Concordia do Livre Arbítrio - Parte I 1
Parte I - Sobre as capacidades do livre-arbítrio para praticar o bem
Disputa I: Sobre los errores acerca de la presciencia divina, nuestro libre arbitrio y la contingencia de las cosas
1. Hay un asunto que siempre ha creado grandes dificultades a los hombres, a saber, de qué modo la libertad de nuestro arbitrio y la contingencia de las cosas futuras en uno o en otro sentido, pueden componerse y concordar con la presciencia, providencia, predestinación y reprobación divinas. Puesto que, conscientes de nuestra debilidad y confiando en la asistencia divina, vamos a explicar cómo pueda darse esto ─primero en relación a la presciencia y, más adelante, en relación a la providencia, predestinación y reprobación─, debemos comenzar señalando que en nosotros hay libertad de arbitrio; también debemos establecer cómo y en qué medida tenemos libertad de arbitrio; asimismo, debemos señalar que hay muchas cosas futuras que son contingentes, en uno o en otro sentido; también hemos de establecer cuál es la raíz de esta contingencia, de tal modo que, finalmente, podamos explicar y demostrar el consenso y la coherencia mutua de todo lo mencionado, en primer lugar, con la presciencia divina y, posteriormente, con la providencia, predestinación y reprobación divinas.
2. Aunque Santo Tomás, según el plan de su obra, dispute sobre el libre arbitrio en la cuestión 83, no obstante, es conveniente que en este momento hablemos algo sobre este asunto, no sólo porque en estos comentarios a la «Primera parte» de la Summa Theologica no llegaremos hasta esa cuestión, sino también, sobre todo, porque este lugar es el oportuno y, salvo que resolvamos antes algunas dificultades acerca de nuestro libre arbitrio, no podría llegar a conocerse plenamente todo lo referido a este asunto; por otra parte, reservamos las demás cuestiones sobre el libre arbitrio para tratarlas de manera más provechosa en nuestros Commentaria in primam secundae.
El lector acogerá con benevolencia que, ocasionalmente, nos hayamos acercado a alguno de los puntos que atañen a la materia de gracia, siempre en la medida en que el lugar lo exigía. Ciertamente, son tales la ligazón y el consenso del libre arbitrio con la gracia, presciencia, providencia, predestinación y reprobación, que apenas podríamos tocar y explicar una cosa sin la otra.
3. Por otra parte, el único razonamiento que debemos aprobar y abrazar en la conciliación del libre arbitrio con la gracia, presciencia, providencia, predestinación y reprobación divinas, tal como preexisten en acto, será aquel que no suponga perjuicio alguno a ninguna de las seis cosas mencionadas y habremos de considerarlo como la piedra de toque a través de la cual deberá examinarse cuánta verdad o falsedad contenga el razonamiento que cada cual alega. Sin duda, como veremos más adelante, que en nosotros realmente haya libertad de arbitrio ─sin que lo impidan la presciencia, providencia, predestinación, reprobación o gracia divinas─ no consta menos en las Sagradas Escrituras, ni debemos sostenerlo con fe menos firme que esto otro que también resulta manifiesto por las mismas Sagradas Escrituras, a saber, que hay presciencia, providencia y predestinación divinas y que la gracia nos es necesaria para alcanzar una amistad con Dios y la vida eterna.
Pero en esta primera disputa sólo vamos a mencionar algunos errores que, hasta el día de hoy, se han formulado acerca de la presciencia divina, la libertad de nuestro arbitrio y la contingencia de las cosas.
4. Cuenta San Agustín en De civitate Dei (lib. 5, cap. 9) que, como Marco Tulio Cicerón, por una parte, no entendía cómo es posible componer la libertad de arbitrio y la contingencia de las cosas con el conocimiento seguro e inmutable que Dios tiene de los futuros contingentes y, por otra parte, no sólo por propia experiencia, sino también ajena, tenía conocimiento de la libertad de arbitrio, por ello, negó que Dios poseyese presciencia de los futuros contingentes, así como que de éstos pudiese haber previsión segura; de este modo, como dice San Agustín, queriendo hacer hombres libres, los convirtió en sacrílegos. Impugnaremos este error en nuestra disputa penúltima.
