Concordia do Livre Arbítrio - Parte III 7
Parte III - Sobre os auxílios da graça
Disputa XLII: Sobre las diferencias entre gracia previniente, operante, cooperante y subsecuente
1. Lo que hemos dicho hasta aquí parece pedir esta disputa, para que se entiendan las afirmaciones de los Padres y los Concilios y para eliminar toda ambigüedad.
Suele hablarse de «gracia previniente», «gracia operante», «gracia cooperante» y «gracia subsecuente» en distintos sentidos. Pues, sin lugar a dudas, el Concilio de Trento y los Padres a menudo suelen hablar de «gracia previniente» y «gracia cooperante» en el mismo sentido en que nosotros lo hemos hecho hasta ahora. Un uso tal de estas expresiones es apropiado en grado sumo. Pero como la gracia previniente en cuanto tal ─ya sea hábito infuso, ya sea aquellos movimientos que incitan e invitan al libre arbitrio─ procede de Dios sin que se requiera ninguna cooperación por parte del libre arbitrio y, si hablamos de operación en sentido amplio ─en tanto que incluye causalidad por causa formal─, la gracia previniente sola produce la justificación o las incitaciones e invitaciones del libre arbitrio, por todo ello, esta gracia también suele denominarse «gracia operante» comparada consigo misma, cuando ─con posterioridad en el tiempo o por naturaleza─ coopera a través de su influjo ─considerado como causa eficiente─ con el libre arbitrio en los actos sobrenaturales a través de los cuales el libre arbitrio se dispone para la justificación o en los actos merecedores de un incremento de la gracia y de la gloria; de este modo, se denomina ya «gracia cooperante» en virtud de su cooperación junto con el libre arbitrio en estos actos. Por esta razón, una y la misma gracia se denomina «gracia operante» con respecto al efecto formal que produce formalmente, sobre todo porque Dios confiere esta gracia gratuitamente para este fin, de tal modo que no es necesario el concurso del libre arbitrio; pero con respecto al influjo considerado como causa eficiente, se denomina «gracia cooperante», que coopera junto con el libre arbitrio en el acto sobrenatural, siendo esto conforme a la doctrina de Santo Tomás (Summa Theologica, 1. 2, q. 111, art. 2 y 3).2. San Agustín (De gratia et libero arbitrio, cap. 17) considera de otro modo a la gracia operante y a la cooperante, a saber: en la medida en que Dios produce en nosotros algo sobrenatural, hasta conducirnos al don de la justificación ─tanto si cooperamos con nuestro arbitrio en esta acción, como si no lo hacemos─, se denomina «gracia operante»; pero cuando más adelante nos ayuda a cumplir toda la ley, a perseverar y a avanzar en la justicia ya recibida ─cosa que no podemos hacer sin la adición del auxilio de la gracia, como ya hemos demostrado─, se denomina «gracia cooperante». Pues como todo lo que Dios nos otorga hasta alcanzar el don de la justificación ─incluida la gracia primera que convierte en agraciado en la medida en que produce la justificación─ se nos confiere de manera puramente gratuita y, antes de recibir la gracia primera, en nosotros no está hacernos merecedores de la vida eterna, por esta razón, San Agustín denomina «gracia operante» a la gracia conferida hasta ese momento. Pero como, una vez que hemos recibido la gracia justificante ─que comienza a brotar en nosotros como manantial de agua viva dirigida hacia la vida eterna─ en virtud del beneficio gratuito de Dios, somos nosotros quienes, por medio de ella, obramos nuestra salvación y cumplimos la ley de tal modo que nos hacemos dignos de recompensa eterna ─por lo que el efecto es como un auxilio de la gracia que, una vez alcanzada, también nos ayuda a obrar nuestra salvación─, por ello, el propio San Agustín se refiere a ella como «gracia que coopera con nosotros en nuestra salvación». Sin lugar a dudas, este es el sentido y la intención de San Agustín, cuando ofrece en el lugar citado la distinción entre gracia operante y gracia cooperante, como entenderá clarísimamente quien reflexione sobre el capítulo citado, a pesar de que a San Agustín lo hayan entendido de distinta manera Santo Tomás (en los dos artículos citados), Soto (De natura et gratia, lib. 1, cap. 16) y algunos otros. Pues hasta que comenzamos a obrar meritoriamente, San Agustín habla de «gracia operante». Sin embargo, como esta gracia, salvo que otros auxilios la fortalezcan y vigoricen, no basta para cumplir toda la ley y superar las dificultades máximas que nos salen al paso en el decurso del tiempo ─así enseña en este pasaje, a modo de ejemplo, que la gracia de San Pedro aún era débil, cuando negó a Cristo en su respuesta a la pregunta de la criada─, por ello, a la gracia que Dios otorga a los justos, para que cumplan la ley durante toda la vida y perfeccionen lo que el propio Dios comienza a hacer en ellos por medio del don de la justificación, San Agustín la denomina «gracia cooperante» que coopera con ellos para que perfeccionen su obra, crezcan en la justicia recibida y perseveren hasta el final de su vida.
