Concordia do Livre Arbítrio - Parte I 12
Parte I - Sobre as capacidades do livre-arbítrio para praticar o bem
Disputa XII: ¿Depende sólo de la gracia previniente que un hombre se convierta y otro no?
1. Por lo dicho hasta aquí, también es evidente qué deba responderse a la siguiente pregunta: ¿A qué se debe que, de entre aquellos que oyen el Evangelio y asisten a los mismos milagros realizados como confirmación de lo oído, unos se conviertan y abracen la fe y otros, por el contrario, no lo hagan de ningún modo?
Debemos decir que esto no se debe de ningún modo a que Dios prevenga con su gracia y con su vocación interna a quienes se convierten y a los demás no. Ciertamente, aunque nadie pueda creer de la manera requerida para alcanzar la salvación, salvo que la gracia divina lo prevenga, sin embargo, el auxilio de la gracia no es la única, ni toda la causa, de que se asienta a la fe, porque es materia de fe considerar que aquel a quien la gracia previene y es llamado a la fe, puede no consentir y no convertirse en virtud de su libre arbitrio, como define el Concilio de Trento (ses. 6, cap. 5 y canon 4). Por esta razón, puede suceder que, tras haber llamado Dios, interiormente y por medio de un auxilio igual, a dos hombres, uno se convierta en virtud de la libertad de su arbitrio y el otro permanezca en la infidelidad. A menudo también sucede que uno se convierte con el mismo auxilio con el que otro no lo hace. Nuestro Señor Jesucristo enseña esto claramente, cuando compara a los habitantes de Corazín y Betsaida con tirios y sidonios. Más aún, puede suceder que alguien que ha sido prevenido y llamado con un auxilio mucho mayor, no se convierta en razón de su libertad y, sin embargo, otro sí lo haga, con un auxilio mucho menor. Pues a menudo Dios llama y los pecadores rechazan y desprecian todo consejo divino. Ciertamente, Dios no acostumbra a traer hacia sí a nadie a la fuerza y de modo necesario; por el contrario, cada uno llega por sí mismo y por su propia voluntad.
De ahí que San Jerónimo (Epistola ad Hedibiam, q. 11), respondiendo a la misma pregunta, diga: «Como a los hombres se les ha dejado en manos de su propio arbitrio ─en efecto, no hacen el bien por necesidad, sino voluntariamente, y, de este modo, los creyentes recibirán un premio y los incrédulos serán sometidos a suplicio─, por ello, nuestro olor, que es bueno de por sí, será de vida o muerte según la virtud o el vicio de aquellos que lo acepten o no y así quienes creen se salvarán y quienes no creen perecerán». En sus Commentaria in Isaiam (lib. 13 ad cap. 49), San Jerónimo dice: «Llamarnos es tarea de Dios y creer es tarea nuestra; además, Dios no resulta inmediatamente inalcanzable en el momento en que no se cree, sino que deja su potencia a nuestro arbitrio, para que la voluntad del justo consiga su premio. Por tanto, como no quisieron creer en ti a través de mi persona, en ti está el juicio de que no hice todo lo que debí en relación a ellos, como dije en el Evangelio (Juan, XVII, 4): Yo te he glorificado en la tierra, llevando a cabo la obra que me encargaste realizar».
San Agustín (Liber 83 quaestionum, q. 68), dice: «A aquella gran cena no quisieron ir todos los que fueron llamados y los que acudieron no habrían podido ir, si no se les hubiera llamado. Así pues, los segundos no deben atribuirse el haber ido, porque acudieron tras haber sido llamados; quienes no quisieron acudir, sólo deben atribuirse a sí mismos la razón de no haber querido ir, porque se les llamó para que acudieran en virtud de su libre voluntad. Del mismo modo que el hecho de ser llamado no se debe a quien no acude tras haber sido llamado, así también, éste incoa el mérito de su suplicio por no querer acudir tras haber sido llamado». En De civitate Dei (lib. 12, cap. 6), San Agustín enseña que si dos hombres iguales en todo contemplan a una misma mujer hermosa, puede suceder que uno caiga en pecado al desearla y el otro no, en virtud de la solalibertad de arbitrio de cada uno de ellos. El motivo sería el mismo, tanto en los hombres así afectados por la hermosura, como en aquellos a quienes Dios llama a la fe de manera exactamente idéntica, porque, en virtud de la sola libertad de cada uno de ellos, puede suceder que uno abrace la fe y el otro, por el contrario, la desprecie. Por esta razón, no sólo debemos atribuir a la gracia previniente que algunos de los que escuchan el Evangelio se conviertan y otros no, sino que también debemos dejar un lugar al libre arbitrio de cada uno, del que depende que, teniendo a su disposición el auxilio de la gracia, un pecador se convierta o no. Por ello, la conversión debe servir para alabanza del propio pecador; más aún, también supone para él un mérito para alcanzar la vida eterna, si vuelve a concedérsele la gracia.