5. En relación a la libertad de arbitrio y a la contingencia de las cosas, como testimonia San Agustín en De civitate Dei (lib. 5, cap. 1) y en sus Confessionum libri duodecim (lib. 4, cap. 3), hubo un error defendido, sobre todo, por muchos astrólogos dedicados a la astrología judiciaria y también por algunos filósofos que siguieron a aquéllos, a saber, los astros poseerían una influencia que inferiría una necesidad a la voluntad humana, en virtud de la cual ésta querría una u otra cosa, y, además, todo aquello que acontecería en el mundo inferior ─que abarcaría tanto las acciones humanas bondadosas, como las maliciosas─ debería atribuirse a una necesidad que provendría del lugar, la configuración y la influencia de los astros. Aunque atribuían esta necesidad de la totalidad de los efectos, como causa primera, al cielo y a los astros, sin embargo, sostenían que del cielo derivaría, de manera absolutamente inevitable, el orden y la sucesión de unas causas que se extenderían hasta los efectos más insignificantes; por ello, afirmaban que todas las cosas acontecerían en virtud de una necesidad. Por otra parte, denominaban «hado» a esta conexión y orden causal, cuyo principio y origen atribuían a la configuración del cielo y de los astros; también denominaban «necesidad del hado» a la necesidad natural en virtud de la cual, según creían, todo acontecería de manera necesaria. De ahí que algunos añadiesen, como testimonia San Agustín en De civitate Dei (lib. 5, cap. 1), que la influencia de los astros y el orden de la conexión de las causas resultante de aquélla, no se deberían a la disposición y voluntad divinas; de este modo, eliminaban toda la providencia divina sobre las cosas humanas. Pero otros afirmaban que el estado y disposición mencionados tenían a Dios como origen y también dependían de la voluntad divina. No obstante, precisamente porque el mundo habría sido dispuesto de tal manera, todo suceso acontecería por una necesidad del hado, hasta tal punto que todos los efectos, aun siendo vicios y pecados, deberían atribuirse a Dios por haber dispuesto un orden tal de cosas.
Este error elimina la libertad de arbitrio y toda contingencia que se pueda hallar en las cosas; por ello, es manifiestamente contrario a la fe católica y quien lo sostenga vomitará una gran blasfemia contra Dios, porque este error nos presenta a Dios, de manera desvergonzada, como inductor de nuestros crímenes.
6. Los Padres de la Iglesia suelen reprender e impugnar, y con razón, que se use la palabra «hado» en este sentido (léase, entre otros, a San Gregorio en su Homilia Epiphaniae). Además, también la Iglesia lo condena.
Sin embargo, si se considera que el hado es el orden de las causas contingentes y evitables, sometido a una presciencia divina segura e inmutable, en virtud de la cual Dios conocería, gracias a la eminencia de su ciencia, que, en razón de estas mismas causas algo realmente va a suceder ─disponiéndolo a veces el propio Dios o incluso permitiendo otras cosas para que esa otra suceda─ y en este sentido se dice que los reinos se reparten a unos o a otros por obra del hado, ciertamente, San Agustín afirma que esta opinión puede sostenerse, pero corrigiendo sus términos. En efecto, no es esto lo que los hombres entienden, cuando oyen la palabra «hado», sino lo que hemos explicado en primer lugar; por ello, nunca debe utilizarse la palabra «hado», salvo distinguiendo su significado, no vaya a ocurrir que se ofrezca a alguien ocasión de errar.
Boecio (De consolatione philosophiae) y Santo Tomás, más adelante, en la cuestión 116, admiten que se puede hablar de «hado» según este último significado; sin embargo, Santo Tomás recuerda que los santos no quisieron hacer uso de la palabra «hado», ni siquiera en este último sentido.
