Concordia do Livre Arbítrio - Parte II 1
Parte II - Sobre a cooperação geral de Deus
Disputa XXV: Sobre el concurso de Dios con las causas segundas en todas sus acciones y efectos
1. Una vez establecida la libertad de nuestro arbitrio, debemos hablar, por una parte, del concurso general con el que Dios concurre con todas las causas segundas ─y, por ello, con el libre arbitrio─ en todas sus acciones y efectos y, por otra parte, del concurso particular con el que Dios ayuda con medios divinos a nuestro arbitrio en sus obras sobrenaturales. Ciertamente, estos dos géneros de concurso divino difieren en gran medida entre sí y no afectan a nuestro arbitrio de la misma manera. Si desconociéramos el modo de actuar de ambos concursos, no podríamos saber de qué manera permanecen a salvo tanto la libertad de nuestro arbitrio en su obrar natural y sobrenatural, como la contingencia de las cosas, siendo esta contingencia algo que vamos a demostrar junto con la libertad de nuestro arbitrio; asimismo, tampoco sabríamos conciliar esta libertad de arbitrio con la gracia, presciencia, voluntad, providencia, predestinación y reprobación divinas. Finalmente, el conocimiento y la explicación de gran número de cuestiones importantísimas depende del conocimiento del modo de actuar de ambos concursos.
2. Así pues, comenzando por el primer género de concurso, en primer lugar, vamos a referirnos al concurso general de Dios con todas las causas segundas. Luego hablaremos de este mismo concurso en las acciones y efectos naturales del libre arbitrio. Más adelante, conforme al modo de este concurso, demostraremos que somos nosotros por medio de nuestro libre arbitrio, y no Dios, la causa de nuestros pecados. Finalmente, examinaremos si, en caso de que Dios actuase por necesidad de naturaleza y concurriese con el libre arbitrio y con las demás causas segundas con el mismo modo de concurso general con que ahora influye, permanecería a salvo o no la contingencia de las cosas.
3. En lo que respecta a esta disputa, además de algunos autores a los que menciona Santo Tomás (Summa Theologica, I, q. 105, art. 5; In II, dist. 1, q. 1, art. 4; De potentia, q. 3, art. 7; Contra gentes, cap. 69), Gabriel Biel (In IV, dist. 1, q. 1, art. 1 y art. 3, dub. 2 y 3), siguiendo a Pedro de Ailly, defiende que las causas segundas no obran en absoluto, sino que sólo Dios produce en ellas su eficacia y todos sus efectos, del mismo modo que el fuego no calienta, ni el Sol ilumina sin que Dios produzca en ellos su eficacia y sus efectos. De ahí que, en la duda 3 citada, Gabriel Biel diga que las causas segundas no son propiamente causas, es decir, productoras de efectos; de este modo, afirma que tan sólo la causa primera es causa; por el contrario, las causas segundas sólo deberían denominarse «causas sin las cuales no», en la medida en que Dios sólo habría decidido producir sus efectos en presencia de ellas. También en el artículo 1 citado, afirma ─siguiendo a Pedro de Ailly─ que cuando Dios produce el efecto junto con la causa segunda ─como cuando produce el calor junto con el fuego─ no concurre en menor medida que si concurriera Él solo en la producción del mismo efecto; es más, en tal caso su eficiencia sería mayor, porque no sólo produciría calor con un concurso que sería igual que si no hubiese fuego, sino que además haría que el fuego también fuese ─aunque a su modo─ causa del mismo calor.
4. Como confirmación de este parecer ─con el que cree que encarece sobremanera la potencia divina─, recurre, en primer lugar, a I Corintios, XII, 6: «que obra todo en todos»; y, en segundo lugar, a II Corintios, III, 5: «No que por nosotros mismos seamos capaces de pensar cosa alguna, como propia nuestra, sino que nuestra capacidad viene de Dios».
5. Sin embargo, todos rechazan este parecer y con razón Santo Tomás (In II Sententiarum; Contra gentes, en el lugar citado) lo llama idiota. ¿Puede haber algo más idiota que negar lo que evidencian la experiencia y los sentidos? En efecto, los sentidos ponen de manifiesto que las causas segundas realizan y ejercen sus operaciones.