Añádase también que, aunque absolutamente ningún mérito anteceda al auxilio de la gracia previniente, sin embargo, que el pecador esté preparado para recibir este auxilio según las leyes dispuestas por Dios, depende en gran medida tanto del libre arbitrio de quien lo va a recibir, como del impulso de la Iglesia y de sus ministros, según hemos explicado en la disputa 9. Por esta razón, no sólo debemos atribuir la conversión a la fe al influjo de la gracia previniente, sino también al libre arbitrio, a los auxilios exteriores y a las circunstancias externas. También debemos decir lo mismo del arrepentimiento de un pecador ya fiel. Si preguntáramos a San Agustín (De praedestinatione sanctorum, caps. 6, 8 y 9) y a Santo Tomás (Summa Theologica, 2. 2, q. 6, a . 1), no negarían nada de esto; en efecto, si los leemos atentamente, nos daremos cuenta de que sólo están atacando a los pelagianos, cuando sostienen que absolutamente ningún mérito nuestro precede a la gracia con la que se nos previene y se nos llama a la fe o a la penitencia, porque esta gracia sólo se nos confiere en virtud de la misericordia y generosidad divinas. Debemos entender las palabras de San Agustín en su Epistola107 ad Vitalem Carthaginensem según lo que hemos dicho en estas disputas y también en la cuarta y en la sexta.
2. No hay razón alguna para que alguien, oponiéndose a lo que hemos dicho hasta aquí, nos objete las palabras de Juan, VI, 45: «Todo el que escucha al Padre y aprende, viene a mí»; es decir, como si el acceso a Cristo por medio de la fe dependiera de la vocación y moción de Dios, de tal manera que no sólo sucedería que quien no ha sido llamado, no podría llegar, sino que también sucedería que, aunque llegue por propia voluntad quien ha sido llamado, sin embargo, lo haría de tal modo que en ese momento en su potestad no estaría no llegar. Pues esto último, sin lugar a dudas, como ya hemos dicho varias veces, contradice la fe católica y las definiciones que ha dado la Iglesia ─tanto en el Concilio de Trento, ses. 6, cap. 5, can. 4, como en otros lugares─ y destruye por completo la libertad de arbitrio ─en el momento del consentimiento con la vocación y la moción divinas─ y el acceso a Cristo por medio del acto de creer. Ciertamente, para que se pueda hablar de libertad no basta la voluntariedad ─que también se da en los actos de los animales y que, según los luteranos, oponiéndose a la fe católica, sería lo único que caracteriza a nuestras obras─, porque de la pura voluntariedad no puede seguirse virtud ni vicio alguno y, en la misma medida, nada digno de alabanza ni censura, ni merecedor de premio o vituperio, puesto que además se exige que quien obra así, pueda no obrar en ese mismo instante. Para esto es necesario que quien consiente con la vocación divina o ─cooperando con los auxilios de la gracia─ realiza el acto de creer del modo requerido y, al mismo tiempo, traído por el Padre a través de este acto, llega a Cristo, pueda en ese mismo instante no consentir y, por ello, no cooperar y no llegar a Cristo por la fe.