7. Algunos atribuyen a los estoicos este error del hado que acabamos de explicar; sin embargo, si debemos creer lo que Luis Vives dice en sus comentarios al De civitate Dei (lib. 5, caps. 1 y 10) de San Agustín, Platón eximió de la necesidad del hado a la voluntad humana y a todo aquello dependiente del libre arbitrio del hombre; pero sometió todo lo demás a esta necesidad. Los estoicos habrían pensado lo mismo, como nos cuentan Plutarco y otros que aparecen citados por San Agustín en el cap. 10, según refiere Vives.
Más adelante, cuando hablemos de la raíz de la contingencia, explicaremos si, además del libre arbitrio y de aquello que depende del libre arbitrio, debemos considerar que otros sucesos tampoco acontecen por necesidad natural o del hado y si en ellos hallamos una contingencia del evento futuro en uno u otro sentido, a lo que responderemos que sí.
8. Además de aquel apóstata, a saber, Simón el Mago, que, como afirma San Clemente en sus Recognitiones (lib. 3, c. 22) negaba el libre arbitrio y sostenía que todo acontece en virtud del hado, de entre los herejes, tenemos a un tal Bardesanes o, como dicen otros, Bardesiano, que sostenía que incluso las conversiones de los hombres dependen del hado, como nos cuenta San Agustín (De haeresibus, h. 35), aunque todos parecen decir cosas distintas sobre este tal Bardesanes; sobre esto puede leerse, si a alguien le place, a Alfonso de Castro en Adversus haereses («hado»).
Según lo que nos cuenta San Agustín (De haeresibus, h. 70), Prisciliano sostuvo que los hombres están ligados a unos astros que les marcan el hado y, del mismo modo que los maniqueos, a quienes nos vamos a referir inmediatamente, eliminó el libre arbitrio.
También muchos de aquellos a quienes nos vamos a referir a continuación, suprimen la libertad de arbitrio y parece que admiten el hado y su necesidad, pero no en el sentido de que ésta dependa del cielo y de los astros y de ellos derive, sino en el sentido de que, siendo la constitución del universo la que realmente es, cada uno de los efectos respondería a un orden dispuesto e infalible y a una sucesión de causas hasta tal punto inconmovible que nada sucedería, salvo por necesidad de naturaleza. Acabo de decir que muchos de ellos parecen admitir la necesidad del hado, porque quienes suprimen la libertad de arbitrio por considerar que los actos de nuestra voluntad sólo dependen del libre influjo ─ya sea natural, ya sea sobrenatural─ de la gracia de Dios, de tal modo que estos actos no dependerían simultáneamente de nuestra voluntad libre, no estarían obligados a defender una necesidad del hado, porque podrían sostener que, siendo así la constitución de nuestro universo, ciertamente, las cosas podrían suceder de una manera o de la contraria, aunque, sin embargo, todo ello dependería únicamente del concurso libre de Dios.
9. El Concilio de Braga (I, cap. 9) condenó, contra Prisciliano, este error del hado al que nos estamos refiriendo: «Si alguien cree que las almas y los cuerpos humanos están sometidos a unos astros que les marcarían el hado, como afirmaron los paganos y Prisciliano, sea anatema»; y en el cap. 10: «Si alguien cree que los doce signos, esto es, los astros que los astrónomos suelen observar, están diseminados por cada una de las partes del alma y del cuerpo y, además, les dan los nombres de los patriarcas, como hizo Prisciliano, sea anatema». El Papa León I, en su carta 91, dirigida a Toribio, obispo de Astorga, condena el mismo error de la siguiente manera: «La undécima blasfemia de éstos es la siguiente: creen que las almas y los cuerpos de los hombres están sometidos a unos astros que les marcarían el hado; de esta locura necesariamente se sigue que los hombres que se han dejado enredar en los errores de los paganos, se afanen en venerar a los astros que creen les favorecen y en mitigar a aquellos que creen les son adversos. Ahora bien, en la Iglesia católica no hay lugar para actuar así». Véase también el cap. 13 de la misma carta.