Si esta opinión, como parecen pretender sus defensores, debe entenderse referida absolutamente a todas las causas, incluidas la voluntad y el libre arbitrio, entonces, sin lugar a dudas, no sólo contradice la experiencia en virtud de la cual cualquiera de nosotros experimenta en sí mismo que en su potestad está querer o no querer, sino que debe considerarse errónea a todas luces en materia de fe; pues suprime la libertad de nuestro arbitrio y elimina de nuestras obras toda razón de virtud y vicio, de mérito y demérito, de alabanza y vituperio, de premio y castigo. En efecto, si no es la voluntad la que obra, sino que Dios es el único que realiza en ella las operaciones buenas y malas, entonces pregunto: ¿qué libertad queda en ella? ¿O en virtud de qué pueden concedérsele mérito y alabanza o pecado y vituperio, por obrar de una u otra manera?
Aunque este parecer deba entenderse referido únicamente a las causas segundas que no están dotadas de libre arbitrio, sin lugar a dudas, es poco seguro en materia de fe.
Pero las Sagradas Escrituras atribuyen estas operaciones a las causas segundas de tal modo que dan a entender que en verdad son efectos de dichas causas. Así leemos en Mateo, IV, 28: «La tierra da el fruto por sí misma; primero hierba, luego espiga, &c. Y en Lucas, XXI, 29-30: «Mirad la higuera y todos los árboles: cuando ya echan brotes por sí mismos &.». De ahí que San Agustín en De civitate Dei (lib. 7, cap. 30) diga: «Dios administra todo lo que ha creado de tal manera que permite que todo ello ejerza y obre sus propios movimientos».
6. Este parecer también se puede refutar con argumentos, porque si lo admitimos, las siguientes proposiciones serán falsas: el sol ilumina, el fuego calienta, &c.; pues no serían las causas segundas las que harían todo esto, sino que Dios les prestaría su eficacia; además, su consecuente se opone tanto al modo común de hablar, como al sentido común de los hombres. Como, según dice Aristóteles en De coelo (lib. 2, cap. 3), cada cosa existe en función de su operación, entonces todo existiría en vano, porque las propias cosas no obrarían aquello para lo que han sido creadas, sino que Dios les prestaría su eficacia. Asimismo, como Dios podría hacer enfriar alguna cosa ante la presencia del fuego y hacer calentar otra ante la presencia del agua, y viceversa, así también, el fuego podría ser causa de enfriamiento y el agua de calentamiento, y viceversa. Más aún, como a partir de una piedra Dios podría crear un ángel u otra cosa, la piedra podría ser causa de creación, siendo esto totalmente absurdo, por mucho que Gabriel Biel lo admita. Añádase que lo que la experiencia pone de manifiesto, no debe negarse sin razones determinantes; pues bien, no sólo no hay ninguna razón determinante, sino tampoco probable, que persuada de que las cosas creadas en verdad no obran las acciones que la experiencia enseña que proceden de estas causas. Añádase también que si Dios puede realizar las operaciones de todas las cosas tanto por sí mismo, como por medio de las virtudes que confiere a las causas segundas, entonces su potencia resulta realzada en mayor medida que si sólo Él las puede realizar.
7. Por tanto, sobre el primer testimonio de San Pablo debemos decir que está hablando de las operaciones de la gracia, como es evidente a todas luces, si se leen las palabras anteriores y posteriores; en efecto, estas operaciones dependen de Dios, pero también de nuestra cooperación.
8. Sobre el segundo testimonio debemos decir que San Pablo está hablando del pensamiento suficiente para que alguien sea ministro idóneo del Nuevo Testamento, como comprobará claramente quien lea el contexto del pasaje de San Pablo; pero para que esto se produzca, son necesarios la gracia y el concurso del Espíritu Santo. Aunque en ambos pasajes San Pablo hablase de operaciones naturales, no obstante, de ellos no se podría inferir nada contra nuestra tesis, porque todas estas operaciones proceden de Dios por su concurso universal, pero con nuestra cooperación simultánea.
9. El parecer de Durando (In II, dist. 1, q. 5) es totalmente opuesto al que acabamos de impugnar. Pues, según él, las causas segundas obran y producen sus efectos de tal modo que Dios no concurre con ellas con otro influjo que no sea conservando las naturalezas y las fuerzas que les ha conferido.
