Concordia do Livre Arbítrio - Parte II 3

Parte II - Sobre a cooperação geral de Deus

Disputa XXVII: Apéndice de la disputa anterior

1. Tras la primera edición de esta Concordia no ha faltado quien, a pesar de haber copiado en gran parte nuestra doctrina sobre este tema y haberla acomodado a la suya, sin embargo, impugna algunos puntos de nuestra doctrina y disiente en lo que a continuación vamos a señalar.
2. Comencemos diciendo que, por regla general, en toda acción natural que no es moralmente mala ─tanto si es obra del libre arbitrio, como si lo es de otro agente natural─, este autor distingue un doble concurso o influjo general de Dios: un concurso por medio del cual influye con inmediatez ─por inmediación de supuesto─ sobre la acción y sobre el efecto ─por ejemplo, por una parte, influye sobre el calentamiento en virtud del cual el fuego calienta el agua y, por otra parte, influye sobre el propio calor que el fuego induce en ella, porque, según dice, la presencia de Dios es ubicua─; y otro concurso por medio del cual influye con inmediatez sobre el propio agente y lo aplica a obrar, siendo así como influye sobre el fuego para que caliente. Si no me engaño, multiplica los concursos generales y los influjos inmediatos de Dios más allá de lo verosímil; de este modo, en las acciones que no son moralmente malas, introduce y defiende unas predefiniciones de Dios tales que suponen un perjuicio ─y no pequeño─ para la libertad de arbitrio; sobre esta cuestión nos extenderemos en nuestra última disputa.
3. He dicho que, por regla general, en toda acción natural que no es mala distingue un doble concurso o influjo general, porque del mismo modo que niega la predefinición de Dios en las acciones del libre arbitrio moralmente malas ─es decir, pecaminosas─, así también, en algún pasaje de la misma obra ─copiando lo que nosotros decimos─, niega un concurso general por medio del cual Dios aplique y mueva a nuestro arbitrio a realizar estas acciones y se muestra de acuerdo con nosotros en que el pecado ─incluso considerado materialmente─ no debe atribuirse a Dios como causa, porque esta acción no constituye un elemento material de pecado en la medida en que Dios influye sobre ella con inmediatez y por medio de un concurso general en virtud de cuya indiferencia puede seguirse esta acción u otra muy distinta; pues esta acción sólo supone que el propio arbitrio influye sobre ella con su influjo particular y la determina en su ser como acción contraria a la ley de Dios y, por ello, como pecado en sentido material; pero Dios no aplica, ni mueve el libre arbitrio para que influya de este modo, ni lo quiere, sino que únicamente lo permite, como define el Concilio de Trento (ses. 6, can. 6); ahora bien, Dios querría que no influyera así, si esto no dependiese del propio arbitrio en virtud de su libertad.
4. Pero que los concursos generales o influjos que este autor distingue en todas las acciones naturales que no son moralmente malas, sean en diversos y acciones distintas procedentes de manera inmediata de Dios, es algo evidente por lo que vamos a decir, a saber, el influjo inmediato de Dios sobre la acción y el efecto ─es decir, sobre el calentamiento por medio del cual el fuego calienta el agua y sobre el calor que el fuego induce en el agua─ no está en el fuego como sujeto, sino en el agua que recibe el calentamiento, como admite este autor correctamente. Sobre este influjo o concurso universal de Dios, afirma correctamente ─al igual que nosotros─ que no es una acción que difiera de la acción de la causa segunda, sino que ambas son una sola y la misma acción, a la que, en tanto que procedente de Dios, denominamos «concurso general de Dios» y, en tanto que procedente del fuego, denominamos «concurso particular del fuego», en virtud del cual se determina la especie de esta acción. Sin embargo, el otro influjo o concurso universal de Dios ─por medio del cual, según este autor, Dios aplica y mueve el fuego con inmediatez para que caliente, del mismo modo que el artesano aplica y mueve los instrumentos de su arte para construir artefactos─ estaría en el fuego como sujeto y bajo ningún concepto podría decirse de esta acción que es la misma acción que el agua recibe del fuego, ni que por medio del influjo del fuego se determina la especie de esta acción. Por tanto, este autor se contradice un poco; en efecto, respondiendo a nuestro tercer argumento ─que él mismo presenta como segundo y algo cambiado con respecto al nuestro─, niega que, según su parecer, deba admitirse un doble concurso o influjo universal de Dios sobre la acción de la causa segunda, a saber: uno inmediato sobre la causa y, a través de la causa, sobre la acción y el efecto; y otro inmediato sobre la acción y el efecto.
