Concordia do Livre Arbítrio - Parte I 14

Parte I - Sobre as capacidades do livre-arbítrio para praticar o bem

Disputa XIV: ¿Puede el libre arbitrio, sólo con el concurso general de Dios, realizar la atrición y la contrición de manera substancial?

Vamos a dividir esta disputa en miembros, para que sea más dilucidadora y su extensión no engendre tedio

Miembro I: Parecer común de los escolásticos que responden de modo afirmativo

1. No podemos negar que hay un parecer común a muchos escolásticos, según el cual nuestro libre arbitrio, tan sólo con el concurso general de Dios, no sólo puede realizar el acto natural de atrición ─esto es, dolerse de los pecados por temor a Dios, junto con el propósito de no volver a pecar mortalmente─, sino también el acto natural de contrición, que incluye el mismo propósito de no volver a pecar mortalmente. Esto lo afirma Domingo de Soto en sus Commentarii in quartum sententiarum (dist. 17, q. 2, art. 5) y en De natura et gratia (lib. 2, al final del capítulo 14), donde añade que quien está en pecado mortal puede, en virtud de sus fuerzas naturales, realizar de manera substancial cualquier acto que pueda realizar aquel que está en gracia; lo mismo afirma en De natura et gratia (lib. 1, cap. 22). También dice lo mismo Melchor Cano en su Relectio de poenitentiae sacramento (p. 5, fol. 121, según la edición de Salamanca de 1550); sin embargo, Cano se refiere a este acto como «atrición por amor natural a Dios sobre todas las cosas», difiriendo de otros sólo en la terminología; por ejemplo, Cayetano, De contritione (q. 1); Duns Escoto, In quatuor sententiarum (IV, dist. 14, q. 2); Gabriel Biel, Epithoma pariter et Collectorium circa quatuor libros sententiarum (III, dist. 27, q. 1, y IV, dist. 14, q. 1, art. 2, concl. 5 y art. 3, dud. 2), junto con Guillermo de Occam y Pedro de Ailly, a quienes cita; Marsilio de Inghen, Super quatuor libros sententiarum (IV, q. 10, art. 1, part. 2); Pedro de Palude, In quatuor librum sententiarum (dist. 4, q. 2); Ricardo de Mediavilla, Super quatuor libros sententiarum (IV, dist. 14, art. 4, q. 1).
2. Lo mismo piensa Santo Tomás (In libros sententiarum, IV, dist. 17, q. 2, art. 1, q. 1 ad sextum), a quien ─de entre los que son abiertamente de este parecer─ citamos en último lugar, porque vamos a considerar con mayor atención sus palabras y su enseñanza.
En el lugar citado, Santo Tomás dice lo siguiente: «Al sexto debemos responder que la contrición sólo depende de Dios en cuanto a la forma que reviste; pero, en cuanto a su substancia, este acto depende tanto del libre arbitrio, como de Dios, que opera en todas las obras de la naturaleza y de la voluntad».
He aquí que Santo Tomás piensa que Dios no concurre con la voluntad humana o con el libre arbitrio en el acto de la contrición en cuanto a su substancia de manera diferente de como concurre con los agentes naturales en las obras naturales. Según la doctrina de Santo Tomás y el parecer común de todos, es evidente que, en las obras de la naturaleza, Dios sólo concurre con los agentes naturales por medio de su concurso general.
Además, también conviene recordar que, según la doctrina de Santo Tomás, la forma de la contrición es la caridad sobrenatural y la gracia, por las que el dolor de los pecados se hace merecedor de la vida eterna; de ellas ─consideradas como causa eficiente─ también procede el propio dolor, que se hace sobrenatural por influjo de la caridad y no por otro auxilio sobrenatural previo. Santo Tomás enseña esto claramente en su Summa Theologica (1. 2, q. 113, art. 8) y también a menudo en otros lugares, como en el citado In libros sententiarum (IV, d. 17, q. 2, a. 1, quaestiuncula 3). En este último lugar (quaestiuncula 3 in corp. y en las respuestas a los argumentos), Santo Tomás afirma que el acto de atrición ─es decir, el dolor de los pecados sin la caridad sobrenatural y la gracia─ no puede convertirse en contrición de tal modo que un mismo y único acto sea en un momento atrición y en un momento posterior contrición, puesto que ─por la llegada de la caridad sobrenatural que informa y produce la contrición─ ésta recibe una nueva especie de acto distinta de la anterior, porque el acto anterior a la contrición es natural y, cuando la caridad llega e influye junto con el libre arbitrio sobre dicho acto, éste se convierte en sobrenatural, recibiendo así el nombre de «contrición»; pero un acto natural y otro sobrenatural no pueden ser de la misma especie; por tanto, tampoco pueden ser un acto único. Esto es, sin duda, lo que enseña claramente en sus respuestas al tercer argumento (de la quaestiuncula 3), donde dice que la atrición procede del libre arbitrio, asistido tan sólo por el concurso general de Dios; por esta razón, dice que es un acto natural; pero cuando se le añade la caridad sobrenatural y la gracia y se convierte en acto sobrenatural ─siendo también resultado del libre arbitrio, en la medida de sus fuerzas─, lo llama «contrición» y afirma que su especie difiere de la anterior, porque es sobrenatural en virtud del concurso o influjo de la caridad ─como causa eficiente─ sobre él.
Pero en esta cuestión, si se lee con atención, Santo Tomás casi nunca establece la distinción entre la atrición y la contrición en que la contrición sea el dolor de los pecados por amor a Dios y la atrición por temor a Dios, sino en que uno es un acto natural y el otro, sin embargo, es sobrenatural en virtud del influjo de la caridad sobrenatural. Recurriendo a este mismo modo de hablar, Melchor Cano denomina «atrición» al dolor de los pecados que sólo surge por amor natural a Dios. De ahí que en el segundo argumento (Sed contra, de la misma quaestiuncula 3), como demostración de la opinión que había abrazado (in corp. de la quaestiuncula 3), Santo Tomás argumenta de la siguiente manera: «Las cosas naturales no se producen por gracia; por el contrario, natural se predica de aquello que antecede a la gracia; por ello, la atrición debe incluirse entre las cosas naturales; por tanto, no puede convertirse en contrición, porque ésta es un bien que se produce por gracia».
He dicho que, en la cuestión 2, Santo Tomás casi nunca establece la distinción entre la atrición y la contrición en que la contrición sea el dolor de los pecados por amor a Dios y la atrición por temor a Dios, porque en el primer argumento (Sed contra de la misma quaestiuncula 3 citada) también menciona la especie de atrición que procede del temor servil. En efecto, Santo Tomás argumenta de la siguiente manera: «De aquellas cosas cuyos principios son totalmente distintos, una no puede convertirse en otra; pero el principio de atrición es el temor servil y el principio de contrición el temor filial; por tanto, la atrición no puede convertirse en contrición». Además, Santo Tomás también escribe lo siguiente (In 4, d. 17, q. 2, a. 2, quaestiuncula 6 in corp.): «A la sexta cuestión debemos decir que la contrición puede considerarse de dos modos, a saber, en relación a su principio y en relación a su término. Llamo principio de contrición al pensamiento por el que alguien piensa en el pecado y se duele y, si no es con dolor de contrición, por lo menos lo es con dolor de atrición. El término de la contrición se sigue cuando la gracia informa ya a este dolor».
Por todo esto, es evidente a todas luces que, en estos pasajes, Santo Tomás se adhiere al parecer común de los demás Doctores. En la «Tercera Parte» no escribe nada que se oponga a esta doctrina.
3. San Buenaventura expone el mismo parecer en sus Commentaria in quatuor libros sententiarum (IV, dist. 17, art. 2, q. 3).
Lo mismo dice Andrés de Vega, Tridentini decreti de iustificatione expositio et defensio (lib. 6, c. 33), cuando afirma que los herejes y otros infieles a menudo realizan el acto por el que quieren ─de manera genérica─ agradar a Dios en todo y no molestarle en nada y, por un acto tal, deciden actuar así en adelante; sin embargo, Vega dice que, con un acto tal, no vuelven a estar en gracia, porque la culpa mortal de sus errores no puede excusarse alegando ignorancia. Por esta razón, sin lugar a dudas, Vega considera que, en virtud de las fuerzas naturales, puede realizarse el acto por el que alguien se dolería ─de manera genérica─ de los pecados cometidos contra Dios; por el que, de manera genérica, decidiría no seguir ofendiéndole mortalmente; y por el que incluso ─como si adoptase un hábito─ estaría dispuesto a abandonar el pecado y el error en los que persiste por una ignorancia que, no obstante, podría vencer, siempre que reconociese que está en pecado y que desagrada a Dios.
Francisco de Vitoria enseña exactamente lo mismo en sus Relectiones Theologicae (Relect. de potest. ecclesiae, q. 2, n. 9), cuando habla de la contrición.