3. En este pasaje, San Agustín enseña, en el sentido que hemos explicado, que Dios prepara nuestra voluntad por medio de la gracia operante, para que queramos todo aquello que es necesario con vistas a nuestra justificación ─a saber, abrazar la fe, dolerse de los pecados, decidir no ofender nunca a Dios mortalmente y, en consecuencia, cumplir toda la ley─, siendo todo esto necesario para alcanzar la justificación y comenzar a merecer a ojos de Dios. Esto mismo es lo que San Agustín quiere dar a entender, cuando dice que Dios comienza a obrar en nosotros la buena obra, según lo que leemos en Filipenses, I, 6: «... quien inició en vosotros la buena obra, la consumirá hasta el día de Cristo Jesús»; esto es, hasta la consumación de la vida, en que nos juzgará a cada uno de nosotros en juicio particular y retribuirá a cada uno en función de sus méritos. Según San Agustín, esto mismo es querer aquello de lo que San Pablo habla en Filipenses, II, 13: «..., pues Dios es quien obra en vosotros el querer y el obrar»; en el mismo sentido, San Agustín añade: «Por tanto, con objeto de que queramos, Dios obra sin nosotros; y cuando queremos y queremos de tal modo que actuamos, coopera con nosotros».
San Agustín no pretende afirmar que nosotros no cooperemos en el querer a través del cual nos justificamos; tampoco quiere decir que nosotros no seamos causa de este querer, ni que tan sólo lo sea Dios. Pues esto sería contrario a la fe y se opondría a la doctrina del propio San Agustín en muchos otros pasajes, como los que hemos ofrecido en disputas anteriores; además, esto no sería conforme al propósito, ni a las enseñanzas del capítulo citado. San Agustín tampoco pretende afirmar que cualquier querer nuestro puramente interno no proceda de nosotros, sino tan sólo de Dios; ni que Dios sólo coopere con nosotros en la orden de ejecución y el acto externo; pues esto contradiría tanto la fe católica, como la doctrina del propio San Agustín; además, tampoco estaría en consonancia con la intención que guía a San Agustín en el mencionado capítulo. Por el contrario, San Agustín intenta decir lo siguiente: la raíz del mérito de querer la vida eterna por el que, en primer lugar, nos justificamos, no es algo que en nosotros anteceda a este acto de querer, sino que es una gracia que justifica con posterioridad de naturaleza respecto del querer en virtud del cual nos justificamos en primer lugar y que Dios nos confiere de manera puramente gratuita; por esta causa, el bien de este acto sólo procede de Dios por medio de la gracia que opera en el sentido que acabamos de explicar. Sin embargo, que con posterioridad en el decurso del tiempo queramos realizar lo que en ese momento decidimos ─a saber, perfeccionar lo que Dios ha comenzado en nosotros por medio de la justificación─ procede simultáneamente de nosotros y de Dios a través de la gracia cooperante.
Por tanto, si consideramos la gracia operante en el sentido en que la considera San Agustín en el capítulo mencionado, diremos que todo acto sobrenatural del libre arbitrio a través del cual cualquiera se dispone para la justificación, procede de la gracia operante y mantiene una relación con ella; de este modo hablan constantemente los Doctores y el Concilio de Colonia en el tratado sobre los sacramentos de la nueva ley.