3. El sentido de las palabras de Cristo es el siguiente. Justo antes había dicho (Juan, VI, 44): «Nadie puede venir a mí (por la fe, que obra a través de la caridad, de la que se habla en este pasaje), si el Padre que me ha enviado no lo trae»; a saber, con los auxilios de la gracia previniente y con la cooperación del mismo a quien se trae. Como demostración de esto, aduce el testimonio sobre el momento de la llegada del Mesías y de la ley de la gracia que aparece sobre todo en Isaías, LIV, 13, pero también en otros profetas. Así, Cristo dice (Juan, VI, 45) que en los profetas está escrito que todos serán enseñados por Dios, es decir, todos serán discípulos de Dios, como traduce el intérprete sirio y aparece claramente en Isaías. En este pasaje se habla de los hijos futuros de la Iglesia por la fe, que obra a través de la caridad, como entenderá quien lea a Isaías. Por esta razón, ni en este pasaje del Evangelio, ni en el de Isaías, se habla de todos los hombres genéricamente, sino tan sólo de aquellos que serán miembros de Cristo y partes de la Iglesia por la fe. Pero como no pueden alcanzar esta fe en virtud de sus fuerzas, sino iluminados, llamados y enseñados por Dios interiormente y con anterioridad a través de los auxilios de la gracia previniente y excitante, según los modos que hemos explicado en las disputas anteriores, por esta razón, se dice que quienes reciben la fe y por ella llegan a Cristo, llegan enseñados por Dios. Esto es lo que Cristo enseña inmediatamente después (Juan, VI, 45): «Todo el que escucha al Padre y aprende, viene a mí»; como diciendo lo siguiente: y ningún otro lo hará, porque esto es absolutamente necesario para venir a mí.
De ahí que Cristo no pretenda enseñar que un hombre que ha oído y aprendido del Padre, no llegue a él a través del acto de creer y en virtud de su propia libertad, como si en el instante en que realiza el acto de creer y llega a Cristo, en su potestad no estuviera refrenar el influjo del libre arbitrio para realizar este acto y hacer que no se dé y, por ello, no llegar a Cristo; pues no dudo de que esto es contrario a la fe católica y elimina la libertad de arbitrio para realizar el acto de creer.
Asimismo, Cristo tampoco pretende enseñar que creer en él por fe católica sea una obra de Dios tal que en el propio instante en que se produce, no sea al mismo tiempo una obra libre del propio creyente cuya realización depende de su libre influjo, del mismo modo que también depende principalmente del influjo y de la cooperación del Padre a través de los auxilios de la gracia. Más aún, en la medida en que el propio creyente realiza este acto por medio del influjo que en ese momento podría refrenar, el propio creyente accede libremente a Cristo y su obra virtuosa es digna de alabanza; pero en la medida en que este acto depende sobre todo de Dios, se trata de una obra sobrenatural divina a través de la cual, simultáneamente y gracias a su misericordia, el Padre eterno entrega al creyente a Cristo, pero salvaguardando íntegramente su libertad innata y cooperando junto con el creyente para que éste acceda libremente a Cristo, siendo esto una verdadera obra de virtud. En efecto, en el mismo capítulo, Cristo había enseñado con toda claridad que creer en él es al mismo tiempo una obra de Dios y una obra libre de los propios creyentes, que depende del influjo libre de éstos. Pues Cristo dijo (Juan, VI, 26-27): «En verdad, en verdad os digo: vosotros me buscáis, no porque hayáis visto milagros (a saber, los que hice cuando os alimenté y os sacié con cinco panes y con dos peces, para que, impresionados por este prodigio, os dirigierais a donde habéis sido invitados), sino porque habéis comido los panes y os habéis saciado. Obrad no por el alimento perecedero, sino por el alimento que permanece para la vida eterna»; esto es como si dijera: buscad y obrad aquello que os permita alcanzar la vida eterna. Sin duda, Cristo no les exigiría esto, ni les incitaría a hacerlo, si obrar de este modo no dependiese también del libre arbitrio de ellos. Luego, preguntaron a Cristo (Juan, VI, 28): «¿Cómo podremos realizar las obras de Dios?»; a lo que Cristo les respondió (Juan, VI, 29): «Es obra de Dios (es decir, de aquel de quien depende todo lo demás que nos permite alcanzar la vida eterna) que creáis en aquel al que Él ha enviado». He aquí que aunque primero enseña este mismo obrar y después lo demuestra y explica que también es obra del Padre eterno y que no se puede realizar sin la ayuda interna y el auxilio del Padre, sin embargo, primero había enseñado con claridad que al mismo tiempo es una obra libre de los propios creyentes; por esta razón, como es algo que está en sus potestades con la ayuda de Dios, les exige hacerlo y les invita a realizarlo en la medida en que hacerlo está en sus potestades.