4. Finalmente, no recuerdo haber leído hasta el momento a ningún Doctor que haya escrito antes que Domingo de Soto y Melchor Cano y que se haya opuesto a este parecer común, si exceptuamos a John Major (In quatuor libros sententiarum quaestiones, IV, dist. 14, q. 1), pues éste se pregunta si acaso el acto de contrición puede realizarse sin un auxilio especial de Dios; de este modo, al igual que Gregorio de Rímini, parece inclinarse a pensar que no puede realizarse un acto moralmente bueno sin un auxilio especial de Dios y que la contrición, que es la disposición última para alcanzar la gracia, debe ser un acto moralmente bueno. Pero es posible que ni Major, ni Gregorio de Rímini, ni Juan Capreolo, nieguen que este acto pueda realizarse de manera substancial, siempre que sea en ausencia de alguna circunstancia necesaria para que sea un acto moralmente bueno.
Sin embargo, algunos de los Doctores citados que defienden este parecer común, yerran en gran medida y otros con razón les censuran, porque aquéllos creen que el dolor que procede únicamente de las fuerzas naturales es una disposición suficiente para recibir la infusión de la gracia, a pesar de que, no obstante, de las Sagradas Escrituras se colige lo contrario, como define el Concilio de Trento (ses. 6, caps. 3 y 5).
5. El parecer común de los Doctores se apoya en el siguiente razonamiento: Una vez que ya estemos en posesión ─en la mayor medida posible─ de la luz de la fe y reconozcamos a Dios nuestro creador y los beneficios tan grandes ─tanto de naturaleza, como de gracia─ que nos ha conferido ─hasta llegar a la efusión de su propia sangre en la cruz─ y también sepamos que a los justos les espera una felicidad eterna y a los impíos un fuego eterno y una miseria máxima y que el pecado mortal es un mal tan abyecto ─y, por ello, ofende a la majestad divina─ que incluso uno basta para que quien lo ha cometido pierda la felicidad suprema y caiga en la miseria más abyecta, salvo que se duela de él y decida no reincidir en adelante, sin lugar a dudas, todos estos pensamientos resultarán tan potentes ─para levantar y mover la voluntad─ que el libre arbitrio de aquel que se haya persuadido de todo esto ─y, gracias a su propia inteligencia o por consejo y ruego de otro, haya reflexionado atentamente sobre esta cuestión─ será capaz ─sólo con el concurso general de Dios y por la visión de los males abyectos en los que podría caer algún día─ de execrar sus crímenes con el propósito de precaverse en adelante de todo pecado mortal; en esto consiste la atrición como acto substancial; asimismo, tras reconocer la bondad y los beneficios de Dios, execrará sus crímenes con el propósito de precaverse de todo pecado mortal y aquí radicaría la razón de la contrición como acto substancial e insuficiente para alcanzar la salvación, porque no procedería, ni se perfeccionaría por el impulso especial del Espíritu Santo. Con lo que vamos a añadir a continuación, reafirmaremos este parecer de muchos escolásticos.

Miembro II: En el que se explica el parecer contrario y sus fundamentos

1. En nuestros tiempos no faltan quienes consideran que este conocido parecer de los escolásticos es peligroso e, incluso, cercano al error, aunque se aplique a un varón católico que estaría en un pecado mortal por el que ni la fe, ni la esperanza, recibirían detrimento, siendo este el caso al que se refiere el razonamiento que acabamos de ofrecer. Para afirmar esto, se apoyan en el siguiente fundamento.
2. En general, el propósito de no volver a pecar mortalmente ─siendo esto algo que se requiere para que puedan realizarse los actos de atrición o contrición de manera substancial─ debe ser un propósito eficaz, que, sin lugar a dudas, debe incluirse entre las obras dificultosas. Pero el hombre, en el estado de naturaleza caída y sin un auxilio especial de Dios, no puede hacer nada que implique una dificultad. Por esta razón, aunque el concurso general de Dios baste para la existencia de un propósito ineficaz, sin embargo, para que este propósito sea eficaz, es totalmente necesario un auxilio particular de Dios.
3. Piensan que Domingo de Soto fue de este parecer, porque en De natura et gratia (lib. 1, cap. 22) sostiene que del mismo modo que, en el estado de inocencia, Adán pudo cumplir todos los preceptos durante un largo espacio de tiempo sólo con el concurso general de Dios, así también, únicamente con este mismo concurso, en verdad habría podido atribuirse él mismo y todo lo suyo a Dios con un único acto; pero, sobre el hombre en estado de naturaleza caída, añade que del mismo modo que sólo con el concurso general de Dios no puede cumplir todos los preceptos durante un largo espacio de tiempo sin transgredir alguno, así también, con este mismo concurso, en verdad no puede atribuirse él mismo a Dios con un único acto mental, porque sin un auxilio especial de Dios no puede no caer en pecado mortal, siendo esto algo que impide el favor divino.
4. Bartolomé de Medina en su Expositio in primam secundae divi Thomae(q. 109, art. 3) parece adherirse a este parecer. Pues, en primer lugar, como Santo Tomás enseña en este artículo que el hombre en su estado de naturaleza íntegra no necesitaba de un auxilio especial para amar a Dios sobre todas las cosas de modo natural ─por el contrario, el hombre en estado de naturaleza caída lo necesita para realizar este acto─, Bartolomé de Medina interpreta con razón que lo que dice Santo Tomás debe entenderse referido a la dilección de Dios que incluye el cumplimiento de todos los mandamientos que suponen leyes naturales y el fin natural del hombre y, además, no durante un breve espacio de tiempo, sino largo, y también durante todo el espacio de tiempo que dure la vida desde el momento en que alguien comienza a amarlo.
Ciertamente, no debemos hablar de la dilección natural de Dios sobre todas las cosas de manera distinta de la sobrenatural. Según las Sagradas Escrituras, la dilección sobrenatural de Dios sobre todas las cosas ─que es necesaria para alcanzar la vida eterna─ incluye el cumplimiento de todos los mandamientos hasta el fin de la vida. Esto es evidente según lo que leemos en Juan, XIV, 21: «El que tiene mis mandamientos y los guarda, ése es el que me ama; y el que me ame, será amado de mi Padre; y yo le amaré y me manifestaré a él»; y un poco más adelante (Juan, XIV, 23): «Si alguno me ama, guardará mi palabra»; y en Romanos, XIII, 8: «Pues el que ama al prójimo ha cumplido la ley». Tras recordársenos los mandamientos referidos a la dilección del prójimo, leemos (XIII, 9): «Y todos los demás preceptos se resumen en esta fórmula: Amarás a tu prójimo como a ti mismo»; y finalmente (XIII, 10): «La caridad es, por tanto, la ley en su plenitud». También leemos en I Juan, II, 4-5: «Quien dice: Yo le conozco; y no guarda sus mandamientos, es un mentiroso; y la verdad no está en él». La caridad perfecta de Dios está en aquel que guarda su palabra; y en I Juan, V, 2-3: «En esto conocemos que amamos a los hijos de Dios: si amamos a Dios y cumplimos sus mandamientos». Ciertamente, esta es la caridad de Dios: cumplir sus mandamientos.
A Santo Tomás también lo interpretan de este mismo modo Cayetano ─aunque de manera un tanto oscura─, Domingo de Soto ─en los pasajes citados del De natura et gratia─ y otros discípulos de Santo Tomás.
Sin lugar a dudas, es evidente que este es el pensamiento de Santo Tomás, según la explicación que ofrece sobre la cuestión de por qué el hombre en estado de naturaleza caída no puede amar a Dios sobre todas las cosas con dilección natural sin un auxilio especial de Dios, como podía en su estado de naturaleza íntegra. Pues, según dice, el hombre se ha apartado de esta dilección por el apetito de su voluntad racional, que, a causa de la corrupción de su naturaleza, se dirige hacia un bien privado, salvo que la gracia lo sane. Santo Tomás afirma que el hecho de que la voluntad se dirija hacia un bien privado ─contra la ley de Dios─ supone no amar a Dios sobre todas las cosas con esa dilección que incluye la observancia de los mandamientos naturales de Dios. Pero como es evidente que cada vez que la voluntad se dirige hacia un bien privado ─contra la ley de Dios─ lo elige libremente y, por esta razón, peca ─tras abandonar la dilección de Dios sobre todas las cosas─ y que su naturaleza abandonada posee libertad para no elegir cualquier bien privado en particular que se le haya ofrecido, por ello, Santo Tomás está hablando de la dilección natural de Dios sobre todas las cosas, que incluye la observancia de los mandamientos de Dios no en uno u otro momento, sino a largo plazo, según interpretan los Doctores mencionados este pasaje.