10. Demostración: En primer lugar: Se dice que los efectos de las causas segundas dependen de Dios por mediación de otras causas segundas; por tanto, no dependen inmediatamente de Dios, sino sólo de causas segundas; pues de Dios dependen de manera mediata en la medida en que, como causa primera, les confiere el ser y las fuerzas para obrar y las conserva en ellas.
11. En segundo lugar: Si Dios obrase de manera inmediata con las causas segundas en sus efectos ─por ejemplo, con el fuego en la generación del fuego─, o bien obraría con la misma acción con que obra el fuego, o bien con otra. Pero no obra con la misma acción: primero, porque como esta acción no requiere una eficacia mayor que la que produce la especie del fuego, éste puede realizarla sin otro concurso de Dios, supuesta la conservación de la naturaleza y de la virtud activa del fuego, siendo así superfluo el concurso de Dios; segundo, porque una misma acción no puede proceder de dos agentes de tal modo que cada uno de ellos la realice de manera perfecta e inmediata, salvo que actúen a través de una misma virtud, a la manera en que el Padre y el Hijo inspiran al Espíritu Santo perfectamente y sin mediación ninguna, porque lo hacen a través de una misma fuerza inspirativa; pero la generación del fuego depende del fuego de manera perfecta y con inmediatez, porque esta generación no requiere más eficacia que la que produce la especie del propio fuego; por tanto, no puede depender al mismo tiempo de Dios, porque Dios y el fuego no actúan a través de una misma fuerza o potencia activa. Pero que Dios tampoco obra con una acción distinta de aquella con que obra el fuego, se demuestra así: primero, porque una de ellas sobraría; segundo, porque como las acciones se distinguen por sus términos y el término ─o efecto producido─ es idéntico, no pueden ser acciones distintas.
12. En tercer lugar: El orden de los agentes responde al orden de los fines; pero una sola cosa no puede tener dos fines inmediatos y perfectos; por tanto, tampoco puede tener dos agentes, salvo que hagan las veces de un solo agente perfecto, a la manera en que dos hombres que empujan una nave, forman un solo agente íntegro, suficiente y perfecto; así también, una misma cosa puede tener distintos fines parciales.
13. Muchos consideran que este parecer de Durando es erróneo, como Domingo de Soto en In VIII libros Physicorum (lib. 2, q. 4, concl. 1). Por mi parte, como mínimo, considero que es falso y poco seguro. Pues cuando San Pablo (Hechos, XVII, 18) explica que Dios no está lejos de nosotros, no sólo porque estamos en Él, sino también porque nos movemos en Él, sostiene claramente que Dios concurre de manera inmediata en todos nuestros movimientos; pues de un concurso y de una acción mediata no puede inferirse la presencia de su agente conforme a la sustancia de dicha acción. Asimismo, cuando el profeta regio (Salmos, CXXXVIII, 7-10) explica que adondequiera que alguien se retire, allí mismo estará Dios presente, porque la mano de Dios tiene que llevarlo y mantenerlo allí, también señala claramente que Dios concurre de modo inmediato en el movimiento local. En Job, X, 8, leemos: «Tus manos me formaron, me plasmaron»; y un poco más adelante: «¿No me vertiste como leche?»; en efecto, aquí los efectos de las causas segundas también se atribuyen a Dios como cooperador. Asimismo, en Isaías, XXVI, 12, leemos: «Señor, has obrado en nosotros todas nuestras obras»; y en Sabiduría, VIII, 1: «Se despliega vigorosamente de un confín al otro del mundo y gobierna de excelente manera el universo»; Juan, V, 17: «Mi Padre trabaja hasta ahora y yo también trabajo». Léase a San Agustín en Super Genesim ad litteram (lib. 4, cap. 12, y lib. 5, cap. 20) donde, siguiendo el pasaje citado de San Juan, enseña brillantemente que, el séptimo día, Dios descansó de toda su obra de la creación del mundo y de la producción de nuevas especies, pero de tal modo que nunca ha dejado de conservarlas y de cooperar con las causas segundas en sus efectos.