4. Pero para que no inquieten a nadie las siguientes palabras del mismo capítulo de Juan, vamos a comentarlas.
Puesto que Cristo ─como fácilmente se dará cuenta quien lea este capítulo─ estaba hablando con los judíos tanto del misterio de la eucaristía, como del acceso a él por la fe viva, que si se conserva hasta el último aliento vital, proporciona vida eterna y elimina el hambre y la sed para siempre en razón de la vida eterna que se alcanza por la fe, y, puesto que durante toda esta conversación pretendía mostrar que la llegada a él por la fe viva depende del arbitrio de quienes llegan a él, pero de tal modo que, no obstante, también es don y obra de Dios, aprovechando la mención que los judíos le hicieron del maná que sus padres recibieron, Cristo les dijo (Juan, VI, 35-36): «Yo soy pan de vida; el que venga a mí no tendrá hambre y el que crea en mí no tendrá nunca sed. Pero ya os lo he dicho: me habéis visto y no me creéis»; seguidamente añade las palabras que, como ya hemos dicho, debemos explicar, para que no inquieten a nadie; pues enseña que llegar a él por la fe viva es don de Dios, cuando dice (Juan, VI, 37-40): «Todo lo que me dé el Padre vendrá a mí y al que venga a mí no lo echaré fuera, porque no he bajado del cielo para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado. Pues esta es (o, como dicen otros textos, pero esta es) la voluntad del que me ha enviado, mi Padre: que no pierda nada de lo que Él me ha dado, sino que lo resucite el último día. Porque esta es la voluntad de mi Padre, que me ha enviado: que todo el que vea al Hijo y crea en él (con fe viva y de manera constante hasta el final de su vida, porque el Padre entrega a éste al Hijo no sólo por la justicia presente, sino en términos absolutos) tenga vida eterna y que yo lo resucite el último día».
5. Pero debemos señalar que, como la llegada del adulto a Cristo por la fe viva es un don del Padre eterno a través de la iluminación interna, la vocación y la cooperación con el libre arbitrio del adulto, por ello, todo el que llega a Cristo, lo hace gracias a que ha sido entregado a Cristo por Dios misericordiosamente y, por esta razón, la siguiente consecuencia es correcta: Alguien llega a Cristo; por tanto, Dios lo ha entregado misericordiosamente para que llegue a través de los auxilios de su gracia. Del mismo modo que la llegada del adulto a Cristo por la fe viva ─ya hemos explicado que esto es dogma de fe─ depende sobre todo de los auxilios de la gracia ─con los que, mientras el adulto cree, Dios lo arrastra hacia Cristo misericordiosamente, de manera excelente y libremente─, pero también ─aunque en menor medida─ del influjo libre del propio adulto sobre el acto de creer ─que el adulto puede refrenar sin que se lo impida ningún auxilio de la gracia y, por ello, hacer que no se dé el acto de creer, ni la llegada a Cristo─, así también, que pueda considerarse que Dios ha entregado a un adulto a Cristo, depende tanto de los auxilios de la gracia que Dios ─previendo que con ellos el adulto llegará a Cristo por la fe y en razón de su libertad─ decide entregarle misericordiosamente, como de su voluntad eterna de conferírselos misericordiosamente. No obstante, del mismo modo que si Dios no hubiese previsto que el adulto cooperaría en virtud de su libertad de tal manera que creería y llegaría a Cristo, su voluntad de conferirle por su parte estos auxilios y su concesión en acto no podrían considerarse la razón de entregar a este adulto a Cristo, así también, salvo que el propio adulto hubiese tenido la intención de cooperar de esta manera en virtud de su libertad, sin duda, esa misma voluntad y esa concesión de auxilios no podrían considerarse la razón de entregar a este adulto a Cristo. En efecto, el adulto no coopera en el acto de creer porque Dios haya previsto que con estos auxilios va a cooperar libremente en este acto y en el acto de la llegada a Cristo a través del primero; por el contrario, como el adulto va a cooperar en este acto en virtud de su libertad, a pesar de que, en virtud de esta misma libertad, podría no influir sobre este acto y no llegar a Cristo, por ello, Dios ha previsto esto mismo gracias a la excelencia y eminencia de su entendimiento, que supera la contingencia de las cosas y la libertad para hacer una cosa u otra, como más adelante explicaremos.