5. Además de lo que hemos dicho en la disputa anterior, podemos impugnar el parecer de este autor, porque ─contrariamente a la opinión de todo el mundo─ multiplica los concursos generales y los influjos o acciones inmediatas de Dios sobre las acciones de las causas segundas que no son moralmente malas e, igualmente, porque ─acudiendo a nuestros argumentos─ pretende relacionar nuestro parecer sobre el concurso general de Dios con el parecer de quienes sostienen que el concurso general divino es un influjo que Dios confiere a la causa segunda para que se mueva y se aplique a obrar.
6. Así también, debemos impugnarlo, porque, cuando se habla de «concurso general de Dios», todos entienden que este sintagma se refiere al influjo de Dios, que es totalmente necesario para todas las acciones de la causa segunda, incluidas las pecaminosas. Por este motivo, como este autor sólo admite como necesario para las acciones pecaminosas el influjo inmediato de Dios sobre la acción y sobre el efecto de aquel que, con el concurso particular de su libre arbitrio, determina la especie de la acción y la materia del pecado ─negando así el otro influjo, en virtud del cual la causa se movería y se aplicaría a la acción─, en consecuencia, debemos deducir que el único concurso general existente es el que nosotros defendemos, porque el otro concurso, en virtud del cual las causas se moverían y se aplicarían a obrar, es falso y totalmente innecesario.
7. También debemos impugnarlo, porque del mismo modo que el libre arbitrio, sin previa moción y aplicación de Dios, puede otorgar su asentimiento al concúbito con una mujer sin que medien lazos matrimoniales e, igualmente, a la muerte de alguien sin que medie causa justa de querella, como admite este autor, porque estas acciones serían pecaminosas, así también, podría otorgar estos mismos asentimientos, si mediasen lazos matrimoniales con esa mujer o si mediase causa justa de querella ─y, en consecuencia, si estos actos fueran moralmente buenos─, como más adelante explicaremos, porque en términos naturales estos actos serían idénticos y las mismas fuerzas servirían para realizarlos, variando tan sólo las circunstancias que hacen que sean distintos en términos morales, como también diremos más adelante. Por este motivo, para obrar bien moralmente, el libre arbitrio no necesita que un concurso general previo lo mueva y lo aplique a obrar; y mucho menos necesitan de este concurso las causas naturales que no son libres y que, por su propia naturaleza, están totalmente determinadas a realizar sus operaciones como lo hacen. Por tanto, es falso y totalmente innecesario este concurso general de Dios con las causas segundas, pues basta con el que nosotros defendemos, que es absolutamente necesario para todas las acciones en general.
8. Añádase que estas premociones y aplicaciones de las causas segundas en sus operaciones, perjudican en gran medida la libertad de nuestro arbitrio, como demostraremos en su momento; sus defensores nunca podrán explicar qué son y cómo se producen; tampoco podrán refutar los argumentos contrarios a estas premociones, como vamos a demostrar de inmediato.
9. En efecto, que nuestro arbitrio pueda realizar todas las operaciones realmente malvadas, es señal manifiesta de que las causas segundas creadas no dependen esencialmente en sus operaciones de estas premociones y aplicaciones del modo en que dependen del concurso general de Dios por influjo inmediato sobre la acción, sin el cual no pueden realizar ninguna operación en absoluto; pues si una causa depende esencialmente de otra en sus operaciones, sin ella no podrá realizar absolutamente ninguna operación.
10. Pero los filósofos que estudian la naturaleza nunca han sostenido, como afirma este autor, que las obras de la naturaleza sean obras de inteligencia por el hecho de que Dios, por medio de su concurso general, mueva y aplique las causas segundas a sus operaciones ─pues esto es totalmente falso, ya que estos filósofos jamás han pensado tal cosa─, sino porque Dios les ha otorgado unas fuerzas naturales y unos medios tan ajustados a los fines particulares de cada una y al fin de todo el universo que nada más habría podido pedirse del creador sapientísimo, como hemos explicado por extenso en nuestros Commentaria in primam D. Thomae partem (q. 2, art. 3) y como explicaremos más adelante.