14. También podemos demostrar con argumentos que la opinión de Durando es falsa.
En primer lugar: Ningún efecto en absoluto puede producirse en la naturaleza, salvo que Dios, como causa eficiente, lo conserve con su influjo inmediato. En efecto, sería asombroso que el ángel y las demás substancias dependiesen de Dios de este modo ─según hemos explicado en nuestros Commentaria in primam Divi Thomae partem, q. 8, art. 1, disp. 1─ y, sin embargo, no lo hiciesen las acciones y otros accidentes que encontramos en ellos. Pues de aquí se seguiría que, en caso de que Dios quisiera eliminar las acciones y los accidentes, pero respetando las substancias, no le bastaría con sustraer el influjo con que los conserva, sino que tendría que aplicar alguna acción contraria; ahora bien, esto no puede decirse sin faltar a la verdad. En efecto, ¿qué acción contraria puede imaginarse, por ejemplo, para eliminar la luz del sol, respetando su substancia, pues no hay nada contrario a la luz, ni a la acción por la que procede de la substancia del sol? Ciertamente, salvo que mantengamos que la luz sólo puede eliminarse con la sustracción del influjo divino, será necesario sostener que Dios no puede eliminarla de ningún modo siempre que permanezca la substancia del sol. Por esta razón, hay que decir en sentido absoluto que toda la creación depende del influjo inmediato de la fuente de la que ha emanado. Pero como lo necesario para la conservación de algo también es necesario ─y con mayor razón─ para su primera producción, en consecuencia, las causas segundas no podrán producir nada en absoluto, si no interviene simultáneamente un influjo en acto e inmediato de la causa primera. De ahí que sólo la causa primera tenga la propiedad de no depender ─en la producción y conservación de sus efectos─ del influjo de ninguna otra causa; sin embargo, las demás causas ─tanto en la producción, como en la conservación de sus efectos─ dependen del auxilio y del influjo general de la causa primera.
15. En segundo lugar: Si Dios no cooperase con la causa segunda, no habría podido hacer que el fuego babilónico no quemara a aquellos tres jóvenes, salvo que se hubiese ─por así decir─ interpuesto, impidiendo su acción por medio de alguna acción contraria, o rodeando a los jóvenes de algo que impidiera que se quemaran, o confiriéndoles alguna cualidad que imposibilitase que el fuego imprimiera en ellos su acción. Por tanto, puesto que esto deroga tanto la potencia divina, como la sujeción suprema en virtud de la cual todas las cosas acatan y obedecen a esta potencia, tendremos que decir que Dios coopera con las causas segundas y que el fuego no quemó a aquellos jóvenes sólo por una razón, a saber, porque Dios no concurrió con el fuego en su acción.
16. Al primer argumento: Debemos decir que suele afirmarse que los efectos de las causas segundas proceden de Dios por mediación de otras causas segundas, pero no en la medida en que Dios obra por medio de su concurso universal, sino en la medida en que, como productor, obra a través de ellas como si fueran ─por así decir─ asistentas e instrumentos que han recibido de Él la virtud de actuar.
17. Al segundo argumento: Su incorrección se hará evidente con lo que digamos en nuestra siguiente disputa. Por el momento, debemos decir que Dios obra con una única acción, que, en cuanto procedente de Él, se denomina «acción de Dios» y «concurso universal de Dios», pero que, en tanto que procede del fuego, se denomina «acción y concurso del fuego»; no obstante, la acción calorífica procede del fuego y no de Dios, salvo a través de la determinación del fuego que concurre simultáneamente en esta acción.
18. A la primera demostración: Debemos negar que esa acción no supere la virtud del fuego, si se produce sin el concurso universal y coadyuvante de Dios. Pues actuar sin recibir ayuda es propio de Dios y esto supera toda virtud creada, porque tanto la naturaleza, como la operación de toda virtud creada, dependen de otra cosa; en efecto, como ya hemos dicho, todos los efectos dependen de Dios de tal modo que, una vez producidos, de ninguna manera pueden durar, salvo que Dios los conserve con su influjo.
19. A la segunda demostración: Debemos decir que esa acción no procede del fuego de modo total y perfecto, si hablamos en términos absolutos de una causa total, porque en parte procede del fuego y en parte de Dios; no obstante, procede íntegramente y en su totalidad de cada uno de ellos en su orden, a saber, del fuego en orden de causa particular y de Dios en orden de causa primera universal, como explicaremos en la siguiente disputa.
20. Al tercer argumento: Debemos decir que Dios y la causa segunda forman un agente único y absolutamente perfecto en relación al efecto a producir, aunque cada uno de ellos sea perfecto en su orden, como explicaremos en la siguiente disputa; de este modo, no hay ningún inconveniente en que dos agentes concurran simultáneamente en una misma acción, como el propio Durando afirma.