6. Así pues, pretendemos demostrar lo siguiente: En la potestad del adulto está no llegar a Cristo, sin que puedan impedirlo los auxilios por los que Cristo le recibe ─porque gracias a estos auxilios el adulto realmente llega a Cristo por la fe viva y en virtud de su libertad─ y sin que tampoco pueda impedirlo la voluntad eterna de conferir a este adulto dichos auxilios; tampoco depende sólo de la cantidad y cualidad de estos auxilios que el adulto llegue a Cristo y que podamos considerar que el Padre eterno lo ha entregado a Cristo, sino que también depende al mismo tiempo de la cooperación libre del adulto, porque siempre tiene libertad para llegar a Cristo o no; por esta razón, llegar a Cristo se considera virtuoso y laudable y no hacerlo es reprochable y censurable; Cristo enseña esto clarísimamente en Mateo, XI, 20. En efecto, en este pasaje Cristo enseña bien a las claras que con los mismos auxilios con los cuales los habitantes de Corazín y de Betsaida no llegaron a Cristo, ni podemos considerar que Dios los entregase a él ─porque, en virtud de su libertad y de su maldad, no quisieron llegar a Cristo─, tirios y sidonios sí habrían llegado a él en virtud de su libertad y habríamos considerado que Dios los habría entregado a Cristo por la fe viva; por esta razón, Cristo reprueba a los habitantes de Corazín y Betsaida. Por todo ello, aunque Dios no distribuya los dones de gracia previniente, excitante y cooperante para llegar a Cristo según la cualidad del uso del libre arbitrio y de la cooperación prevista del adulto, sino tan sólo según su voluntad, sin embargo, de la cooperación libre del propio arbitrio que el adulto posee de manera innata ─y que, al ser peregrino hacia la beatitud, exige tener para que sus actos puedan ser virtuosos o perversos, meritorios o demeritorios, laudables o censurables y, en consecuencia, poder recibir premios o castigos─ depende que el adulto, con unos u otros auxilios, llegue a Cristo aquí y ahora y podamos considerar que el Padre eterno lo ha entregado a Cristo. Por tanto, como el hecho de que podamos considerar que el Padre eterno ha entregado algún adulto a Cristo, depende de que el adulto, en virtud de su libertad, vaya a cooperar de tal modo que llegue a Cristo por medio de los auxilios de la gracia con los que Dios le previene, le incita, le llama y lo ayuda, siendo esto previsto por el Padre eterno gracias a la excelencia y eminencia de su entendimiento, por ello, aunque la consecuencia: alguien llega a Cristo con fe viva; por tanto, Dios se lo ha entregado a Cristo misericordiosamente; sea válida recíprocamente, es decir: el Padre eterno entrega a alguien a Cristo; por tanto, llega a Cristo; sin embargo, el antecedente de esta segunda consecuencia no suprime la libertad del adulto en relación al consecuente, porque del mismo modo que el consecuente depende del influjo libre del adulto sobre el acto de creer, así también, la razón del antecedente depende del mismo influjo libre, futuro y previsto por Dios gracias a la eminencia de su entendimiento, como ya hemos explicado y será evidente por todo lo que vamos a decir.