11. A nuestro juicio, este autor no responde de manera suficientemente coherente a lo que hemos dicho en nuestro primer argumento, a saber: sin padecer cambio alguno en mismo, el fuego calienta el agua que se le acerca; pero nadie entenderá con qué moción Dios tendría que mover y aplicar de nuevo el fuego mientras calienta el agua. Pues, según este autor, el fuego produce el calor sin padecer mutación alguna, pero no sin un influjo de Dios por modalidad de acción transeúnte; ahora bien, este influjo siempre reside en el fuego, porque siempre obra en acto y esto no supone mutación alguna del fuego.
12. Demostración: Como este influjo es algo real ─o incluso una acción inmediata de Dios sobre el fuego por la que éste se aplica a obrar tras recibirla─, no podrá negarse que, en cuanto el fuego reciba esta acción y se aplique a obrar, se encontrará en un estado distinto de aquel en que se encontraba antes de recibirla y obrar y, en la misma medida, sufrirá mutación a causa de ella; es evidente que este autor sostiene esto, sobre todo cuando dice que el fuego recibe esta acción por modalidad de acción transeúnte.
13. Es esto lo que sostiene, salvo que pretenda decir ─como parece añadir en su solución─ que, puesto que el fuego actúa sin interrupción y nunca desiste de su acción, siempre recibe un mismo influjo invariado y, por esta causa, su estado nunca difiere de aquel en que se encuentra en un momento anterior, aunque siempre reciba el mismo influjo y sufra mutación, pero sin cambiar de ser, del mismo modo en que suele hablarse de creación o de conservación del ángel, pero sin cambio de ser, como hemos explicado en nuestros Commentaria in primam D. Thomae partem, q. 10.
14. Pero si sostiene tal cosa, esto no implica que Dios deba aplicar el fuego a cada una de sus acciones en particular del mismo modo que el artista, para pintar cada una de las partes de una pintura, aplica el pincel a cada una de ellas, sino que implica que Dios sólo debería aplicar el fuego a calentar de manera genérica. Que el fuego caliente con calentamientos distintos en cada momento y lugar, se debería a las distintas aplicaciones de los combustibles o de los objetos a calentar producidas por las causas segundas ─por acercar los objetos a calentar al fuego o el fuego a los objetos a calentar─ y no por una aplicación divina y variable, que sería ininteligible, salvo que variase el influjo en virtud del cual el fuego se aplica a una u otra acción en particular. Como la índole del fuego es idéntica a la de cualquier otro agente que se aplica a obrar por necesidad de naturaleza, de aquí se sigue que, con la aplicación a través de la cual Dios aplica el fuego ─o cualquier otro agente natural─ a su acción, Dios no pretende dirigir una acción única y determinada antes que otra, ni dirigirla a hacer una cosa antes que otra. Pero esto se opone al parecer de este autor, porque, según él, las predefiniciones de Dios alcanzan a todas las cosas en singular y la providencia divina se extiende sobre todas las cosas en singular y no únicamente de modo genérico o específico.
15. También debemos decir que si el libre arbitrio realiza alguna obra moralmente buena, Dios lo aplicará para que realice esta obra; pero si persevera en esta obra y al mismo tiempo realiza otra o prolonga su volición hacia otros objetos que también son buenos moralmente, entonces Dios no lo aplicará de nuevo a esta nueva acción o prolongación de la primera acción, sino que el libre arbitrio ejercerá estos actos en virtud del primer influjo, sin que éste varíe ni aumente lo más mínimo; pero el autor del que hablamos no admitirá tal cosa, porque esta nueva acción o prolongación de la primera acción no se produciría en virtud de una aplicación y dirección particulares de Dios y, por ello, tampoco en virtud de una de las predefiniciones particulares que este autor defiende.