10. Los maniqueos eliminaron el libre arbitrio del hombre, porque negaban al hombre cualquier facultad por la que éste pudiese elegir el bien o el mal indiferentemente. Afirmaban que el hombre posee dos almas, que estarían entremezcladas: una procedería de Dios como principio del bien y, además, según decían, sería una parte substancial de Dios, por la que el hombre, necesariamente, sólo podría querer y obrar el bien; la otra procedería del principio del mal y por ella el hombre, necesariamente, sólo podría obrar el mal. Pero asimismo afirmaban que, en virtud de las distintas mezclas que podían darse de estas dos almas, sucedía que unos hombres eran peores que otros y también que uno y el mismo obraba mejor en un momento que en otro, en la medida en que, en razón de la mezcla de la que hemos hablado, experimentase una mayor o menor purgación del alma derivada del principio del mal. Así opinan San Agustín (herejía 46) y otros muchos autores de gran autoridad.
11. San Agustín también defendió este error de los maniqueos durante algunos años, antes de convertirse a la fe católica, precisamente porque no podía entender la causa del mal y porque, persuadido por las falsas promesas de los maniqueos, creía que ellos le liberarían de todo error y le conducirían al conocimiento verdadero de Dios, como él mismo atestigua en su carta a Honorato. Sin embargo, una vez iluminado por la fe católica, contra este error escribió los libros de su De libero arbitrio, en los que demuestra que el hombre posee libre arbitrio y que el propio hombre ─cuando, en virtud de su libertad, se desvía de la recta razón y de la ley de Dios y abusa de su libre arbitrio, realizando aquello para lo cual el creador de la naturaleza no se lo ha concedido─ es causa de todo mal culposo sin que esto sea posible, ni inteligible, salvo que haya voluntariedad o libertad para obrar lo opuesto. Por esta razón, San Agustín explica con toda claridad que el mal culposo no debe atribuirse al autor de la naturaleza ─que sólo confiere libertad de arbitrio a los hombres para que obren el bien y, además, les prohíbe obrar el mal─, ni a ningún otro principio externo, sino tan sólo al propio hombre en virtud de su propio libre arbitrio como causa exclusiva.
12. El error de los pelagianos surgió en tiempos de San Agustín, después de que éste escribiera los libros de su De libero arbitrio y muchas otras obras insignes, como él mismo atestigua en sus Retractationes (lib. 1, cap. 9). Este error se oponía a la verdad y a la fe y era totalmente contrario al de los maniqueos. Pues Pelagio y sus seguidores ensalzaban más de lo justo las fuerzas del libre arbitrio, en perjuicio de la gracia necesaria para nuestra salvación. Sobre todo, afirmaban que nuestro primer padre, cuando pecó, sólo se perjudicó a sí mismo. También sostenían que todos sus descendientes han nacido exactamente igual que nuestro primer padre fue creado por Dios antes de pecar, a saber, sin mancha alguna de pecado. Por esta razón, según ellos, el libre arbitrio solo, sin otro auxilio de la gracia, se basta no solamente para creer en los artículos de fe, evitar todos los pecados, superar todas las pasiones, vencer todas las tentaciones que pueden salir al paso durante todo el curso de la vida y hacerse merecedor de la vida eterna, sino también para obtener, a través del arrepentimiento alcanzado exclusivamente en virtud de las fuerzas del libre arbitrio, el perdón de los pecados, si se cae en ellos. Esto les llevó a atribuir a la gracia de Dios tan sólo que el hombre hubiese sido dotado con libre arbitrio y con la facultad de no pecar y, del mismo modo, que Dios hubiese introducido su ley en nuestras mentes o, igualmente, nos la hubiese propuesto de palabra o por escrito. Pero en relación a los pecados ya cometidos, ciertamente, atribuían a la propia gracia su perdón y condonación; no obstante, creían que el hombre sólo puede hacerse merecedor de este perdón a través del arrepentimiento obtenido en virtud de las fuerzas de su libre arbitrio. Por este motivo, pensaban que el libre arbitrio solo, sin otro auxilio de la gracia, se basta para alcanzar la salvación, como atestiguan mucho autores, entre ellos, sobre todo, San Agustín (herejía 88 y Epistola 106 ad Paulinum) y también los Padres de los Concilios de Cartago y de Mila, en cartas al Papa Inocencio I, que aparecen en el primer tomo de los Concilios(antecediendo a las cartas 15 y 16 de Inocencio I), y en las Epistolae (t. 2, cc. 90, 92) de San Agustín. Contra este error San Agustín escribió De natura et gratia.