5. En segundo lugar, Bartolomé de Medina, creyendo que su discurso concuerda con el de Santo Tomás, distingue en el lugar citado un doble acto de dilección de Dios. Primero, por el que alguien desea agradar a Dios en todo y sobre todas las cosas con voluntad ineficaz y débil; suele recibir el nombre de «veleidad» y se expresa con estas palabras: «desearía agradar a Dios en todo y sobre todas las cosas». Segundo, por el que alguien quiere agradar a Dios en todo y sobre todas las cosas con voluntad absoluta y eficaz y, por ello, conlleva el cumplimiento de todos los mandamientos. Pero dejando de lado la dilección sobrenatural de Dios ─que, evidentemente, no puede realizarse sólo con las fuerzas naturales y sin el concurso especial de Dios─, sobre la dilección natural de Dios como acto substancial, parece afirmar que el primer acto de la voluntad ─que sólo es cierta veleidad de agradar a Dios en todo y sobre todas las cosas y, por ello, de observar todos los mandamientos naturales─ puede realizarse con las fuerzas naturales y sin un concurso especial de Dios; por el contrario, el segundo acto ─que es la voluntad absoluta y eficaz de observar todos los mandamientos─ no puede realizarse de ningún modo sin un auxilio especial de Dios. Pero como los actos de contrición y atrición ─conforme a su substancia─ incluyen el propósito o voluntad de observar en adelante todos los mandamientos y no basta que este propósito sea cierta veleidad, sino que es necesaria una voluntad determinada y absoluta en virtud de la cual el pecador decida absolutamente no volver a caer en pecado mortal, por ello, no puede negarse que Bartolomé de Medina defienda este parecer. Más aún, por lo que dice, parece evidente que afirmar que los actos de contrición o atrición pueden realizarse ─conforme a su substancia─ sin un auxilio especial de Dios, no es menos peligroso, ni menos cercano al error, que sostener que la voluntad absoluta y eficaz de agradar a Dios en todo y sobre todas las cosas puede darse sólo en virtud de las fuerzas naturales y sin un auxilio especial de Dios.
6. Como demostración de su parecer, aduce la siguiente definición del Concilio de Trento (ses. 14, cap. 4): «Como el origen de la contrición imperfecta, llamada atrición, suele estar en la reflexión sobre la infamia del pecado o en el miedo del infierno y de los castigos, si excluye la voluntad de pecar por la esperanza del perdón, este acto no sólo no hace al hombre hipócrita y más pecador, sino que es un don de Dios y un impulso del Espíritu Santo, que todavía no habita en el penitente, sino que sólo lo mueve, para que, con su asistencia, prepare su propio camino hacia la justicia; y aunque, sin el sacramento de la penitencia, este impulso no puede por mismo conducir al pecador a la justificación, no obstante, lo dispone para que pueda alcanzar la gracia de Dios con este sacramento. Pues los ninivitas, estremecidos de manera provechosa por este temor, se arrepintieron totalmente de sus errores ante la predicación de Jonás, logrando así la misericordia del Señor. Por este motivo, algunos calumnian sin razón a los escritores católicos, como si éstos enseñasen que el sacramento de la penitencia confiere la gracia sin una buena actitud de quienes lo reciben; pues la Iglesia de Dios nunca ha pensado, ni enseñado esto; también enseñan falsamente que la contrición es forzada y obligada y no libre y voluntaria».
Según lo que hemos dicho, podemos presentar el siguiente argumento. El Concilio define que si la atrición ─cuyo origen suele estar por lo común en la reflexión sobre la infamia de los pecados o en el miedo de las penas del infierno─ excluye la voluntad de pecar, entonces es un don de Dios y un impulso del Espíritu Santo. Por tanto, el Concilio declara que la voluntad y el propósito de no pecar en adelante no pueden darse de ningún modo ─también conforme a su substancia como actos─, salvo en virtud del impulso y del auxilio particular del Espíritu Santo.

Miembro III: Debemos admitir que, entre la dilección eficaz de Dios y la veleidad, puede haber una dilección absoluta ineficaz

1. En primer lugar: Debemos decir que, según la enseñanza de Santo Tomás que hemos ofrecido en el miembro anterior ─que concuerda en gran medida con las Sagradas Escrituras y a la que los Doctores suelen adherirse─, la dilección eficaz de Dios sobre todas las cosas conlleva la observancia de sus mandamientos, cuya violación entra en contradicción con la caridad de Dios. Pero esta dilección es doble. La primera es aquella a la que nos referimos como «dilección eficaz de Dios sobre todas las cosas» dirigida al fin sobrenatural; por ello, incluye la observancia de los mandamientos ─del modo requerido para alcanzar el fin sobrenatural─, porque esta dilección incluye los actos sobrenaturales de fe, esperanza y caridad y excluye la transgresión de todos los preceptos de la ley natural, tanto afirmativos, como negativos, según el momento y el lugar en que obliguen bajo amenaza de pecado mortal. Sobre esta observancia de los mandamientos, Cristo dijo (Mateo, XIX, 17): «Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos»; y en Juan, XIV, 21: «El que tiene mis mandamientos y los guarda, ése es el que ama». Finalmente, los demás testimonios de las Sagradas Escrituras ofrecidos en el miembro anterior, deben entenderse referidos a esta dilección. La segunda dilección es a la que llamamos «dilección eficaz de Dios» dirigida a un fin sólo natural y únicamente exige un conocimiento natural de Dios y la observancia, según el momento y el lugar, de aquellos preceptos de la ley puramente natural que obligan bajo amenaza de pecado mortal.
2. En segundo lugar: Debemos decir que los primeros padres, considerados en estado de inocencia y en posesión de la justicia original, pero no de las virtudes teologales, ni de los demás dones y auxilios sobrenaturales ─por ello, al final de nuestra tercera disputa, hemos dicho que la justicia original sólo sirve para sanar los defectos ingénitos de la naturaleza humana y, por esta razón, en cierto modo, se incluye entre los bienes naturales del hombre─, sólo con el concurso general de Dios, pudieron cumplir durante un largo espacio de tiempo toda la ley natural y, por ello, pudieron amar a Dios sobre todas las cosas con dilección eficaz y natural, como hemos explicado en nuestra cuarta disputa. Esto es lo que Santo Tomás enseña en el artículo tercero citado. Además, también pudieron ─a través de los dones sobrenaturales de fe, esperanza y caridad, que de igual modo les fueron concedidos, y sin recibir otro auxilio especial de Dios─ cumplir todos los mandamientos en la medida necesaria para alcanzar el fin sobrenatural y, por este motivo, pudieron amar a Dios sobre todas las cosas con dilección eficaz dirigida a este mismo fin, como también hemos explicado en la misma disputa cuarta. Sin embargo, en estado de naturaleza caída y sin un auxilio especial de Dios, los hombres no pueden cumplir durante un largo espacio de tiempo toda la ley natural que obliga bajo amenaza de pecado mortal y, por este motivo, no pueden amar a Dios con dilección eficaz y natural sin un auxilio especial, como también explica Santo Tomás en el artículo tercero citado; más adelante enseñaremos que esto es dogma de fe. Es más, debemos añadir que, sin un auxilio especial de Dios, los hombres no pueden ─ni en el estado de naturaleza caída, ni tras haber recibido, posteriormente, la gracia que convierte en agraciado─ cumplir durante un largo espacio de tiempo toda la ley ─incluida la natural que obliga bajo amenaza de pecado mortal─ y, por esta razón, para amar a Dios sobre todas las cosas con la dilección eficaz de la que estamos hablando, además de la gracia que convierte en agraciado o el don de la justificación, necesitan de un auxilio especial de Dios con el que puedan guardarse de los pecados mortales, como enseñaremos en su momento y como se colige abiertamente de la siguiente definición de la Iglesia en el Concilio de Trento (ses. 6, can. 22): «Si alguien dijera o bien que el justificado puede perseverar en la justicia recibida ─y, por ello, en ausencia de pecado mortal─ sin un auxilio especial de Dios, o bien que con éste no puede, sea anatema».
3. En tercer lugar: Debemos señalar que el auxilio particular que los hombres en estado de naturaleza caída necesitan para amar a Dios eficazmente sobre todas las cosas ─ya sea cumpliendo, con vistas tan sólo a un fin natural, toda la ley puramente natural que obliga bajo amenaza de pecado mortal, ya sea cumpliendo, en virtud de la gracia, esta misma ley y, además, los preceptos sobrenaturales─ difiere en gran medida del auxilio por el que alcanzan la justificación y vuelven a estar en gracia; a este punto debe prestársele gran atención en nuestra disputa. En efecto, como es artículo de fe sostener que, sin un auxilio sobreañadido de Dios, el justificado no puede perseverar en la justicia recibida y, en consecuencia, no puede cumplir toda la ley que obliga bajo amenaza de pecado mortal, es evidente a todas luces que, para cumplir los mandamientos y, por ello, amar a Dios eficazmente, además de la propia justicia, de la gracia que convierte en agraciado y de los auxilios que conducen a ésta, necesita un nuevo auxilio sobreañadido. La razón de esto es la siguiente: Los auxilios de la gracia que previenen, incitan y cooperan en la justificación, cesan una vez alcanzada ésta; y aunque el hábito de la caridad y de la gracia inclinen hacia el bien, no obstante, una vez que hemos perdido la justicia original a causa del pecado y que la parte inferior de la naturaleza humana se ha desbocado, la debilidad de nuestra naturaleza para cumplir la ley es tan grande y ─en cuanto a las fuerzas que nuestra naturaleza necesita para cumplirla─ la inclinación del hábito de la caridad y de la gracia es tan pequeña que ─salvo que Dios otorgue su asistencia con mayor frecuencia a través de su auxilio cotidiano y particular según el modo en que se presenten las tentaciones, ya sea alejándolas, ya sea reprimiendo al enemigo, ya sea proporcionando fuerzas de distintas maneras─, a causa de su debilidad, el hombre sucumbirá y caerá en pecado, si no en un momento, en otro o en otras circunstancias, aunque siempre libremente.