7. Así pues, en los pasajes de Juan que hemos explicado hasta aquí, Cristo pretende enseñarnos que la fe y la llegada a él a través de ella, son dones del Padre eterno ─que dependen sobre todo de Él, por su iluminación interna, vocación y cooperación─, para que así reconozcamos humildemente sus beneficios, nos hagamos gratos a sus ojos y no pretendamos apoyarnos con soberbia en nuestras propias fuerzas, sino que, humillados bajo la mano poderosa de Dios, de la que tanto dependemos desde el principio hasta el final de nuestra justificación, refugiándonos en Él con nuestras oraciones diarias, pongamos en el Padre eterno todas nuestras esperanzas. Ahora bien, Cristo no pretende negar que la fe y la llegada a él dependan, aunque en menor medida, de nuestro libre arbitrio de tal modo que, en el mismo instante en que creemos y llegamos a él, en nuestra potestad está refrenar este influjo y hacer que no se den el acto de creer y el acceso a él a través de este acto; en efecto, es evidente que, según otros testimonios de las Sagradas Escrituras, las definiciones de la Iglesia y el desarrollo del propio capítulo de Juan que hemos comentado, la fe y la llegada a Cristo dependen de nuestro libre arbitrio. Por esta razón, un poco más adelante en el mismo capítulo, Cristo invita a los judíos a acercarse a él y los acusa de no querer alcanzar la fe, a pesar de haber contemplado tantos milagros, y de no preguntarle con qué objeto se les han mostrado estos milagros.
8. Quizás alguien, comentando el pasaje de Juan, VI, 45 ─todo el que escucha al Padre y aprende, viene a mí─, dirá con razón: «Escuchar al Padre y aprender incluyen el consentimiento del libre arbitrio del adulto, por el que éste obra el acto de creer y llega a Cristo, es decir, como si escuchar y aprender del Padre fuera totalmente idéntico a llegar a Cristo traído por el Padre. De este modo, no hay duda de que todo aquel que escucha al Padre y aprende, llega a Cristo, porque escuchar al Padre y aprender no es anterior, ni distinto a llegar a Cristo. Así desaparece la duda de si alguna de estas cosas elimina la libertad de arbitrio para hacer lo opuesto»; y explicará todo esto de la siguiente manera: «Del mismo modo que la audición ─como sentido externo corporal─ dirigida hacia alguien que está hablando, supone un acto vital del oído, gracias al cual se escucha, cuando llega al oído, el discurso de quien está hablando, así también, oír con el corazón o con el libre arbitrio supone asentir a la iluminación y a la vocación divinas en relación a aquello que es materia de fe y, por ello, supone asentir a la fe con el mandato de la voluntad y el influjo del entendimiento gracias a la cooperación de la iluminación y la vocación divinas. Para que esto sea más evidente, debemos escuchar lo que Cristo suele decir con frecuencia en el Evangelio: El que tiene oídos, que oiga. Pues tener oídos significa: Nuestro arbitrio está preparado para realizar, gracias a los auxilios de la gracia y a la expulsión de las inclinaciones perversas, aquello que se nos enseña y se nos inspira. Y oír significa: Consentir y obedecer o realizar el acto de creer con la cooperación de Dios; y esto es lo que entenderá cualquiera que lea el Evangelio. Puesto que oír así está en nuestra potestad con la cooperación de Dios, por ello, Cristo nos lo exige en tantas ocasiones en el Evangelio».
Esta persona, considerando ─y no sin razón─ que este testimonio del Evangelio debe explicarse de la manera mencionada, añadirá: «Aunque aprender del Padre suponga su iluminación e inspiración internas, sin embargo, también debe producirse el acto del propio adulto por el que éste aprende libremente del Padre, ofreciendo su consentimiento a la iluminación e inspiración divinas por medio de su libre arbitrio; pues, sin lugar a dudas, aprender predica el acto de añadir conocimiento a lo que ya se sabe, una vez impartida la enseñanza del maestro. Ciertamente, explicadas de este modo las palabras de Cristo, se ponen al servicio de su enseñanza. En efecto, para demostrar que nadie puede llegar a él, salvo que el Padre se lo entregue, ofrece el testimonio de Isaías, LIV, 13: Todos tus hijos serán discípulos de Dios; o enseñados por Dios, naturalmente, por medio de la ciencia por la que se convertirán en hijos de la Iglesia y llegarán a Cristo. Esto lo explica Cristo en Juan, VI, 45: Todo el que escucha al Padre y aprende, viene a mí; sin duda, por la siguiente razón, a saber, porque escucha y obedece su inspiración y vocación y aprende de Él para llegar a Cristo sin realizar ningún otro acto».