13. Pero cuando los Padres de la Iglesia intentan vencer alguna herejía y destruirla de raíz, a veces suelen dirigir hacia este fin todas sus fuerzas y energías, de tal modo que, preocupándose exclusivamente de aplicar un remedio a la enfermedad presente, no prestan tanta atención a otros errores que pueden surgir acerca de algún otro dogma de fe. Por esta razón, del mismo modo que ─partiendo de lo que San Agustín había escrito en los libros de su De libero arbitrio, como él mismo atestigua en sus Retractationes, lib. 1, cap. 9, y en De natura et gratia, cap. 67, y partiendo también de lo que otros Padres más antiguos habían escrito, hasta llegar a los tiempos de San Agustín, sobre la libertad de arbitrio y contra la herejía de los maniqueos sin poner entonces el énfasis en el auxilio necesario de la gracia para las acciones del libre arbitrio, precisamente porque entonces no había controversia alguna sobre esta cuestión─ los pelagianos sostuvieron que todos estos Padres pensaban lo mismo que ellos sobre el libre arbitrio, así también ─partiendo de lo que San Agustín había escrito, en De natura et gratia y en otras obras, contra los pelagianos acerca de la gracia necesaria para la salvación─, algunos monjes exaltaron la gracia hasta el punto de negar el libre arbitrio y suprimir nuestro mérito, afirmando que Dios otorga su premio a cada uno de los fieles no en virtud de sus obras, sino sólo por la gracia.
14. Contra este error San Agustín escribió De gratia et libero arbitrio; y en su Epistola 146, dirigida a Valentino, dice lo siguiente: «Dos jóvenes de vuestra congregación han venido a mí, para informarme de que vuestro monasterio se encuentra turbado por cierta disensión, porque algunos van diciendo que la gracia que el hombre recibe es tal que debe negarse que el hombre posea libre arbitrio; asimismo, afirman que el día del juicio Dios no retribuirá a cada uno según sus obras. También me han hecho saber que muchos de los vuestros no piensan lo mismo, sino que, por el contrario, admiten que la gracia de Dios asiste al libre arbitrio, para que podamos juzgar y obrar rectamente, de tal modo que, cuando el Señor vuelva para retribuir a cada uno según sus obras, conozca la bondad de nuestras obras, que Dios habría dispuesto para que discurramos por ellas. Quienes piensan así, juzgan correctamente. Así pues, os ruego, hermanos, por el nombre de nuestro Señor Jesucristo, que esto mismo se lo digáis a todos: En primer lugar, nuestro Señor Jesucristo, como está escrito en Juan,III, 17, no viene para juzgar el mundo, sino para salvarlo a través de Él. Pero, más tarde, como escribió el apóstol San Pablo (Romanos, III, 6), Dios juzgará el mundo, cuando venga para juzgar a vivos y muertos, como declara toda la Iglesia en el Símbolo de la fe. Por consiguiente, si no hay gracia divina, ¿cómo salvará Jesucristo el mundo? Y si no hay libre arbitrio, ¿cómo juzgará Dios el mundo? Por esta razón, el libro De natura et gratia y la carta que he mencionado y que los susodichos jóvenes os habrán entregado, deben entenderse según esta fe, a saber: no habéis de negar la gracia de Dios, ni habéis de defender el libre arbitrio de tal modo que os apartéis de la gracia de Dios, como si pudierais, sin ella, pensar algo o hacer algo bueno en cierto sentido a los ojos de Dios, siendo esto totalmente imposible». Así habla San Agustín. Léase también todo lo demás que dice en esta carta y en la siguiente.