4. De ahí que Celestino I, en su Epistola 21 ad episcopos Galliarum (cap. 6), diga: «Nadie, aunque esté fortalecido por la gracia del bautismo, puede superar las emboscadas del diablo y vencer el deseo de la carne, salvo que, gracias a la ayuda cotidiana de Dios, haya alcanzado la perseverancia en su comportamiento». También Inocencio I, en su Epistola 29 ad Concilium Carthaginense y en su Epistola 30 ad Concilium Milevitanum, que corresponden a sus cartas decretales 25 y 26, denomina «cotidiano» al mismo auxilio. Es evidente que este auxilio cotidiano difiere en gran medida del auxilio que conduce al hombre hacia la justicia y lo devuelve a la gracia. Si un adulto justificado necesita del auxilio cotidiano para cumplir la ley y amar a Dios con eficacia, ¿cuánto más no lo necesitará para hacer esto mismo aquel que todavía no está en gracia?
5. En cuarto lugar: Debemos decir que, como la dilección eficaz de Dios de la que estamos hablando ─tanto si se dirige a un fin sobrenatural, como si tan sólo se dirige a un fin natural─ incluye la observancia de los mandamientos, por ello, esta dilección no reside únicamente en el acto simple en virtud del cual alguien ─por afecto y amor a Dios─ decide cumplir todos los mandamientos, sino que, por lo menos, también depende ─como condición sin la cual este acto no podría considerarse dilección eficaz de Dios sobre todas las cosas─ de la observancia en acto de los mandamientos o de su cumplimiento del modo en que se ha decidido por medio de este acto o propósito. Por otro lado, este cumplimiento depende al mismo tiempo de dos cosas, a saber, en primer lugar, de que el libre arbitrio de quien ha tomado esta decisión posea fuerzas suficientes y, en segundo lugar, de que este hombre, en razón de su libertad innata, coopere de tal modo que cumpla lo que ha decidido. Por tanto, como en el estado de inocencia los primeros padres tenían fuerzas suficientes ─en virtud de los dones de los hábitos de la justicia original y de las virtudes teologales que recibieron, sin necesidad de recibir otro auxilio particular de Dios─ para cumplir, durante un largo espacio de tiempo, todos los mandamientos con vistas a ambos fines, por ello, del mismo modo que, aun habiendo recibido estos dones, su perseverancia en el bien sólo dependía de su libre arbitrio, así también, hacer eficaz la dilección de Dios dirigida a ambos fines sólo dependió de su arbitrio. Pero como, tras perder la justicia original y desbocarse la parte inferior de la naturaleza humana a causa del pecado, a los hombres en estado de naturaleza caída ni siquiera les quedan fuerzas para cumplir, durante un largo espacio de tiempo, los preceptos de la ley natural que obligan bajo amenaza de pecado mortal, de aquí se sigue que, del mismo modo que su perseverancia en el bien ─incluido el natural─ depende al mismo tiempo tanto de su libre cooperación, como del auxilio cotidiano y particular de Dios ─por ello, la perseverancia es un don de Dios─, así también, hacer eficaz únicamente a la dilección natural de Dios sobre todas las cosas, o a la sobrenatural tras alcanzar el don de la justificación, depende simultáneamente tanto de la libre cooperación de los hombres, como del auxilio cotidiano y particular de Dios.
6. A partir de aquí es fácil entender que, más allá de la veleidad por la que alguien desea ─en virtud de un afecto de dilección y amor─ cumplir todos los mandamientos, no lo quiere sin más y en términos absolutos; asimismo, además de una voluntad absoluta y eficaz por la que, en virtud de un afecto igual, querría esto mismo y realizaría esta obra, debemos admitir una voluntad absoluta e ineficaz por la que, en virtud de un afecto igual, lo querría de manera absoluta, aunque después no realizase esta obra; tampoco hay que admitir únicamente que esta voluntad sea puramente natural y sólo según su substancia como acto, sino que también sería sobrenatural, siendo esto suficiente para la justificación del adulto o, más aún, para hacer al justificado merecedor de un incremento de la gracia y de la vida eterna. En efecto, ya hemos explicado que un único e idéntico acto de dilección de Dios sobre todas las cosas o el propósito, en virtud de un afecto de amor, de cumplir en adelante todos los mandamientos, pueden convertirse indiferentemente en dilección de Dios eficaz o ineficaz en la medida en que, posteriormente, en razón de la libertad de quien se lo proponga ─con ayuda del auxilio cotidiano de Dios─, se siga o no la ejecución de la ley de la que depende como condición necesaria que este propósito se convierta en dilección de Dios eficaz o ineficaz; por consiguiente, a partir de aquí ─y no a partir del modo y de la cualidad del acto del que se sigue como principio─ podemos distinguir entre una dilección de Dios absoluta e ineficaz sobre todas las cosas y otra eficaz.
7. Demostración: En primer lugar: No puede negarse que los primeros padres, antes de caer en pecado, amaron a Dios sobre todas las cosas con dilección absoluta y decidieron cumplir no sólo todos los demás preceptos, sino también el precepto positivo de no comer del árbol de la ciencia del bien y del mal, que Dios les había impuesto bajo amenaza de muerte, como leemos en Génesis, II, 16-17, y como indica bien a las claras la respuesta que la mujer dio a la serpiente en Génesis, III, 3. No obstante, esta dilección no fue eficaz, porque cayeron en pecado mortal por transgredir el precepto. Por tanto, hay una dilección de Dios sobrenatural, absoluta e ineficaz para cumplir los preceptos en virtud de una ineficacia que sólo procede de la libertad de los primeros padres, quienes, tras haber recibido las fuerzas con las que, sin otro auxilio eficaz de Dios, habrían podido convertir esta dilección en eficaz, sin embargo, la hicieron ineficaz transgrediendo el precepto en razón de su libertad. Pero si pudo haber una dilección sobrenatural y absoluta de Dios sobre todas las cosas, que de hecho fue ineficaz en los primeros padres, mucho más pudo haber una dilección natural, porque no fueron los dones sobrenaturales de la gracia que convirtieron a esta dilección en sobrenatural, los que la hicieron ineficaz, sino tan sólo la libertad de arbitrio que poseyeron los primeros padres. Demostración: Si los primeros padres hubieran sido creados sólo con la justicia original y no hubiesen recibido los hábitos de la gracia y de las virtudes teologales antes de pecar, habrían podido realizarse exactamente el mismo acto de dilección conforme a su substancia y el mismo pecado que de hecho se produjeron; de ahí que la dilección natural de Dios sobre todas las cosas resultase absoluta e ineficaz.
8. En segundo lugar: En el estado de naturaleza caída, todos los adultos que alcanzan la justificación en acto a través de la contrición, aman a Dios sobre todas las cosas con dilección absoluta, como también admiten y afirman nuestros adversarios. Pero esta dilección casi siempre suele ser ineficaz en los hombres que, justificados de este modo, caen en pecado mortal y no cumplen lo que decidieron hacer ─en virtud de su afecto de dilección sobrenatural─ cuando alcanzaron la justificación. Por tanto, en el estado de naturaleza caída, habría una dilección de Dios sobre todas las cosas, que sería absoluta e ineficaz en razón de una ineficacia debida tan sólo a la libertad del justificado, porque Dios estaría presto a conferirle un auxilio cotidiano, particular y suficiente para que, si el propio justificado quiere, persevere en la observancia de los mandamientos y, por ello, su dilección sea eficaz. Pero si una dilección absoluta y sobrenatural puede volverse ineficaz en el estado de naturaleza caída, con mayor razón podrá suceder esto en el caso de la dilección absoluta y natural, porque el hecho de que la dilección sobrenatural resulte ineficaz, no se debe a los auxilios sobrenaturales en virtud de los cuales esta dilección es sobrenatural, sino a la libertad del justificado, como acabamos de decir acerca de la dilección en el estado de naturaleza íntegra.