9. Demostración: La iluminación e inspiración divinas son como la voz del esposo que resuena en los oídos de la esposa, incitándola, como leemos en el Cantar de los cantares, II, 8: «La voz de mi amado». Un poco más adelante (II, 10) leemos: «He aquí que mi amado me habla»; pero es la propia esposa la que oye, consiente y obedece, como leemos en Salmos, LXXXIV, 9: «Voy a escuchar qué me dice Dios». Y en I Samuel, III, 10, Samuel dice: «Habla, Señor, que tu siervo escucha». Este oír de la esposa es un correr tras el esposo perfumado de esencias, que él derrama bajo la forma de iluminaciones, inspiraciones y otros auxilios que arden en el interior de la esposa, esto es, en el entendimiento y en la voluntad, que son el arbitrio a través del cual la esposa se inclina hacia el esposo y corre tras él atraída con delicadeza por él mismo. Esta misma explicación la confirma el pasaje de Juan, III, 8: «El Espíritu sopla donde quiere y oyes su voz… así es todo el que nace del Espíritu». Sin lugar a dudas, quien nace del Espíritu, nace tras ofrecer ─por medio de su libre arbitrio─ su consentimiento a la inspiración y vocación divinas; nos referimos a este consentimiento, cuando hablamos de escuchar y obedecer la voz del Espíritu que inspira lo que suena en el interior de los oídos del que nace del Espíritu.
10. Finalmente, añadiré en esta disputa que, según mi parecer ─como se puede entender fácilmente por todo lo que he dicho hasta ahora y como será más evidente por todo lo que diga en adelante─, ni el acto, ni la razón formal del acto de nuestro libre arbitrio proceden de aquello que ─como disposiciones conmensuradas próximas o remotas─ es necesario que el libre arbitrio realice o pueda realizar él solo, para creer, tener esperanzas, amar y arrepentirse ─del modo requerido para alcanzar la salvación─ y, finalmente, alcanzar la justificación, porque Dios concurre de modo principal en todo este acto y en toda la razón formal de dicho acto y, además, influye y coopera a través de los auxilios de la gracia; asimismo, en virtud de este influjo divino, estos actos y sus razones formales son sobrenaturales y disponen para la justificación de modo conmensurado próximo o remoto según su orden y grado. De ahí que, según las enseñanzas de San Pablo, aquel que se justifica y se distingue de quien no lo hace, no es autor de un acto de esta naturaleza, ni de su razón formal, como si Dios no lo hiciese sobrenatural y él pudiese jactarse como si no lo hubiese recibido de Dios.
Pero también es cierto ─y esto no puede negarse sin perjuicio de la fe católica─ que, para realizar estos actos, es necesaria la cooperación o el libre influjo de nuestro arbitrio, porque sin este influjo estos actos no pueden realizarse; sólo en virtud de dicho influjo son actos que, en verdad, proceden de modo eficiente de nuestro libre arbitrio; asimismo, por su virtud, son obras dignas de alabanza e, incluso, de la vida eterna, si en ese mismo instante la gracia las perfecciona; también se hacen merecedoras de un aumento de la gracia y de la gloria, si el amor y la gracia les antecede y, en consecuencia, las realiza un hombre que, por lo menos, resulta grato a Dios por naturaleza. En efecto, sobre estas obras, Cristo dice (Juan, XII, 26): «Si alguno me sirve, el Padre le honrará». San Pablo, habiendo obrado así, cuando habla de sí mismo, dice (I Corintios, XV, 10): «He trabajado más que todos ellos. Pero no yo, sino la gracia de Dios que está conmigo»; y en razón de estos actos aguarda la corona de la justicia, la alabanza y el honor, que el Señor entregará como justo juez el último día.