16. Asimismo, todo aquel que admita el concurso general de Dios con las causas segundas, también sostendrá que, para cada una de las acciones, es necesario un concurso ─o influjo─ general de Dios distinto e, igualmente, que Dios puede suspenderlo para una acción, sin que deba suspenderlo para las demás acciones del mismo agente, como demuestran los argumentos que ofreceremos al final de la siguiente disputa. Por tanto, si este es el influjo sobre la causa en virtud del cual ésta se mueve y se aplica a obrar, tendremos que admitir que, para cada uno de los calentamientos procedentes del fuego, Dios produce un influjo peculiar sobre el fuego a través del cual lo mueve y lo aplica a calentar un objeto con acción particular aquí y ahora; también tendremos que admitir que este influjo cesa cuando acaba esta acción y, en consecuencia, aunque tendríamos que sostener que el fuego actúa sin interrupción sobre uno u otro objeto que se le aproxime, habremos de admitir que está sometido a cambio en la medida en que estos influjos particulares se acerquen o se alejen.
17. Igualmente, si en el vacío se genera fuego en virtud del poder divino, cesará de toda acción; asimismo, como el influjo sobre el fuego por el que éste se aplica a obrar, reside en él por modalidad de acción transeúnte y tanto tiempo cuanto de él emane la acción, en consecuencia, en este caso no habrá ningún influjo tal en el fuego. Por tanto, si Dios permite que el aire que rodea su naturaleza acuda a llenar el vacío, en cuanto el aire se acerque al fuego, éste comenzará a calentarlo, a pesar de que, hasta el momento de la llegada del aire, permanecía sin sufrir cambio alguno. Por tanto, si el fuego necesita del influjo de Dios para, sin sufrir cambio alguno, aplicarse y comenzar a calentar según el lugar, entonces calentará sufriendo mutación.
18. Igualmente, si extraemos una partícula de fuego de dentro del espacio que engloba la órbita de la luna ─careciendo esta partícula de actividad alguna─ y la aplicamos a algo combustible o si un ángel le aplica algo combustible dentro de ese espacio, entonces, para que este fuego tenga actividad, antes deberán moverlo el influjo y la moción en virtud de los cuales se aplicará de nuevo a calentar.
19. Además, puesto que el agua no se mueve en sentido descendente sobre el agua, el agua de la parte superior sólo comenzará a moverse en sentido descendente, si alguien sustrae agua de la parte inferior. Por tanto, si este agua necesita del influjo de Dios para aplicarse a moverse e imprimir un impulso sobre lo que queda debajo, habremos de decir que, para que se mueva e imprima este impulso, Dios deberá someterla antes a cambio; pero no es posible explicar qué son estos cambios, ni cómo se producen, ni qué clase de cambios son, como en seguida explicaré.
20. En nuestro primer argumento también añadimos lo siguiente: como no hay ninguna moción o acción por las que pueda producirse un efecto que realmente difiera de esta acción y como no es concebible otro efecto de esta moción y aplicación que no sea una cualidad, por todo ello, debemos admitir que, siempre que el fuego calienta, junto con esta moción Dios produce en él cierta cualidad; ahora bien, esto parece improbable.
21. Sobre esta cuestión, el autor del que hablamos comienza explicandoque este influjo de Dios sobre la causa ─por ejemplo, el influjo sobre el fuego para que caliente─, se asemeja al influjo con que el artista influye sobre el pincel, cuando lo mueve y lo aplica a pintar. Luego, responde que no es necesario que el término de este influjo esté en la causa segunda ─por ejemplo, en el fuego─, del mismo modo que tampoco está en la acción por la que el fuego calienta y con la que concurre ─como también admitiríamos nosotros, según dice este autor─, sino que basta con que su término esté en el efecto que se alcanza a través de esta acción e influjo, a saber, en el calor que el agua recibe.
22. Pero aquí debemos distinguir. Por ello, vamos a explicar los cambios y también los términos de todo lo que suele intervenir, cuando el pintor hace uso de su pincel para pintar. Comencemos suponiendo el movimiento del brazo y del pincel sujeto entre los dedos, siendo este movimiento la causa por la que el pincel se dirige hacia la paleta de los colores; supongamos también que el pincel se moja en ellos y que, de nuevo, una vez mojado, vuelve al lienzo en el que debe pintar y hablemos tan sólo de una aplicación del pincel al acto de pintar.