9. En tercer lugar: En un momento San Pedro (Mateo, XXVI, 33-35) dice: «Aunque todos se escandalicen de ti, yo nunca me escandalizaré… Aunque tenga que morir contigo, yo no te negaré». Y cuando en Lucas, XXII, 33, San Pedro dice: «Señor, estoy dispuesto a ir contigo hasta la cárcel y la muerte»; ciertamente, su dilección de Cristo y de Dios sobre todas las cosas es absoluta y, gracias a ella, hizo méritos. Pero esta dilección fue ineficaz, porque en cuanto aparecieron la tentación y un peligro inminente, sucumbió y transgredió la ley de Dios. Por tanto, hay un acto de dilección de Dios sobre todas las cosas, que es absoluto e ineficaz para el cumplimiento en adelante de los preceptos, en razón de la libertad y de la culpa del que sucumbe. En efecto, no se puede negar que, en ese momento, Dios estaba dispuesto a ayudar a Pedro con un auxilio tan grande como hubiese necesitado para no sucumbir, si hubiese querido.
10. De todo lo que hemos dicho en este miembro, podemos colegir dos cosas más. En primer lugar: De la doctrina de Santo Tomás en la Summa Theologica, art. 3 citado ─contrariamente a lo que él mismo dice en sus comentarios In libros Sententiarum y al parecer común de los escolásticos─, no se puede inferir que no sea posible realizar, sólo con las fuerzas naturales de nuestro arbitrio y con el concurso general de Dios, un acto absoluto puramente natural de dilección de Dios sobre todas las cosas que resulte insuficiente para justificarse y, por la misma razón, tener un propósito absoluto de cumplir de manera genérica todos los preceptos ─sobre todo cuando todas las dificultades y tentaciones están ausentes─ que sea suficiente para realizar los actos de atrición y contrición conforme a su substancia. Ciertamente, en su artículo, Santo Tomás sólo establece una diferencia entre el hombre en estado de naturaleza íntegra y el hombre en estado de naturaleza caída, a saber, el hombre en estado de naturaleza íntegra podía, sin un auxilio especial de Dios, amar a éste con una dilección que incluía la observancia posterior de todos los mandamientos naturales, porque ─como el don de la justicia original reprimía la parte inferior de su naturaleza y suprimía todo sufrimiento y malestar en su obrar conforme a la recta razón─ nada le impedía recorrer la senda de todos los mandamientos y obrar aquello que en un momento decidiera de manera absoluta; pero el hombre en estado de naturaleza caída no puede amar a Dios sobre todas las cosas con el mismo género de dilección sin un auxilio especial, porque, a causa de la rebelión de sus facultades sensitivas y de la corruptibilidad de su cuerpo, debe superar la fatiga, el malestar y muchos y variados obstáculos y dificultades máximas, para llegar a obrar lo que ha decidido; pero sin un auxilio cotidiano y especial de Dios no podrá superar todas estas cosas sin perseguir ─en una u otra ocasión de entre tantas y tan frecuentes como se le ofrecen─ un bien particular contra la ley de Dios, aunque podría superar cada una de ellas por separado. Así pues, según el parecer común de los escolásticos y de Santo Tomás, la dificultad de amar a Dios sobre todas las cosas con una dilección natural que incluya la observancia de todos los mandamientos, no está en formarse desde un principio el puro propósito absoluto de cumplir todos los mandamientos ─especialmente cuando no se presentan ninguna dificultad, ni ocasión de pecar─, sino que toda la dificultad está en cumplir posteriormente lo que así se ha decidido desde un principio; por esta razón, afirman que, para que se produzca lo segundo ─pero no lo primero─, necesitamos un auxilio cotidiano y particular de Dios.
11. En segundo lugar: A causa del pecado del primer padre, nuestro libre arbitrio está tan debilitado y se inclina de tal modo hacia la dilección natural de Dios que incluye el cumplimiento de todos los mandamientos naturales, que no puede estar en posesión de ella sin un auxilio especial de Dios, a pesar de que, en su estado de naturaleza íntegra, el hombre pudo estar en posesión de esta dilección en virtud de sus fuerzas naturales sólo con el concurso general de Dios. Sin embargo, según el parecer común de los escolásticos, nuestro arbitrio no está ─a causa del pecado─ tan debilitado, ni inclinado de tal modo que el hombre en estado de naturaleza caída no pueda realizar, en virtud de sus fuerzas, el puro acto absoluto de agradar a Dios en todo y de cumplir todos los mandamientos naturales que obligan bajo amenaza de pecado mortal; ahora bien, el hombre en estado de naturaleza íntegra no sólo podía realizar este acto, sino también cualquier otro de virtud moral, mucho más fácilmente y de modo más expedito que el hombre de naturaleza corrupta.

Miembro IV: Qué dilección está incluida en la contrición y qué debe decirse sobre la cuestión propuesta

1. Por todo lo que hemos dicho en el miembro anterior, es fácil entender que ni el acto de contrición puramente natural conforme a su substancia, ni el acto de contrición sobrenatural requerido para alcanzar la justificación sin sacramento, incluyen una dilección de Dios sobre todas las cosas que sea eficaz ─es decir, que tenga como consecuencia la observancia de los mandamientos─, sino que, para que esta observancia se produzca, basta con una dilección de Dios sobre todas las cosas que sea eficaz o con el propósito absoluto de cumplir en adelante los mandamientos, tanto si esta dilección resulta eficaz posteriormente en virtud de la observancia de los mandamientos, como si resulta ineficaz por la transgresión de alguno de ellos; esto es verdad hasta tal punto que lo contrario debe considerarse más que peligroso en materia de fe. Pues, como hemos dicho en el miembro anterior, el Concilio de Trento (ses. 6, can. 22) declara lo siguiente: «Si alguien dijera que alguien que ha alcanzado la justificación puede perseverar en la justicia recibida sin un auxilio especial de Dios, sea anatema». Con estas palabras, sobre aquel que ha alcanzado la justificación y, por ello, ha hecho contrición de modo sobrenatural y, en consecuencia, ama a Dios de modo sobrenatural y tiene el propósito de cumplir los mandamientos y no pecar mortalmente, el Concilio define que nada de todo esto resulta en eficaz y suficiente para cumplir los mandamientos durante un largo espacio de tiempo y durante toda la vida, ni para contenerse de pecar mortalmente ─siendo esta la única razón por la que se pierde la justicia recibida─, sino que la eficacia de esta dilección y de este propósito depende del auxilio cotidiano y particular junto con la aplicación simultánea de la cooperación del libre arbitrio del hombre justificado. Pues en la segunda parte de este canon, el Concilio define que, con el auxilio especial de Dios, el justificado puede perseverar en la justicia recibida y, por ello, cumplir los mandamientos y refrenarse de caer en cualquier pecado mortal; así leemos: «Si alguien dijera que alguien que ha alcanzado la justificación no puede perseverar en la justicia recibida con el auxilio especial de Dios, sea anatema».
Podemos confirmar que, para que haya contrición ─incluida la sobrenatural─, basta una dilección de Dios sobre todas las cosas que sea absoluta; no se exige que sea eficaz de tal manera que tenga como consecuencia la observancia de los mandamientos, porque si fuera necesaria una eficacia así, entonces todo aquel que, tras dolerse de sus pecados, cayese de nuevo en pecado mortal, no habría hecho antes contrición, ni habría sido devuelto a la gracia; ahora bien, ¿quién duda de que afirmar esto es erróneo en materia de fe?
2. Debemos añadir que, para hacer contrición sobrenatural, tampoco es necesaria una dilección de Dios sobre todas las cosas que sea eficaz en ese sentido, ni un propósito de no pecar que también sea eficaz en ese sentido; además, en caso de que, mientras alguien hace acto de contrición y de atrición, se le presenten cualesquiera tentaciones y ocasiones propicias de pecar, éste permanecerá en su mismo propósito y de ningún modo sucumbirá. Ciertamente, el parecer común de los Teólogos es contrario a esto; además, muy pocos o, más bien, nadie haría acto verdadero de contrición o atrición por sus pecados, si un propósito tal fuese necesario para hacer acto de contrición o atrición. Sin lugar a dudas, aquel que quiera defender esto, estrechará sobremanera el camino de la salvación, empujará a los hombres a la desesperación y turbará a la Iglesia de Dios con grandes preocupaciones. Añádase que, de ser esto así, sería una decisión segura y salutífera ─más aún, necesaria─ que aquel que se doliese de sus pecados y decidiese en adelante no volver a pecar, descendiese a valoraciones particulares ─proponiéndose hacer frente a tentaciones y dificultades gravísimas antes que ofender a Dios─, para comprobar de este modo la eficacia de su propósito, a fin de evitar permanecer en pecado mortal e incurrir en castigos eternos ─creyendo estar en posesión de un propósito legítimo─, en caso de que su propósito no llegase a un grado tal de eficacia. Ahora bien, los Santos Padres y el parecer común de los Teólogos, enseñan y aconsejan lo contrario, a saber, basta con el propósito genérico de no volver a pecar mortalmente; pero aunque Dios vigile, sucederá que, siempre que se presenten tentaciones y oportunidades propicias de caer en pecado, aquel que ha forjado en su ánimo este propósito, tras ser vencido, sucumbirá y abandonará su primera decisión. Más aún, enseñan que no sólo no es necesario, sino tampoco conveniente, descender a estas valoraciones; en el ejemplo práctico que recibimos de la Iglesia encontramos una explicación de esto mismo. También San Buenaventura (Commentaria in quatuor libros Sententiarum, IV, dist. 16, art. 2, q. 1) dice que es peligroso y estúpido ─estas son literalmente sus palabras─ proponerse a uno mismo o a otro tales valoraciones, porque esto supone tentarse gravemente a mismo o a otro.