4. La gracia subsecuente se distingue de la gracia previniente; esta distinción se colige de lo que leemos en Salmos, LVIII, 11: «... con su misericordia me prevendrá»; y en Salmos, XXII, 6: «... su misericordia me seguirá todos los días de mi vida». El Concilio de Colonia se refiere a la gracia subsecuente en cuanto idéntica a la gracia cooperante, del mismo modo que hace San Agustín según la acepción que acabamos de explicar. En este punto coincide claramente el propio San Agustín en Contra duas epistolas Pelagianorum (lib. 2, cap. 9), donde dice lo siguiente: «La caridad procede de Dios. Y no sucede que su inicio se deba a nosotros y su perfección a Dios; pues si la caridad procede de Dios, entonces, gracias a ello, es toda nuestra. Aparte Dios de nosotros la locura que nos hace pensar que en sus dones nosotros antecedemos y Él viene después, porque su misericordia me prevendrá y Él mismo es aquel a quien se canta fielmente y con veracidad: pues le has antecedido con venturosas bendiciones». Un poco más adelante, San Agustín dice: «La bendición venturosa es la gracia con que Dios nos deleita y nos hace desear, es decir, amar lo que nos preceptúa; si Dios no nos previene con esta gracia, no sólo no la perfeccionaremos nosotros, sino que tampoco podremos hacer que comience su obra. Pues si no podemos hacer nada sin Dios, entonces no podremos empezar, ni terminar. Y del mismo modo que, sobre el comienzo de nuestra obra, se ha dicho: con su misericordia me prevendrá; así también, sobre su fin, se ha dicho: su misericordia me seguirá». Contra los pelagianos, que sostenían que los hombres en sí mismos y sin el auxilio de Dios, poseen el buen propósito y el deseo de alcanzar la virtud, gracias a los cuales, como si de méritos anteriores se tratasen, se hacen dignos de que la gracia subsecuente les ayude, San Agustín añade un poco más adelante: «Sin duda, la gracia subsecuente ayuda al buen propósito del hombre, pero este propósito es imposible, si no le precede la gracia. Asimismo, aunque la gracia ayude al buen deseo del hombre una vez que este deseo ha comenzado a existir, sin embargo, sin la gracia no comenzará a existir». En De natura et gratia (cap. 32), sobre nuestra justificación, dice: «Cuando obramos, también nosotros cooperamos con Dios, que también obra, porque su misericordia nos previene. Nos previene para que sanemos, porque también nos sigue, para que, ya sanos, nos fortalezcamos. Nos previene para que seamos llamados y nos sigue para que alcancemos la gloria. Pues las dos cosas se han escrito: Mi Dios me prevendrá con su misericordia; y también: su misericordia me seguirá todos los días de mi vida». Todo esto demuestra claramente lo que decimos sobre la gracia operante y la cooperante según el pensamiento de San Agustín. Pues, oponiéndose a los pelagianos, sostiene que, cuando resurgimos del pecado y nos justificamos, el propósito que nos hacemos de vivir con rectitud y cumplir la ley, no procede de nosotros; tampoco en razón de este propósito nos hacemos merecedores de la ayuda de la gracia para realizar en obra este propósito en el decurso de la vida, como afirmaban los pelagianos, sino que el auxilio de la gracia es necesario para las dos cosas; distinguiendo la gracia necesaria para lo primero de la gracia necesaria para lo segundo, San Agustín denomina a la primera «gracia operante y previniente» y a la segunda «gracia cooperante y subsecuente». De ahí que en Adversus Julianum (lib. 4, cap. 3) diga: «Cuando el hombre recibe la ayuda divina, no se le ayuda tanto a alcanzar la perfección ─de la que tú mismo hablas, dando a entender que el hombre comienza por sí mismo y sin la gracia lo que la gracia perfecciona─, sino que, más bien, se produce lo que dice San Pablo: Para que quien comenzó en vosotros la buena obra, la perfeccione hasta el final».
5. A veces San Agustín habla de la gracia subsecuente como idéntica a la gracia cooperante, considerada esta última según la primera acepción que acabamos de explicar. Más aún, en algunas ocasiones, a cualquier gracia que sigue a otra se la denomina «subsecuente» en relación a la anterior; por esta razón, una y la misma gracia puede denominarse «subsecuente» en relación a la gracia que le precede, pero también puede denominarse «previniente» en relación a la que le sigue, como señalan con toda claridad San Agustín (De natura et gratia, cap. 32) y Santo Tomás (Summa Theologica, 1. 2, q. 111, art. 3).
