según el orden y disposición de su sabiduría y providencia, suela otorgar estos auxilios en mayor proporción en un momento que en otro ─en la medida en que la Iglesia se disponga a recibirlos de mejor modo en un momento que en otro─, de la misma manera que, según su beneplácito, distribuye sus dones como quiere. Por esta razón, como la Iglesia entiende las dos cosas, se preocupa al mismo tiempo, en primer lugar, de que en los Concilios se congregue gran número de varones reconocidos por su sabiduría y piedad ─así como que se discutan de manera precisa y diligente todas las cuestiones que deben definirse─ y, en segundo lugar, de que, gracias a sus oraciones, ayunos y otras obras piadosas, Dios les otorgue la luz y otros auxilios sobrenaturales, para que definan mejor todas las cuestiones. Como suele suceder que, a lo largo del tiempo y gracias a las disputas, las lecturas continuas, la meditación y la investigación de las cuestiones, el entendimiento y el conocimiento sobre ellas suele aumentar ─del mismo modo que investigaciones y definiciones anteriores ayudan a los Padres en Concilios posteriores─, de aquí se sigue que las definiciones de los Concilios celebrados con posterioridad en el tiempo, suelan ser más dilucidadoras, abundantes, precisas y exactas que las de Concilios anteriores. A los Concilios celebrados más tarde en el tiempo también les corresponde interpretar y definir de manera más exacta y abundante aquello que en Concilios anteriores se ha definido con menos claridad y de un modo menos exacto y abundante. Por estas razones, a lo largo del tiempo el conocimiento de la Iglesia sobre las cuestiones definidas crece no sólo con respecto a su número, sino también en relación a su perspicuidad y exactitud, como podemos reconocer en el caso del dogma de la infusión de la gracia y las virtudes teologales en los niños, cuando se les bautiza, y en otros muchos.
11. En octavo lugar: Los antiguos Concilios ─incluido el de Orange II─, según las luces de aquellos tiempos, expresan con suficiente claridad que, cuando hablan de actos de creer, tener esperanzas, amar y arrepentirse, se refieren a ellos en tanto que necesarios para la salvación. En efecto, el Concilio de Orange II (can. 6) declara: «Si alguien dice que, cuando creemos, queremos, deseamos y nos esforzamos sin la gracia de Dios, se nos confiere la misericordia ─pero no por voluntad divina─ para que podamos creer, querer o hacer todo esto como es necesario, y además admite que esto se produce por infusión e inspiración en nosotros del Espíritu Santo &c.»; aquí se dice, con respecto a todos estos actos, lo siguiente: «como es necesario», a saber, para la salvación, del mismo modo que los pelagianos ─contra quienes se dirige esta definición─ hablaban de estos actos; y en el can. 7: «Si alguien, gracias a sus fuerzas naturales, piensa hacer una buena obra dirigida hacia la salvación de la vida eterna &c.»; aquí leemos: «dirigida hacia la salvación de la vida eterna»; y en el can. 25: «Debemos predicar y creer, porque, a causa del pecado del primer hombre, el libre arbitrio se debilitó e inclinó de tal modo que, en adelante, nadie puede amar a Dios como es necesario, ni creer en Él u obrar por Él ─pues Él es el bien─, salvo que la gracia y la misericordia divinas lo prevengan»; así el Concilio dice: «como es necesario», a saber, para la salvación.
12. En noveno lugar: El Concilio de Trento, que es el último Concilio celebrado y debió interpretar todos los anteriores, definió ─contra pelagianos y luteranos─ de modo más claro, preciso y abundante que cualquier otro Concilio, todas las cuestiones referidas a la consecución de la gracia, la justificación y la vida eterna, en la ses. 6, can. 1, de la siguiente manera: «Si alguien dijera que el hombre, gracias a sus obras realizadas en virtud de las fuerzas de la naturaleza humana o por la enseñanza de la ley, puede justificarse ante los ojos de Dios sin recibir la gracia divina por mediación de Jesucristo, sea anatema». Con estas palabras, el Concilio no niega ─sino que más bien afirma─ que, en virtud de las fuerzas de la naturaleza y de la enseñanza de la ley, pueden realizarse obras, sin la gracia de Jesucristo, conformes a la ley natural y escrita (pues hoy en día los judíos realizan estas mismas obras conforme a su substancia como actos y también realizan actos de creer semejantes a los que, antes de la llegada de Cristo, realizaron los judíos, que entonces eran fieles y verdaderos miembros de la Iglesia); pero el Concilio niega que, sin la gracia de Cristo, estas obras basten para alcanzar la justificación. Como a los Padres de este Concilio no se les ocultaba el parecer común de los escolásticos sobre los actos de creer, tener esperanzas, amar y arrepentirse conforme a su substancia, así como tampoco los errores de los pelagianos, ni las definiciones que los antiguos Concilios formularon contra ellos, presentaron el siguiente canon: «Si alguien dijera que, sin la prevención, inspiración y ayuda del Espíritu Santo, el hombre puede creer, tener esperanzas, amar o arrepentirse como es necesario para que se le confiera la gracia de la justificación, sea anatema». Sin duda, si hubiesen tenido la más mínima sospecha de que el parecer de bastantes escolásticos se acerca al error de los pelagianos o contradice las antiguas definiciones de la Iglesia, nunca habrían dejado tanta libertad para abrazarlo; no diré que habrían manifestado, haciendo uso de un argumento en sentido contrario e irónico, que es verdadero. Finalmente, en el Concilio de Trento, que explica y define de manera tan clara, precisa y abundante todas las cuestiones en materia de justificación, no se puede encontrar el más mínimo indicio de contradicción con el parecer que hemos expuesto de los escolásticos, siendo muchas de sus definiciones favorables y propicias a este parecer.