3. Debemos añadir que, para hacer acto de contrición o atrición ─incluidos los sobrenaturales─, basta con el propósito de no volver a pecar mortalmente, porque, aunque aquel que se propone este propósito lo hace de manera absoluta y, en consecuencia, va más allá de la pura veleidad, sin embargo, en adelante se apoyará en el auxilio cotidiano y particular de Dios, que Él confiere para que lo propuesto se ejecute en acto, siendo esto algo que, por tanto, depende condicionalmente de este auxilio. Este propósito suele expresarse con estas palabras: «Con la ayuda de Dios, decido en adelante no volver a pecar mortalmente»; es decir, siempre que Dios me ayude. O también: «Seguro de su ayuda, decido no volver a pecar sin apoyarme únicamente en mis fuerzas». En efecto, puesto que es dogma de fe que, sin el auxilio cotidiano y particular de Dios, no podemos realizar tal cosa, sin duda, dependerá en gran medida de la humildad, la prudencia y, más aún, el honor debido a Dios, que quien se duele de sus pecados y decide en adelante no volver a pecar, obre de este modo confiado en el auxilio y en la protección divinas y no en sus propias fuerzas y habilidad.
4. Finalmente, debemos añadir lo siguiente: Aunque alguien ─apoyado en el auxilio de Dios del modo que acabamos de explicar─ decida abstenerse en adelante de caer en pecado mortal y se sienta muy frágil y débil ─y con razón tema y sospeche que va a recaer en el pecado, del mismo modo que también lo sospecha su confesor─, sin embargo, si elude ocasiones de pecar cercanas y, en consideración de su debilidad, decide preocuparse de no volver a caer, no habrá de denegársele la absolución sacramental, como enseña la práctica de la Iglesia y como afirman los Doctores. En consecuencia, este propósito basta para hacer acto de contrición o atrición ─incluidos los sobrenaturales─, que son suficientes para alcanzar la justificación con el sacramento. De ahí que el propósito de no pecar mortalmente ─que es suficiente para hacer acto de contrición o atrición, incluidos los sobrenaturales─ no deba ser necesariamente un acto tan eficaz y, por esta razón, tan difícil de realizarse ─conforme a su substancia─ con las fuerzas naturales del arbitrio, como creen algunos.
5. Dicho lo cual, podemos demostrar el parecer común de los escolásticos que hemos ofrecido en el miembro primero.
En primer lugar: En ausencia de los objetos y de las ocasiones de pecar, no resulta muy difícil ─por el contrario, parece fácil─ hacerse el propósito absoluto ─conforme a la substancia de este acto─ de no volver a pecar mortalmente, siendo esto también suficiente para hacer acto de contrición o atrición, como ya hemos explicado. Pues cualquiera experimentará en mismo ─si, gracias a la luz de la fe, se imagina y se persuade de que va a ser privado de la felicidad eterna, de que le van a asediar otros males innumerables y de que un fuego eterno le va a torturar, salvo que decida no recaer en el pecado mortal─ que en la facultad de su arbitrio está, sólo con el concurso general de Dios, hacerse ─de modo genérico─ el propósito absoluto de no recaer en adelante en pecado mortal, para huir así de estos males. En efecto, es natural que cualquiera, cuando debe elegir entre dos males, decida elegir el menor y arrostrarlo para evitar el mayor. De ahí que aquel que ha sido iluminado por la luz de la fe, pueda hacerse ─sólo con el concurso general de Dios─ el propósito ─conforme a la substancia de este acto─ sobre el que estamos disputando.
6. En segundo lugar: Este propósito no entra dentro del orden de la gracia; en consecuencia, es un acto único que es en puramente natural y propio del libre arbitrio y no conduce en absoluto hacia un fin sobrenatural. Por este motivo, la luz natural, la filosofía moral y la filosofía natural enseñan que este propósito no se les puede denegar a las fuerzas naturales del arbitrio humano, cuando Dios ─como causa universal─ coopera con ellas con su concurso, del mismo modo que coopera con las demás causas segundas. Quien niegue esto deberá demostrar lo contrario, que sólo deberá admitirse si se demuestra con razonamientos adecuados. Tampoco es evidente qué ventaja pueda tener debilitar las fuerzas naturales del arbitrio humano hasta el punto de negar que un acto tal u otros semejantes, naturales y simples, puedan realizarse sin un auxilio especial de Dios.
7. En tercer lugar: Asentir al misterio de la Trinidad, de la Encarnación, de la Eucaristía y de las demás revelaciones que transcienden la luz natural, no es menos difícil que decidir refrenarse de caer en pecado mortal en ausencia de todos sus objetos y ocasiones. Pero el hombre es capaz de hacer lo primero ─conforme a la substancia de dichos actos─ sin un auxilio especial de Dios, aunque no con asentimiento cristiano, sino puramente natural, como hemos explicado en nuestra séptima disputa. Por tanto, para evitar castigos eternos, alcanzar la felicidad eterna y mostrar sumisión a Dios ─a quien está atado por tantas razones─, el hombre puede hacer lo segundo, siendo esto, en consecuencia, conforme a la razón y a la luz natural.
8. En cuarto lugar: Por experiencia sabemos que, a menudo, algunos suelen confesarse con voluntad de perseverar en un solo pecado ─ya sea el concubinato, ya sea el odio o el propósito de venganza, ya sea la voluntad de no devolver lo ajeno, ya sea cualquier otro─ y, sin embargo, con el propósito de evitar al mismo tiempo todos los demás pecados mortales. Pero nadie dirá que este propósito de evitar todos los demás pecados ─exceptuando ese único─ se hace con el auxilio particular de Dios, porque este propósito de abstenerse de caer en pecado mortal no es absoluto, sino que lo acompaña la voluntad de perseverar en uno. Por tanto, si a la abstinencia de este único pecado se le une la de todos los demás, no parece que esto resulte muy difícil, sobre todo porque, si este único pecado es, por ejemplo, la voluntad de venganza o de retener lo ajeno o cualquier otro, antes de que el hombre caiga en él, no le surgirá ninguna dificultad de este tipo en su propósito de evitar todo pecado en términos genéricos; ciertamente, de aquí se sigue que si alguien, en virtud de sus fuerzas naturales, puede decidir abstenerse de caer en todos los demás pecados salvo en uno, también podrá decidir casi con la misma facilidad abstenerse en adelante de todo pecado en términos genéricos.
9. Sin lugar a dudas, es innegable que lo que hemos dicho en este miembro, en el anterior y también en el primero, hace merecedor de aprobación este parecer común de los escolásticos. Cuando más adelante examinemos si acaso el arbitrio humano tiene fuerzas naturales suficientes, sólo con el concurso general de Dios, para superar en cualquier momento cualesquiera tentación y dificultad graves, también diremos ─exponiendo antes sus fundamentos─ si lo que, hoy en día y en las escuelas de distintos países, se afirma en sentido contrario debe admitirse y, además, con qué base. En el ínterin veremos de qué modo pueda defenderse el parecer de los escolásticos que hemos expuesto.

Miembro V: En el que se refutan las objeciones contra el parecer común de los escolásticos

1. Respecto del fundamento en el que se basa el parecer contrario, ya hemos explicado suficientemente que, para hacer acto de contrición y de atrición ─incluidos los sobrenaturales─, basta con el propósito absoluto y genérico de no pecar mortalmente, siendo esto algo que no se requiere para que dicho acto sea eficaz; en consecuencia, conlleva la observancia de todos los mandamientos, para la que el hombre en estado de naturaleza caída necesita del auxilio cotidiano y particular de Dios.