6. Por lo que acabamos de explicar, será fácil entender qué quiere decir San Agustín en su Enchiridion (cap. 32), de donde alguien, para refutar todo lo que hemos establecido sobre los auxilios de la gracia, podría tomar el siguiente argumento. Si, como hemos dicho hasta el momento, las obras a través de las cuales nos preparamos para la justificación y por las cuales, una vez alcanzada nuestra primera justificación, nos hacemos merecedores de un aumento de la gloria, dependen del influjo libre de nuestro arbitrio y del influjo de la gracia previniente y cooperante, entonces del mismo modo que, como estas obras dependen de la gracia, San Pablo manifiesta la verdad, cuando dice en Romanos, IX, 16: no se trata de querer, ni de correr, sino de que Dios tenga misericordia, así también, como estas obras dependen de nuestro libre arbitrio hasta tal punto que el influjo de la gracia solo de ningún modo basta, en verdad podremos decir también: no se trata de que Dios tenga misericordia, sino de que nosotros queramos y corramos. El consecuente es contrario a lo que dice San Agustín en el lugar que hemos citado de su Enchiridion, así como contrario a la verdad. Por tanto, las obras con que Dios nos prepara para la gracia sólo dependen de la gracia de Dios y no de nuestro libre arbitrio. Todo este discurso parece pertenecer a San Agustín, porque, en el lugar citado, dice lo siguiente: «Si se ha dicho: no se trata de querer, ni de correr, sino de que Dios tenga misericordia, porque tal cosa se produce gracias a la voluntad del hombre y la misericordia de Dios ─de este modo, cuando se dice: no se trata de querer, ni de correr, sino de que Dios tenga misericordia, entenderemos esto: la voluntad del hombre sola no basta, si no recibe la misericordia de Dios─, entonces la misericordia de Dios sola no basta, si no está presente también la voluntad del hombre; de este modo, si se dice con razón: no se trata de que el hombre quiera, sino de que Dios tenga misericordia, porque la voluntad del hombre sola no puede hacer tal cosa, ¿por qué, por el contrario, no se dirá correctamente lo siguiente: no se trata de que Dios tenga misericordia, sino de que el hombre quiera, porque la misericordia de Dios sola no basta para conseguir tal cosa? Además, si ningún cristiano osa decir que no se trata de que Dios tenga misericordia, sino de que el hombre quiera, para no contradecir abiertamente a San Pablo, sólo queda que, cuando se dice: no se trata de querer, ni de correr, sino de que Dios tenga misericordia, se entienda que esto se dice correctamente, en la medida en que todo se atribuye a Dios, porque prepara la buena voluntad del hombre para ayudarla y, una vez que la ha preparado, la ayuda. Pues la buena voluntad del hombre precede a muchos dones de Dios, pero no a todos, porque la propia voluntad se encuentra entre los dones a los que ella misma no precede. Además, las palabras santas dicen ambas cosas; por una parte: con su misericordia me prevendrá; y, por otra parte: su misericordia me seguirá. Pues al que no quiere, le previene para que quiera; y al que quiere, le sigue para que no quiera en vano».
7. Está claro qué quiere decir aquí San Agustín, si se leen las palabras que anteceden en ese mismo capítulo, a saber: «Asimismo, para que nadie se vanaglorie del libre arbitrio de su voluntad ─no de las obras─, como si a su propio arbitrio hubiese de atribuírsele un mérito en virtud del cual, como si se le debiese, se le otorgase un premio por su buen obrar, de la libertad habla el mismo pregonero de la gracia: Pues Dios es quien obra en vosotros el querer y el obrar gracias a su buena voluntad. Y en otro pasaje: Así pues, no se trata de querer, ni de correr, sino de que Dios tenga misericordia. Puesto que, sin lugar a dudas, si el hombre ha alcanzado ya la edad de la razón, no puede creer, tener esperanzas y amar, salvo que quiera, ni recibir la palma de la vocación suprema de Dios, si no concurre con su voluntad, entonces ¿cómo puede ser que no se trate de querer, ni de correr, sino de que Dios tenga misericordia, salvo porque Dios también prepara la propia voluntad, como está escrito? De otro modo, si además &c.». Aquí añade las palabras que hemos citado en el párrafo anterior.