En efecto, en primer lugar, el pintor ordena, por medio de su voluntad y su apetito sensitivo, el movimiento de la mano y de las articulaciones con las que sostiene el pincel o, al mismo tiempo, el movimiento del brazo, para que este movimiento sea como se requiere para pintar una imagen según las reglas del arte de la pintura. Con objeto de realizar estos movimientos por virtud motiva y mediante los espíritus sensitivos y la contracción y distensión de nervios y músculos, imprime un impulso sobre las articulaciones, la mano o el brazo, para que se produzca el movimiento local de estos miembros necesario para pintar la imagen. Este impulso o ímpetu que se imprime de este modo sobre las articulaciones, la mano o el brazo, es una cualidad que, mediante los espíritus sensitivos y la contracción o distensión de nervios y músculos, se imprime de manera semejante al impulso que imprimimos sobre la piedra cuando la lanzamos y en virtud del cual, tras ser lanzada por la mano, se eleva hasta que llega un momento en el que, al faltarle este impulso, ya no puede superar su propio peso. A pesar de que el acto de imprimir este impulso sobre la piedra se produce por el movimiento del brazo y de la mano y a pesar de que este mismo acto se produce en los dedos, en la mano y en el brazo por el movimiento y la aplicación de los espíritus sensitivos y la contracción o distensión de nervios y músculos, sin embargo, puesto que este acto produce cierta cualidad, introduce una alteración, que es el propio acto de imprimir la cualidad, en la medida en que la eficiencia de este acto se debe a la virtud motiva por mediación de estos instrumentos y del movimiento de todo aquello en virtud de lo cual el acto de impresión resulta eficaz. Por esta razón, la producción del término propio de esta alteración ─que es el ímpetu y la fuerza impresa─ se debe a este acto. De la fuerza que se imprime sobre la mano, las articulaciones de los dedos y el brazo, como principio inmediato y eficiente, se sigue el movimiento local de las articulaciones y de la mano o también del brazo, tal como se requiere para pintar una imagen con pincel. Este movimiento también tiene su término propio, a saber, la acomodación espacial de las diversas articulaciones, junto con el pincel, en el lienzo.
Además, del impulso y del movimiento de las articulaciones, de la mano y del brazo, como principios eficientes, se seguirán el impulso y el movimiento del pincel sostenido por las articulaciones y acomodado al lienzo. Pero el acto de imprimir este impulso sobre el pincel es una alteración que tiene por término al propio impulso. Y el movimiento local del pincel tiene por término el contacto con el lienzo para pintar la imagen. De este contacto, dada la cualidad de los colores aptos para adherirse al lienzo, se sigue la pintura de la imagen, que tiene por término a la propia imagen, en relación a la cual ─considerada como fin y término último─ se ordenan todas las acciones anteriores.
23. Veamos ahora la respuesta de este autor. Como el influjo de Dios sobre el fuego ─en virtud del cual, según dice, el fuego se mueve y se aplica a calentar─ reside en el fuego como sujeto y no en el agua ─que recibe el calentamiento y el calor derivado del fuego─ y, en consecuencia, es una acción que difiere del calentamiento no sólo individualmente y en términos de sujeto único, sino también en términos de especie ─porque no es un calentamiento, sino una aplicación y moción del fuego para calentar─, por esta razón, es asombroso que esta acción ─una vez producido este influjo, con el que en realidad se identifica dicha acción, del mismo modo que toda acción se identifica con su término─ tenga como término el calor existente en el agua. Por este motivo, si en toda acción siempre se produce inmediatamente algo que es su término y que en realidad se identifica con la propia acción, aunque formalmente difiera de ella, habrá de admitirse que este influjo y esta aplicación producen algo en el fuego. Como esta acción e influjo no conllevan cambios substanciales, ni espaciales, ni aumento alguno, no parece que se pueda hablar de otra acción que de una alteración tomada en sentido amplio y por la que el fuego produce de modo inmediato una cualidad.