2. En cuanto a Domingo de Soto, es cosa segura que debe incluirse en el grupo de aquellos que siguen el parecer de los escolásticos que hemos explicado, como es evidente por lo que dice en De natura et gratia,(lib. 2) y en sus Comentarii in quartum sententiarum, IV, en los lugares citados. En De natura et gratia (lib. 1), con las palabras citadas, sólo pretende decir lo siguiente: El hombre en estado de naturaleza caída no puede ─sólo con el concurso general de Dios─ realizar el acto en virtud del cual decide amar a Dios sobre todas las cosas, cumpliendo todos los mandamientos en sentido verdadero y legítimo; es decir, cumpliendo realmente todos estos mandamientos más tarde, como reconocerá cualquiera que lea a Soto. Pero esto no tiene nada que ver con la cuestión sobre la que estamos disputando, porque ya hemos explicado que, para hacer verdadera contrición, no es necesario el propósito por el que más tarde se cumple lo propuesto. Pues esto es erróneo en materia de fe.
Además, lo que Soto enseña en este lugar debe modificarse. Pues del mismo modo que el hombre en estado de naturaleza íntegra podía cumplir ─sólo con la justicia original, las fuerzas naturales de su libre arbitrio y el concurso general de Dios, sin otro don, ni auxilio sobrenatural─ todos los preceptos naturales durante un largo espacio de tiempo, así también, con un único acto, él mismo podía decidir cumplirlos y, más tarde, hacerlo realmente. Sin embargo, como todas estas decisiones no transcienden los límites de las obras puramente naturales, que sólo se conmensuran con un fin natural, por ello, no son disposiciones para la gracia ─como hemos explicado al final de la disputa tercera y en las disputas cuarta y sexta─, salvo que, en virtud de un impulso especial del Espíritu Santo, se vean transportadas y reciban cierto ser sobrenatural y conmensurado de algún modo con un fin sobrenatural. Tampoco a Adán le fue conferida, en virtud de sus propias disposiciones, la gracia que convierte en agraciado, sino al mismo tiempo que le fue infundida su naturaleza, como ya hemos dicho anteriormente.
Por esta razón, a pesar de que el hombre, tras pasar al estado de naturaleza caída y cometer pecado, seguía teniendo fuerzas naturales con las que podía cumplir todos los mandamientos durante un larguísimo espacio de tiempo y, por esta causa, podía decidir esta observancia con un único acto de tal modo que, en virtud de sus fuerzas naturales, pudiese cumplirla más tarde, sin embargo, este acto no le bastaba para liberarse siquiera del pecado original, salvo que el impulso del Espíritu Santo lo ayudase y transportase a un ser sobrenatural. No obstante, tanto si el hombre en estado de naturaleza caída decide ─cuando llega al uso de razón─ servir a Dios y cumplir todos sus mandamientos, confiando en el auxilio divino, como si ─una vez que ha caído en pecado mortal por su propio obrar─ se duele de ello y, del mismo modo, decide en adelante obedecer a Dios en todo e, impulsado por el Espíritu Santo, resulta transportado a un ser sobrenatural, aunque en ese momento no tenga fuerzas propias, ni las reciba para cumplir más tarde lo que en ese momento se propone, en verdad se dice que ama a Dios sobre todas las cosas de modo sobrenatural ─es decir, por el impulso o moción del Espíritu Santo─ y que ha recibido la última disposición para la gracia que más tarde alcanzará.
Por esta razón, la diferencia entre el hombre en estado de naturaleza íntegra y el hombre en estado de naturaleza caída ─que está en posesión o no del don de la justicia original, sin que deba tenerse en cuenta ningún otro don─ no es relevante para la cuestión que estamos discutiendo, a saber, cómo se dispone el hombre de modo suficiente para recibir la gracia tanto en el estado de naturaleza íntegra, como en el estado de naturaleza caída, siendo esto algo que Soto no acaba de señalar en el lugar citado. Tampoco si distingue del todo el auxilio sobrenatural que el hombre en estado de naturaleza caída necesita para realizar el acto de dilección absoluta y sobrenatural de Dios sobre todas las cosas, que le devolverá a la gracia por el auxilio cotidiano y particular que más tarde necesitará para que su observancia de los mandamientos sea eficaz.
3. En cuanto a Bartolomé de Medina, ya hemos explicado que su parecer no se ajusta a la verdad.
4. Volviendo al Concilio de Trento, en caso de que el argumento ofrecido fuera eficaz, entonces del mismo modo podría colegirse que nuestro libre arbitrio, supuesta también la fe sobrenatural, no podría ─en virtud de sus fuerzas naturales─ esperar de Dios el perdón conforme a su substancia como acto. Pues el Concilio declara que la atrición es un don de Dios y un impulso del Espíritu Santo y, además, le pone dos condiciones: primera, que excluya la voluntad de pecar; segunda, que se produzca al mismo tiempo que la esperanza del perdón. Más aún, como en ese pasaje el Concilio está hablando del hombre fiel, a quien atribuye los hábitos sobrenaturales de la fe y la esperanza ─de este modo, al acto de esperar el perdón, se le une el hábito de la esperanza─, por ello, si en razón de alguna de estas dos condiciones hubiera de considerarse que el Concilio pretendió definir que la atrición es un don de Dios, habría de considerarse que quiso definir esto en razón de la esperanza del perdón antes que en razón de la voluntad y del propósito de no pecar. Sin embargo, a pesar de que, una vez que existe el hábito de la esperanza, el libre arbitrio siempre realiza ─cuando espera de Dios el perdón─ el acto sobrenatural de esperar a causa del concurso de este hábito, no obstante, nadie dirá que el libre arbitrio ─sobre todo con la existencia previa de la fe─ no tiene fuerzas, con el concurso general de Dios, para realizar el acto ─conforme a su substancia─ de esperar de Él el perdón o incluso la vida eterna, cuando el parecer común de los Teólogos enseña lo contrario y tampoco es más difícil ─con la existencia previa de la fe─ esperar esto de Dios que asentir a las revelaciones divinas antes de alcanzar la fe. Por tanto, aunque admitamos que el propósito de no pecar ─que debe ir unido a la atrición, siendo ésta suficiente para alcanzar la justificación, siempre que se le añada el sacramento de la penitencia─ debe ser sobrenatural, ¿por qué habremos de negar que el libre arbitrio posea la facultad de hacerse, conforme a su substancia como acto, un propósito puramente natural semejante al anterior, que no bastaría para alcanzar la justificación, como los Doctores admiten en común a propósito del acto de la fe y de la esperanza?
5. Para llegar al fondo de la cuestión, como nunca ha habido controversia alguna de Doctores católicos con herejes, ni de Doctores católicos entre sí, sobre la cuestión de si el pecador puede, en virtud de sus fuerzas naturales, hacerse el propósito ─conforme a su substancia como acto─ del que hablamos; como el parecer común de los Doctores escolásticos ha sido que el pecador puede hacerse este propósito; y como no hay testimonio alguno de las Sagradas Escrituras, ni Concilio alguno anterior al de Trento, de donde se pueda colegir lo opuesto; por todo ello, debemos preguntar lo siguiente: ¿quién podrá persuadirse de que la Iglesia, que sólo acostumbra a definir aquello que es necesario y materia de controversia y que no define nada sin razón, sin fundamentos, sin razones firmes y discusión previa ─pues el Espíritu Santo le asiste para que ella declare qué es materia de fe y no para revelar él mismo, por medio de ella, aquello que ni en mismo, ni por principios anteriores, ha sido objeto de revelación─, quién, como digo, podrá persuadirse de que, en el citado capítulo del Concilio de Trento, la Iglesia ha pretendido, en primer lugar, definir que la atrición ─que es suficiente, junto con el sacramento de la penitencia, para alcanzar la justificación─ es un don de Dios y un impulso del Espíritu Santo, porque el hombre no podría hacerse el propósito de no pecar ─tampoco conforme a su substancia como acto─ sin un auxilio especial de Dios, y, en segundo lugar, condenar el parecer de tantos Teólogos? Ciertamente, si no hubiese otro, este argumento solo debería bastar para persuadirse de que la Iglesia no pretende definir nada semejante en el lugar citado y de que es ridículo afirmar, tras ofrecer esta definición, que el parecer de los Doctores es peligroso y se acerca al error, porque las palabras del Concilio, si se leen atentamente, no dicen nada semejante y, además, el propio Concilio (ses. 6, can. 1 y 3) se muestra muy favorable al parecer mencionado de los Doctores, cuando declara que puede haber buenas obras que el hombre hace por medio tan sólo de sus fuerzas naturales o gracias a la ayuda simultánea de la enseñanza de la ley, aunque ─sin la gracia de Jesucristo─ no basten para alcanzar la justificación. La Iglesia también define que podemos creer, tener esperanzas, amar y arrepentirnos ─conforme a la substancia de estos actos─ sin un auxilio especial de Dios, aunque no podamos hacerlo del modo necesario para alcanzar la gracia de la justificación.