8. Por todo esto, es evidente a todas luces que, en este pasaje, al igual que en muchos otros de los que acabamos de ofrecer, San Agustín impugna la siguiente afirmación de los pelagianos, a saber: el asentimiento de la fe y el propósito que nos hacemos de vivir con rectitud y cumplir toda la ley, cuando resurgimos del pecado y nos justificamos, dependen de nosotros sin necesidad de ningún auxilio de la gracia; además, por este propósito nos hacemos merecedores del auxilio de la gracia para hacernos este mismo propósito en el decurso de nuestra vida. Contra este error San Agustín argumenta de la mejor manera posible. En primer lugar, afirma que el propio San Pablo enseña que Dios no sólo produce en nosotros, gracias a su buena voluntad, el obrar y la perfección de la obra, sino también el propio querer y el propósito primero por el que, cuando creemos y nos justificamos, decidimos vivir con rectitud y cumplir la ley en nuestro obrar. En segundo lugar, afirma que si este querer y el propósito primero por el que comenzamos a ser justos, proceden únicamente de nosotros sin la ayuda de la gracia de Dios y, en virtud de este propósito, nos hacemos merecedores de que, en el decurso de nuestra vida, Dios nos ayude a realizar lo que hemos decidido en ese momento, sin lugar a dudas, una parte de nuestras voluntades y del camino por el que llegamos a la vida eterna ─siendo esta parte la primera, de la que, como mérito nuestro, depende la otra parte─ sólo procederá de nosotros; la otra parte y posterior procederá simultáneamente de Dios, a través de la gracia cooperante, y de nosotros. Por esta razón, del mismo modo que ─puesto que nuestro curso y voluntad, considerados en relación a una de estas partes, se deben a Dios─ San Pablo dice: no se trata de querer, ni de correr, sino de que Dios tenga misericordia, así también, a causa de la otra parte ─que sólo se debe a nosotros y es causa meritoria de la otra, que procede simultáneamente de nosotros y de Dios─ en verdad se puede decir: no se trata de que Dios tenga misericordia, sino de que el hombre quiera y corra. Ahora bien, ningún católico admitirá tal cosa. Como muy bien dice San Agustín, esto sólo se debe a que, puesto que toda nuestra voluntad conducente hacia la vida eterna y el camino completo por el que nos dirigimos hacia la vida eterna, proceden de Dios ─en parte, por medio de la gracia previniente u operante y, en parte, por medio de la gracia cooperante y subsecuente─, aunque nosotros cooperamos simultáneamente a través de nuestro libre arbitrio ─tanto en relación al querer, como al camino completo─, como expresamente afirma San Agustín en ese mismo capítulo, por todo ello, puesto que (aunque nosotros mismos seamos quienes, libremente y sin que nos impulse ninguna necesidad, queremos y corremos en la medida necesaria para alcanzar la vida eterna) el hecho de que el querer en su totalidad y cada una de sus partes sean tal como deben ser, se debe a Dios ─que nos previene y coopera con nosotros por medio de su gracia y en virtud de su libre voluntad─, en verdad dice San Pablo que el querer y el correr ─en la medida necesaria para alcanzar la salvación─ no son actos que dependan de quien quiere y de quien corre, sino de la misericordia de Dios, que con su gracia y misericordia hace que queramos y corramos de este modo. Por el contrario, no es verdadero, ni correcto, decir lo siguiente: el querer y el correr en la medida necesaria para alcanzar la salvación ─y San Pablo habla de este querer y de este correr─ no es obra de Dios misericordioso, sino del hombre que quiere y que corre, porque correr hacia la perdición sólo depende del hombre. Además, aunque el querer y el correr en la medida necesaria para alcanzar la salvación, no dependan de nosotros cuando corremos, sino de Dios misericordioso ─que, con su gracia y misericordia, otorga esto a nuestro camino─, sin embargo, la existencia de este camino no sólo depende del influjo de Dios por la gracia, sino también del influjo libre de nuestro arbitrio, como hasta el momento hemos explicado y como San Agustín señala con claridad en el lugar citado y también con frecuencia en otros.