24. A su afirmación ─y, según dice, también sería afirmación nuestra─ de que el término del concurso general de Dios no es el calentamiento, sino tan sólo el calor producido por el calentamiento, debemos responder que, según nuestro parecer, el concurso general de Dios no influye sobre el fuego, sino con el fuego sobre la acción por la que se produce el calor; esta acción procede con inmediatez de Dios ─como causa universal─ y del fuego ─como causa particular─ y, por ello, de ambos, considerados como causa total e inmediata. Por este motivo, como el influjo general de Dios y el influjo particular del fuego, según nuestro parecer, no son dos acciones, sino un calentamiento único en términos absolutos ─que, en cuanto procedente de Dios, es influjo universal de Dios y, en cuanto procedente del fuego, es influjo particular del fuego─, por ello, no es necesario que este concurso general del que hablamos tenga su término en el calentamiento, porque el término de una acción no está en misma, sino en lo que ella produce; muy distinta es la razón que este autor aduce a propósito del influjo sobre el fuego, para admitir la producción inmediata del término por este influjo considerado como acción.
25. En el primer argumento también añadimos lo siguiente: si, para toda acción, el fuego necesita esta moción y aplicación previas, entonces las mociones con que Dios mueve el fuego y lo aplica simultáneamente a cada uno de los calentamientos que emanan de él, serán tantas cuantos sean los cambios de todo lo que se le acerque y sea calentado por él; ahora bien, esto parece improbable.
26. A esto nuestro autor responde negando la consecuencia de que el fuego se mueva y se aplique en virtud de tantas mociones cuantos sean los calentamientos que emanen de él. Pues, según dice, si nos fijamos en el principio y en el influjo ─que serían de eficacia múltiple─, sólo habrá una acción y un influjo únicos, pero de eficacia múltiple; ahora bien, si nos fijamos en los términos y en los objetos sometidos a cambio, tendremos que hablar de varias acciones, pero no distintas en términos numéricos, porque sólo habría una acción, aunque su eficacia sería múltiple, como ya hemos dicho.
27. Esta respuesta sólo es voluntariosa, porque no explica por qué motivo y en razón de qué este influjo no es más que una acción única de eficacia múltiple. Como ya hemos dicho, todos aquellos que admiten el concurso general de Dios con las causas segundas en cualquier acción individual y cualquier efecto de dichas causas, se refieren a un concurso general de Dios peculiar y distinto de otros con los que concurre en las demás acciones y efectos; asimismo, sostienen que Dios puede suspender este concurso en una acción o en una parte de una acción, sin necesidad de tener que suspenderlo también en otras acciones del mismo agente, como demuestran los argumentos que ofreceremos al final de la siguiente disputa.
28. Asimismo, como ya hemos dicho, según lo que estamos diciendo, Dios sólo mueve y aplica el fuego a calentar de manera genérica. Que uno u otro calentamiento individual se siga de esta aplicación, no se deberá a la aplicación del fuego a un calentamiento en particular, sino a la multiplicación de las cosas susceptibles de calentamiento que este fuego encuentre cercanas a él; como ya hemos dicho, este autor no se podrá basar en esta tesis para explicar las predefiniciones en términos de aplicación de los agentes a sus acciones.
29. Asimismo, ya hemos explicado que el influjo en virtud del cual el fuego se mueve y se aplica a calentar, no tiene como término propio el calor producido sobre los objetos sujetos a cambio, sino que este término es propio del calentamiento, que se multiplica según la diversidad del término; de este modo, necesariamente habremos de establecer un término propio en el fuego ─debido a esta aplicación e influjo─, en el que tendremos que reconocer la unidad o multiplicidad de esta acción, sobre todo porque no sucede que una acción recaiga sobre un sujeto y el término producido por ella recaiga sobre otro. Por esta razón, si debemos admitir que el fuego recibe este influjo y esta moción, entonces, respecto del calentamiento que de aquí emana hacia el agua, este influjo y esta moción no deberán considerarse en términos de acción, sino de principio eficiente del calentamiento junto con el calor del fuego, del mismo modo que el impulso y el movimiento local de los dedos son principio eficiente del impulso y del movimiento en virtud de los cuales el pincel se mueve y se aplica a pintar e, igualmente, del mismo modo que los actos virtuosos y los actos de las ciencias son principios eficientes de los hábitos que se generan a partir de ellos, como ya hemos explicado en otro lugar.
30. Pero debemos preguntar a este autor si acaso el influjo y la aplicación del fuego a calentar es una acción idéntica al calentamiento por el que el calor se introduce en el objeto sujeto a cambio. Si responde que es idéntica, de nuevo le preguntaremos cómo puede suceder que una recaiga sobre el fuego como sujeto y otra sobre el agua. Así también, le preguntaremos cómo puede suceder que, en función de la diversidad de los términos que los objetos sujetos a cambio experimentan, el calentamiento se multiplique numéricamente, pero no así el influjo. Ahora bien, si responde que son acciones distintas, entonces también tendrán términos distintos y entre ellos se distinguirán tanto individualmente, como por su especie.