Hemos citado este pasaje, para que se entienda con qué injusticia los herejes de nuestro tiempo abrazan el error que acabamos de referir y, excediéndose, pretenden adoptar a San Agustín como patrono y garante del mismo; por el momento, omitiremos otros testimonios de San Agustín, sin duda innumerables, que refutan a estos herejes.
15. Del error que acabamos de ofrecer se sigue otro de esos mismos monjes: No hay que amonestar a nadie por no obrar el bien y hacer el mal, sino que hay que rogar a Dios a fin de que otorgue la gracia necesaria para obrar el bien, puesto que, según sostenían, la buena obra depende de Dios a través del auxilio de su gracia y, por este motivo, si Dios confiere su gracia, ciertamente, quien la recibe, obrará el bien; pero si Dios no la confiere, obrar el bien no estará en la potestad de aquel que no la ha recibido. Contra este error San Agustín escribió su libro De correptione et gratia.
Hasta aquí hemos hablado de los errores, a propósito de nuestro libre arbitrio, que surgieron hasta los tiempos de San Agustín.
16. Como refiere Alfonso de Castro en Adversus omnes haereses (léase «libertad» y «futuro contingente»), Pedro Abelardo sostuvo que todo acontece en virtud de una necesidad absoluta, que ni Dios, ni mucho menos los hombres, pueden variar. Nicolás Sandero (De visibili monarchia Ecclesiae, lib. 7, h. 146), tomando su comentario de Gabriel Prateolo, afirma que Abelardo sólo sostuvo que Dios obra por necesidad de naturaleza. Quizás de aquí ha colegido Alfonso de Castro, yendo más allá, que Abelardo también negó la libertad de la voluntad humana, creyendo, igual que Duns Escoto, que como Dios habría decidido obrar por necesidad de naturaleza, todo acontecería por una necesidad tal y el hombre no tendría libre arbitrio, aunque Dios no concurriese con las causas segundas con otro influjo mayor que aquel con el que de hecho influye. Sin embargo, más adelante demostraremos que esto es falso.
17. Como consta según el Concilio de Constanza (ses. 8, art. 27), en el que se condenó a Juan Wycliff, éste sostuvo que todo acontece por necesidad absoluta. Se dice ─y también parece─ que Juan Hus, condenado por este mismo Concilio (ses. 15), cayó en el mismo error. También se cree que Lorenzo Valla se adhirió a las tesis de estos herejes, como cuenta el decano lovaniense Ruardo Tapper, en su artículo sobre el libre arbitrio.
Ahora bien, no tengo claro si todos ellos creyeron que Dios obra por necesidad de naturaleza y que no habría podido establecer y disponer las cosas desde la eternidad de manera distinta de como en realidad han sido establecidas ─como afirmaba Abelardo─ o si, más bien, creyeron que, ciertamente, Dios no obra por necesidad de naturaleza, sino que pudo haber dispuesto las cosas de manera distinta según su arbitrio, aunque, en virtud de la inmutabilidad de su voluntad, de la certeza de la ciencia divina y de la propia disposición de las cosas, todo sucedería por necesidad absoluta y las cosas carecerían de contingencia. Alfonso de Castro alude al error de Wycliff en términos de la primera explicación. Pues afirma que éste sostuvo que la voluntad de Dios y la creación en acto responden a una misma medida y que Dios no pudo querer ni obrar las cosas de manera distinta de como lo hizo. Pero muchos otros interpretan en términos de la segunda explicación el error de Wycliff, Juan Hus, Lorenzo Valla y Lutero, pues éste, por decirlo ya, sigue la doctrina de Wycliff en este punto.