13. Con toda seguridad, si se considera con atención ─como es conveniente─ todo lo que hemos dicho en esta disputa, no quién se atreverá en adelante a sostener que, cuando leemos que el Concilio de Orange II o cualquier otro celebrado en aquellos tiempos, define que nadie puede creer, tener esperanzas, amar, arrepentirse, pedir o pensar sin la gracia y el auxilio especial de Dios, esto debemos entenderlo referido tan sólo a la substancia de estos actos y no como algo necesario para la justificación y la salvación; tampoco quién se atreverá a sostener que el parecer de muchos escolásticos debe incluirse entre los errores de Pelagio.
14. Por lo que hemos explicado en las disputas anteriores, es evidente que nuestro arbitrio posee libertad para realizar cada uno de los actos sobrenaturales necesarios para alcanzar la justificación y, además, que estos actos dependen de ella. Pues aunque la gracia que previene al arbitrio y lo incita y dispone iluminándolo, sea necesaria para obrar los actos de creer, tener esperanzas, amar y arrepentirse como es necesario, sin embargo, en la potestad del arbitrio está obedecer o no a Dios cuando Él nos incita ordenando el asentimiento de la fe ─con la cooperación e influencia simultánea de este mismo auxilio de la gracia, como veremos más adelante─, alzándose esperanzado y doliéndose de los pecados o bien absteniéndose de realizar estos actos o incluso lanzándose a realizar actos totalmente alejados y contrarios a los primeros. De ahí que el Concilio de Trento (ses. 6, can. 4) defina: «Si alguien dijera que el libre arbitrio del hombre, movido e incitado por Dios, no coopera de ningún modo asintiendo a su incitación y vocación con objeto de disponerse y prepararse para obtener la gracia de la justificación; y también dijera que, aunque quiera, no puede disentir, sino que, como algo inanimado, no hace absolutamente nada y su estado es puramente pasivo, sea anatema». Léanse también de esta misma sesión los cap. 5 y 14 y los can. 5 y 7. Lo mismo dan a entender, en las Sagradas Escrituras, todas las invitaciones a la fe y al arrepentimiento hechas a los pecadores, así como las increpaciones y reproches por no querer acercarse a Dios, según leemos en Zacarías, I, 3: «Volveos a y yo me volveré a vosotros»; Joel, II, 12: «Volveos a de todo corazón»; Ezequiel, XVIII, 31: «Haceos un corazón nuevo y un espíritu nuevo, ¿por qué habéis de morir?»; Salmos, XCIV, 8: «¡Si escucharais hoy su voz! No endurezcáis vuestro corazón»; Mateo, XI, 28-29: «Venid a todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os daré descanso; tomad sobre vosotros mi yugo»; Proverbios, I, 24-26: «Ya que os he llamado y no habéis querido, he tendido mi mano y nadie ha prestado atención, habéis despreciado todos mis consejos… también yo me reiré de vuestra desgracia». En muchos otros pasajes las Sagradas Escrituras dan a entender lo mismo.
15. Es bastante evidente de por y por todo lo que hemos dicho ─y más adelante lo será todavía más─ que, del mismo modo, una vez recibido el don de la justificación, nuestro arbitrio posee libertad para realizar, mediante los hábitos sobrenaturales ya recibidos y otros auxilios divinos, obras meritorias de un aumento de la gracia y de la gloria; también es evidente que el arbitrio persevera en estas obras o las abandona por caer en pecado mortal. También el Concilio de Trento define esto mismo con claridad (ses. 6, desde el cap. 10 hasta el final), demostrándolo con muchos testimonios de las Sagradas Escrituras (ses. 6, can. 5, 6, 20, 22, 23, 26 y 32).