31. Nuestro cuarto argumento ─que el autor del que hablamos presenta como tercero─ dice así: Si el concurso general de Dios con las causas segundas fuese un influjo sobre las propias causas a través del cual las moviese, las aplicase y las hiciese más capaces de obrar, como este influjo sobre la causa segunda y todo lo que produjese en ella, sería algo creado y coadyuvaría con la propia eficacia de la causa ─por ejemplo, cuando el fuego produce calor en el agua, no es menos causa segunda que la propia eficacia del fuego para calentar, por lo que no necesita de otro concurso de Dios en menor medida que la eficacia del fuego, porque necesitar del concurso general de Dios para obrar, es algo común a todas las causas segundas, incluidas las sobrenaturales, sin excepción alguna─, entonces o bien habríamos de admitir que, en estos concursos, el proceso sería infinito y, en consecuencia, no podría producirse ningún efecto, o bien habríamos de admitir que el concurso general de Dios no sería un influjo sobre la causa, sino un influjo inmediato con la causa sobre su acción y sobre su efecto.
32. Respecto de este argumento, dicho autor niega que este influjo deba denominarse «causa segunda», del mismo modo que la acción a través de la cual el agente obra no se denomina «causa segunda».
33. Pero nosotros ya hemos explicado que si este influjo debe admitirse, no puede considerarse acción en relación al calentamiento y al calor que de él se siguen y que el agua recibe, sino que debe considerarse principio eficiente junto con el calor del fuego que se aplica a calentar; además, si denominamos a este influjo «principio eficiente» respecto de su término ─con el que en realidad se identifica, distinguiéndose de él tan sólo formalmente─, tampoco podremos considerarlo acción en relación al calentamiento.
34. Este autor añade que del mismo modo que ─según dice─ nosotros sostendríamos que el auxilio eficaz sobrenatural que el libre arbitrio recibe y que lo premueve a realizar sus actos y obras sobrenaturales no necesita de otro concurso de Dios, tampoco habría que sostener que este influjo necesite de otro concurso de Dios, porque si lo necesitase, en estos concursos habría de procederse al infinito.
35. Este autor no lee con suficiente atención nuestra Concordia, si nos atribuye tal cosa. Pues hemos enseñado bien a las claras y varias veces que, además del auxilio de la gracia previniente que concurre de manera eficaz con el libre arbitrio en las obras sobrenaturales de fe, esperanza, caridad o contrición, es necesario el concurso general divino a través del cual Dios influye sobre la obra misma de manera inmediata por inmediación de supuesto, porque el libre arbitrio y la gracia previniente unidos son causa segunda ─aunque sobrenatural─ y toda causa segunda, aun siendo sobrenatural, no puede hacer nada sin el concurso general a través del cual Dios influye simultáneamente. Pero como nosotros sostenemos que el concurso general de Dios es un influjo de Dios sobre el efecto de la causa segunda y no sobre la propia causa, de nuestra afirmación no se sigue un proceso al infinito, como se sigue de la afirmación de quienes sostienen que el concurso general es un influjo sobre la causa segunda a través del cual Dios la mueve y la aplica a obrar.
36. Este autor no responde a los demás argumentos que proponemos, porque admite que, de manera simultánea al concurso general de Dios sobre la causa ─por medio del cual la aplica y la mueve─, habría un concurso general de Dios que sería inmediato junto con la causa en su acción y en su efecto, como demuestran nuestros argumentos.