Así pues, aunque el justo se jacte de estos actos ─en la medida en que los realiza libremente, pero parcialmente y por parcialidad de causa y no de efecto─, sin embargo, si atribuye su gloria y honor ante todo a Dios ─como aquel de quien proceden como origen primero─, entonces no será un insensato, sino que dirá la verdad, porque no se jactaría del acto, ni de su razón formal, como si no los recibiese de Dios ─siendo esto algo que San Pablo critica y censura─, sino tan sólo de cooperar libremente ─por medio de su libre arbitrio─ en la realización de este acto. Sin embargo, mientras moremos en este valle de lágrimas, nuestra debilidad será tan grande que ni siquiera conviene que nos jactemos así, sino que, por el contrario, debemos humillarnos, temblar ante los designios ocultos de Dios, temer todas nuestras obras y atribuir la gloria y el honor exclusivamente al autor de la gracia.
11. Sin embargo, debemos señalar que nuestra cooperación y el influjo de nuestro arbitrio sobre estos actos, no son otra cosa, ni otra razón formal, que los propios actos a los que ─considerados de modo preciso en tanto que procedentes del libre arbitrio como parte menos importante de una sola causa total y eficiente de dichos actos─ nos referimos como «influjo del libre arbitrio», «cooperación del libre arbitrio con los auxilios de la gracia» y «consentimiento del libre arbitrio por el que éste consiente con Dios, cuando Él incita, mueve y coopera en estos actos»; ahora bien, considerados de modo preciso en tanto que dependientes de Dios como causa eficiente ─en virtud de la cual son sobrenaturales y como deben ser para propiciar la salvación─, nos referimos a ellos como «influjo y cooperación de Dios con nuestro libre arbitrio a fin de realizar estos actos». Sin embargo, en realidad, no hay efecto alguno, ni acción, ni razón formal de la acción o del efecto, que dependan del libre arbitrio y, al mismo tiempo, no dependan ante todo de la cooperación y la ayuda simultánea de Dios. Es más, todo el efecto y toda la acción ─como suele decirse─ por totalidad de efecto, no sólo dependen de Dios, sino también de nuestro arbitrio, como dos partes de una sola causa total, tanto de la acción, como del efecto; del mismo modo, cuando dos agentes mueven un móvil ─que ninguno de los dos movería con el mismo impulso en virtud del cual lo mueven en acto, salvo que el otro también cooperase─, uno de estos agentes mueve mejor y más que el otro; en efecto, en ese momento, la totalidad del movimiento depende de cada uno de los agentes, pero parcialmente y por parcialidad de causa y no de efecto, porque todo el efecto depende de un agente, pero con la cooperación simultánea del otro; en este movimiento, el influjo mayor de uno de los agentes no es otra cosa que el propio movimiento considerado de modo preciso en tanto que procedente de él con mayor fuerza, aunque con la cooperación simultánea del otro; asimismo, el influjo menor del otro agente no es otra cosa que el mismo movimiento considerado de modo preciso en tanto que procedente de él con menor fuerza, mientras el otro coadyuva más: así es también la cuestión que estamos tratando. Por esta razón, cuando decimos ─como declara el Concilio de Trento─ que nuestro arbitrio consiente libremente con Dios ─cuando Él nos mueve, nos incita y coopera con nosotros en la realización de los actos sobrenaturales─ o, lo que es lo mismo, que influye sobre ellos y coopera en ellos, no excluimos la ayuda y la cooperación divinas ─por el contrario, las presuponemos─, sino que explicamos el único modo por el que nuestro arbitrio influye y coopera libremente en estos actos, pero con la cooperación simultánea de Dios, que los prepara de modo preciso con nuestro libre arbitrio en tanto que causa eficiente ─pero parcial y menos importante─ de estos actos. Lo mismo debemos pensar del uso de nuestro libre arbitrio en la realización de dichos actos.
Así deberá entenderse todo lo que digamos en adelante sobre esta cuestión. Aunque intentaremos hablar con cautela en todo momento, no obstante, sería superfluo y fastidioso repetir esto mismo antes de cada proposición. Muchos de aquellos que nos apoyan y aprueban lo que decimos, algunas veces nos acusan de que, cuando queremos proceder con mayor cautela de la necesaria y nos esforzamos por explicarnos, convertimos nuestro discurso en oscuro y desazonante. Sin embargo, a algo habrá que renunciar, sobre todo cuando se pretenden explicar misterios tan arcanos y sublimes, sobre los que siempre ha habido tanta controversia, como son los que, en esta nuestra obra, queremos desentrañar, confiados en la asistencia divina.