18. En primer lugar, Lutero afirmó que el libre arbitrio carece de eficacia en relación a las voliciones internas en virtud de las cuales quiere algún bien, porque la producción eficaz de éstas dependería únicamente de Dios y la voluntad humana permanecería pasiva cuando apetece algún bien. Pero creemos que ya en nuestros Commentaria in primam D. Thomae partem (q. 12, a. 2) y en otros lugares, hemos demostrado que el acto a través del cual, según se dice, la voluntad quiere algo o el entendimiento entiende algo, es una operación vital que procede de las propias potencias vitales y que estas potencias, o lo que subyace a ellas, no pueden recibir una denominación a partir de los actos apetitivos, salvo que procedan de manera eficiente de estas potencias. Por este motivo, este error no sólo contradice la fe católica ─en la medida en que Lutero, por medio de él, pretende eliminar el mérito de las obras que realizamos con ayuda de la gracia divina─, sino que también es contrario a la luz natural y a la filosofía verdadera. Pero Lutero añadió que, no obstante, en tanto que en última instancia nuestra voluntad ordena ejecutar el acto bueno como obra externa, se dice que coopera y despliega una actividad al ejecutarlo. De ahí que Lutero enseñase que, tras caer en pecado o antes de recibir la gracia, el libre arbitrio no es sino una cosa que sólo admite una consideración nominal. Por esta razón, una vez condenado por el Pontífice Máximo León X, respondió así: «Hablé mal, cuando dije que, antes de recibir la gracia, el libre arbitrio no es sino una cosa que sólo admite una consideración nominal, porque, sin más, debí decir que el libre arbitrio es una ficción que se aplica a las cosas, es decir, un nombre sin contenido, porque nadie tiene en su mano la posibilidad de tener pensamientos buenos o malos, sino que, por el contrario (como enseña el artículo de Wycliff condenado por el Concilio de Constanza), todo sucede por necesidad absoluta, como también pensaba el poeta, cuando dijo: Todo está sujeto a una ley inmutable». Finalmente, llegó a tal punto de locura que incluso sostuvo que el libre arbitrio carece de dominio sobre sus actos y, de igual modo, que los pecados y las malas obras no dependen de Dios en menor medida que las buenas; sin lugar a dudas, en esta cuestión Lutero superó con creces la estulticia e impiedad de los maniqueos, pues éstos no osaron de ningún modo atribuir a Dios los propios pecados.
También resulta en extremo asombroso que su error, que no es menos impío que estulto, haya podido persuadir a alguien. Léase entre otros, si así se considera oportuno, a Ruardo Tapper en su artículo sobre el libre arbitrio, donde ofrece las palabras de Lutero, y a John Fisher, obispo de Rochester, en su Assertionis Lutheranae confutatio (a. 36).
19. Felipe Melanchton, siguiendo al principio el mismo error que Lutero y tratando de explicar el pensamiento de su maestro, afirmó que todas nuestras obras ─ya sean indiferentes, como comer o beber, ya sean buenas, como la vocación y conversión de San Pablo, ya sean malas, como el adulterio de David─ son obras propias de Dios, que las realiza en nosotros no de manera permisiva, sino con una potencia tal que la traición de Judas no sería una obra menos propia de Él que la vocación de San Pablo. Más tarde, avergonzado por la infamia de su error, reconociendo que de su doctrina se seguían innumerables absurdos y convencido por los tratados de los católicos, sobre todo el de Juan Cochleo sobre el libre arbitrio, rechazó el error de Lutero, defendiendo la libertad de arbitrio y que Dios no es causa del pecado, sino el propio libre arbitrio del hombre &c.
Léase a Ruardo Tapper en el lugar mencionado, porque trata todo este tema por extenso y también afirma que los príncipes y ciudades protestantes admitieron la libertad de arbitrio.
20. Calvino persiste en el error de Lutero y reconoce que los filósofos, así como los Padres de la Iglesia, enseñan lo contrario. Pero afirma que los Padres lo hicieron con la siguiente intención, a saber, para no inducir a risa a los filósofos, pretendiendo enseñar lo contrario de una opinión tan extendida entre ellos. Ahora bien, ¿quién no ve que algo así sólo se puede decir de manera frívola y estúpida? No obstante, sólo exceptuó a San Agustín, a quien presenta, de manera desvergonzada y falsa, como patrono de su error.
Hasta aquí hemos hablado de los errores que, hasta el día de hoy, se han defendido acerca de la presciencia de Dios, de nuestro libre arbitrio y de la contingencia de las cosas.