37. Pero este autor también disiente de nosotros, porque lleva muy a mal que, al final de la disputa anterior y de la disputa vigésima quinta, sostengamos que, si consideramos que una causa total abarca toda causa necesaria para una acción ─tanto universal, como particular─, entonces con su concurso general con las causas segundas Dios produciría una sola causa total dando unidad a varias causas parciales en relación a su efecto, de tal modo que ni Dios sólo con su concurso universal sin las causas segundas, ni las causas segundas sin el concurso universal de Dios, bastarían para producir el efecto; ahora bien, son causas parciales, como hemos dicho, pero no por parcialidad de efecto ─es decir, como si en el efecto hubiese algo que procediese de una única causa y no de otra─, sino por parcialidad causal, porque el efecto no se debería a ninguna de ellas, salvo que la otra influyese simultáneamente como parte de la causa total de este efecto. También añadimos: «Pero si no hablamos de causa total o íntegra en términos absolutos, sino en algún grado de causa, entonces con su concurso universal Dios es causa total en grado de causa universalísima, porque ninguna otra causa concurre con Él en un grado tal de causalidad. Del mismo modo, distintas causas segundas pueden ser causas totales de un mismo efecto, cada una de ellas en su grado». Como digo, este autor mira con muy malos ojos esta nuestra doctrina; según él, ni Dios, ni las causas segundas, son las causas parciales de las que hemos hablado, porque cada una de ellas sólo puede considerarse total; en otro lugar, sostiene lo mismo sobre el entendimiento y la especie inteligible que concurren en la intelección, sobre el entendimiento y la luz de la gloria que concurren en la visión beatífica, sobre la gracia previniente y el libre arbitrio que concurren en los actos de fe, esperanza, contrición o caridad, y sobre otras causas semejantes.
38. Sin embargo, te pido, prudente lector, que atiendas a lo siguiente. Entre las causas que concurren en un mismo efecto, hay algunas que influyen sobre el efecto con un influjo exactamente idéntico, como son, por ejemplo: el fuego, su forma substancial y el calor que reside en él respecto del calentamiento que emana de ellos; el hombre, el alma y el entendimiento respecto de la intelección; el fuego, el hierro candente y el calor en el hierro candente respecto del calentamiento que emana del hierro candente; el artista y el pincel respecto de la pintura; y casi todos los instrumentos del artesano respecto del artefacto, cuando el instrumento no posee una eficacia particular para actuar, sino tan sólo una aptitud para que con él el artesano actúe y produzca el resultado de su arte influyendo por medio de este instrumento. Pero hay otras causas que concurren en un mismo efecto individual y que no influyen con el mismo influjo, sino que cada una de ellas aplica su influjo propio, peculiar y necesario para la producción de este efecto, como son, por ejemplo: Dios con su concurso general y la causa segunda en la producción de cualquier efecto propio de la causa segunda; el entendimiento y la especie inteligible en la producción de la intelección; el entendimiento y la luz de la gloria en la producción de la visión beatífica; el libre arbitrio y la gracia previniente en la producción de los actos de fe, esperanza y contrición y actos de caridad; y otras causas semejantes. Aunque en relación a estas causas hay que admitir que cada una de ellas es causa total en su orden y grado, sin embargo, no se puede negar que son parciales por parcialidad causal y que no influyen con todo el influjo requerido para la producción del efecto, si hablamos en términos de causa total.
Pero este modo de hablar, aun siendo verdadero en grado máximo y tomado de la propia naturaleza de las cosas y de las causas, a algunos les suena mal, porque refuta clarísimamente los argumentos con que se persuaden de unas predefiniciones ─dirigidas hacia los actos sobrenaturales y naturales del libre arbitrio─ que suprimen la libertad de arbitrio; con estos argumentos también se inventan sentidos compuestos y divididos, del tal modo que reducen nuestra libertad a un simple nombre; finalmente, este modo de hablar también les suena mal, porque en muchas cuestiones dificilísimas, sobre las que estos autores se persuaden de lo contrario, arranca la verdad a las tinieblas y la despliega con claridad asombrosa.
39. ¿Acaso pretenden defender que Dios no concurre con su concurso general en el elemento material del pecado o que es causa total de él por concurrir en él como causa universal, salvo que añadan «en género y grado de causa universalísima»? Tampoco podrán admitir correctamente que la causa segunda es causa total en términos absolutos del efecto procedente de ella, porque sólo es admisible que sea causa total en grado de causa particular, cuando sólo de ella, considerada como causa particular, procede su efecto.
40. Baste con lo que acabamos de decir y que nadie espere que vamos a repetir esto mismo inútilmente. Del mismo modo que hasta aquí hemos dado por supuesta esta doctrina, así también, la daremos por supuesta en adelante y dondequiera que sea necesaria.