6. Por tanto, lo que la Iglesia define en ese capítulo del Concilio, como podrá entender cualquiera que reflexione sobre sus palabras, es lo siguiente. En primer lugar, contra el error palmario de algunos que sostenían lo opuesto, el Concilio prescribe cómo debe ser la atrición para que con ella alguien ─tras recibir el sacramento de la penitencia─ alcance el don de la justificación, a saber: a la atrición le debe acompañar la voluntad de no pecar con la esperanza del perdón. Un poco antes, hablando contra el mismo error, declara lo mismo sobre la contrición. Luego, contra el error de los luteranos, define que la atrición que ─junto con el sacramento de la penitencia─ dispone para la recepción de la gracia, no hace a alguien hipócrita y más pecador a causa del temor de Dios, como afirman los luteranos, sino que, más bien, es un don de Dios y un impulso del Espíritu Santo, que no habita en alguien a través de la gracia que convierte en agraciado, sino que lo mueve, &c. Demostración: Los ninivitas, turbados por este mismo temor de Dios causado por la predicación de Jonás, se arrepintieron totalmente de sus errores y lograron la misericordia del Señor. De ahí que, más adelante, el Concilio infiera que los luteranos atribuyen falsamente a los escritores católicos la siguiente opinión, a saber, Dios confiere su gracia por el sacramento de la penitencia sin un buen movimiento por parte de quienes la reciben, porque la atrición no es un mal movimiento del pecador, sino un buen movimiento y un don del Espíritu Santo. Por tanto, en ese capítulo, el Concilio define que la atrición que ─junto con el sacramento de la penitencia─ basta para alcanzar la justificación, es un don de Dios que procede del don del temor de Dios que el Espíritu Santo infunde con un influjo y auxilio peculiares; ahora bien, no define que el propósito de no volver a pecar no pueda darse ─conforme a su substancia como acto─ sin un auxilio especial de Dios.
7. Por tanto, una vez ofrecida esta definición, pienso que no sólo debe afirmarse con mayor seguridad, sino de manera absoluta, que ningún adulto alcanza la justificación ni antes ni después de recibir el sacramento, salvo que le preceda un buen movimiento de su libre arbitrio, tras elevarse al ser sobrenatural por la gracia previniente y el auxilio particular de Dios, es decir, como si Dios decidiese, por ley ordinaria, no justificar a ningún adulto ni antes ni después de recibir el sacramento, salvo que le preceda un movimiento de su libre arbitrio que sea sobrenatural y proporcionado en cierto modo a la gracia y al fin sobrenatural. Por esta razón, del mismo modo que, para hacer verdadero acto de contrición, además del movimiento sobrenatural de la fe y de la esperanza, es necesaria la gracia previniente ─esto es, la infusión de un afecto de amor sobrenatural que incite al libre arbitrio a dolerse de los pecados por amor sobrenatural a Dios─, así también, para hacer un acto de atrición que, una vez recibido el sacramento, baste para alcanzar la justificación, además del movimiento sobrenatural de la fe y de la esperanza, es necesaria la gracia previniente, es decir, la infusión de un afecto de temor servil a Dios ─tras reflexionar sobre los castigos─, que es un don del Espíritu Santo y que incita y ayuda al libre arbitrio a dolerse de sus pecados por temor sobrenatural. Así pues, es totalmente cierto lo que dice San Fulgencio de Ruspe en De fide ad Petrum (Opera Sancti Augustini, t. III): «Mantén con firmeza y no dudes de ningún modo que aquí ningún hombre puede arrepentirse, salvo que Dios lo ilumine». Creemos que Melchor Cano también es de nuestro parecer, porque en su Relectio de poenitentiae sacramento (p. 3, fol. 34) sostiene que, para hacer acto de atrición por temor servil ─que es un don de Dios─, es necesario un auxilio sobrenatural. Por tanto, hablando de la atrición que ─junto con el sacramento─ prepara el camino hacia la justificación, el Concilio declara con razón que es un don de Dios que recibimos por impulso del Espíritu Santo. Sin embargo, no por eso niega que nuestro libre arbitrio ─sobre todo, si anteceden la fe y la esperanza sobrenaturales─ pueda realizar ─en virtud de sus fuerzas naturales─ este acto conforme a su substancia; ahora bien, esto no basta ─ni siquiera habiendo recibido el sacramento─ para alcanzar la justificación, a diferencia de lo que piensan los Doctores de los que hemos hablado. Pero puesto que Dios no deniega su gracia a quien hace todo lo que está en él y Cristo nos hizo merecedores no sólo de auxilios que están a nuestra disposición y nos previenen siempre que nos esforzamos por hacer ─en virtud de nuestras fuerzas naturales─ lo que está en nosotros ─de tal modo que, por este mismo esfuerzo, nos disponemos de manera sobrenatural para la recepción de la gracia─, sino también de auxilios que, con frecuencia, nos incitan del todo, de aquí se sigue que, siempre que alguien esté preparado para esforzarse por temor y para hacer todo lo que está en él a fin de detestar los pecados cometidos y precaverse en adelante de caer en pecado mortal, Dios lo prevendrá por medio del afecto y del don del temor sobrenatural, con objeto de que haga la atrición sobrenatural necesaria ─junto con el sacramento─ para que se eliminen nuestros pecados.
8. Sin embargo, aquí debemos señalar que a menudo nuestro arbitrio ─una vez que ha sido incitado a dolerse de los pecados por el don del temor servil tras pensar en los castigos─ suele representarse al mismo tiempo la bondad de Dios ─así como los beneficios que concede─, recibiendo de este modo el afecto sobrenatural del amor de Dios en virtud del cual, al mismo tiempo, se duele de estos mismos pecados por Dios y prepara el acto de contrición por medio del cual sus pecados también se le perdonan sin recibir sacramento. Por este motivo, como enseñan los Teólogos y declara el Concilio de Trento (ses. 6, cap. 6), un movimiento de temor suele anteceder a la contrición y a la justificación del impío y suele ser como la aguja que ─según dice San Agustín en In epistolam Iohannis ad Parthos, tr. 9, n. 4─ introduce el hilo de la caridad que une y junta el alma con Dios. Esto les sucedió a los ninivitas, porque no parece que persistieran en el dolor de los pecados sólo por temor servil a Dios, sino que, por amor, pasaron a sentir dolor y una verdadera contrición. En efecto, parece que muchos de ellos alcanzaron la justificación, como explican con claridad las Escrituras; ahora bien, anteriormente, no habiendo recibido ningún sacramento, sólo con la atrición no podían alcanzarla.
9. Una vez ofrecida la definición del Concilio de Trento, alguien se preguntará si hay que condenar el parecer que Domingo de Soto ofrece en De natura et gratia(lib. 2, al final del cap. 3) y en sus Commentarii in quartum sententiarum (InIV, dist. 14, q. 1, art. 1, y q. 2, art. 5), donde afirma que el acto de atrición que se realiza en virtud únicamente de las fuerzas naturales, basta para alcanzar la justificación, si se le añade el sacramento; Soto sostiene esto, porque el concurso sobrenatural del sacramento completa el concurso sobrenatural con que Dios suele guiar a nuestro dolor hacia el ser sobrenatural de la contrición y, por esta razón, del mismo modo que es sobrenatural la contrición que basta para recibir la gracia, así también, el acto de atrición realizado en virtud únicamente de las fuerzas naturales permite alcanzar ─junto con el sacramento─ la disposición sobrenatural que equivale a la contrición. Lo mismo puede preguntarse a propósito del parecer que Melchor Cano ofrece en Relectio de poenitentiae sacramento(parte 5, fol. citado), donde afirma lo mismo de la atrición que se produce por amor natural a Dios, aunque no por ello deje de temerse lo opuesto.
10. Por mi parte, aunque creo que ─una vez que la Iglesia ha definido todo esto que acabamos de explicar─ el parecer de estos Doctores no es suficientemente seguro, sin embargo, no me atrevo a considerarlo erróneo antes de que la Iglesia se pronuncie con mayor claridad. Pues como estos Doctores se refieren a un pecador fiel en posesión de una fe y una esperanza sobrenaturales y concurrentes en el acto de atrición del que hablan, están dejando bien claro que no niegan que esta atrición por concurso de la fe y de la esperanza, sea un don de Dios y algo sobrenatural; asimismo, tampoco negarán que, con frecuencia, Dios suele ayudar ─por medio de un concurso especial─ y suscitar la atrición por temor servil y, por esta razón, a menudo suele tratarse de un don de Dios. Las enseñanzas y las palabras de los Concilios demuestran que esto es suficiente. Añádase que los bienes morales ─como la atrición─ pueden denominarse «dones» de Dios y del Espíritu Santo, cuando Dios los dirige y los asiste.
No querría que nadie pensase que he dicho esto creyendo que, por alguna razón, el parecer de Soto no sólo debe considerarse falso, sino también poco seguro en materia de fe, especialmente tras ofrecer esta definición del Concilio de Trento; pues creo que, antes de que la Iglesia concrete su definición sobre esta cuestión, el parecer de Soto no debe juzgarse erróneo ─ni debemos hacer uso de una calificación todavía más dura─, sino poco seguro.